La puerta oscura. Requiem (52 page)

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Authors: David Lozano Garbala

BOOK: La puerta oscura. Requiem
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—A ver… —Mathieu, volviendo a su sitio, se puso a teclear a toda velocidad; si en efecto se trataba de un lugar famoso en los años veinte, seguro que venía algún dato sobre él.

—Aquí lo tengo —señaló, triunfal—. Debe de estar cerca del club, pues también se encuentra en la Séptima Avenida. En el cruce con la calle cincuenta y dos.

Edouard se acomodó en su silla, cerró los ojos y se indujo el trance mientras acariciaba la prenda de Pascal.

En el peor de los casos, si el médium no lograba localizar al Viajero, les aguardaba una insoportable incertidumbre, provocada por la ignorancia en torno a la razón por la que la comunicación no se había producido: podía deberse a una insuficiencia en la energía de Edouard, a que Pascal se encontrase en una situación comprometida que le impidiese responder… o a que tanto él como Dominique se hubiesen visto atrapados en la masacre nuclear de Hiroshima.

La última opción suponía su final definitivo… y el de Jules.

* * *

Suzanne gritó que no podían continuar con aquello y se abalanzó sobre Justin. Este, sorprendido ante la maniobra de la chica, perdió el equilibrio. Los dos cayeron al suelo y empezaron a rodar entre las tumbas, alejándose del camino en el que continuaba el monovolumen, mientras proferían gritos y se lanzaban golpes.

Marcel echó a correr hacia ellos tras hacer un gesto a Michelle, que aprovechó para sacar su pistola. Justo en ese momento, se oyó la detonación apagada de un arma dotada de silenciador, lo que coincidió con la súbita interrupción de la pelea.

Había sido un disparo.

Un disparo que tenía que proceder de la pistola de Justin.

¿Habría herido a alguien?

La respuesta a aquel interrogante no se hizo esperar: a los pocos segundos, el rubio se levantaba trabajosamente, sacudiéndose el polvo de la ropa al tiempo que apuntaba con su arma, que no había soltado en ningún momento, al forense. Marcel se había visto obligado a frenar en seco cuando ya casi estaba sobre ellos, pero no le importó. Su verdadera intención era distraer a Justin para que Michelle dispusiera de libertad de movimientos.

Y lo había conseguido.

Suzanne no reaccionaba, por el contrario. El cuerpo de la chica, inmóvil, se mantuvo en la posición contorsionada en la que el final de la lucha lo había dejado.

Estaba muerta, su rostro girado con los ojos abiertos y la boca en una tenue pose de suspiro. Michelle, que se había ido aproximando desde un lateral, distinguió en su pecho una mancha oscura que se iba extendiendo con la lentitud pastosa de la sangre.

Le costó comprender que contemplaba un cadáver. Tan solo hacía unos segundos estaba tan viva…

¿Por qué la bala no había alcanzado a ese cabrón fanático que continuaba en pie?

—Ahora sí te has caído con todo el equipo, chico —anunció el Guardián, con el semblante congestionado por la furia—. Has asesinado a tu compañera. Te la has cargado.

Justin, que aún no se había percatado de que Michelle, más atrás, portaba un arma, se permitió mantener su prepotencia:

—La mala suerte la habéis tenido vosotros —dijo—. Este… «contratiempo» me obliga a tomar otras medidas respecto a vosotros. No conviene dejar testigos…

A pesar de la amenaza implícita en aquellas palabras, ni el forense ni Michelle sintieron miedo. Y es que no podían creer lo que escuchaban. ¿Lo único que suponía para ese tipo haber matado a Suzanne era un mero contratiempo? Justin se estaba revelando como un auténtico psicópata, cuyos instintos, paradójicamente, salían a la luz bajo las circunstancias más sórdidas que pudieran concebirse.

Crimen y muerte dentro de un cementerio en plena noche.

—¡No te muevas ni un milímetro! —Michelle entraba en escena aprovechando un gesto de Justin, que había apartado por un instante el arma del forense—. ¡Y ahora tira la pistola, gilipollas!

El chico, sorprendido, se había quedado clavado en su postura. Veía por el rabillo del ojo el arma que la chica sostenía entre las manos con una inesperada firmeza y que, por primera vez, le hizo sentir que perdía el control de la situación.

Aquella impresión no le gustó. ¿De dónde había sacado ella esa pistola?

—Voy a volver a apuntar a tu amigo —advirtió disponiéndose a mover el brazo armado—. No serás capaz de disparar, guapa.

El forense había quedado en una posición demasiado expuesta: no tenía a su alcance ninguna tumba tras la que protegerse, y si echaba a correr, provocaría un peligroso tiroteo.

En esos instantes había que conducirse con suma cautela.

Michelle, mientras tanto, sufría tal presión en su interior que le parecía como si todo su cuerpo fuese a estallar en cualquier momento. El tacto con la pistola le quemaba en las manos de puro miedo, y a pesar de su pequeño tamaño, le pesaba cada vez más.

Pero luchaba por fingir, por camuflar su temor ante la dimensión de lo que había en juego, de lo que se iba a decidir en los próximos segundos en función de sus propias decisiones.

Tanta responsabilidad… Ni tan siquiera podía secarse el sudor que resbalaba por su frente.

«Si me avisa de lo que va a hacer, es que no tiene tan claro que yo no vaya a disparar», se dijo infundiéndose ánimo. «Al igual que yo aparento, él tampoco está tan seguro de sí mismo».

—Prueba, Justin —terminó contestando, sin dejarse amedrentar—. Pónmelo fácil; no sabes las ganas que tengo de pegarte un tiro.

Justin soltó una carcajada, aunque en ella se percibía una convicción cada vez más trémula.

—¿Has matado a alguien alguna vez, niña? Es algo que te perseguirá siempre…

—Bastante nos has perseguido tú ya —intervino Marcel—. A la menor duda, dispara, Michelle. El lo hará contra nosotros en cuanto pueda. No tendrá piedad.

Entonces Bernard, que empezaba a despertar, emitió un gemido que distrajo fugazmente a Michelle, lo que aprovechó Justin para alzar el brazo e intentar disparar al forense.

Capítulo 33

Pascal —sentado en el hueco de un portal, aún en la zona de Wall Street— despertó de su ensoñación de forma progresiva, mientras Dominique vigilaba los alrededores. Por suerte, nada había interrumpido aquella comunicación que había llegado al Viajero tan inesperada como dificultosamente. Más allá del primer aviso, que los había obligado a detenerse sin pérdida de tiempo en ese discreto rincón, había consistido en un diálogo salpicado de cortes e interferencias. No obstante, al final toda la información se había transmitido.

—Ya estoy preparado —avisó Pascal, levantándose—. Buenas y malas noticias de parte de Edouard y Mathieu.

Dominique frunció el entrecejo.

—Empieza por la mala.

—Todavía no han encontrado a Jules, aunque por lo visto tienen ya bastante clara la zona por la que se mueve.

—Más vale que espabilen. Si todo va bien —cruzó los dedos—, muy pronto estarás de regreso en el mundo de los vivos.

Pascal movió la cabeza hacia los lados.

—Que yo pueda llegar antes de que lo localicen no es un problema. Lo que complicaría la situación es que su proceso vampírico se completase. Todos tenemos que darnos prisa. Ellos, en encontrarlo; nosotros, en volver con la sangre de Lena.

Un retraso en cualquiera de los objetivos puede suponer la condena de Jules.

Dominique estuvo de acuerdo, aunque su amigo lo acababa de incluir en un retorno que, como muerto, no estaba a su alcance.

—¿Y la buena noticia?

—Mathieu ha averiguado el restaurante donde van a almorzar hoy Eleanor Ramsfield y Patrick Welsh.

—¡Genial! ¿Está lejos de aquí?

—Me temo que sí —el Viajero alzó la mirada hacia el cielo—. ¿Cuánto crees que falta para la hora de comer?

—Uf. No mucho. Pero vamos —lo cogió de un brazo, impaciente—. Después de lo de Hiroshima, he aprendido a pedir las cosas con muy poca educación.

Ambos salieron de aquella calle hasta un paseo mucho más amplio en el que circulaban bastantes vehículos. A pesar de la urgencia, no se olvidaban de estar atentos a las inmediaciones, pues en cualquier momento podía surgir una criatura maligna que hubiese detectado la apetitosa huella de un vivo entre tanto recuerdo de la muerte. Además, ya no disponían del vestuario robado que les habría permitido pasar más desapercibidos en aquella época —qué bien les hubieran venido ahora los sombreros y las gabardinas para ocultar el estilismo del siglo XXI— e, incluso en medio del clima convulso de la crisis bursátil, había gente que los seguía con la mirada.

—No sé si se habrán inventado ya los taxis —dijo Dominique—, pero da igual. Solo necesitamos un chófer.

—Pero ¿qué estás tramando?

—Ahora lo verás.

Dominique se fue fijando en los habitáculos de los coches que se detenían, hasta distinguir un Ford negro en cuyo interior solo iba el conductor.

—¡Ese nos interesa, vamos!

Pascal se dejó arrastrar; a fin de cuentas, no tenía otro plan que ofrecer y no podían perder ni un segundo.

—Tú pon mala cara, como si estuvieses enfermo.

—¿Qué? —Pascal no contaba con tener que fingir.

—¡Ya me has oído!

—Vale, vale —aceptó el Viajero a regañadientes.

El coche escogido por Dominique estaba a punto de arrancar, pero el chico no le dio oportunidad. Sin pensárselo dos veces, abrió la portezuela del copiloto y se asomó metiendo medio cuerpo… y la espada romana.

—Perdone, caballero —empezó, con la misma naturalidad que si llevara en las manos un llavero—. Tenemos una urgencia médica. ¿Sería tan amable de llevarnos?

El desconocido, asustado por la súbita intromisión, no podía apartar la mirada de aquella arma que exhibía el muchacho.

—Vamos a la Séptima con la cincuenta y dos —añadió, apartándose para que el señor pudiese ver el aspecto compungido de Pascal.

—Pero… —el tipo no parecía nada convencido. Tenía miedo, se movía intranquilo en su asiento. Incluso echó una fugaz ojeada por la ventanilla, como valorando si tenía escapatoria a aquella misteriosa encerrona que se le había tendido.

Lo que vio no debía de ofrecerle ninguna salida fiable, porque se mantuvo en su asiento, muy erguido, con una resignación pintada en el rostro que parecía decir: «¿Por qué me ha tocado a mí?».

—Es urgente —Dominique apoyó la espada en la tapicería, de un modo muy poco sutil—. Si no lo fuera, no se lo pediríamos. Mi amigo está muy mal.

Pascal admiró la inteligente desenvoltura de su amigo. En realidad, atemorizaba al conductor sin ni siquiera materializar ninguna amenaza; solo a través de una insinuación que resultaba ciertamente explícita.

No disponían de tiempo para delicadezas.

El hombre miró a los dos chicos. Las cosas estaban muy mal ya en la ciudad, y el número de pobres aumentaba sin descanso cada jornada. Procuró decidir si lo que ellos pretendían en realidad era atracarle.

—Está… está bien —aceptó por fin, intimidado por la presencia de esos jóvenes armados de apariencia tan extraña—. Subid.

* * *

A pesar de su reacción ágil, Justin no logró apretar el gatillo antes de que Michelle efectuase dos disparos, de los que uno sí consiguió alcanzarle en un hombro. El doloroso impacto provocó en el cuerpo del chico un movimiento brusco que le hizo errar el tiro contra Marcel (que se lanzó al suelo buscando el resguardo de alguna lápida) y perder a continuación su propia arma.

Tras aquel intento fallido, Justin no desperdició ni un segundo y, sujetándose el hombro herido, echó a correr por entre el cúmulo de tumbas que se abría junto al monovolumen, perdiéndose en una zona bastante oscura del cementerio.

Michelle no se molestó en seguirle ni en continuar disparando; por muy peligroso que fuese aquel tipo, no estaba dispuesta a cargar con el lastre de su muerte. Al fin y al cabo, ya no era necesario. El forense, desde su posición, cayó en la cuenta de que el rubio se llevaba consigo el mando a distancia que activaba y desactivaba la compuerta trasera del monovolumen, pero tampoco se trataba de algo esencial: el vehículo también contaba con un control para eso en el salpicadero, y lo prioritario ahora era trasladar a Jules antes de que amaneciera.

Bernard, alucinado, iba recuperando mientras tanto la consciencia, sin acabar de creerse lo que estaba viendo: Suzanne muerta, Justin huyendo, y aquella adolescente empuñando una pistola con la que ahora le apuntaba. Además, los martillazos de dolor que machacaban su cabeza herida no le ayudaban a pensar.

—No te muevas —le advirtió ella—. O te arrepentirás.

Marcel, ya de pie, se aproximó para registrarle. Solo portaba algunas armas blancas bañadas en plata, que le quitó.

El gigante lloriqueaba como un niño, aunque eso no ablandó ni al forense ni a Michelle. Ella no olvidaba el ataque sufrido a manos de ese hombretón. Disfrutó con cierto sadismo de aquella situación que le permitía tenerlo a su merced en una actitud tan patética.

Aun así, Bernard no dejaba de ser un infeliz de escasa inteligencia, muy manipulable, perfecta materia prima para las ínfulas autoritarias de gente como Justin. Lo había utilizado, nada más. Durante aquellos años había sido poco más que el chico de los recados para el grupo, la fuerza bruta.

El Guardián, empleando un pañuelo, acababa de recoger la pistola de Justin con sumo cuidado, para no borrar las huellas dactilares.

—Tu compañero ha matado a Suzanne —le comunicó—. Ahora es culpable de asesinato e iremos a por él. Con esta prueba —alzó el arma que había dejado caer el rubio al ser herido— no tiene ninguna posibilidad.

—No… no puede ser… —titubeaba Bernard, incrédulo, con una mano en la lesión de su cabeza—. Somos amigos…

—Justin no tiene amigos —confirmó Michelle con un gesto pétreo—. Solo siervos como vosotros. Gente estúpida que le ha seguido en su locura hasta el final.

El gigante no supo qué decir. Sencillamente, se veía superado por los acontecimientos.

—Ahora lárgate —le dijo Marcel—. Si te vuelvo a ver, te arrepentirás. Y escúchame —acercó su rostro al de él, clavándole sus ojos inquisitivos; el otro se encogió—. Todavía puedes salir de esta. Pero si te pillamos de nuevo con Justin, si te atreves a juntarte con él solo una vez más o cuentas a alguien cualquier detalle de lo que ha ocurrido aquí esta noche, serás acusado como cómplice de un asesinato. Y con esta evidencia —mostró por segunda vez la pistola del rubio—, te van a caer unos cuantos años de cárcel, chico. ¿Te has enterado?

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