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Authors: Luis Spota

Tags: #Drama

La plaza (5 page)

BOOK: La plaza
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o está muerta

o simplemente aletargada

esperando /

—diga, ¿quién pudo ordenar esto? —Y Mina que estaba allí, atónita en el centro del cataclismo, de seguro escuchó el rotor del helicóptero y vio las bengalas que eran la señal y oyó cosas como:

—Aquí, guante blanco; guante blanco aquí —a gentes que gritaban:

—Somos de los mismos, no tiren para acá…

mientras de ese departamento del tercer piso del Chihuahua en cuya terraza se efectuaba el mitin salían corno larvas, como gusanos de muerte, los hombres-policía: las bestias-policía; los certeros asesinos que se identificaban entre sí:


Batallón Olimpia


Batallón Olimpia


Batallón Olimpia

y se lanzaban, como si fueran ciegos pretendiendo cruzar el arroyo, unos silbidos especiales, unos:

—tiu-ti, tiuuu-ti —que eran respondidos por otros semejantes:

—tiu-ti, tiuuu-ti —a los que unos más, como un eco, contestaban por encima del estrépito:

—tiiiiu-ti, ti-tiu-ti-tiu-tiiiiii-tiu

Se trataba de impedir cualquier manifestación, cualquier tumulto callejero previos a las Olimpiadas. Treinta y dos días antes, desde la Alta Tribuna del Congreso, las tranquilas, saludables conciencias de la urbe, de la Patria, del Mundo, recibieron la seguridad —a la vista de los Juegos del Fantasmagórico País— de que los Principios serían Defendidos y las Consecuencias Arrostradas;

y Mina, estoy seguro, vio también la ola verde olivo y su fulgurante orilla de bayonetas acercándose; vio también a esos pequeños, feroces autómatas que acababan de ser testigos de cómo su jefe

el general conquistador

honoris causa

de variadas universidades

caía abatido por el disparo de un franco tirador (habrían de decir a su tiempo las autoridades) a las dieciocho horas con treinta y tres minutos, cuando el mitin, que habría de ser el último del Movimiento, se disolvía lentamente antes de que la lluvia, de agua y de balas, se abatiera sobre la plaza, convocada por las luces verde y roja que el helicóptero dejó chorrear, y cuando los soldados respondieron al fuego, los agentes, los del guante blanco, se cubrieron detrás del barandal de concreto de la tribuna mientras encañonaban a los líderes:

(—Han capturado ya a todos los del Consejo Nacional de Huelga —se esparció por la plaza).

y luego los que iban al mando de esa tropa de policías procedentes de variadas corporaciones, dispusieron:

—Al suelo todos, hijos de la chingada —y todos obedecieron, y los gritos se repetían:

—Guante blanco, no disparen.

—Bajando Olimpia con prisionero, no tiren para acá y los agentes que en la mano izquierda, traían, a guisa de identificación, un vistoso pañuelo blanco (o quizá un guante) pululaban, reptando con el apoyo de sus codos, de un lado a otro de la tribuna al amparo de ese barandal de concreto tras del cual estaban parapetados,

y yo me preguntaba

a qué hora, Señor,

iban a asesinarnos.

La sangre germinaba arrebatadora de sus vasos con la misma furia que fue encendida apenas un segundo antes de encontrar por dónde irse; sangre negra tendiendo a guinda, de las venas; sangre roja, rojo sangre, de las arterias; y era tanta la prisa de la sangre por lavar con sangre esa deuda de sangre, que de sólo mirarla correr se le bajaba a uno la sangre a los talones, se le hacía a uno mala sangre, se le freía, daban ganas de gritar que la sangre llegaría al río, al río de sangre, no de excrementos, en la venganza que toda sangre pedía.

—Diga, señor, ¿quién pudo ordenar esto?

Y quizá en el momento de coincidir con la muerte, de saber que a veces la muerte asume la forma del relámpago, Mina tuvo un orgasmo, esa emoción de las glándulas que su madre no conoció…

En seguida, Jueves ata los tobillos, las piernas, las manos, del hombre que apenas ahora, tardíamente, pretende oponer resistencia. No comprendo a Jueves cuando, con rigor que considero excesivo, hunde otra vez su puño en alguna parte del cuerpo del prisionero.

—Póngase quieto… quieto, cabrón.

Lo conducimos a la camioneta y lo abandonamos en su interior como lo que parece ser: un bulto; cadáver de enemigo político que el caudillo del pueblo, el gobernador de la provincia o quizá Alguien-Todavía-Más-Importante, ordena eliminar. Pienso que hemos tenido suerte, ningún vehículo está a la vista. Cierro la puerta de la Volkswagen. Procedo, así lo dice el plan, a fijar con un alfiler, en el asiento del coche, la nota, deliberadamente ambigua, formada con palabras recortadas de periódicos y revistas. La razón de tal ambigüedad es confundir a las policías. Como nada debe quedar expuesto al azar, procedo con meticulosidad que Jueves encuentra melodramática, a limpiar todas las superficies (el parabrisas, la portezuela, el tablero de instrumentos, el aro del volante) en las que él o yo pudimos haber impreso huellas.

—¿A dónde vamos a llevarlo, Domingo?

—Luego hablaremos de eso…

En realidad yo mismo no sé a dónde me dirijo, ahora que conduzco la camioneta (que podría ser confundida con la de cualquier modesto establecimiento comercial) por el viaducto absolutamente desierto, extrañamente despoblado. No sé tampoco por qué varío el rumbo en el primer paso a desnivel que encuentro y que me deposita, recorridos sus meandros que figuran un número ocho, en el viaducto, idéntico al que acabo de abandonar, que está acercándome (lo sabré cuando me vea competir con el largo convoy anaranjado del Metro) al Zócalo: centro, corazón, plaza mayor, ombligo del universo; páramo gris en el que se vacían todos los caminos que vienen de fuera; del que parten todos los caminos al emprender su viaje de retorno.

La meta era el Zócalo,

zona vedada, inexpugnable.

Tres veces la alcanzamos.

Siento a Jueves, mirándome:

—¿A dónde vamos?

—¿Te importa acaso?

Su silencio es un silencio desconcertado, y quizá rencoroso. Me parece que el tono de mi respuesta, al ofenderlo, ha hecho enrojecer la piel de su cara. Un largo tiempo, calla. Se ocupa en fumar, en tragar el humo, que de tan ansiosamente aspirado casi silba; dice algo, que no escucho, porque otra voz, no la suya, es la que recogen mis oídos

…y el Zócalo estaba allí, abordable, dominable, desguarnecido, lleno hasta los bordes de multitud, de muchedumbre, de un grito, el de la enorme boca que todos éramos, insultando al Presidente; dedicándole, a él que tanto le debemos, el rencor de una mentada de madre; oponiendo a la veneración obligatoria que le adeudamos la pasión de una injuria; de esa suprema violencia verbal que nos calma, que nos deja vacíos, como después del amor…

Y fue un martes, cabalístico

13, del mes de agosto

cuando tomamos por primera vez

el Zócalo.

Jueves insiste, agotado el silencio y quizá también la cólera:

—Usted, Domingo, dijo que cuando lo agarráramos…

Padezco, no sé por qué, un malestar de culpabilidad cuando en el instante mismo en que entramos en el Zócalo le digo

—Ahora que ya lo tenemos es necesario que sepas ciertas cosas. Ciertas cosas que era preciso mantener calladas hasta en tanto…

Por la forma en que se mueve, por la postura que adquiere para observarme, por el modo que ha apretado el puño izquierdo (el que está más cerca de mi pierna) comprendo que una súbita desconfianza semejante a la que exhibía cuando empezamos a tratarnos, aleja a Jueves de mí; lo obliga a la cautela. Estará mirándome de perfil:

—¿Qué cosas, Domingo?

—Por ejemplo… —y encuentro que no existen las palabras para formar la respuesta que Jueves demanda o que si existen, no acuden.

—¿Cómo decírtelo para que lo entiendas?

—Dígalo y yo sabré si lo entiendo o no…

Al azar enciendo la radio. Una voz, que puede ser la de John, la de Paul, la de Ringo o la de todos ellos juntos desgarra dos versos:

I know you now horny queen

I know you now dirty queer,

apago inmediatamente, porque me molesta el estrépito de la batería, el balido en que culmina.

He completado la primera vuelta en torno al Zócalo; una vuelta a la que le añado la segunda porque debo mantenerme dentro de la corriente, no entorpecer el tránsito; las luces de los semáforos dictan, según su color, alto, alerta, siga; yo, condicionado por años de disciplina, las obedezco. Frente a la Puerta de Honor de Palacio Nacional los centinelas gastan el pavimento. Un grupo rubio de turistas sale, siguiendo a su guía, por la Puerta Central. Con el último sol, Catedral realza su piedra labrada. Las bocas del Metro eructan su tufo a desinfectante. Antes de media hora habrá oscurecido. Brillan las aguamarinas del alumbrado mercurial.

—Pues ocurre, muchacho, que en este asunto del secuestro no estamos solamente tú y yo…

—¿Quién más?

—Para ser exacto, otras cinco personas; cada una de las cuales, como tú, como yo como tantísimas en México, tiene una razón para querer vengarse del que traemos…

—¿Quiénes son?

—¿Importa?

—A mi sí.

—Son, ya lo dije, amigos que perdieron a alguien esa noche en Tlatelolco; o, como tú, después…

Por un momento, Jueves queda callado. Ocupa el tiempo, mientras emprendo el tercer recorrido en torno a la Plaza de la Constitución, en buscar la caja de cigarros y en darle fuego a uno. Arroja, con la humareda, la pregunta:

—¿Por qué no me dijo que otros andaban en esto? ¿porqué son tan falsos ustedes los viejos? ¿porqué hasta en cosas como la que estamos haciendo demuestran que no les gusta jugamos limpio?

Ignoro cuántas vueltas me lleva explicarle a Jueves, a un Jueves hostil y enfurruñado, a un Jueves resentido, por qué hube de ocultarle la existencia de otros cómplices, de otros colaboradores. Invoco rigurosamente ciertas razones de seguridad. Nadie puede delatar al que no conoce; nadie puede ser indiscreto si, por precaución, se le impide saber lo que no es urgente que sepa. ¿Qué pasaría si el plan hubiese abortado, si una palabra de más hubiera comprometido a los que participan en el secuestro?

—Ellos, los otros cinco, ¿cómo han ayudado?

—Del mismo modo que tú. ¿Por qué siempre te llamo Jueves, excepto cuando te hablo por teléfono?

—Porque sólo nos vemos, usted y yo, los jueves.

—Por lo mismo los otros son Lunes y Martes, y Miércoles y Viernes y Sábado. Los nombres auténticos no vieren al caso. Yo soy Domingo, aunque no me llame así. No es indispensable saber el nombre del compañero. Ninguno de ellos supone que haya alguien más metido en el asunto… Seguridad, muchacho. Seguridad… Y otra cosa: se verán sólo una vez…

—¿Cuándo?

—Una sola vez se verán, cuando sea oportuno, porque no conviene que los del grupo conozcan sus verdaderas identidades… Si es preciso que volvamos a reunirnos, y quizá lo sea, yo serviré de enlace entre ustedes…

—Domingo, ¿quién es usted, qué hace, dónde vive?

—No creo que tenga importancia rara ti saberlo.

—Sí la tiene. En cierta forma estoy, estamos en sus manos. Usted parece saberlo todo de nosotros; nosotros, ignorarlo todo de usted… ¿Es correcto eso? Usted puede ser, ¿por qué no?, un policía…

—Pero sucede que no lo soy. Nuestro dispositivo de seguridad ha demostrado ser bueno. ¿A qué cambiarlo? Es peligroso saber demasiado. Se incurre en la tentación de hablar, de irse de la boca. Recuerda que las paredes oyen para la policía…

La tensión del tráfico se intensifica. Ojo amarillo estriado de horas, el reloj de Catedral dice las siete con casi treinta de la noche. Frente a los arcos del Ayuntamiento viejo, detengo la camioneta.

—No dejes que ocupen mucho el teléfono. Podría llamarte. Hay que estar al pendiente.

La luz de los autos, de los faroles, me revela cuánta sorpresa hay en el rostro de jueves cuando, inclinándome un poco frente a él, extiendo el brazo y abro la portezuela del lado derecho.

—¿Qué no voy a seguir con usted?

—No hoy. Volveremos a vernos cuando haya motivo…

—Yo pensé que…

—Y otra cosa, Jueves. Cero comentarios. Cero ufanarse. La noticia va a producir, supongo que lo sabes, una gran reacción en el gobierno. Apenas se conozca, todas las policías, y hasta la Interpol, la CIA y el FBI que las vigilan a ellas, se vaciarán en las calles, rastrearán en todos los lugares donde imaginan que pueden estar él o quienes lo capturamos… Y no exagero si creo que entre los que serán más apretadamente vigilados nos contaremos los que tenemos, por lo de Tlatelolco, razones para odiarlo. Mientras limpiaba las huellas en el coche noté que te reías. ¿Comprendes por qué ninguna precaución que encubra nuestra identidad está de sobra?

—Es que yo, Domingo…

Sin serlo, su tono es casi, me parece, de disculpa; otra vez, amistoso.

—Quédate cerca del teléfono, ¿eh?

—Sí, señor… Oiga, Domingo…

—Dime.

—Yo lo ayudé a coger a este cabrán; y quiero estar allí cuando llegue la hora de matarlo.

Jueves ha bajado y ha cerrado la portezuela. Por el hueco de la ventana veo su cara angosta, oscurecida de patillas y mostacho sin cuidar; y en la luz cambiante, golpeante de los faros, la expresión resuelta, helada de sus ojos. Considero que debo aclarar un punto que he hablado muchísimo con él, pero que Jueves demuestra o haber olvidado o no haber comprendido:

—Lo secuestramos para juzgarlo, no para matarlo. Recuérdalo.

—Está bien, está bien. Pero, después, ¿qué vamos a hacer con él?

—Lo que tú, lo que los otros, lo que el grupo decidan; eso haremos. Tenemos que oírlo…

—¿Nos oyó él cuando estaban matándonos?

—Nosotros lo oiremos, y después… ¿Es justo o no?

Mueve la melena. Se encoge de hombros. Echa a caminar, curvada la espalda, las manos en los bolsillos de los bluejeans desteñidos y estrechos, quizá hacia la más cercana de las cuatro estaciones del Metro. Ni una sola vez voltea. ¿Cuánta contenida cólera llevará por dentro? ¿Cuánto rencor habrá agregado hoy al viejo rencor que el tiempo transcurrido desde
aquello
de su hermano todavía no gasta, al darse cuenta de que he venido usándolo como instrumento para cobrarme la sangre que me adeuda el hombre que reposa en el piso de la camioneta, y cuya muerte deseo que otros decidan para tener así con quien compartir los remordimientos?

BOOK: La plaza
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