La pirámide (11 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

BOOK: La pirámide
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—¿Tenía hijos?

Stefansson negó con un gesto.

—Al menos, no hay indicios de que haya vivido aquí ninguna otra persona. Hemos estado hablando con uno de los vecinos y, al parecer, ella ha habitado la casa desde que se construyó.

Hemberg asintió y se dirigió a Wallander.

—Bien, subamos al piso de arriba para que los técnicos puedan trabajar en paz.

Stefansson iba a unírseles cuando Hemberg le indicó que se quedase. En la planta alta había tres habitaciones: el dormitorio de la mujer, una habitación en la que no había otro mueble que un armario ropero y una tercera para los invitados. Hemberg se sentó en el borde de la cama de invitados y le hizo una seña a Wallander para que tomase asiento en la silla que había en un rincón.

—En realidad, no tengo más que una pregunta que hacerte —comenzó Hemberg—. ¿Quién crees tú que es esa mujer?

—Supongo que lo que quieres saber es qué hago yo aquí.

—Bueno, yo formularía la pregunta con algo más de concreción: ¿cómo coño has venido a parar a este lugar?

—Verás, es una larga historia —aclaró Wallander.

—Pues resúmela —conminó Hemberg—. Pero sin omitir ningún detalle.

Wallander obedeció y comenzó a referirle cuanto había sabido sobre las quinielas, las llamadas telefónicas y los viajes en taxi. Hemberg lo escuchaba con la mirada clavada en el suelo. Una vez que Wallander hubo concluido, el inspector permaneció en silencio durante unos minutos.

—Veamos. No puedo por menos de reconocerte el mérito de haber descubierto un asesinato. He de admitir que eres muy constante y pertinaz; y tampoco creo que andes muy equivocado en tus sospechas. Sin embargo y con independencia de todo ello, conviene puntualizar que tu actitud ha sido por completo reprobable. En efecto, no existe en el reglamento policial ningún epígrafe que contemple nada que se parezca a la investigación individual o secreta: a un policía no le está permitido asignarse a sí mismo un caso particular. Ésta es la primera y la última vez que te lo digo.

Wallander asintió, consciente de su error.

—Aparte de los motivos que te han conducido hasta Arlöv, ¿qué otros asuntos te traes entre manos?

Wallander lo puso al corriente de su visita a Helena, en las oficinas de la agencia de transporte marítimo.

—¿Algo más?

—No, eso es todo.

Wallander se había preparado para recibir una reprimenda, pero Hemberg se puso en pie y le indicó que lo siguiese.

Ya en el rellano de la escalera, se detuvo y le advirtió:

—Esta mañana pregunté por ti para informarte de que la inspección del arma estaba lista y que no arrojó otro resultado que el esperado, pero resulta que me dijeron que estabas de baja por enfermedad.

—Sí, me dolía el estómago. Gastroenteritis.

Hemberg lo observó con un destello de ironía en los ojos.

—Pues te has recuperado enseguida —comentó incrédulo—. Y, puesto que pareces encontrarte bastante bien, te quedarás aquí esta noche. Es posible que aprendas algo. No toques ni digas nada. Pero grábalo todo en tu memoria.

A las cuatro de la madrugada, levantaron el cadáver de la mujer. Poco después de la una, Sjunnesson llegó a Arlöv. A Wallander le extrañó que no diese muestras de mayor cansancio, pese a la hora. Hemberg y Stefansson, con la ayuda de un tercer agente, inspeccionaron el apartamento de forma exhaustiva y metódica, abriendo cajones y armarios y recopilando una buena cantidad de documentos que fueron depositando sobre la mesa. Wallander tuvo la oportunidad de escuchar la conversación mantenida entre Hemberg y un forense llamado Jörne. No cabía la menor duda de que la mujer había muerto por estrangulamiento. Además, ya en un primer examen, Jörne halló indicios suficientes como para asegurar que la habían golpeado en la cabeza por detrás. Hemberg le hizo saber que lo que más urgía averiguar era cuánto tiempo llevaba muerta.

—Yo creo que lleva varios días muerta ahí sentada —aventuró Jörne.

—¿Cuántos días?

—No me gustan las adivinanzas, así que ten paciencia y aguarda el resultado de la autopsia.

Una vez concluida la conversación entre Jörne y el inspector, éste se dirigió a Wallander.

—Como es lógico, tú ya sabes por qué tengo tanto interés en conocer la fecha de su muerte.

—Supongo que deseas poder establecer si murió antes o después de Hålén.

Hemberg asintió.

—Así es. En tal caso, tendríamos una explicación plausible de por qué el hombre se quitó la vida. No es raro que los asesinos se suiciden.

Hemberg se sentó en el sofá de la sala de estar mientras Stefansson hablaba con el fotógrafo en el vestíbulo.

—Bueno, al menos hay un dato indiscutible —afirmó Hemberg tras unos minutos de silencio—. La mujer fue asesinada mientras estaba sentada en la silla. Alguien la golpeó en la cabeza por detrás. Hay restos de sangre en el suelo y en el hule de la mesa. Después la estrangularon, lo que nos da algunas premisas.

Hemberg observó a Wallander.

«Está poniéndome a prueba», adivinó el joven agente. «Quiere averiguar si doy la talla.»

—Yo creo que eso significa que la mujer conocía a la persona que la mató.

—Exacto. ¿Alguna otra conclusión?

Wallander meditó un instante. ¿No se le estaría escapando algo? Finalmente, negó con la cabeza.

—Tienes que utilizar los ojos —recomendó Hemberg—. ¿Había algún objeto sobre la mesa? ¿Una taza, quizá varias? ¿Cómo iba vestida? Supongamos que conocía a la persona que la mató y, para simplificar las cosas, podemos partir de la base de que era un hombre, pero ¿de qué se te ocurre que podía conocerlo?

Wallander comprendió entonces el razonamiento de Hemberg y lo enojó el hecho de no haber caído él mismo mucho antes.

—Estaba en camisón y bata —observó—. Uno no suele ir vestido así cuando va a recibir una visita.

—¿Qué aspecto tenía su dormitorio?

—La cama estaba sin hacer.

—¿Cuál es la conclusión?

—Podría ser que Alexandra Batista mantuviese una relación con el hombre que la asesinó.

—Ajá. ¿Y además?

—No había tazas sobre la mesa, pero sí unos vasos sin fregar junto a los fogones.

—Los examinaremos —aseguró Hemberg—. ¿Qué habían bebido? ¿Hay huellas dactilares? Un vaso vacío puede revelar muchos datos interesantes.

El inspector se incorporó del sofá con gran esfuerzo y Wallander comprendió que el hombre estaba cansado.

—En otras palabras, conocemos una importante cantidad de detalles —prosiguió—. Puesto que nada indica que el motivo haya sido el robo, trabajaremos en función de la teoría de que el móvil del asesinato es de naturaleza más bien personal.

—Ya, pero eso no explica el incendio en la casa de Hålén —señaló Wallander.

Hemberg lo observó con atención.

—Estás desviándote —le advirtió—. Y lo que debemos hacer es avanzar despacio, con tranquilidad y método. Debemos partir de los datos más fiables. Lo que ignoramos o aquello de lo que no tenemos certeza puede esperar. No puedes componer el rompecabezas mientras la mitad de las piezas estén aún en la caja.

Ya en el vestíbulo, comprobaron que Stefansson había terminado su charla con el fotógrafo y hablaba ahora por teléfono.

—¿Cómo viniste hasta aquí?

—En taxi.

—En ese caso, puedes volver conmigo.

Hemberg guardó silencio durante todo el trayecto de regreso a Malmö. Avanzaban atravesando la niebla y la llovizna hasta que llegaron al edificio en el que vivía Wallander, en Rosengård.

—Ponte en contacto conmigo mañana —ordenó Hemberg—. Si no sigues enfermo de gastroenteritis.

Cuando Wallander entró en su apartamento ya había amanecido y la niebla había empezado a disiparse. Ni siquiera se molestó en quitarse la ropa, sino que se tumbó sobre la cama directamente y no tardó en conciliar el sueño.

El timbre de la puerta lo despertó. Aún adormecido y a trompicones llegó al vestíbulo y abrió la puerta. Allí estaba, para su sorpresa, su hermana Kristina.

—¿Vengo en mal momento?

Wallander negó con un gesto y la invitó a entrar.

—He estado trabajando toda la noche —explicó—. ¿Qué hora es?

—Las siete. Papá y yo nos vamos a Löderup hoy. Y quería verte antes.

Wallander le pidió que preparase una cafetera mientras él se lavaba un poco y se cambiaba de ropa. Se lavó la cara con abundante agua fría y, cuando volvió a la cocina, los estragos de la larga noche pasada habían desaparecido. Kristina lo miró con una sonrisa en el rostro.

—¿Sabes? Eres uno de los pocos hombres que conozco que no lleva el pelo largo —aseguró la muchacha.

—Es que no me sienta bien —aclaró Wallander—. Pero vaya si lo he intentado. Tampoco la barba me sienta bien. Tengo un aspecto horrendo. Mona amenazó con abandonarme nada más verme.

—¿Cómo está?

—Bien.

Wallander sopesó por un instante la posibilidad de contarle lo ocurrido y de revelarle la tregua de silencio que se habían impuesto.

En otro tiempo, cuando ambos vivían en la casa paterna, Kristina y él habían mantenido una relación de proximidad y confianza mutua.

Aun así, Wallander decidió no mencionar el asunto pues, desde que ella se mudó a Estocolmo, el contacto entre ambos hermanos se había vuelto más relajado e irregular.

Wallander se sentó a la mesa y le preguntó cómo le iban las cosas.

—No me va mal.

—Papá dice que estás con alguien que trabaja con riñones.

—Sí, es ingeniero y se ocupa de en la producción de un nuevo aparato de diálisis.

—Bueno, la verdad es que no sé qué es eso exactamente —confesó Wallander—. Pero suena complicado.

Entonces el agente se dio cuenta de que su hermana había ido a visitarlo por un motivo muy particular. De hecho, se le notaba en la cara.

—No sé por qué será pero, cuando tienes algo especial que decirme, siempre lo adivino.

—Verás, es que no comprendo cómo puedes tratar a papá como lo haces.

Wallander se quedó perplejo.

—¿A qué te refieres?

—¿Tú qué crees? No lo ayudas a embalar y ni siquiera te interesa ver su nueva casa de Löderup Además, cuando te lo encuentras por la calle, finges que no lo has visto.

Wallander negó con un gesto.

—¿Eso es lo que te ha dicho?

—Sí. Y está indignado.

—Pues es falso.

—Ya, pero yo no te he visto desde que llegué. Y se muda hoy.

—Entonces, ¿no te ha contado que estuve allí y que fue él quien casi me echó de su casa?

—Pues no, de eso no me ha dicho nada.

—No deberías creerte todo lo que te dice. Al menos, no en lo que tenga que ver conmigo.

—¿Quieres decir que es mentira?

—Todo. Ni siquiera me dijo que había comprado la casa. Ni ha querido enseñármela ni decirme cuánto le costó. Cuando estuve allí para ayudarle a embalar, se me cayó un plato al suelo y se puso de un humor de perros. Y te aseguro que, cuando me lo encuentro por la calle, me paro a saludarlo y a hablar con él. Aunque a veces no parece que esté cuerdo, por las pintas que lleva.

Wallander advirtió que ella no quedaba muy convencida, pero más aún lo enojó el hecho de que intentase decirle cómo tenía que comportarse. Le recordaba a su madre. O a Mona. Y también a Helena, por cierto. Porque, en realidad, él no soportaba a las mujeres quisquillosas que pretendían dictarle el modo en que debía conducirse.

—Ya veo que no me crees, pero deberías hacerlo —le recomendó Wallander—. No olvides que tú vives en Estocolmo mientras que yo lo tengo encima a todas horas. Y eso marca cierta diferencia.

En ese momento, sonó el teléfono. Eran las siete y veinte minutos. Cuando contestó, comprobó que era Helena.

—Te llamé ayer noche.

—Estuve trabajando toda la noche —aclaró Wallander.

—Ya, bueno, como no me contestaba nadie, pensé que el número estaría mal, así que llamé a Mona para preguntarle.

A Wallander casi se le cayó el auricular de las manos.

—¡¿Cómo?!

—Que llamé a Mona para preguntarle tu número.

Wallander comprendió enseguida cuáles serían las consecuencias. Si Helena había llamado a Mona, ésta estallaría en un ataque de celos, lo que no mejoraría la situación.

—¿Sigues ahí? —preguntó la joven.

—Sí, sí —reaccionó Wallander—. Pero es que tengo aquí a mi hermana, que ha venido a visitarme.

—De acuerdo. Yo estoy en el trabajo, así que puedes llamarme cuando quieras.

Wallander colgó el auricular y volvió a la cocina. Kristina lo miró inquisitiva.

—¿Te pasa algo?

—No, pero tengo que ir a trabajar.

Se despidieron en el vestíbulo.

—Deberías confiar en mí —insistió Wallander—. No puedes creerte todo lo que te diga papá. Y dile que iré a verlo en cuanto pueda. Si soy bien recibido en su casa y si alguien puede explicarme dónde está.

—Está a las afueras de Löderup —explicó Kristina—. Primero has de pasar una tienda de comestibles. Después, un sendero flanqueado de sauces y, al final, verás la casa a la izquierda. Uno de los muros da a la calle. Tiene el tejado negro y es muy bonita.

—¡Ah! Pero ¿tú ya has estado allí?

—El camión con la primera carga salió ayer.

—¿Sabes cuánto le ha costado?

—No, no quiere decirlo.

Kristina se marchó y Wallander le dijo adiós con la mano desde la ventana de la cocina. Se obligó a calmar la ira que le provocaban las mentiras de su padre pues, a su juicio, lo que acababa de decirle Helena era aún más grave. La llamó al trabajo, pero, cuando supo que estaba ocupada en otra línea, colgó el auricular con un golpe. Él no solía perder el control sobre sí mismo. Pero, en aquella ocasión, le faltó poco. Llamó de nuevo, transcurridos unos minutos, pero la muchacha seguía ocupada. «Mona querrá poner fin a nuestra relación», concluyó. «Creerá que he vuelto a rondar a Helena. De nada servirán mis explicaciones. No me creerá.» Cuando llamó por tercera vez, la joven contestó.

—¿Qué querías?

Ella respondió con voz severa.

—¿Tienes que ser tan antipático? Recuerda que estoy intentando ayudarte.

—¿Tuviste que llamar a Mona?

—Ella sabe que ya no me interesas.

—¿Ah, sí? Tú no conoces a Mona.

—Pues no creas que pienso disculparme por que me haya molestado en averiguar tu número de teléfono.

—En fin, ¿qué querías?

—Estuve hablando con el capitán Verke. No sé si recuerdas que te dije que teníamos a un viejo capitán de marina entre nosotros. Pues bien, tengo sobre el escritorio un montón de fotocopias de las listas de marineros y maquinistas que han trabajado para navieras suecas durante los últimos diez años. Como comprenderás, no son pocos. Por cierto, ¿estás seguro de que sólo sirvió en embarcaciones de bandera sueca?

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