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Authors: Luis Spota

Tags: #Drama

La plaza (4 page)

BOOK: La plaza
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(—Cuando se mata a un joven, muere también la esperanza. Con su muerte desaparece lo que de prometedor, misterioso, cautivador tenía esa vida…).

Y recuerdo, y recordarlo lastima, ese cuarto negro, ignorado e inquietante que ocupa el centro de mi casa; ese núcleo de vida al que jamás se me ofreció ingreso; ese mundo hermético, de atmósfera cerrada, en el que Mina vivió quizá sus mejores sueños, las horas mejores de su breve vida; los momentos más tiernos, más entrañables, de sus días y de sus noches; esa habitación oscura y deliberadamente a oscuras en la que me pareció escuchar, con los del disco, sus propios jadeos, y percibir, con el del tabaco y de lo otro, un olor, ¡ese olor!, que sólo podía ser el de los jugos de su cuerpo.

(—¿Qué recordamos de la soledad de cuando éramos jóvenes?).

Y qué poco se sabe de la inmensa soledad de un hombre que a los cincuenta sólo tiene, como razón de ser, la venganza; una venganza que lo condenará a la muerte del aburrimiento, al ya-no-ser (que es peor, mucho peor que la soledad) en cuanto la cumpla. Una venganza que podría postergar moviendo la rueda para que el Masserati continuara su marcha, pero que no posterga porque no busca sólo su venganza, sino también, y eso es lo que cuenta ahora, la de otros, la de los que fueron hermanos, esposos, padres de la sangre que se confundió con la lluvia de aquella noche; la sangre que ha llegado a secarse pero no a olvidarse

(la gran sangre,

la que de borbotón se tornaba en arroyo, y la pequeña sangre, la que de hilo se volvía charco, sangrientaba la plaza que hubiera brillado al sol si el sol todavía fuera, o la luz, si ésta siquiera la hubiera en una ventana, en un vitral, en un farol)
,

la sangre que el aguacero no borró de la piedra, del mismo modo que no ha podido borrarse del recuerdo; la sangre nocturna pero igual de brillante que la luz púrpura, la luz-sangre, la luz que entinta, en-san-gra, el rostro del hombre ante el que me he detenido, fingiendo una sonrisa y ofreciendo una disculpa:

—Perdón, señor: ya lo ve usted; hemos tenido una avería…

disculpa que él, propenso, dicen, a la cólera y a las expresiones agresivas, a las injurias incluso, acepta con esa sonrisa contradictoria que tanto se le alabó en los remotos días en que era uno de los sostenes del poder.

—No se preocupe, esas cosas pasan.

Y luego, cuando finjo que lo reconozco, y le doy un tratamiento de respeto y le concedo una cierta solemnidad a mis palabras (la que él, cuando la tuvo, hubiera exigido para su jerarquía) el Hombre sonríe ampliamente, feliz de que se le recuerde y se le estime, y todavía, en cierta forma, se le tema/admire ahora que ya no es más que uno-que-ya-pasó-uno-que-ya-se-fue-y-que-no-volverá-a-ser; uno, en fin, al que Los Siguientes destinaron al exilio del olvido; a la lenta, inexorable, cíclica muerte civil del retiro. Tal vez al oír que pronuncio las sílabas que lo nombran y el tratamiento formal que le concedo, esté gozando. Tal vez para él esta tarde de junio sea una tarde de octubre en que sus órdenes son acatadas, implacablemente cumplidas. Pero hoy está inerme, y al parecer confiado, dentro del Masserati rojo, rojo sangre, rojo ira.


¿Qué es esto?


¿Quién va a pagar por esta sangre?

Conforme al plan, a lo tantas veces meditado, en cuanto Jueves me ve hablando con el personaje, deja en el piso la llave cruz, olvida la tuerca que no cede, y se acerca al sitio donde estoy. Conforme al plan, a lo tantas veces meditado, este muchacho que tiene hoy la edad que Mina tendría, que hubiera podido ser el novio/amante/esposo de Mina si Mina hubiera tenido la suerte de sobrevivir a aquella triste noche que ya es sólo referencia histórica y/o motivo de discusión académica para quienes a nadie tienen que vengar; este muchacho al que por nombre le he dado el del cuarto día de la semana, se aproxima al que será nuestro prisionero por el lado opuesto al que me he aproximado yo, de modo que cuando hable y diga:

—La tuerca no afloja…

el hombre al que pretendemos secuestrar deje de mirarme, aparte de mí la vigilancia de sus anteojos oscuros, y volviéndose hacia jueves, me muestre la nuca sobre la que apoyaré, sobre la que he apoyado ya, el cañón de la Parabellum…

—Quieto, señor, o se muere…

Quemada por el sol, su nuca palidece igual que si estuviera desangrándose. El hombre se ha endurecido como un Judas de cartón. Pasa mucho tiempo así me parece, así de largo mido su silencio, antes de que plantee una pregunta del todo inútil:

—¿Qué es esto?

—Esto, señor, es un secuestro…

En la pantalla del televisor progresa la intensidad de la cólera que envenena los conceptos que ya el maestro de ceremonias no intenta mantener dentro de los límites de-no-ofender-a-nadie, marcados por el reglamento oficial: «Llegar a los extremos es llegar a lo condenable, a lo reprobable. La violencia hace mártires innecesarios. El martirio exculpa al que lo padece. Se invierten los papeles, y uno se pregunta quién es más criminal: el juez o el reo».

—¿Un secuestro?

—Sí, señor; un secuestro…

Macana de policía, el puño de Jueves se estrella violentamente, sin que yo pueda evitarlo, contra el cuello del individuo al que acabamos de atrapar.

—Hijodelagranputa…

—Basta. Quieto…

Creo, no estoy seguro, que a consecuencia del puñetazo que sólo esquivó a medias, el Hombre ha perdido los lentes, pues se lleva las manos a la cara, se protege con ellas; se repliega, a la defensiva, en el asiento. Protesta con la voz ahogada:

—No pueden hacer esto… Van a pagarlo caro…

No he mirado el reloj, pero estimo que han transcurrido ya unos veinte segundos desde el instante en que le puse la pistola en la cabeza y éste en que comprendo que estamos arriesgándonos innecesariamente ahora que, de hecho, tenemos a la presa en la jaula. El viaducto se mira vacío; mas ¿cuánto tiempo durará así? Hace casi medio minuto que ni Jueves ni yo lo vigilamos; medio minuto que nos hemos olvidado de ser sus centinelas. Podría ocurrir, ¿quién nos garantiza lo contrario?, que el secuestro tuviera testigos, que alguien llegara a interrumpirlo.

—Bájese.

—Miren, sean razonables. Yo…

Jueves abre la portezuela del Masserati: toma al prisionero por las solapas y lo arranca del asiento. Lo sostiene así, en vilo (es por lo menos un palmo más alto que él, y bastante más fuerte), inmovilizado, para que yo pueda rodear el auto y volver a ponerle el arma en la cabeza:

—Lo que sigue…

No necesito mirar a Jueves para saber qué está haciendo. Lo hemos ensayado cientos de veces: estará levantando la tapa de lo que simula ser una banca de la camioneta; estará sacando la capucha, el esparadrapo, las cuerdas, el sobre de papel manila que contiene el mensaje; estará corriendo de vuelta a mí; no habrá podido, mientras hace todo eso, escuchar lo que el prisionero me dice y lo que yo le respondo, atento corno estoy a él, a Jueves y al viaducto.

—Si buscan dinero…

—¿Quién lo ha mencionado?

—A la gente se le secuestra para exigirle rescate…

—No siempre, señor.

—¿Qué pretenden entonces de mí?

—De usted, nada. Lo queremos a usted.

—¿Para qué?

—Ya lo sabrá.

—¿Quiénes son ustedes?

—Digamos que dos que lo odian.

—¿A mí? —Tal vez su gesto de asombro sea sincero—. ¿Por qué van a odiarme si no les he hecho, que yo recuerde, nada malo? Si no lo conozco, ¿por qué podría odiarme usted?

—Porque no puedo olvidar, señor. Sólo por eso…

En este momento Jueves se pone junto a mí. En no más de siete segundos (promedio que necesita Jueves para completar su acción) el Hombre estará maniatado, metida su cabeza en la oscuridad de la capucha; ahogados su voz y su grito, sus posibles injurias y todo lo que pueda echar por la boca, y cuando el cono, áspero y negro, lo cubre hasta el pecho, y Jueves anuda el primero de los lazos que habrán de atarlo, el tiempo es otro, desaparece la luz de junio, y la tiniebla-capirote cae, recae, sobre un muchacho que recuerda,

que conoce

el sufrimiento

de recordar…

—Cúbralo, sargento…

—Sí, mi coronel…

Me tenían, con los brazos doblados y las manos amarradas. El sargento me tironeó, innecesariamente, por el pelo, y la luz de los focos me deslumbró un momento. Luego cayó sobre mi cabeza algo así corno un costal de tela quizá negra, de todos modos oscura, que me dejó a ciegas.

—Listo, mi coronel…

—Vamos a ver, cabroncito: ¿quién es tu suplente en la directiva del Consejo de Huelga?

—No tengo suplente. Nadie lo tiene en el Consejo.

—Veremos si a putazos no te avivo la memoria, traidor hijo de la chingada.

—Ya se lo dije, coronel.

—Y vas a decirme también, qué quieren tú y tus cabrones, pinches compañeros hijos de su puta madre… A ver, ¿qué?

—Queremos sólo una cosa: respeto a las leyes que emanan de la Constitución.

—La madre: la Constitución la maneja el Gobierno. ¿No te gusta? Pues jódete… y ahora: ¿quién les da las armas para sus relajos?

—Nadie. Nuestras armas son de tipo ideológico.

—¿De qué calibre?

—Ideológico. I-deo-ló-gico. Armas del pensamiento, armas de la razón. No las que ustedes usan, o imaginan.

—Tú portas arma. Cuando te aprehendieron tiraste la tuya. No lo niegues.

—Mentira. No soy pistolero. No he usado jamás un arma.

—Mira, niñito: dime la verdad y tal vez pueda arreglar que te salves de ir al paredón.

—Le he dicho la verdad, y usted lo sabe…

El coronel resopla. Es muy tarde; quizá ya estemos en horas del amanecer, y se sienta, como yo, aburrido, cansado, soñoliento: tal vez lo único que desee sea terminar con los trámites de ese interrogatorio que está resultando idéntico al que me sometió al principio de la noche.

—Sargento…

—Sí, mi coronel.

—Ablándeme un poco a este pendejillo, y que luego vengan los que van a tronarlo.

—Enseguida, mi coronel.

Esperé el primer golpe, un puñetazo sin duda, en el estómago. Instintivamente endurecí los músculos del abdomen, pero la agresión ocurrió más abajo, entre mis piernas, en los testículos indefensos; y no me pegó con la mano, tampoco con el pie; sí, en cambio, con su rodilla poderosa. Entre el zumbido que me ensordecía oí la voz del coronel:

—¿Quién les da el dinero?

—La gente, en la calle, por gusto.

—Hablo en serio, buey. ¿Qué embajada?, ¿qué políticos?

—Ya le dije… El pueblo coopera…

El sargento:

—Le sigo, ¿mi coronel?

—Claro. Dele a llenar…

Y a llenar me dieron. Me sentí en el suelo, revolcándome en mi propia vomitadura. Llegó una voz y dijo que así, con golpes, no iban a sacarme nada. Sugirió recurrir a la picana. Mientras iban a buscarla alguien me bajó los pantalones.

—Alce la nalgas…

Me obligaron a ponerme, como se dice, en cuatro patas. Unas manos fuertes cayeron sobre mis hombros. Otras me ciñeron la cintura.

—¿Vas a decirlo o prefieres que te demos por el culo?

—De nadie recibimos dinero, se lo juro…

Empezaron entonces a picarme el ano y los testículos con ese objeto metálico cargado de electricidad. Lo último que alcancé a escuchar fue:

—Si se desmaya, revivan al cabrón.

Todos estamos sujetos a investigación

La sombra da la misma piel a cualquier muro.

Pero ¿es él quién debe pagarlo? ¿él nada más? Podía uno, viéndola así, decir que estaba viva que se había quedado dormida, inocente y dormida entre los muertos desnudos, le hablé y no respondió, fingió que el sueño era superior a su voluntad de despertarse; más fuerte aún que la voz qué le ordenaba que lo hiciera, pues faltaban cinco minutos para las siete y el autobús del Colegio Alemán pasaba, puntualísimo, a las 7:10, y Mina, floja, mañosa, dormilona, gruñía como gruñen las nenitas de ocho años que tienen pereza de ir a la escuela porque hoy les toca gimnasia y el maestro les es antipático, y se inventan dolores en la espalda, la torcedura de un tobillo o una jaqueca en el hombro izquierdo para convencer, vencer, a papá y conseguir de él, nueve de cada diez veces, permiso de quedarse en cama, de remolonear en ella hasta las once, a cambio, claro, de la promesa (nunca cumplida) de bañarse y de no ir a poner fuera de lugar las cosas que el abuelo Guillermo guarda en esa amplia alcoba donde aumentó sus ilusiones, donde dio por cierta corno su paisano-que-habría-de-morir-en-las-ruinas-de-Berlín-en-el-45 la eternidad de una Alemania invencible: y parecía, sí, estar viva, dormida nada más en un sueño tan profundo que se confundía con la muerte, que a fin de cuentas no es más que un sueño largo, de tal modo largo que los que fueron a medirlo todavía no retornan.

En los siete segundos previstos, Jueves ha concluido el encapuchamiento y el amarre de los nudos; procede ahora con una precisión, con una economía de esfuerzos que le admiro, a dominar las manos del prisionero; a formar una cruz con sus muñecas (en la izquierda, un reloj que sólo puede ser una joya-Piaget de platino); a ceñirlas apretadamente con el esparadrapo que produce el rollo de dos pulgadas de ancho y treinta metros de largo que hemos comprado para /

y de pronto

a medida que la blanca tela adhesiva hábil, rápida, seguramente manipulada por Jueves cubre como si fuera un vendaje de momia las manos de las muñecas parte del antebrazo del rehén el silencio de esta tarde se convierte en la algarabía

el terror

la confusión

el espanto

el estrépito

y todo lo que tú quieras, chérie,

de otra tarde,

de esa amarga tarde

(la crónica habría de fijar la hora, más o menos exactamente, a las cinco y pico)

en que los guantes blancos

de los asesinos flotaron

como flores de muerto en la cresta

de la violencia,

del azoro,

de la sangre…

de ese odio, de esa cólera, que brotó a marejadas de un departamento del tercer piso del Edificio Chihuahua para inaugurar la noche de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968, que parte en dos (que en dos debe partir si nuestra memoria no es débil o si no nos dejamos sobornar por el olvido) la vida de la ciudad, la vida de la juventud que empezó a morir esa tarde; que siguió muriendo a lo largo de la madrugada, que no sabe, hoy, si está viva

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