Casi gozoso de hallarse convertido en una especie de autómata, abdicaba la vida por vivir y despojaba a su alma de todas las poesías del deseo.
Para luchar mejor con la cruel potestad cuyo reto había aceptado, se hizo casto a la manera de Orígenes, castrando su imaginación. Al día siguiente en que, enriquecido repentinamente por un testamento, vio menguar la piel de zapa, fue a casa de su notario. Allí, un médico bastante afamado, refirió seriamente a los postres de la comida, la forma en que se curó un suizo atacado al pulmón. Aquel hombre no pronunció una palabra durante diez años, y se sometió a no respirar más que seis veces por minuto el denso ambiente de una vaquería, guardando un régimen alimenticio sumamente ligero.
—¡Yo seré ese hombre! —exclamó para sí Rafael que quería vivir a toda costa.
Y, rodeado de lujo, se convirtió en una máquina de vapor. Cuando el antiguo profesor contempló al cadavérico joven, experimentó un sobresalto, todo le pareció artificial en aquel cuerpo desmedrado y endeble. Al observar la ansiosa mirada del marqués, su frente agobiada por la preocupación, no pudo reconocer en él al discípulo de tez fresca y sonrosada, robusto y ágil, cuyo recuerdo conservaba. Si el bondadoso clásico, crítico sagaz y conservador del buen gusto, había leído a lord Byron, se imaginaría ver a Manfredo, creyendo encontrar a Childe Harold.
—Buenos días, señor Porriquet —dijo Rafael, estrechando los helados dedos del anciano entre su mano ardiente y sudorosa—. ¿Cómo está usted?
—Yo bien —contestó el anciano, asustado por el contacto de aquella mano febril—. ¿Y tú?
—¡Oh! Confío en ir tirando.
—¿Supongo que estarás escribiendo algo bueno?
—No —contestó Rafael—. «Exigí monumentum», señor Porriquet. He terminado una gran página y he dado un adiós eterno a la ciencia. Ni siquiera sé dónde para el original.
—¡Su estilo será puro, les claro! Supongo que no habrás adoptado los barbarismos de esa nueva escuela, que pretende asombrar al mundo descubriendo a Ronsard.
—Mi obra es puramente fisiológica.
—¡Pues no digas más! —repuso el profesor—. En las ciencias, la gramática debe amoldarse a las exigencias del progreso. Sin embargo, hijo mío, un estilo claro, armonioso, la lengua de Massillon, de Buffon, del gran Racine, siempre va bien… Pero me olvidaba del objeto de mi visita —añadió, interrumpiéndose—. Es una visita interesada.
Recordando, ya tarde, la verbosa elegancia y las elocuentes perífrasis que por un largo profesorado constituían hábito en su maestro, Rafael casi se arrepintió de haberle recibido; pero en el instante de asaltarle el deseo de que se marchara, comprimió prontamente su secreto anhelo, al lanzar una furtiva ojeada a la piel de zapa, suspendida ante él y adosada sobre una tela blanca, en la que aparecían cuidadosamente marcados los fatídicos contornos de aquella, con una línea roja que la encuadraba con matemática exactitud. Desde la fatal orgía, Rafael ahogaba el más ligero de sus caprichos, para no producir alteración alguna en el terrible talismán. La piel de zapa era como un tigre con el que había de vivir forzosamente, sin excitar su ferocidad.
Escuchó, pues, pacientemente, las ampulosas manifestaciones del viejo profesor. Porriquet invirtió una hora en el relato de las persecuciones de que había sido objeto desde la revolución de Julio. El pobre hombre, que deseaba un gobierno enérgico y vigoroso, emitió el patriótico voto de que los tenderos permanecieran detrás de sus mostradores, los estadistas al frente de los asuntos públicos, los abogados en el foro y los pares de Francia en el Luxemburgo; pero uno de los ministros populares del rey constitucional le expulsó de su cátedra, acusándole de carlismo. El anciano se encontraba sin destino, sin retiro y sin pan; y siendo la providencia de un sobrino pobre, a quien pagaba la pensión en el seminario de San Sulpicio, iba a rogar a su antiguo discípulo, menos por sí que por su hijo adoptivo, que gestionara cerca del nuevo ministro, no ya su reposición, sino el cargo de director de cualquier colegio de provincia.
Rafael se sentía dominado por una somnolencia invencible, cuando cesó de resonar en sus oídos la monótona voz del pobre señor. Obligado por cortesía a mirar a los ojos inexpresivos y casi inmóviles de aquel anciano, tardo y pesado en su expresión, había quedado atónito, magnetizado por una inexplicable fuerza de inercia.
—Pues bien, mi estimado señor Porriquet —contestó, sin darse cuenta exacta del contenido de la petición—, yo no puedo hacer nada en eso, absolutamente nada. Deseo vivamente que el éxito corone los suyos y…
Pero en el mismo instante, sin pararse a observar el efecto producido en la marfileña y rugosa frente del anciano por aquellas palabras triviales, impregnadas de apático egoísmo, Rafael se irguió como cervatillo espantado. Acababa de ver un pequeño espacio blanco entre el negro borde de la piel y el trozo rojo, y lanzó un grito tan terrible, que el pobre profesor quedó atónito.
—¡Salga usted de aquí, so animal! —exclamó—. Será usted nombrado profesor. ¿No ha podido pedirme una pensión vitalicia de mil escudos, mejor que un deseo homicida? Su visita no me habría costado nada. Hay cien mil destinos en Francia, mientras que yo sólo tengo una vida, y la vida de un hombre vale más que todos los empleos del mundo… ¡Jonatás!
El mayordomo acudió.
—¡Recréate en tu obra, grandísimo imbécil! —le dijo su amo—. ¿Por qué me has propuesto recibir al señor? —añadió, señalando al petrificado anciano—. ¿He puesto mi alma en tus manos para que la desgarres? ¡En este momento, me arrebatas diez años de existencia! ¡Otra falta como ésta, y habrás de conducirme a la mansión en que mora mi padre! ¿No habría preferido poseer a Fedora, a comprometer mi vida por complacer a esta especie de esqueleto ambulante? Me sobraba dinero para socorrerle. Además, ¿qué me importa que se mueran de hambre todos los Porriquet del mundo?
La cólera hizo palidecer a Rafael; sus trémulos labios destilaban una ligera espuma y la expresión de sus ojos era sanguinaria. Ante semejante aspecto, los dos ancianos se sintieron acometidos por un temblor convulso, como dos niños en presencia de una fiera. El joven se dejó caer sobre un sillón. A los pocos instantes, la reacción operada en su alma hizo brotar copiosas lágrimas de sus centelleantes ojos.
—¿Dónde está mi vida? ¿Dónde mi juventud? —exclamó—. ¡Nada de ideas bienhechoras! ¡Nada de amor! ¡Todo ha desaparecido para siempre!
Y, volviéndose hacia el profesor, añadió, en tono afectuoso:
—Ya está hecho el daño, mi querido maestro. De buena gana le habría recompensado generosamente por sus cuidados; pero, al menos, mi desventura redundará en beneficio de una persona bondadosa y digna.
Había tanta ingenuidad en el acento que matizó estas palabras casi ininteligibles, que los dos ancianos prorrumpieron en llanto, como se llora al oír los conmovedores aires del terruño, cantados en idioma extranjero.
—Es un epiléptico —murmuró Porriquet.
—Reconozco sus bondades, mi estimado maestro —prosiguió afablemente Rafael—, y le ruego que me perdone. La enfermedad es un accidente; la inhumanidad sería un defecto… Déjeme usted ahora —añadió—. Mañana o pasado, esta misma tarde quizá, recibirá usted su credencial porque la «resistencia» ha triunfado del «movimiento». ¡Adiós!
El anciano se retiró, amedrentado y presa de vivas inquietudes por la salud moral de Valentín. Aquella escena tuvo para él algo de sobrenatural. Dudaba de sí mismo y se interrogaba, como si acabara de despertar de una penosa pesadilla.
—¡Oye, Jonatás! —dijo el joven, dirigiéndose a su antiguo servidor—. Procura penetrarte bien de la misión que te he confiado.
—Está bien, señor marqués.
—Yo soy, por decirlo así, un hombre colocado fuera de la ley.
—Está bien, señor marqués.
—Todos los placeres mundanos revolotean en torno de mi lecho de muerte, danzando ante mí como mujeres hermosas; si los llamo, muero. ¡Siempre la muerte! Tú debes ser una barrera entre el mundo y yo.
—Está bien, señor marqués —repitió el anciano doméstico, enjugando las gotas de sudor que surcaban las arrugas de su frente—. Pero, si no quiere usted ver mujeres hermosas, ¿cómo se las arreglará esta noche en los Italianos? Una familia inglesa que ha regresado a Londres, me ha cedido el resto de su abono a uno de los mejores palcos. ¡Un palco soberbio, de verdadera preferencia!
Sumido en profunda meditación, Rafael ni siquiera escuchó a su mayordomo.
¿Adónde va ese fastuoso carruaje, esa berlina tan sencilla en apariencia, pero en cuyas portezuelas se destaca el escudo de noble y linajuda familia? Cuando la berlina pasa rápidamente, las grisetas la admiran, envidiando su adorno y comodidad interior. Dos lacayos uniformados se mantienen en pie a la trasera del aristocrático vehículo, y en el fondo, sobre la muelle tapicería, descansa una cabeza ardiente, cuyos ojos rodean amoratados círculos; la cabeza de Rafael, triste y pensativo. ¡Fatal imagen de la riqueza! Cruza París como una exhalación, llega al peristilo del teatro Favart, se desdobla el estribo, que sostienen los dos lacayos, contemplados por una envidiosa multitud.
—¿Qué habrá hecho éste, para ser tan rico? —pregunta un pobre estudiante de leyes, que por falta de un escudo no podía oír los mágicos acordes de Rossini.
Rafael avanzó lentamente a través de los corredores, sin prometerse ningún goce de aquella diversión, tan apetecida en otro tiempo. Durante el primer entreacto de «Semíramis», paseó por la sala de descanso, vagó por las galerías, sin acordarse de su palco, en el cual no había entrado aún. Ya no existía en su corazón el sentimiento de la propiedad. Como todos los enfermos, únicamente pensaba en su dolencia.
Apoyado, en la repisa de la chimenea, en cuyo torno pululaban jóvenes y viejos distinguidos, ex ministros y consejeros recientes, pares despojados de su dignidad, como consecuencia de las innovaciones introducidas por la revolución de Julio, una verdadera baraúnda, en fin, de especuladores y de periodistas vio a pocos pasos una figura estrambótica y singular. Rafael se adelantó hacia el estrafalario personaje, entornando insolentemente los ojos, a fin de contemplarle más de cerca.
—¡Qué tipo para un cuadro! —dijo para sí.
Las cejas, el pelo, la perilla a lo Mazarino, que ostentaba vanidosamente el desconocido, estaban teñidos de negro; pero la tintura aplicada sin duda a cabellos demasiado blancos, había producido un indeciso color avinado, cuyos matices cambiaban según la mayor o menor intensidad de los reflejos de las luces.
Su rostro reducido y achatado, cuyas arrugas disimulaban espesas capas de afeite, expresaba simultáneamente astucia y zozobra. El retoque faltaba en algunos puntos de la cara, haciendo resaltar más su decrepitud y su tez plomiza. Era imposible contener la risa al ver aquella cabeza de barbilla puntiaguda y frente prominente, bastante parecida a las de esos grotescos monigotes de madera tallados en Alemania por los pastores en sus ratos de ocio.
Examinando alternativamente al viejo Adonis y a Rafael, un observador habría creído descubrir en el marqués la mirada de un joven, tras el disfraz de un viejo, y en el desconocido, la mirada empañada de un anciano, tras el disfraz de un joven.
Valentín trató de recordar en qué ocasión había visto a aquel vejete seco, acicalado y arrogante como si derramara juventud. Su porte no acusaba nada de apocamiento ni de afectación. Su correcto frac, cuidadosamente abotonado, envolvía la vetusta y recia armazón, dándole el aspecto de un viejo presumido, que sigue aún los vaivenes de la moda.
Aquel muñeco animado tenía todos los caracteres de una aparición para Rafael, que le contempló como un antiguo Rembrandt ahumado, pero recientemente restaurado, barnizado y cambiado de marco.
La comparación le hizo dar con el rastro de la verdad, en sus confusos recuerdos, y reconocer en el viejo al anticuario, al causante de su desventura.
En aquel momento, se dibujó una sarcástica sonrisa en los marchitos labios del fantástico personaje, distendidos por una dentadura postiza. La risita evocó en la viva imaginación de Rafael las sorprendentes semejanzas de aquel hombre con la cabeza imaginaria que los pintores han asignado al Mefistófeles de Goethe. Mil supersticiones invadieron el alma bien templada de Rafael, que se inclinó a creer en el poder del demonio, en todos los sortilegios tomados de las leyendas de la Edad Media y puestas en obra por los poetas. Rechazando con horror la suerte de Fausto, invocó presurosamente al Cielo, teniendo, como los moribundos, una fe ferviente en Dios, en la Virgen María. Una radiante y diáfana claridad le permitió divisar el Cielo de Miguel Angel y de Sanzio de Urbino; nubes, un anciano de luenga barba blanca, cabezas aladas, una bellísima mujer, circundada por brillante aureola.
Entonces comprendió, adoptó esas admirables creaciones, cuyas fantasías, casi humanas, le explicaban su aventura y le infundían aún alguna esperanza.
Pero al recaer sus miradas sobre la sala de descanso de los Italianos, en lugar de la Virgen vio a una linda muchacha, la detestable Eufrasia, la bailarina de cuerpo flexible y ligero, que luciendo un traje llamativo, cubierta de perlas orientales, acudía impaciente a su impaciente viejo y acababa de presentarse audaz, desvergonzada, con las pupilas chispeantes, a aquel concurso envidioso y especulador, para testimoniar la ilimitada riqueza del mercader cuyos tesoros derrochaba. Rafael recordó el deseo zumbón que le hizo aceptar el fatal presente del viejo, y saboreó todos los placeres de la venganza, al contemplar la profunda humillación de aquella sabiduría sublime, cuya caída parecía entonces imposible.
La fúnebre sonrisa del centenario iba dirigida a Eufrasia, que correspondió a ella con una frase de amor. El la ofreció su descarnado brazo, y dio dos o tres vueltas al salón, recogiendo con delicia las apasionadas miradas y los requiebros lanzados por los concurrentes a su amante, sin observar las risas desdeñosas, sin oír las mordaces cuchufletas de que se le hacía objeto.
—¿De qué cementerio habrá desenterrado ese cadáver, este monísimo vampiro? —preguntó al paso el más elegante de los románticos.
Eufrasia esbozó una sonrisa. El bromista era un joven de cabellos blondos, ojos azules y brillantes, esbelto y con largos mostachos, que llevaba un frac deteriorado y el sombrero echado sobre una ceja, y tenía trazas de resuelto y dicharachero.
—¡Cuántos ancianos! —dijo Rafael para su coleto— coronan una vida de probidad, de trabajo y de virtud, con una calaverada. Este tiene un pie en la sepultura y se le ha ocurrido enamorarse.