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Authors: E. D. Baker

Tags: #Infantil y juvenil

La princesa rana (17 page)

BOOK: La princesa rana
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—¿Qué son esas chispas? —pregunté.


Sarnoso
te lo dirá, ¿verdad que sí? —sugirió Grassina mirando al murciélago, que brincaba en la mesa temblando de emoción.

Éste asintió varias veces, demasiado agitado para quedarse quieto, y exclamó:

—¡Emma tiene el don! ¡El no sé qué del que siempre hablaba Mudine!

—¿Qué es no sé qué?


Sarnoso
quiere decir que posees el don de la magia —explicó Grassina—. Es un talento especial que se tiene desde que se nace. Por lo que me has contado, Vannabe no lo tiene, pero tú sí, lo quieras o no.

—¡Yo lo sabía, yo lo sabía! —chilló
Sarnoso
—. ¡No sólo bastaba saber leer para que los conjuros funcionaran tan pronto! Tendrías que haberla visto. Esas jaulas estaban más cerradas que la boca de una estatua pero, en cuanto Emma leyó el conjuro, ¡zas!, quedaron libres. Ni siquiera Mudine lo habría hecho tan rápido.

Después de leer los conjuros del libro, yo estaba convencida de que cualquier tonto podía ponerlos en práctica. Entonces miré otra vez mi propia imagen y abrí y cerré la boca como un pez moribundo; quizá era cierto que estuviera destinada a ser una bruja y tal vez, si me esforzaba, encontraría algún conjuro para dejar de ser tan patosa. ¡O tal vez podría ayudar también a otras personas! Al fin y al cabo a eso se dedicaba siempre mi tía.

Grassina hizo un gesto y las esferas mágicas volvieron a encenderse; la luz disolvió mi imagen, que ya se había hecho más tenue. Mi tía me miró y sonrió una vez más.

—¡Qué alegría que hayas regresado, Emma...! Quisiera darte un abrazo, pero tengo miedo de aplastarte.

—Ya me lo darás —dije, aliviada de que pudiera contenerse.

—¿Cómo te ha ido siendo rana?

—Pues ha tenido sus momentos... Es por eso que vinimos a hablar contigo. Necesitamos que nos conviertas en humanos otra vez. ¿Puedes hacerlo esta misma noche? ¿O necesitas prepararte?

—Me temo que no será tan sencillo. Primero tenemos que averiguar por qué te convertiste en rana. ¿Dices que le diste un beso a Eadric?

—Si, eso es.

—Bueno, tampoco fue un auténtico beso.

—Mmm... —dijo la tía pensativa—. ¿Había alguien más presente en ese momento?

—No, estábamos solos los dos.

—¿Qué llevabas puesto?

—Mi vestido azul y los zapatos que prefiero en tercer lugar, y en el pelo...

—No, no, quiero decir si llevabas alguna joya. ¿Lo recuerdas?

—Pues no... Solamente me había puesto el brazalete que me regalaste.

—¿El brazalete para revertir conjuros que te regalé cuando tenías cinco años?

—¿Para revertir conjuros, has dicho? ¡Yo creía que su única virtud es que brillaba en la oscuridad!

—No, no. Es un brazalete mágico. Te lo di cuando eras niña para protegerte. Si una bruja trataba de lanzarte un conjuro, éste recaería sobre ella. Claro, si lo llevabas puesto cuando besaste a Eadric...

—Sí —afirmé—, me lo había puesto.

—Pues ahí está la respuesta. Ese conjuro no iba dirigido a ti, ¿lo entiendes?

—O sea que cuando Eadric y yo nos besamos...

—...el brazalete revirtió el conjuro. En principio, el beso debía convertir a Eadric otra vez en humano, pero, en lugar de eso, ocurrió lo contrario y tú te convertiste en rana. No debería ser tan difícil de arreglar. Sólo tienes que ponerte el brazalete y besar a Eadric otra vez. Si lo haces, ambos os convertiréis de nuevo en humanos.

Tendría que haberme alegrado de conocer la causa de mi transformación, pero confiaba en que la solución fuera más sencilla. Así pues, al percatarme de que mi tía me observaba, fruncí el entrecejo y me puse a saltar alternando los pies.

—No habrás perdido el brazalete, ¿verdad, Emma? —preguntó.

—Más o menos —confesé a regañadientes—. Una nutria se lo llevó nadando mientras estábamos en el arroyo. Supongo que podríamos buscarla... A menos que tú puedas hacer algo al respecto. ¿No podrías deshacer el encantamiento con uno de tus conjuros?

—Podría, si yo hubiera encantado a Eadric. Pero, como no es así, tú eres la única que puede revertir el hechizo. Tal vez pueda ayudarte a encontrar a la nutria... Pareces preocupado, Eadric. ¿Te pasa algo?

—No, qué va. Es que cada vez que parece que seré de nuevo un príncipe surge algún contratiempo. Tal vez estoy destinado a ser un sapo el resto de mi vida.

—Si eso es lo que te apetece, adelante. Pero entonces Emma también seguirá siendo una rana. Ahora vuestros encantamientos están ligados el uno al otro. O seguís siendo sapo y rana, o bien os convertís ambos en humanos.

—Yo voto por ser humanos —dije, al recordar cuántas veces había estado a punto de morir siendo rana.

—Pues entonces yo también. —Eadric suspiró y se rascó la cabeza con una pata—. Aunque no sé si usted conocerá a alguien que quiera ir mañana al pantano, ¿o quizá sí?

—Yo misma os llevaré. ¡No todos los días puede una llevar a un príncipe y a una princesa metidos en una cesta!

Dieciséis

F
altaban tantas horas para el amanecer que decidimos descansar antes de encaminarnos hacia el pantano. Eadric roncaba ya en el cojín de una butaca cuando Grassina se agachó a darnos las buenas noches.

—Que duermas bien, Emma. Tal vez no sea tan sencillo encontrar el brazalete y quiero que estés despejada y vuelvas sana y salva a casa. Todavía no sé qué les contaré a tus padres.

—No les digas nada —insinué—. Hablaré con ellos cuando volvamos.

Yo misma no tenía ni idea de qué les diría, pero sabía que tendría que darles una larga explicación. No obstante, me alegró comprobar que la perspectiva de encararme con ellos no me ponía nerviosa como en otros tiempos.

—Muy bien —dijo Grassina, satisfecha—. Siempre pensé que tarde o temprano te harías cargo de tus cosas. Pero has de saber que tu madre te ha extrañado más de lo que crees; cuando se percató de que te habías ido, mandó a todo el mundo a buscarte. No es tan mala, ¿sabes? De hecho, cuando éramos jóvenes, todos decían que era muy buena chica, más que yo.

—A ti no te debió de hacer eso mucha gracia, ¿no?

—¡Pero era cierto! —comentó Grassina riendo por lo bajo—. Yo tenía el don de la magia y siempre andaba metiéndome en líos. Desde que éramos niñas, supimos quién de las dos lo tenía, aunque fue una injusticia para tu madre, claro, porque se perdió un montón de cosas. Pero, a la larga, yo también salí perdiendo, porque tu abuela (que me consideraba su hija preferida) rechazó a mi único pretendiente, ya que no le pareció digno de mí. En cambio, Chartreuse pudo elegir con quién casarse.

—¿O sea que mamá «escogió» a papá? Siempre creí que había sido una boda arreglada.

—Si fue apañada, ella misma la apañó.

—¿Y mamá te envidiaba?

—¡Claro! Después de todo, yo era la preferida. Creo que por eso es tan dura contigo, porque tú y yo nos parecemos mucho.

Nos despertamos varias veces, y la última fue justo antes del amanecer. Grassina puso en el suelo una cesta de mimbre acolchada con una pequeña tarta de fruta en el fondo.

—Sé que las ranas no suelen comer tarta de fruta, pero tal vez os entre hambre. Lo siento, pero se me han agotado los bichos.

Eadric saltó dentro de la cesta y le dio un lengüetazo a la tarta.

—¡Está buenísima! —anunció, y se aplicó a comerse el resto.

Yo me metí también en la cesta, pero estaba demasiado nerviosa para comer.

—¿No te parece genial, Eadric? —dije cuando Grassina nos levantó del suelo—. Encontraremos a la nutria, conseguiremos el brazalete, te daré el beso y estaremos de regreso a la hora de comer. O, como mucho, para la cena.

—Yo estaría un poco más tranquilo si ya fuéramos humanos —rezongó él.

Grassina bajó la escalera y atravesó el Gran Salón. Los perros estaban despiertos y reclamaban comida metiéndose entre las piernas de los sirvientes.
Bowser
se escabulló a toda prisa debajo de la mesa al ver a la tía, pero los otros tres mastines se acercaron a investigar. Empujaban la cesta con el hocico y gemían para que les permitiera asomarse dentro, porque los olores suculentos de la tarta, una rana y un sapo eran demasiadas tentaciones juntas. Grassina trató de espantarlos, pero la siguieron hasta la puerta. Me agazapé en el fondo de la cesta y cerré los ojos, como si no verlos supusiera una buena protección; en cambio, Eadric estaba tan atareado con la tarta que no se dio cuenta de nada.

Cuando salimos del jardín, le indiqué a mi tía cómo ir hasta el estanque donde había conocido a Eadric. Me asomé al borde de la cesta y eché una mirada mientras él seguía en el fondo, comiéndose la tarta. El lugar no había cambiado mucho desde la última vez que había estado allí: en el barro de la orilla había huellas de pato y una abeja reina había creado un nuevo panal en el árbol agujereado al otro lado del estanque. Visto desde lo alto, nada parecía grande ni amenazador; estaba convencida de que tendríamos suerte.

—A ver, ¿dónde os besasteis? —preguntó tía Grassina—. Hay que ser bastante precisos, así que tratad de recordarlo bien.

—Fue ahí —indiqué señalando el claro junto a la orilla.

—¿Estás segura? —inquirió Eadric asomándose al borde de la cesta.

—¡Claro que estoy segura! ¡Fue el primer beso de mi vida! Lo recuerdo perfectamente... Al menos hasta que todo se puso borroso.

—Bien, bien —dijo Grassina, y atrapó al vuelo a Eadric, que estuvo a punto de perder el equilibrio por culpa del botellín de aliento de dragón, que todavía llevaba atado sobre el lomo—. Estaos los dos quietos aquí; ahora trataremos de encontrar a la nutria.

Dejó la cesta encima de un tronco y sacó de su bolsa un objeto negro y reluciente, como una lámina con forma de hoja, que brillaba bajo el sol igual que las relucientes espadas de papá, aunque la luz centelleaba en ella por ambas caras y en todos sus puntiagudos bordes.

—¿Qué es eso? —pregunté.

Creía conocer casi todo el instrumental mágico de mi tía, pero jamás había visto aquel utensilio.

—Le hice un pequeño favor a un dragón cuando me fui de viaje la semana pasada y, en agradecimiento, me regaló una de sus escamas. Los dragones tienen un sentido infalible de la orientación, así que pensé que podría sernos útil. ¡Mirad!

La tía se plantó en el claro que yo había señalado y levantó la escama en alto.

Un brazalete de oro encantado

cayó en este lodazal.

Una nutria lo ha encontrado,

se lo ha llevado a su hogar.

La dueña del brazalete

lo quiere recuperar.

Ha venido en busca de la nutria.

Por favor, dinos dónde está.

La escama era negra como el carbón, pero en su interior brilló una luz, primero roja, luego azul, de nuevo azul y otra vez roja. Tía Grassina la metió en la cesta, la apoyó contra un lateral y me vi a mí misma reflejada en la reluciente superficie.

—Toma —me indicó—, pon tu mano sobre la escama. Eres la dueña del brazalete y a ti te dirá en qué dirección buscar.

El estómago me dio un brinco cuando levantó la cesta. Me aferré a ella para no perder el equilibrio y esperé a tener las patas bien plantadas antes de estirar la mano para tocar la escama. Ésta era negra como la noche más negra, del tamaño de la palma de la mano de papá y tan gruesa como su dedo pulgar; y de borde aserrado, salvo en una parte más roma. Me dije a mí misma que era una suerte no tener que alzarla yo, pues era tan resbaladiza que la habría dejado caer, o me habría cortado con el filo de los bordes.

—¿Qué hago ahora? —pregunté levantando la vista hacia Grassina.

—Esperar. La paciencia es una gran virtud, sobre todo a la hora de hacer magia. Ahora la escama está buscando a la nutria y pronto nos dirá hacia dónde debemos ir.

—¿Nos hablará? —preguntó Eadric pegando la oreja al centro de la escama.

—¡No, claro que no! —rió tía Grassina—. Nos lo dirá mediante los colores: si se pone roja querrá decir «caliente» y significará que llevamos el rumbo correcto; si se pone azul querrá decir «frío», y adoptará ese color si tomamos cualquier otra dirección. ¡Atentos, ya está reaccionando!

El brillo rojo había desaparecido; sólo lucía el color azul.

—Dice «frío», tía Grassina, así que no es por aquí. Date la vuelta en otra dirección.

—Caliente, frío, esto parece un juego de niños —rezongó Eadric—. Suponía que un dragón podría ayudarnos un poco más.

—¡Le hice un favor pequeño, como te dije! —aclaró Grassina sonriendo—. Además, con esto tenemos suficiente. ¿Y ahora, Emma?

Mi tía fue girando en redondo, pero el brillo siguió siendo azul. Sin embargo, cuando hubo dado tres cuartos de vuelta, el rojo titiló.

—¡Es por ahí, tía Grassina! ¡Vamos!

—¡Muy bien! ¡Adelante!

Se recogió la falda con una mano, se colgó la cesta del brazo y echó a andar.

—¿Usted misma nos llevará hasta donde está la nutria, tía Grassina? —preguntó Eadric tambaleándose en la cesta—. Es muy amable de su parte.

—No lo hago por amabilidad, sino porque no permitiré jamás que mi sobrina vuelva a pasearse sola por este pantano, después de lo que le pasó la última vez. Atenta a la escama, Emma. Dime cuándo tengo que cambiar de rumbo.

—Vas bien, tía Grassina. No, ¡espera!, por ahí no... Eso, un poco más a la izquierda.

Nunca he sabido calcular distancias, pero pronto comprendí que la nutria no estaba a un tiro de piedra. Grassina y yo continuamos trabajando en equipo, yéndonos de aquí para allá según la luz fuera roja o azul. De vez en cuando, la escama nos conducía hasta obstáculos infranqueables —charcas, lodazales e incluso un pozo sin fondo— y entonces teníamos que retroceder y buscar otra ruta, porque era imposible avanzar en línea recta. Para colmo, Grassina volvía sobre sus pasos cada vez que topábamos con un macizo de flores y no se quedaba tranquila hasta que las rodeábamos a una distancia prudencial.

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