La puerta oscura. Requiem (48 page)

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Authors: David Lozano Garbala

BOOK: La puerta oscura. Requiem
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Bernard y Suzanne observaron lo que iba cayendo: una mochila, linternas, sus móviles, la katana, ristras de ajos, varios frascos de cristal, un crucifijo. Incluso una estaca de madera que Marcel llevaba por si, en el peor de los casos, descubrían que Jules ya había completado su proceso vampírico.

—¿Me toma por imbécil? —Justin se dirigía al forense—. ¿Y su pistola?

El Guardián llevó sin prisa una mano a su axila.

—Con cuidado —advirtió el chico, apuntándole a la cabeza—. No haga ninguna tontería. Todos estamos nerviosos…

Marcel obedeció a regañadientes y fue sacando de su cartuchera el arma, que depositó en el suelo. Suzanne lo recogió todo.

Michelle sudaba copiosamente. Ella, contando con que no sospecharían que iba armada, continuaba teniendo su pistola bajo la ropa. Si los registraban…

Los cinco mantenían semblantes herméticos.

—Bernard —dijo Justin, como adivinando los pensamientos de su prisionera—, comprueba que nuestro amigo no se ha guardado nada. No me fío.

El gigante, exhibiendo un enorme machete entre las manos, se apresuró a obedecer. Mientras, el rubio se aproximó hasta Michelle, a quien había pasado a apuntar ahora.

El cilindro del silenciador apuntaba al corazón de la muchacha.

—Y tú, ¿guardas algo, pequeña?

En el tono de su voz y en sus ojos, Michelle detectó una alarmante lascivia. Contuvo la respiración. ¿Podía empeorar la situación?

Al menos, las sucias intenciones de Justin le llevaron a subestimarla, y no se planteó en serio que la chica supusiera una amenaza.

Tras ellos, Suzanne procuraba reprimir su ira ante el comportamiento de Justin, que empezaba a repugnarla. ¿Acaso se creía el dueño de todos? ¿Cómo tenía el valor, además, de comportarse así delante de ella?

Justin, centrado en su víctima, comenzaba a pasar su mano desarmada por el cuerpo de Michelle, deslizándola juguetón por un costado hasta alcanzar su cintura. Ella detuvo aquellos dedos con firmeza.

—Pasa de mí, tío —le espetó, insolente, sin bajar los ojos—. O te llevarás un rodillazo en los huevos. Pregunta a tu colega, que ya lo ha experimentado.

Bernard, al escuchar aquellas palabras, emitió un gruñido de rabia.

—Me gustan las chicas duras, ¿sabes? —se limitó a comentar Justin, a punto de reanudar la inspección corporal de su prisionera, pero sin decidirse a hacerlo.

Marcel no aguantó más y dio un paso hacia ellos, a pesar del filo del machete de Bernard, que rozaba su cuello.

—Justin, aléjate de ella —advirtió, con una inflexión tan amenazadora que impresionó incluso a Michelle—. O te buscaré cuando todo esto acabe y te arrepentirás.

El aludido le miró, divertido.

—¿Estás seguro de que podrás hacerlo?

Capítulo 30

—Ya me has oído, Justin. Apártate de ella.

Marcel, muy erguido, no alteraba la súbita agresividad de su semblante, aunque no podía aproximarse más por la barrera que suponía el grandullón que lo inmovilizaba. Bernard lo contenía con la hoja del machete presionando su garganta.

Cualquier movimiento brusco por parte del Guardián provocaría que el gigante lo degollase.

Las circunstancias, desde luego, no mejoraban. Simplemente, se habían detenido en un punto a partir del cual se abrían diferentes posibilidades. Todavía podía pasar de todo, y los cinco parecían intuirlo, lo que se traducía en una parálisis general.

Y es que todos temían perder el control de la situación y que el enfrentamiento desembocara en actuaciones irreversibles. La guerra continuaba, a pesar de la inferioridad de condiciones en que se encontraban Marcel y Michelle.

Justin, desde su posición junto a la chica, persistía de todos modos en mantener su sonrisa de suficiencia, aunque se trataba de un gesto que había perdido naturalidad. A su espalda, además, intuía la mirada desaprobadora de Suzanne, lo que no contribuía a afianzar su impresión de poder.

No, el rubio ya no se sentía tan seguro. Pasó a observar a Michelle, cuyos ojos conservaban su actitud desafiante. Le admiró no haber conseguido provocar en ella ningún atisbo de miedo. ¿Cómo era posible semejante aplomo a esa edad? Ignoraba lo mucho que ya había sufrido Michelle, y todo lo que —más allá de su propia vida— todavía había en juego.

Los cazavampiros, para Marcel y ella, constituían una mera anécdota a pesar de su inesperada capacidad de inmiscuirse.

Justin apoyó el cañón de la pistola en la barbilla de Michelle mientras acercaba su rostro al de ella.

—No estás tan buena, ¿sabes?

Michelle ni pestañeó; se limitó a sostener su mirada con insultante indiferencia, una pose destinada no solo a ocultar el asco que sentía por aquel individuo, sino también la angustia que le provocaba el arma escondida bajo su ropa. Había faltado muy poco para que Justin notara el pequeño bulto de la pistola en torno a su cintura. Aún podía hacerlo.

«Joder con esta tía», pensaba él mientras tanto. «Es fría como el hielo».

Se separó muy lentamente. Solo entonces se permitió Michelle un leve suspiro.

La tensión seguía dominando el ambiente. A muy poca distancia, el monovolumen permanecía quieto y silencioso. ¿Qué estaría sucediendo en su interior?

Pronto lo averiguarían…

El rubio se dirigió al gigante sin dejar de apuntar con el arma a sus contrincantes en la caza del monstruo.

—Bernard, ¿ocultaba algo el doctor?

—Ahora está limpio. Le he encontrado esto.

Le tendió a Justin un pequeño mando a distancia, que el otro estudió con detenimiento.

—Doctor Laville —empezó—, ¿me va a explicar por qué nos había ocultado algo tan inofensivo? ¿Qué es?

Marcel se arrepentía ahora de no haber aprovechado para pulsar el botón que levantaba la compuerta trasera del mono-volumen, una maniobra que habría permitido escapar a Jules de aquellos locos. Pero se había resistido a hacerlo antes de agotar todas las posibilidades porque, en el fondo, la fuga del chico implicaba al mismo tiempo su sentencia: si lo perdían esa noche, ya no habría margen para encontrarlo antes de que el proceso vampírico se completase.

Y Marcel no sabía cuál de las dos perspectivas era peor.

—Es el mando que controla el bloqueo del monovolumen —aclaró, apático—. El que hemos utilizado para dejar encerrado a… nuestro visitante.

—Habrá que tener cuidado con este aparato, entonces —contestó Justin, guardando en uno de sus bolsillos la pequeña pieza—. No vayamos a dejarlo escapar, ¿verdad?

Ahora que se había superado el momento crítico, Suzanne, algo más atrás, asistía a su propio conflicto interno. Se sintió fatal por no haber reaccionado cuando aún era imprevisible hasta dónde estaba dispuesto a llegar Justin en su oscuro acercamiento a la adolescente. ¿Qué habría pasado si no se hubiese detenido? ¿Se habría limitado Suzanne a desempeñar su patético papel de testigo, sin osar entrometerse, mientras Justin consumaba su abuso sobre la chica? La suciedad de todo aquello la salpicaba.

¿Hasta ese lamentable nivel de sometimiento se había dejado conducir durante años?

Se hallaba inmersa en la peor noche de su vida. Y solo ahora descubría que Justin era capaz de cualquier cosa. ¿Cómo había estado tan ciega? Enamorada de él, lo había idealizado.

Aquel hombre la había arrastrado hasta allí. Y lo peor era que la pesadilla todavía no había terminado.

—¿Seguro que no hay algo que te pueda ofrecer a cambio de que olvides lo que hay en el monovolumen? —volvió a intentar el forense, suavizando la voz.

La vía de la negociación no se había agotado.

—Doctor Laville —Justin jugueteaba con su pistola—, tanto interés por su parte, y tanto secreto. Pero ¿qué coño pasa aquí? Puedo intuir de dónde ha salido esa criatura, pero… ¿de qué modo está implicado usted? ¿Y qué pintan los chicos que le acompañan? Tal vez si me explicara en lo que anda metido…

Justin ardía en deseos de acabar con el vampiro; aquella conversación de madrugada en pleno cementerio empezaba a incomodarle. Sin embargo, sabía que en cuanto matasen a la criatura perdería la posibilidad de enterarse de lo que se ocultaba tras su existencia.

Y eso también le interesaba.

Tenía que conseguir aquellos datos en ese lapso de tiempo, en ese pulso que ahora mantenían y que hacía concebir al médico unas esperanzas que Justin se encargaría de destruir.

Marcel y Michelle, mientras tanto, intercambiaban miradas indecisas. Nada podía garantizar que Justin cediera, pero quizá si contemplaba la alternativa de que la criatura que habían apresado esa noche no era completamente inhumana, resultase factible negociar con él.

A fin de cuentas, lo que buscaba aquel grupo de fanáticos eran vampiros puros. Y Jules no era sino una víctima más del verdadero monstruo, un ser perverso ejecutado ya conforme a rituales ancestrales.

Bernard aprovechó esos instantes de titubeo para alejar el machete del cuello de Marcel. El Guardián lo agradeció para sus adentros, pues ganaba capacidad de maniobra.

—¿Nos lo va a contar o no? —Justin se impacientaba.

—Hablar no va a empeorar las cosas —intervino entonces Suzanne, adelantándose—. Hágalo.

Justin pareció contento de la intervención de ella. Aguardó a ver si alguno de los dos prisioneros se decidía, por fin, a compartir el secreto.

Suzanne, las manos ocupadas con los objetos de los que se habían desprendido los prisioneros, se esforzaba por disimular su curiosidad, auténtico detonante de las palabras que acababa de pronunciar. Y es que, antes de continuar, necesitaba conocer la naturaleza del ser capturado. Aspiraba a que aquella información le permitiese entender los episodios anteriores que no cuadraban en torno al comportamiento del monstruo.

Antes de proceder a eliminar al vampiro, tenía que superar su incertidumbre. No participaría en su sacrificio si no estaba convencida, por muy agresivo que se pusiera Justin.

—De acuerdo —aceptó Michelle, poco después, tras orientar sus pupilas hacia Marcel una última vez—. Hablaremos.

Lo que había convencido a la chica eran los ojos ávidos de Justin, que no hacían más que dirigirse hacia el Chrysler. Disponían de poco tiempo antes de que esos fanáticos se lanzaran contra Jules. Michelle se dio cuenta. Y había que evitarlo a toda costa.

Al final, la propia estrategia del forense había dejado indefenso al chico frente a sus potenciales asesinos.

* * *

Pascal y Dominique empujaron la puerta forzada y surgieron de un salto en medio del callejón. La persona que se aproximaba, un anciano canoso de extrema delgadez y rostro enjuto, apenas tuvo tiempo de dar un respingo antes de encontrarse cara a cara con aquellos extranjeros que se abalanzaban sobre él.

—Ni una palabra —le susurró Pascal al viejo, que había encogido su cuerpecillo huesudo, mientras Dominique se colocaba junto a la víctima y apoyaba el filo de la espada romana en su pecho.

El anciano, aterrorizado, no hacía más que asentir repitiendo hasta la saciedad el ruego de que lo dejaran marchar.

—¡Cállese! —insistió el Viajero, pendiente de los alrededores.

—Rápido, Pascal —Dominique no dejaba de mirar hacia el cielo, como si ya pudiese distinguir la amenazadora silueta del
Enola Gay
—. ¿Hacia dónde tenemos que ir?

Pascal consultó la piedra transparente y alzó la vista para comprobar el rumbo.

—No hay duda —comunicó—. Tenemos que dirigirnos hacia el puente sobre el río.

El Viajero rezó por que la salida de esa época se encontrase cerca de allí. Y es que la piedra marcaba la dirección a seguir, pero no una distancia concreta.

—El… el puente Aioi —susurró el viejo, señalándolo—. Allí. Déjenme ir.

Ignoraron sus palabras y, sujetándole con fuerza, le hicieron comprender que a partir de ese momento debía limitarse a caminar a buen ritmo. Dominique, presa de la excitación, casi lo llevaba en volandas.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —quiso saber, embalado hacia la avenida que conducía al objetivo.

—Calculo que alrededor de unos veinticinco minutos antes de que todo esto se convierta en un infierno —Pascal se dio cuenta de lo rigurosa que había sido su comparación, y sintió un escalofrío.

Salieron del callejón y su avance fue pronto detectado por la gente que se movía en las inmediaciones. Sus ropas y sus facciones resultaban demasiado llamativas.

Se escucharon los primeros gritos, un lloriqueo infantil; algunos vehículos se detuvieron. La súbita aparición de aquellos dos jóvenes occidentales que arrastraban a un rehén corrió como la pólvora, quebrando la rutina de esa zona de la ciudad que despertaba. Los civiles se apartaban sin dejar de mirarlos, asustados, mientras que un grupo de soldados, percatándose de lo que ocurría, comenzó a correr hacia ellos gritando órdenes.

Ellos fingieron no escuchar nada, no entender.

Uno de aquellos militares que se aproximaban disparó al aire y varios adultos, al paso de los dos chicos, obligaron a un montón de niños a refugiarse dentro de una casa.

Todo el mundo se apartaba de su camino, atemorizado.

Pascal y Dominique se sintieron como apestados.

—Aquí somos los malos —observó Dominique, con la respiración entrecortada—. Me siento fatal haciendo esto. No estoy acostumbrado a dar miedo.

Se veía tan inocente a aquella gente…

El Viajero compartía esa percepción, pero las circunstancias solo habían dejado margen para ese último recurso. Se trataba de sobrevivir.

—Pronto nos habremos ido y todo esto será un simple recuerdo —animó a su amigo—. Por lo que más quieras, no te pares.

Sobrevivir. Lo que no haría ninguno de cuantos se hallaban cerca de ellos. Pascal contempló a varios niños, a otros chicos de su edad que avanzaban en bici algo más lejos, tal vez en dirección a la escuela… Incluso a una embarazada. Resultaba angustioso asumir que debían dejar que todas aquellas personas muriesen minutos después, y de una forma tan espantosa.

Por no hablar de las decenas de miles de heridos abrasados que quedarían mutilados de por vida, y de los que morirían en los meses próximos por los devastadores efectos de la radiación.

—Estamos en pleno epicentro de la explosión —pensó Pascal en voz alta—. Aquí no quedará nada en pie, todo será arrasado por la onda expansiva salvo la estructura del edificio de la cúpula. Qué masacre.

Faltaba muy poco para que aquel aire que respiraban estallase en llamas, generando tal calor que todo metal se derretiría. Los seres humanos atrapados en la zona cero se disolverían.

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