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Authors: William Goldman

Tags: #Aventuras

La princesa prometida (8 page)

BOOK: La princesa prometida
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—Burro —le dijo la madre, y se dirigió a la ventana. Al cabo de un momento, exclamó junto con su marido—: ¡Aaahh!

Allí se quedaron los dos, diminutos y asombrados.

Buttercup los observaba mientras ponía la mesa.

—Seguramente vendrán de alguna parte para ver al príncipe Humperdinck —comentó la madre de Buttercup.

El padre asintió y dijo:

—Cacería. El príncipe se dedica a la cacería.

—¡Qué afortunados somos de haberles visto pasar! —observó la madre de Buttercup, y aferró la mano de su esposo.

El viejo asintió y dijo:

—Ahora puedo morirme.

Ella le miró y repuso:

—No te mueras.

Su tono era sorprendentemente tierno y, con toda probabilidad, presintió lo importante que era para ella aquel hombre, porque cuando murió, dos años más tarde, ella no tardó en seguirle, y casi toda la gente que la conocía bien coincidió en señalar que lo que acabó con ella fue la repentina falta de oposición.

Buttercup se les acercó y permaneció detrás de ellos, mirando por encima de sus hombros, y tampoco tardó en quedarse boquiabierta, porque el conde y la condesa con todos sus escuderos, sus soldados, sus siervos, sus cortesanos, sus campeones y sus carruajes pasaban por el sendero para carros, justo delante de la granja.

Los tres permanecieron en silencio mientras la procesión avanzaba. El padre de Buttercup era un hombre mentecato y pequeñito que siempre había soñado con vivir como el conde. En cierta ocasión había estado a tres kilómetros del lugar donde el conde y el príncipe habían estado cazando, y hasta ese momento, aquél había sido el momento más culminante de su vida. Como campesino era muy malo, y como esposo no le iba mucho mejor. No había muchas cosas en el mundo en las que destacara, y nunca llegó a explicarse a ciencia cierta cómo había logrado engendrar a su hija, pero en el fondo de su corazón sabía que debía tratarse de alguna especie de error maravilloso, cuya naturaleza no tenía ninguna intención de investigar.

La madre de Buttercup era una mujer pequeñita y arrugada, enjuta y de aire preocupado, que siempre había soñado con llegar a ser famosa aunque fuera una sola vez, como se decía que lo era la condesa. Era muy mala cocinera, y como ama de llaves incluso mucho más limitada. Cómo había logrado su vientre engendrar a Buttercup era algo que, obviamente, escapaba a su entendimiento. Pero había estado presente cuando ocurrió y para ella, era suficiente.

Buttercup, media cabeza más alta que sus padres, que seguía con los platos de la cena en las manos y seguía oliendo a
Caballo
, sólo deseaba que la gran procesión no se encontrara tan lejos, para poder comprobar si los trajes de la condesa eran tan hermosos como se decía.

Como respondiendo a sus deseos, la procesión giró y comenzó a enfilar hacia la granja.

—¿Aquí? —logró preguntarse el padre de Buttercup—. Dios mío, ¿por qué?

La madre de Buttercup se volvió hacia su esposo e inquirió:

—¿No te habrás olvidado de pagar los impuestos?

(Esto ocurrió después de que se inventaran los impuestos. Pero todo ocurre después de la invención de los impuestos, porque se inventaron incluso antes que el guisado.)

—Si no los hubiera pagado, no hacía falta que enviaran a tanta gente para cobrarlos —e hizo un ademán hacia la entrada de su granja, porque el conde y la condesa, acompañados de sus pajes, sus soldados, sus siervos, sus cortesanos, sus campeones y sus carruajes se iban acercando más y más—. ¿Qué habrán venido a pedirme?

—Ve a ver, ve a ver —le ordenó la madre de Buttercup.

—Ve a ver tú. Por favor.

—No, ve tú. Por favor.

—Iremos los dos juntos.

Y juntos fueron. Temblando…

—Las vacas —le dijo el conde, cuando se acercaron a su dorado carruaje—. Me gustaría hablar de tus vacas.

Se dirigió a ellos desde el interior del carruaje, con el oscuro rostro oculto entre las sombras.

—¿De mis vacas? —inquirió el padre de Buttercup.

—Sí. Verás, he pensado montar una granja lechera, y como tus vacas tienen fama de ser las mejores del reino de Florin, pensé que tal vez podría arrancarte el secreto de cómo lo haces.

—Mis vacas —logró repetir apenas el padre de Buttercup, con la esperanza de no perder el juicio.

Porque lo cierto era que, y lo sabía bien, sus vacas eran horrendas. Durante años, los de la aldea no habían hecho otra cosa que quejarse. Si a algún otro se le hubiese ocurrido vender leche, él no habría tardado en arruinarse. Aunque tenía que reconocer que las cosas habían mejorado desde que el mozo de labranza trabajaba para él como un esclavo —era indudable que el mozo poseía ciertas habilidades y que en aquellos momentos, las quejas eran muy pocas—, pero eso no convertía a sus animales en las mejores vacas de Florin. Con todo, al conde no se le podía contradecir. El padre de Buttercup se dirigió a su esposa y le preguntó:

—Querida, ¿cuál dirías tú que es mi secreto?

—Pues…, son tantos… —repuso.

Estaba claro que no era tonta, y menos cuando se trataba de la calidad de su ganado.

—No tenéis hijos, ¿verdad? —les preguntó entonces el conde.

—Sí tenemos, señor —repuso la madre.

—Entonces dejadme verla —prosiguió el conde—, quizá ella sea más rápida en responder que sus padres.

—Buttercup —gritó el padre, volviéndose—. Sal, por favor.

—¿Cómo sabíais que teníamos una hija? —preguntó la madre de Buttercup.

—Lo adiviné. Supuse que sería una hija. Hay días en que soy más afortunado que… —se interrumpió de repente.

Porque Buttercup hizo su aparición: salía a toda prisa de la casa de sus padres.

El conde bajó del carruaje. Con gracia saltó al suelo y se quedó inmóvil. Era un hombre corpulento, de cabello y ojos negros y anchos hombros; llevaba unos guantes y una capa negros.

—La reverencia, querida —susurró la madre de Buttercup.

Buttercup la hizo lo mejor que pudo.

El conde no podía dejar de mirarla.

Debéis comprender que apenas se encontraba entre las veinte principales; llevaba el pelo desgreñado y sucio; sólo contaba diecisiete años, por lo tanto, en algunas partes de su cuerpo aún se le notaba la obesidad de la niñez. Todo lo que tenía era estrictamente potencial.

Aun así, el conde no podía quitarle los ojos de encima.

—Al conde le gustaría conocer cuál es el secreto de la grandeza de nuestras vacas, ¿no es así, mi señor? —dijo el padre de Buttercup.

El conde se limitó a asentir si apartar la vista.

Incluso la madre de Buttercup notó una cierta tensión en el aire.

—Preguntadle al mozo de labranza, él es quien las cuida —repuso Buttercup.

—¿Es aquél el mozo de labranza? —inquirió otra voz desde el interior del carruaje.

Acto seguido, el rostro de la condesa apareció en el marco de la portezuela del carruaje.

Llevaba los labios pintados de un rojo perfecto, y los ojos verdes delineados de negro. Todos los colores del mundo lucían como apagados en su traje. Era tal el brillo que Buttercup sintió el impulso de cubrirse los ojos.

El padre de Buttercup se volvió hacia la silueta solitaria que espiaba desde una esquina de la casa.

—Sí.

—Traedlo ante mí.

—No está vestido adecuadamente para semejante ocasión —repuso la madre de Buttercup.

—No es la primera vez que veo torsos desnudos —replicó la duquesa. Acto seguido, señalando al mozo de labranza, le gritó—: ¡Eh, tú, ven aquí! —y chasqueó los dedos al pronunciar «aquí».

El mozo de labranza hizo lo que le ordenaban.

Cuando estuvo cerca, la condesa abandonó el carruaje.

Al encontrarse a unos pasos de Buttercup, se detuvo, e inclinó la cabeza en la posición adecuada. Se avergonzaba de su atuendo: botas gastadas, tejanos raídos (los tejanos se inventaron mucho antes de lo que todo el mundo supone), y juntó las manos en un ademán de súplica.

—¿Tienes un nombre, muchacho?

—Me llamo Westley, condesa.

—Bien, Westley, quizá puedas ayudarnos a solucionar el problema que tenemos. —Se acercó al muchacho. La tela de su falda rozó la piel de Westley—. Estamos muy interesados en el tema de las vacas. Es tal nuestra curiosidad que nos encontramos al borde del frenesí. Westley, ¿por qué supones tú que las vacas de esta granja en particular son las mejores de Florin? ¿Qué les haces?

—Yo sólo les doy de comer, condesa.

—Pues bien, ya está resuelto el misterio, el secreto; ahora podemos descansar. Es evidente que la magia está en la alimentación que les da Westley. Enséñame cómo lo haces, ¿quieres, Westley?

—¿Que dé de comer a las vacas para vos, condesa?

—Eres un muchacho listo.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo estará bien —le tendió el brazo—. Llévame, Westley.

A Westley no le quedó otra alternativa que cogerla del brazo. Con suavidad.

—Es detrás de la casa, señora; está lleno de barro. Se os estropeará el traje.

—Me los pongo una sola vez, Westley; ardo en deseos de verte en acción.

Y partieron hacia el establo.

Mientras ocurría todo esto, el conde no dejaba de mirar a Buttercup.

—Te ayudaré —le gritó Buttercup a Westley.

—Tal vez sea mejor que vea cómo lo hace —decidió el conde.

—Están ocurriendo cosas extrañas —dijeron los padres de Buttercup.

Ellos también partieron, cerrando la comitiva que exploraría la alimentación de las vacas, al tiempo que observaban al conde, que a su vez observaba a Buttercup, que a su vez observaba a la condesa.

Que a su vez observaba a Westley.

—No he visto nada especial en lo que hacía —comentó el padre de Buttercup—. Sólo les dio de comer.

Ya habían cenado, y la familia estaba otra vez a solas.

—Deben de tenerle cariño. En cierta ocasión tuve un gato que sólo se ponía hermoso cuando yo le daba de comer. Quizá en este caso ocurra lo mismo. —La madre de Buttercup raspó los restos del guisado del fondo de la olla y los echó en un cuenco—. Toma —le dijo a su hija—. Westley espera junto a la puerta trasera; llévale la cena.

Buttercup cogió el cuenco y abrió la puerta trasera.

—Toma —dijo.

Él asintió, cogió el cuenco y se dispuso a dirigirse hacia su tocón para comer.

—No te he dado permiso, muchacho —le dijo Buttercup. Él se detuvo, y se volvió—. No me gusta lo que estás haciéndole a
Caballo
. Mejor dicho, lo que no estás haciéndole. Quiero que lo asees. Esta misma noche. Y que le saques brillo a los cascos. Esta misma noche. Quiero que le trences la cola y que le masajees las orejas. Esta misma noche. Quiero que sus establos estén inmaculados. Ahora mismo. Quiero que brille, y si tardas toda la noche, pues tardas toda la noche.

—Como desees.

Cerró de un portazo y dejó que comiera en la oscuridad.

—Me parecía que
Caballo
tenía muy buen aspecto —le comentó su padre.

Buttercup no dijo palabra.

—Tú misma lo dijiste ayer —le recordó su madre.

—Debo de estar muy fatigada —logró decir Buttercup—. Con tanta agitación…

—Pues descansa —le sugirió su madre—. Pueden ocurrir cosas tremendas cuando uno está fatigado. Fíjate, yo estaba fatigada la noche que tu padre se me declaró.

Treinta y cuatro a veintidós, y la diferencia iba en aumento.

Buttercup se marchó a su cuarto, se tendió en la cama y cerró los ojos.

Y la condesa miraba a Westley.

Buttercup se levantó de la cama, se quitó la ropa, se lavó un poco, se puso el camisón, se metió entre las sábanas hecha un ovillo y cerró los ojos.

¡La condesa seguía mirando a Westley!

Buttercup apartó las sábanas, y abrió la puerta. Fue al fregadero que había junto al hornillo y se sirvió un vaso de agua. Se lo bebió. Se sirvió otro vaso y se lo pasó por la frente para refrescarse. La sensación febril seguía allí.

¿Cuán febril? Se sentía estupendamente. Tenía diecisiete años, y ni una sola caries. Con firmeza, echó el agua al fregadero, se volvió y con paso decidido regresó a su cuarto, cerró la puerta y se metió en la cama. Cerró los ojos.

¡La condesa no dejaba de mirar a Westley!

¿Por qué? ¿Por qué rayos la mujer más perfecta de toda la historia de Florin se interesaba en el mozo de labranza? Buttercup dio vueltas y más vueltas en la cama. Sólo había algo que explicara esa mirada: estaba interesada en él. Buttercup cerró los ojos con fuerza y estudió el recuerdo que guardaba de la condesa. Estaba claro que el mozo de labranza tenía algo que le interesaba. Los hechos saltaban a la vista. Pero ¿qué sería? El mozo tenía unos ojos como el mar antes de la tempestad, pero ¿quién se fijaba en los ojos? Y si a una le gustaban esos detalles, tenía el pelo de un rubio claro. Y los hombros de un ancho suficiente, pero no mucho más anchos que los del conde. Y era sin duda musculoso, pero cualquiera que se pasara el día trabajando como un esclavo sería musculoso. Tenía la piel perfecta y bronceada, pero eso también era producto del duro trabajo; si estaba todo el día al sol, ¿cómo no iba a broncearse? Y no era mucho más alto que el conde, aunque tenía el vientre más plano, pero eso era debido a que el mozo de labranza era más joven.

Buttercup se sentó en la cama. Debían de ser sus dientes. El mozo de labranza tenía una buena dentadura; había que prodigar ese elogio porque era merecido. Blancos y perfectos, destacaban especialmente en la cara bronceada. ¿Podría haber sido otra cosa? Buttercup se concentró. Las muchachas de la aldea seguían bastante al mozo de labranza cuando éste efectuaba los repartos, pero eran unas idiotas, porque ésas seguían a cualquiera. Y él nunca les hacía ningún caso, porque si alguna vez llegaba a abrir la boca, ellas se habrían dado cuenta de que lo único que tenía era una buena dentadura, porque al fin y al cabo, era excepcionalmente estúpido.

Resultaba muy extraño que una mujer tan hermosa, tan delgada, tan cimbreña y agraciada, una criatura con un envoltorio tan perfecto, vestida de manera tan exquisita como la condesa, quedara prendada de ese modo de una dentadura. Buttercup se encogió de hombros. La gente era sorprendentemente complicada. Pero Buttercup lo tenía todo diagnosticado, deducido, claro. Cerró los ojos, se acomodó bien en la cama, se hizo un ovillo, y nadie mira a nadie del modo que la condesa había mirado al mozo de labranza sólo por la dentadura.

—Oh —jadeó Buttercup—. Oh, cielos, cielos.

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