La profecía del abad negro (13 page)

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Authors: José María Latorre

Tags: #Terror

BOOK: La profecía del abad negro
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—¿Le parece que nos marchemos? —le sugerí.

—Como quiera…, aunque todavía es pronto —repuso, consultando su reloj; por su tono, deduje que se sentía molesto.

De camino hacia el lugar donde estaba aparcado el automóvil, Angus Craig me preguntó si deseaba tomar una copa.

—No, lléveme a casa, por favor.

Me sentía decepcionada y tenía la impresión de haber estado perdiendo el tiempo, no por la cena —que había sido excelente—, ni por la conducta de Angus Craig —más respetuosa de lo que había insinuado malévolamente la profesora Parker—, sino porque no había sacado en claro nada más de lo que sabía, cuando había dado por supuesto lo contrario. Angus no volvió a hablar del abad negro. La única cosa que me dijo relacionada con los Fenton fue:

—Si esos chicos despiertan su simpatía a causa de su situación personal, le recomiendo que los trate como a los demás, sin favoritismos y sin prestarles excesiva atención. Eso evitará que se sientan diferentes; es lo mejor que puede hacer por ellos, créame. Y, si me permite otra recomendación, concéntrese en su trabajo en el Hampton…, esa va a ser su única realidad mientras trabaje en él.

Se despidió de mí dentro del coche, pero no lo hizo arrancar hasta que me vio traspasar la puerta del jardín y cerrarla luego a mis espaldas. Estuve unos minutos de pie, contemplando la niebla que me ceñía con su húmedo abrazo y escuchando cómo el ruido del motor del automóvil se iba haciendo más lejano, hasta desvanecerse del todo en el silencio de la noche. Verme sola entre la niebla, a punto de regresar a la soledad de aquella casa, me hizo recuperar el sentido de una realidad de la que me había evadido durante unas horas. Y, dijera lo que dijese el profesor Craig, esa realidad no estaba formada sólo por el Hampton College, sino también por las casas abandonadas, los hermanos Fenton, el viejo cementerio, la abadía y el abad negro: todo ello formaba parte de mi nuevo mundo, aunque algunos de sus componentes pertenecieran a un mundo antiguo.

Cuando noté que empezaba a coger frío eché a correr por el sendero hacia el porche. No sabía por qué me había demorado tanto en ir a buscar el calor de la casa, pero sí puedo decir que en el momento de hacerlo tuve la sensación de que no estaba sola. El silencio resultaba excesivo, forzado, irreal…, y creo que fue eso lo que me incitó a correr. En un primer momento pensé si no habría venido Camille Fenton para reclamarme el cuaderno de su antepasado y se encontraría en alguna parte del jardín esperando mi llegada. Aun así, no me volví a mirar hacia atrás.

Suspiré al entrar mientras me quitaba el abrigo. El efecto tranquilizador que podía haberme producido el hecho de salir a cenar fuera había durado bien poco: fue suficiente ver la niebla en el jardín y tener la sospecha de que estaba siendo espiada para que me olvidara por completo del profesor Angus Craig y de «La Vecchia Toscana», y volvieran a asomar mis miedos y recelos. Pero al menos estaba segura de que esa noche no iba a acercarme a la abadía, y de que no pensaba volver a hacerlo en tanto no hablara seriamente con los dos Fenton.

Tras cambiarme de ropa y consultar las noticias en el teletexto, desconecté el televisor, encendí fuego en la chimenea y puse en el reproductor portátil un compacto de Satie que poseía la virtud de relajarme. Con esa música como fondo estuve leyendo alrededor de una hora, desechando cualquier tentación de asomarme al porche y, menos todavía, de salir de casa y cruzar la carretera para ir
allí
. Aún me estremecía el recuerdo de la noche anterior.

Cuando los ecos del piano se diluyeron, fui a abrir la cama y no tardé ni diez minutos en acostarme, eludiendo tanto pensar en los temas que me preocupaban como mirar por la ventana del dormitorio… ¿Qué iba a ver, sino niebla? Curiosamente, y en contra de lo que era habitual en mí, tardé poco en quedarme dormida, a pesar de los pensamientos y las imágenes que bullían en mi mente insistiendo en que les prestara una atención que me empeñaba en no concederles.

Me despertó un crujido en el armario, semejante al que había oído la noche de mi llegada a la casa, y abrí los ojos en el momento en que la puerta se abría lentamente, con un chirrido. Sin levantar la cabeza de la almohada miré hacia allí. La puerta era una sombra más oscura entre las sombras que poblaban el dormitorio…,
una puerta que se abría a otro mundo
.

«¿Qué debo hacer?», me pregunté. «¿Levantarme para cerrarla o dejarla como está y seguir durmiendo?».

Aunque traté de invocar al sueño cerrando los ojos, de vez en cuando los abría para fijar mi mirada en aquella sombra hecha de madera, que hacía pensar en un muñeco monstruoso. Mi nerviosismo crecía por momentos y comprendí que no podía seguir ignorándola y que no volvería a dormir si no me levantaba a cerrarla. Di la luz, dispuesta a incorporarme. «Al fin y al cabo, sólo es un viejo mueble», me dije para infundirme ánimo. No obstante, me dirigí despacio hacia el armario, como si temiera descubrir en él algo que no deseaba encontrar.

Dentro no había más que algunas ropas mías.

Cerré la puerta y volví a acostarme, pero en el momento en que apagué la luz oí de nuevo un crujido en el armario, antes de que hubiera llegado a cerrar los ojos, y algo que había dicho durante la cena el profesor Craig se mezcló en mi mente con uno de mis recientes pensamientos:
«era casi de otro mundo…, una puerta que se abría a otro mundo»
. El mundo del abad negro…, tan lejano y, al mismo tiempo, tan próximo… Un mundo de horror en el que, sin haberlo conocido, me sentía atrapada igual que una mosca en una tela de araña. La puerta se abrió una vez más, aunque sin provocar ningún chirrido, y no pude evitar mirarla, atraída por ese movimiento en la oscuridad. Lo más probable era que, si me levantaba a cerrarla, volviera a abrirse y yo despertara de nuevo. Quizá sería mejor dejarla abierta toda la noche y, en el caso de que no lograra conciliar el sueño, evitaría mirar hacia allí; para calmarme, evocaría el contenido del armario: unos vestidos, un par de abrigos, pantalones, faldas, zapatos…

En esta ocasión me despertaron unos golpes en una de las ventanas, que se repetían con insistencia, una y otra vez. En cuanto me senté en el lecho y volvieron a repetirse, me di cuenta de que provenían de fuera del dormitorio. Me puse una bata encima y salí, no sin haber mirado con recelo el interior del armario. El fuego de la chimenea se había extinguido, dejando a cambio un ligero olor a madera quemada, y en lugar de dar la luz fui a asomarme a la ventana, pero mis ojos sólo percibieron la respuesta de una niebla que ocultaba todo cuanto no fuera ella misma, como si temiera mostrar lo que escondía. En ese instante, los golpes sonaron en la puerta. Eran las cinco y media de la mañana, una hora intempestiva para recibir una visita. Pensé en diversas posibilidades, mas todas me parecieron absurdas: Camille Fenton, para pedirme que le devolviera el cuaderno; Angus, para reprocharme que hubiera malogrado su cena y frustrado su plan de seducción; incluso pensé en Mrs. Gregson y en la profesora de Historia del Arte… No, no eran muchos los que en Stoney podían llamar a la puerta de mi casa.

Me serví de la mirilla para observar el exterior. La niebla, arremolinada cual un torbellino hediondo en torno a las flores muertas del jardín, llegaba hasta el porche y aparentemente no había nadie fuera. Lo mismo le había sucedido a Stanley Fenton mientras estaba consultando los libros de su amigo Shaverin en la casa de éste: había abierto la puerta al oír unos golpes y eso le permitió ver una sombra que se encaminaba hacia él. El abad negro… Ahora acababan de llamar a mi puerta. ¿Debía abrir? Lo hice, al recordar que el abad negro había dejado de existir a mediados del siglo diecinueve.

Alguien había dejado un libro en el suelo y, al recogerlo, vi que se trataba de una Biblia, lo cual me hizo pensar con cierto alivio que mi visitante nocturno no podía ser otro que el individuo de la estación.

—¡Chris! ¿Es usted? —grité—. ¿Pretende asustarme?

Apenas había acabado de formular al aire mi temerosa pregunta, me pareció distinguir una silueta oscura que se despegaba de entre la niebla y empezaba a moverse hacia mí y, sin esperar más, entré en la casa echando rápidamente el pestillo de la puerta. Me quedé apoyada contra la hoja de madera, notando en los oídos mis latidos, pero me aparté de ella en cuanto percibí al otro lado una respiración jadeante, casi un estertor, y corrí adonde estaba el teléfono, con la intención de llamar a la policía.

La prudencia me aconsejó no dar la luz y recurrí al encendedor para buscar en la guía el número de la policía. Estaba tan nerviosa que me temblaban las manos y por ello me costó encontrarlo. Cuando por fin di con él, después de pasar varias páginas sin recordar apenas lo que estaba buscando, al descolgar el auricular descubrí que no había línea. El teléfono estaba mudo. Entretanto, y pese a la distancia que mediaba entre la puerta de la casa y la mesa donde se hallaba el teléfono, seguía oyendo aquella respiración enfermiza, terrible… A través de la ventana vi pasar una sombra, una especie de relámpago oscuro en la silenciosa tormenta de la niebla. Hice un gran esfuerzo por no gritar. Mi angustia iba creciendo por segundos y, sólo por tener algo en las manos, cogí el ejemplar de la Biblia que había dejado en la mesa para poder telefonear con soltura, y me agaché.

Dejé pasar un rato en esa postura, temerosa de oír alguna rotura de cristales que me advirtiera de que el intruso estaba entrando en la casa por una de las ventanas, mas el silencio dominaba todo. Incluso había dejado de oír aquella respiración…, que bien podía haber sido la mía, angustiada. Para recuperar la calma, traté de razonar con la mayor lógica posible, diciéndome a mí misma que aquello debía de tener una explicación. Recordaba perfectamente que al volver de la cena con el profesor Angus Craig la Biblia no estaba en la puerta; si había sido Chris quien la había dejado allí mientras yo dormía, era más que probable que el intruso que me asustaba siguiera siendo él; quizá se proponía comunicarme algo y no se atrevía a hacerlo. No podía ser otro; sobre todo,
no podía ser el abad negro
. Sin embargo…, ¿por qué Camille y Geoffrey habían mostrado tanto miedo la noche anterior en la abadía? Y si el intruso era aquel individuo, Chris, ¿qué le había impulsado a dejarme una Biblia en la puerta de casa?, ¿qué pretendía con ello?

Abrí la Biblia. En una de las primeras páginas encontré una hoja de papel que, por lo que pude distinguir pese a la oscuridad en que se hallaba sumida la estancia, contenía unas líneas escritas a mano. Como creí que podía tratarse de un mensaje para mí, fui sigilosamente, en cuclillas, hasta el cuarto de baño, donde cerré la puerta y di la luz del espejo. La hoja estaba cortada y doblada con cuidado, y lo que leí me resultó familiar; enseguida recordé que era lo mismo que aquel hombre me había dicho en la estación:

«Guárdese de los lugares abandonados…, guárdese de todo lo que es viejo y blasfemo…, guárdese de los antiguos sepulcros sin lápida…, guárdese de lo que la tierra no quiere acoger en su seno…».

Más que a una cadena de advertencias, aquello se asemejaba a una oración o a una especie de antiguo conjuro protector; al menos se parecía a algo que había leído años atrás —si bien las palabras eran diferentes— en un raro libro sobre ocultismo, apariciones y demonolatría, obra de un húngaro experto en tales temas, Johann Szpàrek, en una tienda de antigüedades de Budapest. Y a poco que pensara en el sentido de las frases, no resultaba difícil encontrar una relación con mis preocupaciones: así, los lugares abandonados serían la vieja zona deshabitada y la abadía; los adjetivos «viejo» y «blasfemo» apuntaban a la figura del abad negro; los antiguos sepulcros sin lápida eran una referencia al cementerio de sepulturas sin nombre —quizá también a la propia tumba de aquel ser, que debía de estar en alguna parte de las entrañas de la abadía—; y lo que la tierra no quiere acoger en su seno era otra llamada de atención sobre el abad negro:
un muerto que se niega a estar muerto
. Todo aquello debía de haber perturbado a Chris hasta el extremo de hacerle refugiarse en la bebida o llevarle a perder la razón. ¿Sería eso lo que esperaba también a Camille y a Geoffrey Fenton…, lo que me esperaba a mí misma, obsesionarse hasta entrar paso a paso en el territorio de la locura?

«Dios mío, a esos chicos no…, es lo único que les faltaría, no se lo merecen», me dije.

Pero todo llevaba a pensar que se trataba de algo más que una obsesión enfermiza: el pánico de los dos hermanos, su apresurada huida del ámbito de la abadía, la figura oscura que merodeaba por el jardín de casa, una atmósfera que tenía algo de premonitoria, las insistentes advertencias de Chris…, y la profecía de aquel ser asegurando que la inocencia le devolvería la vida. La inocencia…, los dos adolescentes…, sí, no podía ser otra cosa: los hermanos Fenton podían ser el instrumento para que el abad negro volviera a vivir.

Otra vez estuve a punto de gritar. Si el grito murió en mi garganta antes de que yo hubiera llegado a proferirlo fue porque oí otro en el jardín. Reaccioné apagando la luz del cuarto de baño y cerrando la puerta para aislarme del resto de la casa. A aquel grito le siguió un pesado y largo silencio que, sin embargo, resultó más expresivo para mí que cualquier otro rumor procedente del jardín. Aunque no me hubiera equivocado y fuese Chris quien estaba merodeando, no cabía duda de que había alguien más en el exterior.

El sudor provocado por el nerviosismo me hacía tener las manos pegajosas. Eché un vistazo a mi reloj con la llama del encendedor: había transcurrido una hora desde que me despertaran los golpes en la ventana y, por primera vez en mi vida, lamenté no haber tenido nunca el menor interés por conocer los horarios exactos de la salida del sol en cada estación del año. La luz…, la protección contra las tinieblas. Por una parte, no podía salir mientras fuera de noche y, por otra, si no lo hacía, el tiempo que faltara hasta ese momento se me iba a hacer eterno dentro de casa.

Y eso sin contar con la posibilidad de que, mientras tanto,
el otro
entrara en ella.

Los golpes en la puerta se repitieron, pero sonaron a mis oídos de un modo distinto a los anteriores; si hubiera existido un lenguaje para identificarlos, yo habría dicho que los primeros habían sido una llamada, una petición, y los segundos, una orden: quien estaba llamando no pedía que le dejara entrar, sino que lo exigía. Mecánicamente eché el pestillo de la puerta y esperé a oír algo más.

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