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Authors: E. D. Baker

Tags: #Infantil y juvenil

La princesa rana (14 page)

BOOK: La princesa rana
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—Tengo un compromiso que cumplir, pero regresaré dentro de unos días.

—¡Estupendo! Pronto será la época del año en que nos conocimos... Búscame en cuanto vuelvas, ¿de acuerdo?

—Eso haré,
Clarisse.
No te quepa duda.

—Estaré esperándote. Cuídate.

Clarisse
restregó la cabeza contra
Mandíbula
y el gesto fue tan tierno que sentí vergüenza de estar allí mirando. Después se volvió hacia mí y me saludó sacando la lengua otra vez.

—Ha sido un placer, Emma. ¡Buena suerte, sea lo que fuera que os traigáis entre manos!

Mandíbula
la siguió con la vista hasta que la cola le desapareció entre la hojarasca.

—¿Ésa es tu esposa? —pregunté acariciándome las doloridas costillas.

Mandíbula
parpadeó y se dio la vuelta despacio, como si estuviera saliendo de un trance.

—Las serpientes no nos casamos como los humanos.

—Tu novia, entonces, o tu compañera.

—Podríamos llamarla así.

—Es muy guapa para ser una serpiente.

—Cierto; la consideran una gran belleza.

—¡Hala, vosotros! —Eadric asomó detrás de un árbol—. Pensé que ya iríais por el camino. Esas moscas estaban deliciosas, Emma, tendrías que haberte quedado.

—Teniendo en cuenta la alternativa —repliqué—, creo que sí.

Era ya media mañana cuando abandonamos la penumbra del bosque.
Sarnoso
nos aguardaba donde había dicho, colgado como una fruta podrida de la rama de un peral, y desde allí, divisé las inconfundibles torres del castillo que se alzaban imponentes en medio de la campiña. Parecían hallarse tan cerca que me propuse llegar antes del atardecer, aunque aún tendríamos que brincar un largo trecho.

—Supongo que tú nos dejarás aquí, ¿no? —le preguntó Eadric a
Mandíbula.

—Todavía no; quiero acompañaros hasta el castillo. Una vez que estéis dentro sanos y salvos, regresaré a reclamar mi hogar y mi territorio.


Mandíbula,
¿tú has estado alguna vez en el castillo? —le pregunté, deseosa de escuchar alabanzas, puesto que me enorgullecía de mi hogar.

—No, pero conozco a otras criaturas que han estado allí y, según cuentan, es un lugar peligroso. Tendréis que andaros con cuidado.

—¿Peligroso, dices? —me extrañé, indignada—. ¡Nada de eso! Yo he vivido allí toda mi vida y nunca me he sentido en peligro.

—No, claro, porque entonces eras humana, además de ser la princesa.

—Entonces, ¿tú sí me creíste cuando dije, en la cabaña, que era una princesa encantada y Eadric un príncipe? Como todos soltasteis una carcajada, supuse que dudabais de mí.

—No puedo responder por los demás, pero yo te creí cuando leíste el conjuro. No conozco a ninguna rana que sepa leer.

—Yo le creí en cuanto lo dijo —comentó
Sarnoso
—, porque a ningún animal se le habría ocurrido algo así. ¡Eh, amigos, mirad allí! —El murciélago señaló al frente con un ala mientras se protegía los ojos del sol con la otra—. Después de esas granjas hay un recodo en el camino que, prácticamente, va a parar a la puerta del castillo. Ya casi estás en casa, Emma.

—¡Gracias al cielo! ¡En cuanto encontremos a mi tía seremos humanos otra vez! —Di un brinco hasta el camino, ansiosa por llegar—. Seguidme. Sé cómo se va desde aquí.

Estaba tan nerviosa que no podía brincar normalmente, sino que daba saltos y empellones y rebotaba cuesta abajo como un juguete. Eadric me imitó, contagiado por el entusiasmo, y
Mandíbula
se lanzó a ras de tierra con inusitada rapidez; incluso
Sarnoso
estaba emocionado, de manera que echó a volar en círculos sobre nosotros, hasta que se le cansaron las alas. Jadeando a causa del inusitado ejercicio, recaló en un manzano y esperó a que le diéramos alcance.

Eadric no tardó en descubrir los hormigueros y se entretuvo un buen rato degustando una muestra de cada uno, hasta dar con el de las hormigas rojas.

—¡Cómo muerden! —exclamó haciendo una mueca de dolor.

La tierra del camino estaba tibia y seca y, cuando saltábamos, el polvo se nos arremolinaba alrededor, se nos pegaba a la piel y tosíamos. Cada vez hacía más calor, y tanto Eadric como yo notábamos sus efectos. Poco después dejamos de brincar y seguimos andando mustios y desalentados.

—Tengo que sentarme —dije finalmente—. Estoy agotada.

—No podemos pasar tanto tiempo fuera del agua —jadeó Eadric—. Tenemos que encontrar un lago, o un arroyo, o como mínimo un charco.

—Le pediré a
Sarnoso
que eche un vistazo —se ofreció
Mandíbula,
que no se apartaba demasiado de nosotros.

El murciélago acudió a la llamada de la serpiente, aunque cuando le dirigía la palabra se ponía muy nervioso. Una vez que hubo aterrizado a una distancia prudente, escuchó la petición, nos miró a Eadric y a mí para corroborarla y, una vez convencido, asintió y echó a volar. Lo observé mientras revoloteaba en lo alto y, un poquito más tarde, descendió de nuevo.

—Hay un estanque al pie de la colina —anunció tras aterrizar junto a mí. Pero frunció el entrecejo al ver a Eadric despatarrado en medio del camino—. ¿Qué le ocurre?

—Se ha desmayado —expliqué—. Y yo tampoco me encuentro demasiado bien.

—Tendrás que ayudarnos,
Sarnoso
—sentenció
Mandíbula
—. Yo no puedo cargarlo, así que te toca a ti.

—¿A mí? Nunca he cargado nada tan pesado.

—Levantaste los libros en la cabaña de Vannabe cuando me los acercaste —le recordé.

—Más bien digamos que los dejé caer... Vale, está bien. Lo intentaré. Pero no creo que pueda cargarlo mucho rato. Ya es un niño crecidito, ¿sabéis?

—¿Tú puedes caminar, Emma? —preguntó la serpiente. —Traté de levantarme, pero me flaquearon las patas—. Ven, súbete a mi lomo. Puedo llevarte hasta allí, si no te caes.

—¡Jo! —gruñó
Sarnoso
bregando con Eadric—. ¡A este sapo le hace falta una dieta! ¡Me va a provocar una hernia!

Al final de la cuesta siguiente, el camino bordeaba una hondonada en cuyo fondo se hallaba el estanque, y todos nos alegramos un montón al divisarlo. El murciélago acarreó a Eadric, mitad cargándolo y mitad arrastrándolo, pero al llegar a la cima, el lánguido cuerpo se le escapó de las garras y resbaló hacia la hondonada.

—¡Cuidado, ahí abajo! —gritó
Sarnoso.

Remontó el vuelo y fue tras él, pero Eadric rebotó en un bache y siguió dando tumbos con el botellín de aliento de dragón a cuestas. Finalmente, cayó de cabeza en el agua, y el murciélago se refugió a la sombra de un árbol, cumplida la misión.

El estanque era ideal: cercano, refrescante y... ¡lleno de agua! Me aferré al lomo de
Mandíbula
pendiente abajo, aunque me sentía débil y mareada y me costaba concentrarme. Al llegar a la orilla, la serpiente se deslizó en el agua para que yo me metiera en ella; se quedó observándome y, cuando se cercioró de que me encontraba bien y me desplazaba con normalidad, regresó a tierra y trepó hasta una piedra plana desde donde dominaba el lugar.

Me tendí en el fondo del estanque hasta recuperar mis facultades y, una vez que estuve en forma, nadé hacia Eadric que yacía aún despatarrado en el mismo sitio donde había caído. Sin embargo, me inquieté mucho al verlo porque estaba muy pálido y la piel le ardía. Al tocarle la frente con la mano, murmuró algo, pero no abrió los ojos. Le cogí de la mano y aguardé hasta que parpadeó y me miró; entonces me sumergí hasta el fondo del estanque y, al cabo de un momento, me siguió y poco a poco los débiles impulsos que se daba con las patas se convirtieron en potentes patadones, a medida que recobraba las fuerzas.

¡Qué gloria estar en el agua! Chapoteamos, dimos botes, flotamos y giramos mientras el líquido elemento refrescaba nuestros desfallecidos cuerpos y, al mismo tiempo, me acordé de mi primer chapuzón de hacía unos días y pensé en todo lo que había aprendido desde entonces.

Aún disfrutaba del baño y de la brisa cuando una mano me agarró un pie y me sumergió en el agua, pero de una patada impetuosa me libré de Eadric y floté en la superficie como un corcho. Estallé en carcajadas y todavía me reía cuando él emergió a escasos centímetros de mi cara.

—¿Sabes? —dijo, sonriente—. Ahora nadas mucho mejor que antes, dentro de poco serás casi tan buena como yo.

—No me digas, ¿así que no lo hago tan mal siendo una rana?

—Brincas bastante bien, pero todavía no cazas insectos como debe ser.

—¿Ah, no? Pues me parece que nunca llegaré a comer tantos como tú.

Eadric sonrió satisfecho. Le di una palmadita en el hombro, di un bote en el agua y me alejé nadando antes de que me viera sonreír a mí también.

Trece

R
egresamos al camino en dirección al castillo;
Sarnoso
iba en cabeza y
Mandíbula
en la retaguardia. De nuevo en el sendero, el murciélago murmuró una disculpa y se escondió en el árbol más próximo. Al llegar nosotros, la serpiente señaló la silueta de
Sarnoso
entre las sombras de las hojas.


Sarnoso
—lo llamó alzando la voz—, ya estamos aquí.

—Continuad vosotros; ya os alcanzaré. —La voz denotaba agotamiento—. Necesito dormir un ratito más.

—Está bien; te esperaremos en el castillo —grité—. Búscanos en el puente levadizo.

Pero no respondió; se había dormido en un suspiro.

—¡Ojalá me haya oído! —le dije a
Mandíbula
cuando reanudamos la marcha.

—Seguro que sí, porque es un murciélago. Pero esos animales suelen dormir de día, y por hoy ya le hemos pedido bastante esfuerzo. Además, también se muestra más tímido, puesto que está en un ambiente extraño; me temo que, de ahora en adelante, irá de sobresalto en sobresalto. En cambio, en la cabaña compensaba sus inseguridades actuando con prepotencia.

Hacia el atardecer, una carreta procedente del castillo apareció por el camino.
Mandíbula
se escondió entre los pastos y Eadric y yo aguardamos pacientemente a que pasara de largo. Me hacía sombra con la mano para protegerme de la polvareda cuando un niño, que caminaba junto a la carreta, dio con nosotros.

—¡Mira, papá! —gritó—. ¡Unas ranas! ¡Las cazaré!

—¿Por qué no las dejas donde están? —sugirió el granjero—. Si las traes a casa morirán igual que las otras.

—Pero yo quiero jugar con ellas —insistió el niño.

Después de escucharlo, no teníamos intención de dejarnos atrapar. De manera que aparté a Eadric del borde del camino y lo empujé hacia las matas donde se había escondido
Mandíbula.
El niño nos vio y se acercó corriendo con un palo en la mano.

—Ya sé dónde estáis —dijo poniéndose en cuclillas—. ¡Vamos, salid!

Hundió el palo por entre las matas y estuvo a punto de darnos un golpe.

Tratando de asustarlo, Eadric tensó patas y brazos e hizo su mueca más fiera para parecer grande y amenazador, pero como tenía las patas más largas que los brazos, su trasero se empinó y tuvo que echar la cabeza hacia atrás para mirar de frente al niño; sobre su lomo, el botellín de aliento de dragón parecía una extraña joroba multicolor. Si no hubiera estado tan aterrada, me habría echado a reír, porque mi amigo se había plantado delante de
Mandíbula
sin percatarse de que, desde allí atrás, la serpiente observaba al niño con los ojos entrecerrados. En cuanto el chaval la oyó silbar, retrocedió trastabillando hacia la carreta.

—¿Has visto eso? —exclamó Eadric, orgulloso—. ¡Qué susto le he dado! ¡La próxima vez que se encuentre con un sapo se lo pensará mejor!

—No me cabe duda —repliqué—. No se atreverá ni a bajar de la carreta. Sobre todo si el sapo viaja acompañado de una serpiente.

Volvimos al camino en cuanto el niño y la carreta se hubieron alejado. La luz sonrosada del ocaso recortaba la silueta del castillo, que parecía cada vez más acogedor. Sin embargo, al cabo de un corto trecho, sentí que el camino vibraba porque se aproximaban otros vehículos: dos carretas, seguidas del carretón del chatarrero, y un carruaje repleto de plebeyos que habían ido a pedir audiencia y se habían quedado hasta tarde en la corte. Como no era seguro seguir por el camino con tanto tráfico, nos adentramos en los sembrados.

Pero andar por el campo resultaba más lento que ir por el camino, por lo que había caído ya la noche cuando llegamos al castillo. Asimismo, el puente levadizo estaba alzado y ya no volverían a bajarlo hasta la mañana siguiente.

Sarnoso
aterrizó a nuestro lado mientras estábamos sentados en el polvoriento sendero.

—¡Por fin! —exclamó—. ¡Os he buscado por todas partes! Este lugar no me gusta con tanta gente yendo y viniendo y no hay dónde esconderse. Además, creo que he visto a un halcón, aunque no estoy completamente seguro. ¿Adonde tenemos que ir ahora, Emma? Porque supongo que tendrás algún buen escondite para mí en tu castillo, ¿verdad?

—Estoy segura de que encontrarás bastantes escondites —dije para tranquilizarlo— pero ¿podrías ir a buscar primero a mi tía? Mira, vive en aquella torre alta de la izquierda; me dijo que saldría de viaje unos días, pero ya tendría que estar de vuelta.

—¿Y tú qué harás? ¿Es que no piensas subir enseguida?

—Primero tenemos que entrar —le expliqué—. Y ya han subido el puente levadizo.

—¿Y qué? —se extrañó
Sarnoso
—. Sois un sapo y una rana, de modo que podéis cruzar el foso nadando. Mientras tanto, yo subiré a la torre a echar un vistazo. Por cierto, ¿estás segura de que tu tía no se molestará?

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