La playa de los ahogados (22 page)

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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

BOOK: La playa de los ahogados
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En cuanto a las muñecas, se destacaba la idea del forense: al estar el cierre bajo los dedos meñiques, no consideraba posible que él mismo se hubiese atado las manos.

Se había contactado con los principales proveedores locales de bridas. Sólo se distribuían de un color especial bajo pedido, y no había habido encargo alguno de bridas verdes.

El final del resumen era la lista de llamadas realizadas desde el teléfono del fallecido durante la última semana. Sólo eran tres, todas ellas locales. Dos a casa de su madre. La tercera, realizada el sábado por la tarde, era una llamada muy breve a casa de un vecino cuyo nombre nada decía a Clara Barcia. Leo Caldas, sin embargo, necesitó leerlo otra vez. Justo Castelo había hablado por teléfono con José Arias, su hermano de naufragio.

—Mierda —murmuró.

Miró la hora en su muñeca. Eran casi las diez de la noche. Echó mano a su teléfono móvil y marcó el número de su ayudante. Estévez respondió con un gruñido.

—¿Estás ocupado? —preguntó Caldas.

—Un poco.

—Ya…

—¿Llama sólo para joderme?

—No, no. Es para avisarte de que mañana volvemos a Panxón. Recógeme a la misma hora que hoy.

—¿A las siete de la mañana? —protestó el aragonés—. ¿Me quiere explicar qué motivo hay para darnos otro madrugón?

—Castelo llamó a José Arias la tarde anterior a su muerte. Arias nos mintió y quiero saber por qué.

—¿Y tiene que saberlo a las siete de la mañana?

—No quiero que esté durmiendo cuando lleguemos.

—No se preocupe, jefe. Si hace falta, se lo despierto yo.

Caldas guardó todo en la carpeta y se levantó. Las xoubas seguían intactas en la esquina de la mesa. Recogió su impermeable en el perchero, pagó y se despidió de Carlos. La música seguía siendo el tema de conversación de los catedráticos cuando el inspector abrió la puerta del Eligio. La volvió a cerrar y se acercó a su mesa.

—¿Os suena la «Canción de Solveig»? —preguntó.

Las cuatro cabezas asintieron a la vez.

—Es de Grieg —habló uno.

—Uno de los movimientos del
Peer Gynt
—añadió otro.

Por lo visto, Leo Caldas era el único que no conocía aquella obra.

—¿Pero sabéis cómo es?

Los catedráticos se miraron y uno de ellos comenzó a canturrear. Pronto, los cuatro hombres sentados a la mesa tarareaban a coro la melodía, la misma que había silbado Justo Castelo hasta poco antes de morir.

Leo Caldas no la reconoció.

Abandonó la taberna.

En la calle, la lluvia marcaba su propio compás.

Soplar:

1. Despedir aire por la boca, formando con los labios un conducto estrecho. Apartar con el soplo algo. 2. Insuflar aire a fin de obtener las formas previstas. 3. Hurtar con astucia y sin violencia. 4. Inspirar o sugerir ideas. 5. Sugerir a alguien en voz baja algo que no recuerda o ignora. 6. Acusar o delatar.

Leo Caldas colgó el impermeable empapado en una percha sobre la bañera y, al volver al salón, encendió la radio con un gesto casi mecánico. En casa, donde otros hallaban abrigo, él sólo encontraba soledad.

Miró los estantes llenos de discos y se preguntó si la «Canción de Solveig» estaría en alguno de los que Alba había reservado para él.

Hacía tiempo que veía su relación como una vela que había comenzado a derretirse. Sabía que sólo soplando la llama lograría conservar un resto de cera, pero prefirió mantenerla encendida hasta el final. Fue Alba quien la apagó.

Al día siguiente, su armario estaba vacío. Sin embargo, muchos de sus discos y libros permanecían en los estantes del salón. Durante semanas, Leo Caldas no supo si había sido un olvido o significaba que había dejado entornada la puerta al salir. Un día, al comenzar a escuchar un disco, recordó una conversación. Entonces se dio cuenta. Alba le había dejado todo aquello por lo que, en algún momento, él había mostrado interés.

No encontró la canción que el Rubio silbaba todas las sobremesas en casa de su madre, de modo que eligió un disco de Louis Armstrong y lo colocó en la cadena de música.

Todavía daba vueltas a las llamadas telefónicas de Castelo. El registro de números confirmaba que José Arias había mentido cuando confesó que no se trataba con él. Mantenían el contacto, habían hablado al menos en una ocasión. Lo habían hecho el sábado por la tarde, un día antes de que Castelo muriese. ¿Habría sido la última vez?

Rafael Estévez le había convencido. No era necesario llegar a Panxón a primera hora. Incluso, si era sincero, prefería que su visita sorprendiese al pescador. Sin embargo, estaba ansioso por conocer los detalles de aquella conversación, por escrutar la expresión del enorme marinero cuando descubriese que estaban al tanto de su mentira.

La voz interior de la que tanto se fiaba le decía que había tomado la senda correcta. Le susurraba que buscase el origen de la muerte de Castelo en la noche del naufragio del
Xurelo
y en la supuesta muerte del capitán Sousa. Caldas estaba decidido a escucharla.

Se recostó en el sofá, abrió la carpeta azul y sacó los recortes de periódico que el viejo cura le había entregado.

La primera hoja estaba fechada el domingo 22 de diciembre de 1996, dos días después del naufragio. Sobre una fotografía de las rocas y otra del puerto de origen del
Xurelo
, un titular decía: «Pesquero con base en Panxón hundido cerca de Sálvora».

Caldas leyó el texto con detenimiento. Contenía un relato prolijo de los hechos que refería la colisión del
Xurelo
contra unas rocas cercanas a la isla de Sálvora y cómo los tres marineros que habían alcanzado a nado tierra firme habían sido trasladados a un hospital, donde, tras varias pruebas médicas, fueron dados de alta.

Un responsable del equipo de rescate lamentaba que el mal tiempo estuviese dificultando la búsqueda del hombre desaparecido, y consideraba una imprudencia impropia de un veterano el no haber atendido la recomendación de buscar refugio en un puerto. En cambio, el patrón de otro barco que faenaba en la zona aseguraba que Sousa le había transmitido por radio su intención de abrigarse, y no acertaba a comprender por qué había cambiado de opinión. La noticia del hundimiento se destacaba en otros periódicos del mismo día. En todos se repetía la narración de los hechos y la descripción de las condiciones meteorológicas adversas. Algunos recogían las declaraciones de los vecinos que habían socorrido a los náufragos, pero sólo en un diario encontró el testimonio de uno de los supervivientes. Marcos Valverde explicaba cómo, pese a los esfuerzos del capitán por gobernar la nave, el temporal los había arrojado contra las piedras. El barco había desaparecido bajo las olas en pocos segundos. «¿Hacia dónde se dirigían?», preguntaba el periodista. La respuesta de Valverde era concisa: «A casa».

La siguiente página que desdobló ya estaba fechada un día más tarde, el lunes 23. Correspondía a una sección de sucesos en la que coincidían tres fotografías. Una mostraba la última gasolinera atracada por dos motoristas que traían en jaque a la policía desde el verano anterior. Otra imagen ilustraba una batida vecinal en busca de una mujer desaparecida en Aguiño tres días antes. La tercera, mucho más grande que las otras, ofrecía el rostro curtido del capitán Sousa bajo el gorro de lana.

Al lado de la fotografía, en letras gruesas, podía leerse: «Reanudada la búsqueda del patrón del
Xurelo
». El texto reflejaba cómo hasta la tarde no se había podido poner en marcha el dispositivo de búsqueda del patrón del barco accidentado. Sólo participaban en el rastreo dos helicópteros de Salvamento Marítimo, pues las embarcaciones aún no habían podido hacerse a la mar debido a las malas condiciones meteorológicas.

Los periódicos de los días posteriores recogían sólo informaciones breves referidas a la búsqueda del patrón. Una semana después del naufragio, cuando ya se había suspendido dicha búsqueda, apareció mar adentro un chaleco salvavidas perteneciente al
Xurelo
. Después, las noticias del barco hundido se desvanecieron para resurgir el 28 de enero, cuando el cadáver de Antonio Sousa, tras haber permanecido más de un mes en el agua, apareció entre las redes de un pesquero vigués.

Leo Caldas empezó a leer la noticia, pero el agotamiento le venció y se quedó dormido.

Soñó que nadaba en la tormenta y, entre las olas, a varios metros de distancia, distinguía el impermeable amarillo de un marinero. «Ayúdame», le gritaba el hombre con ojos despavoridos, «tengo las manos atadas y no puedo nadar». Caldas braceaba con todas sus fuerzas hacia el pescador, pero cuando llegaba a su altura éste había desaparecido bajo el agua.

Se despertó sobresaltado, sudando como cuando de niño nadaba en sueños junto a la farmacéutica ahogada en el río. Abrió los ojos y miró al techo. Tenía la sensación de que un elefante barritaba dentro de la casa.

Todavía tardó unos segundos en reconocer el solo de trompeta. Le parecía que Louis Armstrong se reía de él cuando cantaba con voz aguardentosa:

Exactly like you.

Razón:

1. Capacidad de la mente humana para establecer relaciones entre ideas o conceptos y obtener conclusiones. 2. Motivo. 3. Argumento que una persona aduce para demostrar algo o convencer a alguien. 4. Orden y método en algo. 5. Información. 6. Expresión numérica de una proporción.

Se despertó temprano, se duchó y caminó hasta la comisaría con la carpeta azul bajo el brazo y las manos en los bolsillos. Había dejado de llover, pero las farolas todavía encendidas iluminaban una ciudad empapada por la humedad de la noche.

En su despacho, Caldas revisó las notas preparadas por Clara Barcia. A las nueve y media salió a tomar un café y a fumar el primer cigarrillo del día. Al volver, entre ojeadas al reloj preguntándose cuándo tendría a bien aparecer Rafael Estévez, fotocopió los recortes de prensa acerca del naufragio del
Xurelo
para poder devolver los originales al cura de Panxón, y releyó el informe del levantamiento del cadáver de Antonio Sousa.

Casi sin pensarlo, sacó de su bolsillo el papel que le había entregado Manuel Trabazo y marcó el número de teléfono escrito en él. Luego encendió otro cigarrillo con dos caladas profundas.

—¿Gerardo Sousa?

—Sí.

—Soy el inspector Caldas, de la comisaría de Vigo.

—Así que se ha decidido a llamarme.

—¿Cómo?

—El doctor Trabazo me avisó de que le había dado mi número.

—Ya.

—Me pidió que fuese amable con usted.

Menos mal.

—¿Tiene cinco minutos?

—Claro.

—¿Le informó el doctor de la razón de mi interés en hablar con usted?

—No —dijo el hijo de Antonio Sousa.

—¿Sabe que el lunes por la mañana apareció ahogado Justo Castelo?

—Sí.

—¿Le han contado las circunstancias de su muerte?

—No —respondió, y a Caldas no le sonó cortante, sino resignado.

—Tenía las manos atadas.

—Ya.

—¿Eso lo sabía?

—Algo me dijeron, sí. Se suicidó, ¿verdad?

—Es posible que no.

—¿Y está investigando quién…?

—Eso es —resopló Caldas, aliviado al advertir que el hijo de Sousa iba a facilitarle las cosas.

Su percepción falló.

—¿Y por eso me llama?

—Bueno… —Leo Caldas buscó en el cigarrillo fuerzas para no colgar el teléfono—. Castelo había recibido amenazas recientemente. ¿Lo sabía?

—No.

—Alguien pintó en la chalupa una fecha, la del naufragio del barco de su padre —explicó, dudando que no estuviese al corriente de aquello—. Al lado apareció escrita la palabra «asesinos». ¿Sabe quién pudo hacerlo?

—Ni idea.

—Perdone que tenga que remover este asunto.

El hijo de Sousa carraspeó en el auricular.

—¿Cuál era su relación con Castelo?

—¿La mía?

—Sí.

—Desde el día en que murió mi padre no me volvió a mirar a los ojos. Ni él ni los otros dos. Nos dieron el pésame mirando al suelo.

—¿Nunca le contaron lo que sucedió aquella noche?

—No tuvieron valor. Arias incluso se marchó del pueblo.

—¿Por qué actuarían así?

—Eso no me lo tiene que preguntar a mí, inspector. Hable con Arias o con Valverde. Ellos están vivos, ¿no?

Caldas dio una calada al cigarrillo para no replicar un «por ahora».

—¿Y usted qué cree que ocurrió?

—Sólo sé que ninguno movió un dedo por sacarlo del agua. Estaban a pocos metros de la costa, llevaban chalecos y podían haber auxiliado a mi padre, pero decidieron escapar como ratas. Fueron unos cobardes.

Caldas dio una calada más.

—¿Sabe que en Panxón hay vecinos que aseguran haber visto a su padre con vida?

—Me marché de mi pueblo para no tener que seguir oyendo esos cuentos, inspector. Allí me ahogaba. Se ve que no me fui lo bastante lejos.

Leo Caldas escuchó encogido en su butaca el relato del hijo de Sousa. Le contó que a los dos años del naufragio un marinero había llegado a puerto afirmando haber visto a su padre navegando a bordo de su pesquero. Desde entonces, no pasaba un año sin que algún pescador asegurase haberse tropezado con el
Xurelo
en el mar.

—¿Y usted qué cree?

—No sé qué ven, inspector. Pero el
Xurelo
fue dinamitado y sacado del agua por partes hace muchos años. Puede comprobarlo.

El hombre había preferido no referirse a su padre y Caldas decidió no insistir. No quiso hablar de la macana ni hacerle recordar la sala de autopsias en la que lo reconoció. Sin embargo, había otra cuestión a la que el hijo de Antonio Sousa debía responder.

—Sólo una cosa más, Gerardo —apuró el cigarrillo y lo apagó en el cenicero—. ¿Le importaría decirme dónde estuvo usted el pasado fin de semana?

—Aquí, en Barcelona, trabajando.

—¿Le puedo preguntar dónde?

—Soy técnico de sonido, trabajo en la radio —explicó—. Como usted.

A las diez llegó Rafael Estévez a la comisaría. Traía el rostro tan iluminado como cuando el comisario Soto le pedía que bajase al calabozo para reducir a los detenidos más impetuosos.

—¿No íbamos a Panxón? —preguntó.

Caldas asintió y recogió su impermeable del perchero.

Se montó en el coche, bajó unos centímetros el cristal y cerró los ojos. Pensaba en el hijo de Antonio Sousa, en su dolor, en el ambiente del pueblo que lo asfixió hasta hacerlo huir y en el trabajo en la emisora, que lo situaba lejos de Panxón en el momento del crimen.

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