La playa de los ahogados (21 page)

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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

BOOK: La playa de los ahogados
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Volvió a mirar la fotografía de Sousa con el rostro desfigurado en el informe del forense, y una voz en su interior le susurró que en la mayoría de las ocasiones las cosas eran lo que parecían ser.

Si Sousa estaba vivo, si no había perecido en el naufragio, ¿por qué motivo había esperado tanto tiempo para ajustar cuentas? Si, como sostenía el informe, había fallecido hacía más de una década, ¿era posible que alguien estuviese vengando al patrón del
Xurelo
? Y, en ese caso, ¿cuál era la razón que había desencadenado la venganza precisamente ahora, cuando las heridas deberían estar cicatrizadas por el paso del tiempo?

Trabazo le había dado un papel con el teléfono del hijo de Sousa, a quien los rumores habían alejado de Panxón. Lo encontró doblado en uno de sus bolsillos y descolgó el auricular, pero lo volvió a colgar al cabo de unos segundos. No sabía cómo afrontar esa conversación. ¿Qué podía decirle? ¿Iba a incriminarle o a preguntarle a un hijo que se ha enfrentado al cadáver de un padre si éste podía seguir vivo? Pensó en su propio padre. Le había dado plantón al mediodía y tampoco había llegado a tiempo al hospital por la tarde. Consultó el reloj de su muñeca y, preguntándose si aún estaría en la ciudad, marcó el número de su teléfono móvil. Si todavía no se había marchado, tal vez le apeteciese tomar una copa de vino.

—¿Ya estás en Vigo? —preguntó su padre al contestar su llamada.

—Acabo de llegar —mintió—. ¿Aún andas por aquí?

—No, no… Estoy ya en casa. Mañana sigue la poda y madrugo. Además, necesitaba respirar. Llevaba en la ciudad desde antes del mediodía.

La primera en la frente.

—Lo siento.

—No te preocupes. Ya sé que estuviste con Trabazo. ¿Cómo lo encontraste?

—Bastante bien. ¿Y el tío?

—Va yendo…

—Ya —dijo Caldas, lacónico—. ¿Vendrás mañana a verlo?

—Voy todos los días.

La segunda en la boca.

—Entonces a ver si nos vemos mañana —se despidió.

—Una cosa, Leo.

—Dime.

Leo Caldas se preparó para recibir la tercera en el pecho.

—¿Recuerdas cómo se llamaba el hermano de Basilio el de la droguería?

—¿Uno que era gilipollas?

—Ése. Llevo todo el día tratando de recordarlo.

—Ni idea.

Después de hablar con su padre llamó a Clara Barcia, quien le confirmó que esa misma tarde habían comenzado a examinar el bote auxiliar de Justo Castelo.

—No le mintieron, inspector. Estaba muy borrosa, pero parece que había una fecha.

—¿Sabes cuál?

—El día es el 20 de diciembre —dijo la agente de la UIDC—. Pero aún no tenemos claro si el año al que se refiere es 1995 o1996.

—Noventa y seis —confirmó Caldas recordando el año del hundimiento del
Xurelo
—. ¿No había nada más?

—Legible, no. La chalupa es muy antigua y ha sido pintada en diferentes ocasiones. Hay muchos trazos, pero pueden decir cualquier cosa.

—¿Y las bridas?

—Inspector, le he dejado un resumen con todos los datos, ¿no lo ha leído?

—¿En mi despacho? —preguntó mirando a su alrededor.

—Sobre la mesa —dijo Clara Barcia, y luego le explicó—: No hemos encontrado bridas verdes como ésas en ningún sitio. Podrían pedirse al extranjero, pero aparentemente no se ha vendido ninguna partida aquí.

Caldas rebuscó entre los documentos colocados sobre su mesa. Era capaz de encontrar casi a ciegas cualquier papel en aquel aparente desorden, pero sólo cuando era él mismo quien lo había dejado allí.

—Ya lo tengo, Clara —dijo al localizar la información coronando una pila de papeles.

Leyó por encima. La agente había sido tan concienzuda como de costumbre.

Salió del despacho portando bajo el brazo la carpeta con los recortes de prensa recopilados por don Fernando. Con ellos guardó el informe del levantamiento del cadáver de Sousa y el resumen preparado por Clara Barcia.

Encontró a Rafael Estévez en el cuarto de baño. Ya llevaba puesto el abrigo y se lavaba la cara inclinado sobre el grifo.

Caldas pensó que a él tampoco le iría mal despejarse la mente con un poco de agua fría.

—¿Vienes hasta el Eligio a tomar un vino? —propuso desde la puerta a su ayudante.

—Hoy no, jefe.

El día había sido demasiado largo. Se merecían una copa.

—¿Ni una sola? Aún son las ocho.

—No insista, jefe —contestó Estévez, y se pasó las manos humedecidas por la cabeza, componiéndose el pelo—. He quedado.

—¿Has quedado?

—Eso he dicho.

—Ya…

Estévez le miró desde el espejo.

—¿Le parece mal o qué?

—No, no…, bien —tartamudeó Caldas antes de salir y cerrar la puerta.

Palabra:

1. Unidad léxica con significado fijo. 2. Representación gráfica formada por una letra o un grupo de letras. 3. Capacidad de expresar el pensamiento por medio del lenguaje articulado. 4. Promesa de que una cosa es verdad o de que se va a hacer lo que se dice. 5. Afirmación de una persona que no se basa en una prueba. 6. Derecho o turno para hablar en una reunión o asamblea. 7. Discurso oral o escrito de una persona.

Había vuelto a llover con fuerza cuando entró en el Eligio. La estufa de hierro estaba encendida y varias mesas ocupadas. Leo Caldas colgó el impermeable en el perchero y se acercó a la barra vacía. Podía oír a los catedráticos conversando tras él, en su lugar de costumbre, y la voz grave de Carlos en alguna mesa al fondo de la taberna.

—¡Oye, Leo! —le llamó uno de los catedráticos—. Estábamos hablando antes de tu programa de ayer.

Caldas no hizo ademán de contradecirles. Para ellos
Patrulla en las ondas
era su programa y punto.

—¿Qué música es la que pones mientras piensas?

Estuvo a un tris de darse la vuelta.

—¿Cómo?

El que había preguntado debió de advertir que estaba molesto, porque levantó las manos y añadió:

—Que nos parece muy bien, ¿eh? Si te concentras mejor con música…

—¿Pero qué canción es? —insistió otro.

—Sabemos que es de Gershwin —apuntó un tercero—. Pero tenemos dudas con el título.

Caldas se rascó la cabeza.

—Ya…

—¿Es «Promenade», no? —dijo el primero.

—Y dale —rebatió otro mirando al inspector en lugar de al amigo con quien estaba en desacuerdo—. Que es «Walking the dog», coño.

Caldas tuvo ganas de contarles que ni conocía el título ni había elegido aquella maldita melodía que, lejos de invitarle a pensar, le descentraba. No lo hizo. Se encogió de hombros, les prometió que lo consultaría al día siguiente en la emisora y se volvió hacia la barra. Esperó a Carlos con los codos apoyados en el mármol y la cara hundida entre las manos, mirando el pequeño cuadro colgado enfrente, junto a la cesta de los periódicos. Era un busto de mujer, un óleo pintado por Pousa, uno de tantos artistas locales que encontraron en aquella taberna ilustrada su refugio. Había visto el pequeño cuadro cientos de veces. La mujer vestida de amarillo girada hacia un lado con el gesto triste. Le recordó a Alicia Castelo, con su único hermano muerto y su marido ausente. La modelo que había posado para Pousa tenía el cabello oscuro e iba de amarillo, mientras que la hermana del muerto era rubia y estaba envuelta en luto; sin embargo ambas mujeres compartían la misma aflicción en la mirada.

—Para librarse de un meigallo —fue lo primero que le dijo Carlos al tiempo que colocaba dos copas sobre la barra.

—¿Cómo?

Carlos llenó las dos copas de vino blanco.

—La bolsa con sal. ¿No querías saber para qué servía? —preguntó—. Es para prevenir meigallos, para mantener los malos espíritus lejos… Como una higa, vamos —concluyó, dejando asomar la punta de su pulgar entre los dedos índice y corazón.

Leo Caldas dio un sorbo al vino y lo mantuvo un instante en la boca antes de dejar que se deslizase por su garganta. Luego le confirmó que ya estaba enterado.

—Me lo contó esta tarde un marinero en Panxón.

Carlos bebió de su copa y señaló por encima del hombro del inspector, a los catedráticos.

—Ellos sí lo sabían —dijo—. Yo no tenía ni idea.

—Ni yo —admitió Caldas.

Cuando Carlos se perdió en la cocina, el inspector abrió la carpeta, extrajo el informe que el forense había escrito más de doce años atrás y lo colocó sobre la barra.

—¿No estás mejor en una mesa? —preguntó Carlos al cabo de un instante—. La pequeña del fondo está vacía.

—Casi sí.

—¿Otro vino?

Caldas asintió.

—¿De picar te llevo algo? —le ofreció Carlos mientras le rellenaba la copa—. Aún queda algo de pata con garbanzos. Hoy está aún mejor que ayer.

Leo Caldas sacudió ligeramente la cabeza hacia los lados y murmuró un «no, gracias» casi inaudible. No quería una cena contundente que le obligase a dar vueltas en la cama. Necesitaba descansar.

En la mesa minúscula, bajo una puesta de sol anaranjada firmada por Lodeiro, la carpeta abierta apenas dejaba espacio para la copa de vino. Leo Caldas se concentró en el informe. Lo leyó dos veces. La primera de un tirón y la segunda consultando las fotografías para contrastar las anotaciones del forense. Nada hacía pensar que el cadáver encontrado entre las redes del arrastrero no fuese el de Antonio Sousa, pero tampoco existían pruebas fehacientes que lo confirmasen. Tenía las manos blancas y arrugadas en extremo. El contacto prolongado con el agua había comenzado a desprender las uñas y la piel de algunos dedos, y no había sido posible tomar las huellas dactilares para cotejarlas con las del desaparecido.

Ni siquiera se había confirmado que el color de los ojos se correspondiese con el de Sousa. Los párpados oscuros estaban cerrados en las fotografías del levantamiento, pero probablemente los hubiesen bajado los marineros que lo encontraron, pues la autopsia explicaba que los ojos del capitán habían sido parcialmente devorados por los peces.

Toda la identificación, como había asegurado el forense, se basaba en las ropas, la medalla y el testimonio del hijo. Sin embargo, las ropas del muerto eran impermeables, similares a las usadas por cualquier otro marinero, y tampoco había una señal en la medalla, una característica que la distinguiese de forma inequívoca de cualquier otra. En cuanto al hijo, Caldas tenía la certeza de que toda la identificación se había reducido a una ojeada fugaz en el depósito de cadáveres. Las imágenes adjuntadas al informe mostraban a un hombre con los párpados y los labios verduzcos destacándose sobre una cara lívida y reblandecida. Incluso a un hombre habituado a tratar con cadáveres como él le costaba mantener la vista sobre un rostro tan desfigurado.

Conocía a Barrio desde hacía varios años. Estaba convencido de que el forense no había querido prolongar de modo innecesario el sufrimiento de la familia y del pueblo. Llevaban semanas de congoja, de incertidumbre por la ausencia de noticias. Al enterarse de la aparición de un ahogado, estarían ansiosos por hacerlo suyo, por darle sepultura y permitir que la llaga abierta comenzara a secarse. Se imaginaba la angustia de la familia. Sin cuerpo identificado no había certificado de defunción, ni indemnización del seguro, ni pensión de viudedad. Si no aparecía el cadáver, la miseria se sentaba junto al dolor en el hogar del desaparecido.

Entendía que el forense no hubiese indagado más si todo hacía pensar que aquel marinero era el capitán Sousa. No había existido mala fe ni negligencia, estaba seguro. Incluso tenía la convicción íntima de que, de haber estado presente en el levantamiento, él mismo habría instado al forense a agilizar los trámites para entregar cuanto antes el cuerpo a la familia. También él consideraba ridícula toda esa historia del aparecido, pero a medida que descubría las circunstancias del asesinato de Justo Castelo la duda le aguijoneaba por dentro con una punta cada vez más afilada.

La tercera vez que Carlos se acercó a rellenarle la copa llevaba en la mano un plato con unas xoubas fritas, abiertas y sin espina, que el inspector no había pedido.

—No se bebe con el estómago vacío —dijo Carlos.

—Ya.

Leo Caldas guardó el informe y dejó la carpeta cerrada en el suelo, apoyada en las patas del taburete, pero cuando Carlos se dio la vuelta colocó las xoubas casi en equilibrio en una esquina de la mesa, abrió otra vez la carpeta y extrajo el resumen preparado por Clara Barcia.

No recogía el examen del bote auxiliar de Justo Castelo, aunque la agente le había confirmado por teléfono lo expuesto por el carpintero en Panxón: la fecha del naufragio del
Xurelo
había sido escrita y borrada de la chalupa del muerto. Los expertos de la UIDC aún no habían dado con la palabra que acompañaba a la fecha, pero Caldas no necesitaba esperar hasta que la descifrasen para conocerla.

Comenzó a leer lo que ya sabía. Justo Castelo, conocido como el Rubio, tenía cuarenta y dos años. Estaba soltero y era vecino de Panxón, en cuyo puerto trabajaba como marinero. Vivía solo y no tenía pareja conocida. Su madre viuda residía con la hermana del fallecido y el marido de ésta en una casa del mismo pueblo. El cuñado del muerto llevaba dos meses en un pesquero en la costa occidental de África.

El cadáver había aparecido flotando en la orilla de la playa de la Madorra el lunes por la mañana. Al ser sacado del mar vestía un jersey grueso sobre una camisa blanca, pantalón de pana y botas de agua. Al cuello, una medalla de oro de la Virgen del Carmen. En sus bolsillos se había encontrado una higa, una bolsa con sal, varios billetes medio deshechos y dos llaves unidas por una arandela.

El resumen incluía la declaración del hombre que había visto el cuerpo desde la carretera y las de otros vecinos presentes durante el levantamiento. Todos aseguraban que Justo Castelo había salido a faenar en su barco a primera hora del domingo aunque la agente Barcia subrayaba que ninguno de ellos había visto partir al marinero y dudaba de que su intención fuese la de pescar si la lonja estaba cerrada esa mañana.

Caldas sonrió. Clara Barcia no sólo era meticulosa hasta el extremo, también poseía intuición y sentido común. Se alegraba de contar con ella entre sus colaboradores.

La agente había recogido de forma escueta lo más relevante de la autopsia del Rubio. Confirmaba la muerte por ahogamiento y diferenciaba los dos golpes de la cabeza, el producido con un objeto alargado de la nuca y el más irregular de la frente, probablemente como resultado de un impacto contra las rocas.

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