—¿No tiene miedo de que el asesino pueda volver por aquí?
Negué con la cabeza.
—Se lo agradezco, pero no lo creo necesario —añadí, tratando de mostrar más convicción de la que realmente sentía.
Su expresión no se alteró.
—Como prefiera —dijo—. Sea la hora que fuere, no dude en llamarnos si ve u oye algo extraño, o recuerda un dato que pueda ser importante y ahora le haya pasado por alto. Daré orden en comisaría para que se preocupen de que la línea telefónica le sea restablecida cuanto antes… ¿Quiere que la llevemos a alguna parte o va a quedarse en casa?
—Si lo que pretende es saber si tengo la intención de ir a algún sitio, no, voy a quedarme aquí.
El inspector sonrió sin asomo de cordialidad e indicó a sus compañeros que podían marcharse. Volví a quedarme sola en el jardín. La niebla había cedido un poco y pude ver con nitidez todo cuanto me rodeaba, mas eso no bastó para tranquilizarme: aquel sitio me parecía cada vez menos familiar y más extraño y hostil. Fui hacia el porche sumida en un océano de confusión; aún no sabía explicarme por qué había hecho caso a Mrs. Gregson, callando lo concerniente a los Fenton y al abad negro, y sobre todo no podía encontrar la razón que me había llevado a rechazar la vigilancia —la protección— de un policía durante la noche. Quizá se debía a que, en el fondo, yo también deseaba evitar que Geoffrey y Camille pudieran verse afectados por la investigación policial, creyendo que ésta podría perjudicarles.
Después de tomar una ducha repasé detenidamente el ejemplar de la Biblia que me había dejado Chris, y lo cierto es que me decepcionó no hallar ninguna otra nota dentro del libro ni textos subrayados para llamar mi atención. Aquel hombre debía de haberla depositado ante la puerta de la casa porque debía de tener confianza en su poder para ahuyentar a los seres de las tinieblas. Probablemente, como protección contra el abad negro… En cuanto a la nota, había sido escrita con una letra bella y cuidada, que resultaba, cuando menos, sorprendente en un hombre sobre quien pesaba la fama de ser un borracho y un vagabundo, pero por más vueltas que le di no encontré otra explicación que la misma que se me había ocurrido al leerla por primera vez: una advertencia del peligro que representaban la zona muerta, el viejo cementerio, la abadía abandonada y el abad negro.
No tenía ganas de leer ni de escuchar música y me tumbé vestida mirando al techo. Cuanto más reflexionaba sobre lo sucedido, tanto más desconcertada me sentía, hasta el punto de que enseguida me asaltó un dolor de cabeza. Y como había dormido mal por la noche, poco a poco fui cayendo en brazos del sueño, víctima de un sopor de plomo que no me deparó ningún sueño.
Desperté pasadas las cuatro, todavía dolorida. Me preparé algo de comida, no por apetito, sino porque quería tomar un analgésico y, para ello, no debía tener el estómago vacío; después de comprobar que el teléfono seguía sin línea, pasé la tarde leyendo y corrigiendo en silencio mis apuntes.
La noche me sorprendió en mi mesa de despacho, en medio de una quietud que apenas se diferenciaba en leves matices de la que había reinado la noche anterior. Al mirar por la ventana, vi que la niebla se había disipado del todo y que el jardín estaba quieto y envuelto por las sombras. El mutismo de la línea telefónica empezaba a inquietarme, pues me repugnaba la idea de pasar otra noche aislada en la casa y con el crimen todavía reciente, y ya lamentaba no haber aceptado el ofrecimiento del inspector. Por ello, volví a comprobar el estado de la línea. Me sobresaltó el sonido del teléfono en el preciso momento en que mi mano se posaba sobre el auricular, y tardé un poco en contestar. Era Mrs. Gregson.
—Buenas noches, miss Boyle, celebro que ya tenga reparada la línea… Puse énfasis en que lo hicieran a lo largo del día.
—Sí, al menos el teléfono funciona. Si llama para preguntarme cómo me ha ido con la policía, puede quedarse tranquila: no he hablado de los hermanos Fenton ni del abad negro —dije con frialdad.
—Querida, no la he llamado por ese motivo. Quería comprobar si respondía al teléfono…, aunque en realidad me gustaría hablar con usted de lo que está sucediendo…, si tiene tiempo, claro está.
—La escucho.
—No son cosas para tratarlas así, a distancia. Sé que lo que le voy a pedir es inhabitual, pero dada la excepcionalidad de los acontecimientos… —se calló y oí su respiración; incluso me sentía capaz de ver su expresión avinagrada—, ¿le importaría venir al Hampton para hablar conmigo? Estoy todavía en mi despacho, también excepcionalmente… Se sale de lo normal, pero, créame, me gustaría hablar con usted sin las premuras de las clases y sin que haya cerca profesores y alumnos, y teniendo en cuenta que esta mañana no ha impartido sus clases…
—Conozco mis obligaciones y tengo la intención de recuperar las horas que he perdido.
—No hará falta, no somos tan estrictos. Había para ello una razón de peso y no será necesario que recupere nada… Un momento…, ¿qué es eso? Acabo de oír algo por abajo… Dese prisa, la espero.
—De acuerdo, estaré ahí en menos de media hora —dije.
No me hice demasiadas preguntas sobre lo que la directora querría tratar conmigo; quizá no sería otra cosa que explicarme la situación familiar de los hermanos Fenton para justificar de esa manera su petición de que no mencionara sus nombres a la policía; podría ser que tuviera mala conciencia… Desconecté el ordenador, me puse el abrigo y salí. En lugar de la niebla había un cielo cubierto que amenazaba con una lluvia inminente, y una cadena de relámpagos cambió durante unos segundos el color de las nubes, inundando de matices violetas el paisaje, a los cuales siguió un trueno. Atravesé el jardín sin dejar de mirar con recelo en torno mío y gané la solitaria carretera. Desde lejos vi parpadear la bombilla del porche del Hampton College. ¿Cuántas bombillas se fundirían cada semana en ese lugar? «¿Por qué demonios no encargan a un experto electricista que se preocupe de dejar bien de una vez la instalación?», me pregunté.
Me detuve antes de llegar, poseída por un repentino malestar que surgió en mí con el apagón definitivo de la bombilla. Contemplé el porche sin luz, el sombrío edificio y sus cerradas ventanas negras, y reparé en que no había dado importancia a las últimas palabras de la directora a propósito de algo que le había llamado la atención mientras hablaba conmigo, lo cual, dado lo que estaba sucediendo, merecía ser tenido en cuenta. Eso no significaba que me arrepintiera de haber salido de casa para ir al Hampton, pero había en el aire algo impreciso que impedía que siguiera avanzando. Miré una vez más la oscura masa del colegio… Si había llegado allí no era para quedarme fuera; además, un nuevo relámpago añadió unos colores espectrales a la negrura de la noche: parecía que iba a empezar a llover de un momento a otro y estaría mejor dentro del Hampton que fuera.
Seguí andando hasta que mis pies se posaron sobre la escalera.
¿Qué es eso? Acabo de oír algo por abajo
, había dicho la directora…
Acabo de oír algo…
Y yo había colgado el teléfono sin darle importancia. Sin embargo, desde allí no se oía nada, y tampoco percibí ningún rumor cuando me situé ante la puerta de entrada. De noche, el Hampton constituía la antítesis del bullicioso lugar que yo conocía de día; incluso no oía el sonido de mis propios pasos, como si el suelo dispusiera de una mullida alfombra protectora. Me disponía a llamar al timbre, dando por supuesto que Higgins, el vigilante, mantendría la puerta cerrada, pero la empujé y cedió.
El vestíbulo estaba dominado por una oscuridad uniforme, y la luz no llegó cuando pulsé el interruptor. Me extrañaba que el vigilante no hiciera acto de presencia, porque el muelle de la puerta había cerrado ésta con fuerza, provocando un ruido estrepitoso. ¿Era posible que cualquiera pudiese entrar durante la noche en el Hampton sin que Dick Higgins acudiera a ver de quién se trataba? «Cualquiera puede entrar…, cualquiera… —me dije—, también el abad negro». Tampoco veía por ninguna parte a Mrs. Gregson, pero su ausencia me extrañaba menos, porque había dicho que me esperaría en su despacho. Lo anormal, sin embargo, no era eso, sino que el vestíbulo estaba impregnado por un hedor semejante al de la mefítica niebla, como si ésta se hubiera introducido por todas las grietas del edificio y lo hubiese dejado como una señal de su paso antes de desvanecerse.
Me dirigí hacia la escalera, sin poder evitar mirar a mi alrededor, temerosa de ver una sombra despegándose de entre la espesa oscuridad del vestíbulo, y en cuanto llegué al primer peldaño empecé a subir con firmeza. No había luz allí ni en el corredor donde se encontraban las aulas y el despacho de Mrs. Gregson. ¿Sería posible que estuviera esperando a oscuras?
—¡Soy Ada Boyle! —dije en voz alta.
Sólo recibí la respuesta del silencio. Avancé con decisión por el pasillo hasta llegar al despacho de la directora, cuya puerta se hallaba entornada. Dentro no había sino oscuridad, lo cual me hizo pensar que tal vez había acontecido algo de suma importancia que había obligado a Mrs. Gregson a marcharse sin esperar mi llegada.
Mi mano buscó en la pared el interruptor de la luz del despacho. Fue inútil que lo pulsara con el afán de quien necesita con urgencia disponer de luz. En cuanto entré me di cuenta de que había algo anormal en la estancia, y cuando mis ojos se habituaron a la oscuridad vi a la directora en su sillón, inmóvil, con la cabeza caída sobre la mesa y los brazos colgando desmayadamente a ambos lados, como los de una muñeca descoyuntada. Parecía estar muerta. Para asegurarme de ello, saqué el encendedor y gracias a él pude ver manchas de sangre en el suelo y en la mesa. El corazón me latía con violencia mientras me acercaba a Mrs. Gregson con el fin de comprobar si aún quedaba en ella un soplo de vida, y lancé un grito de horror cuando, al mover su cabeza hacia mí, descubrí la mirada de unos ojos vacíos. Una pincelada violácea alteró la uniforme negrura que se advertía al otro lado de la ventana y, unos segundos después, un trueno hizo vibrar los cristales.
En esos momentos, poseída como estaba por el pánico, me sentía incapaz de razonar. Salí precipitadamente del despacho llevándome las manos a la boca para ahogar un vómito y no seguir gritando, y eché a correr hacia la escalera, envuelta por la funesta oscuridad del pasillo, que se encargaba de duplicar los rincones negros y hacerlos más tenebrosos. Era la segunda vez en el mismo día que me hallaba ante un cadáver al que le habían arrancado los ojos, y mi único pensamiento fue que debía abandonar aquel lugar cuanto antes e ir a refugiarme a casa. ¿Adónde podía ir si no, sola y en un sitio tan aislado? Ni siquiera buscaba un responsable para semejante atrocidad —que no podía ser obra de un ser humano—, ni me cuestionaba la idea de que la casa fuera tan segura como creía, ni tampoco se me ocurrió ir en busca del portero para recabar su ayuda: sólo quería salir de ese lugar de muerte, huir de la visión de aquellas cuencas vacías, olvidar las últimas palabras que había oído pronunciar a Mrs. Gregson:
¿Qué es eso? Acabo de oír algo por abajo…
Aunque no me había fijado el propósito de buscar a Higgins, lo encontré al llegar al nacimiento de la escalera, en un rincón a la derecha del hueco. Antes no había reparado en él y ahora, sin embargo, parecía reclamar mi atención. Yacía boca arriba en el suelo, en una postura grotesca, como otro muñeco roto, y le faltaban los ojos, igual que a Mrs. Gregson y a Chris. Esta vez la visión no me hizo gritar, quizá porque el impacto emocional que me había producido el hallazgo del cadáver de la directora me había dejado sin aliento. Las únicas personas que debía de haber en el Hampton a esas horas habían muerto, y yo me encontraba sola con ellas. Pero… ¿realmente estaba sola?
Ya no pude hacerme otras preguntas porque, en el preciso momento en que me disponía a salir al vestíbulo vi una figura negra y alta, erguida ante la puerta de entrada al colegio en actitud de espera. El hedor se había hecho más intenso. Me quedé mirando, horrorizada, la figura que impedía el paso y, entonces sí, proferí un alarido al ver cómo se elevaba unos palmos del suelo. Las palabras
abad negro
se impusieron una y otra vez en mi mente al ver levitar a aquella figura negra. Retrocedí hasta alcanzar la escalera y subí los peldaños de dos en dos oyendo detrás de mí un gorgoteo gutural y una respiración silbante, dificultosa. Un trueno ahogó el sonido de mis jadeos.
En cuanto llegué de nuevo al corredor, busqué desesperadamente un lugar donde ocultarme, rechazando la oferta que significaba la puerta abierta del despacho de Mrs. Gregson, pues no sólo no me sentía capaz de compartir la estancia con un cadáver sin ojos, sino que era consciente de que el abad negro había estado antes en ella.
Entré en la primera aula que vi abierta y cerré la puerta con un fuerte golpe, sin olvidarme de echar el pestillo. La hoja de madera no daba la impresión de ser muy resistente, y por eso arrastré un par de pupitres hasta ella formando una especie de parapeto protector. El abad negro golpeó en la puerta cuando estaba colocando el segundo. Sus golpes eran tan fuertes que casi provocaban aturdimiento, como el rumor del oleaje en el oído de un náufrago extenuado. Todavía peores que los golpes eran el gorgoteo gutural y el sonido de su respiración. Una de sus manos enguantadas abrió una brecha en la puerta y asomó por ella engarfiándose en el aire, y comprendí que si seguía golpeando de esa forma no tardaría en entrar. Y yo no tenía otra posibilidad de salir de allí que no fuera a través de la ventana.
Los golpes que aquel ser monstruoso estaba dando sin interrupción en la puerta del aula y los crujidos de la madera, que amenazaba con ceder para permitirle la entrada, no me dejaron otra opción: fui a abrir la ventana. Unas ráfagas de viento me trajeron el olor de la tormenta, superpuesto al hedor de la atmósfera. Apenas dispuse de tiempo para comprobar que la cornisa que rodeaba al edificio por debajo de las ventanas era lo bastante ancha para permitirme caminar por ella. Evitando mirar abajo, me encaramé al alféizar y salí en el momento en que un estrépito indicó que la puerta había cedido a las embestidas del abad negro.
En cuanto me alejé de la ventana, unas gotas de lluvia fría como el hielo me salpicaron al rostro, pero también advertí una presencia en el hueco por el cual yo había salido del aula. El abad estaba asomado allí. La visión resultaba tan sobrecogedora que, pese al vértigo que sentía, traté de eludirla avanzando con rapidez de espaldas a él. Casi prefería morir cayendo de la cornisa que en manos de aquel ser. La lluvia comenzaba a ser intensa y la humedad me hacía resbalar, por lo que mis intentos de alejarme deprisa fueron tan vanos como los que hice por dejar de mirarle.