La puta de Babilonia (3 page)

Read La puta de Babilonia Online

Authors: Fernando Vallejo

BOOK: La puta de Babilonia
13.83Mb size Format: txt, pdf, ePub

Muerto Inocencia III su cruzada pasó a Honorío III, luego a Gregorio IX (tío del futuro Alejandro IV y sobrino de Inocencio III, quien a su vez era sobrino de Clemente III) y luego a Inocencia IV. En la catedral de Saint Nazair mataron a doce mil. El obispo Folque de Tolosa en su obispado mató a diez mil. Y el arzobispo de Narbona mató a doscientos: los arrojó a una enorme hoguera que encendió en el
prat des cramats
, al pie del castillo de Montsegur. En Agen, en fin, quemaron a ochenta. ¿Tan sólo ochenta? ¿Acaso perdía fuerza la cruzada de los Inocencios? Sí, pero por escasez de materia combustible, no por falta de voluntad comburente. Dejaron a la civilización del Languedoc cual tabula rasa. ¡Adiós trovadores y juglares, a cantar en los coros celestiales! Adiós langue d'oc. Los calumniadores de oficio, que nunca faltan, dicen que durante esta cruzada la Iglesia mató a un millón. ¡Qué val Si acaso a cien mil. Cien mil que de todos modos se habrían muerto, ¿o me van a decir que después de ochocientos años seguirían vivos, por más albigenses que fueran? No, no se puede. La tierra gira, el sol se pone y todo se acaba.

Inútil cruzada esta de los albigenses en mi opinión, pues si esas buenas almas de Dios no se reproducían, los hubieran dejado tranquilos y ellos se hubieran acabado solos, como siglos después se acabaron los shakers: por omisión de la cópula reproductora, que es la causa de las causas de este desastre. Lo que sí quedó bien grabado para lo sucesivo en la mente del rebaño cerril —con hierro, fuego, sangre y olor a carne chamuscada— fue la lección de que al papa se le obedece, queramos o no. Y es que él no es el simple Vicario de Pedro, como se creía erradamente antaño, sino el Vicario del mismísimo Cristo, según el monje Hildebrando, alias Gregorio VII, descubrió. Este antecesor no muy lejano de nuestros Inocencios colocaba su casto y enjoyado pie sobre un cojín de raso y se lo hacía besar por todos: príncipes y lacayos, clérigos y campesinos, putas y damas. La cristiandad se convirtió entonces en un sumiso rebaño de podófilos (no "pedófilos", que es lo que es el padre Marcial Maciel, el fundador de los Legionarios de Cristo). Y sostenía el del casto pie que "el papa no podía ser juzgado por nadie". A lo cual bien podríamos agregar hoy día: "ni siquiera por Dios". Pues en efecto, después de dos milenios en que hemos visto desfilar a doscientos sesenta y tres de esos energúmenos ensotanados, ¿ha castigado el Altísimo a uno solo? Más ha castigado a Stalin y a Pol Pot...

Me gusta también de los albigenses su dignidad para morir. Practicaban el endura, que consistía en dejar de comer hasta que llegaba por ellos, silenciosa, callada, la Parca. Y según nos cuenta el cronista Vaux de Cernay, cuando el conde de Montfort montó su hoguera en Minerve no tuvo necesidad de forzar a los ciento cuarenta albigenses que allí quemó para que entraran en las llamas: ellos mismos lo hacían por su propio pie, orando, sin un lamento. Y entre el crepitar de la leña y un olor a carne chamuscada se iban yendo sus almitas puras rumbo a la nada de Dios, que no existe, lejos del infierno de este mundo.

¡Qué diferencia con el innoble fin de Wojtyla! Seguido hasta el umbral de la eternidad por la prensa carroñera, este vejete babeante, temblequeante, balbuciente, iba, venía, subía, bajaba, bendecía, pontificaba, cagaba, parrandeándose su pontificado de pe a pa. Y así lo vimos en el acto final de su farsa protagónica aferrándose a la vida y al poder como una ladilla insaciable al negro pubis de una puta. Que los que mató la Inquisición, decía, no habían sido tantos como afirmaban los enemigos de la Iglesia sino muchos menos. ¡Quién sabe cuántos creería este engendro que fueron los mártires del cristianismo cuando las persecuciones de los emperadores romanos! ¿Millones?

Cuál es el papa más ruin es cosa imposible de determinar en tanto no inventemos el aparatico que mida la ruindad del alma. Lo que sí se puede en cambio saber, pues lo podemos cuantificar, es cuál fue el más asesino y cuál el más dañino. El más asesino, el italiano Lotario da Segni, alias Inocencio III, quien con sus tres cruzadas (la de los albigenses, la cuarta contra los infieles y la de los niños) fue el que más mató o empujó a la muerte. Y el más dañino, el polaco Karol Wojtyla, alias Juan Pablo II, el máximo azuzador de la paridera, quien durante los veintiséis años de su pontificado, sin irle ni venirle, ayudó como nadie a aumentarle a la población del mundo dos mil millones que se dicen rápido pero que excretan mucho. Viajaba en jet privado y se sentía la voz de los pobres. ¡Y pensar que un día en México lo tuve a tiro de piedra! Pasó cagando bendiciones desde su papamóvil por la Avenida Insurgentes frente a mi casa. Polonia lo parió. Pero en vez de repudiarlo o venderlo a un circo, hizo del monstruo su hijo predilecto. ¡Malditos rusos que mataron a cien millones con su comunismo y no sirvieron ni para acabar con tan pernicioso país! Ante el Tribunal de la Historia desde aquí denuncio a Karol Wojtyla: que lo desentierren y lo juzguen como desenterró y juzgó el papa Esteban VII el justiciero al papa Formoso y que le corten los tres dedos de la su puta mano bendecidora, y así, mutilado y semi engullido por los gusanos (mis hermanos gusanos que ya llevan meses envenenándose con él) lo tiremos en procesión solemne al Tíber como una bomba sucia musulmana para que contamine a Roma la Puta, la babilónica. ¿Voy al supermercado? Gente. ¿Salgo a la calle? Gente. ¿Voy por la carretera? Gente. ¿Llego al aeropuerto? Gente. ¿Tomo el avión? Gente. ¿Me subo al Metro? Gente. Gente y más gente y más gente, por millones, por billones, por trillones, en las calles, en las autopistas, en los consultorios, en los hospitales, en los bancos, en las putas oficinas de Hacienda, arriba, abajo, atrás, adelante, y más y más y más, andando, circulando, respirando, contaminando, comiéndose a mis hermanos los pollos, a mis hermanas las vacas, a mis hermanos los corderos, a mis hermanos los cerdos, por sus fauces de carnívoros y wojtylesca mente excretándolos por sus carnívoros siesos. ¡Ay! Dizque un solo rebaño bajo un solo pastor. ¡Asesinos cagamierdas! Los ríos llevan su mierda al mar y mientras se derriten los polos y nos asfixiamos bajo un cielo de smog Wojtyla se pudre impune en la tumba. ¡Santo súbito! Que lo van a canonizar, pero siempre no. Su sucesor, el inquisidor Ratzinger, quiere pero no quiere con eso de que fue un protector de pedófilos como el padre Marcial Maciel. .. Eso le mancha su hoja de entrada al cielo.

Como su nombre lo indica, cruzada viene de cruz: de ese par de palos cruzados de los que la leyenda colgó a un loco. Sin contar la de los albigenses y la de los niños, hubo ocho, que se arrastran a lo largo de doscientos años durante los cuales los que las llevaron a cabo, los cruzados, el brazo armado del papado, mataron en camino, de paso, casi tantos cristianos y judíos como musulmanes, su blanco declarado. El pretexto era arrebatarles Palestina, la Tierra Santa, a los que usan babuchas, rezan prosternados con el culo al aire y creen que Alá es grande y Mahoma su profeta. La oculta y verdadera razón era el ansia insaciable de poder que nunca ha dejado vivir en paz a la Puta. Maquina aquí, maquina allá, intriga y manipula, corona y tumba príncipes, reyes, emperadores, prende hogueras, quema herejes, vende indulgencias y reliquias, calumnia y miente. Nunca pierde. Siempre se las arregla para salir ganando esta parásita.

—¿Y por qué santa esa tierra yerma de Palestina?

—Porque ahí nació, predicó y murió Jesús el carpintero: el hijo de una tal María que le puso los cuernos a un tal José con un tal Espíritu Santo.

—¿Y qué hacía el carpintero?

—Predicaba el Reino de Dios.

—No, quiero decir qué muebles hacía, fabricaba...

—¡Ah, qué sé yo! Ataúdes, cruces, jaulas, cajitas de madera para guardar huesos...

La primera cruzada la lanzó Urbano II (de soltero Oddone di Chatillon), un sobornador y bellaco de calibre menor pero que, plagiando a Mahoma quinientos años después de que la ideara este asesino, introdujo en Occidente la jihad o guerra santa, con la concomitante promesa del cielo para los que murieran en ella. Y he aquí el origen del gran negocio de las indulgencias que aunado a la venta de reliquias tan provechoso habría de serle a la Puta en los siglos venideros. Vendían astillas de la cruz de Cristo, púas de la corona de espinas, plumas del arcángel San Gabriel, prepucios del niño Jesús, sangre menstrual de la Virgen. Lanzada por Urbano desde Clermont-Ferrand en el corazón de Francia al grito de Deus vult (Dios lo quiere), que congregó una turba de cazadores de indulgencias provenientes de media Europa, y predicada por Pedro el Ermitaño (quien exhibía una carta de apoyo que Dios le había mandado a través de Cristo), Walter el Menesteroso y otros monjes vesánicos, esta primera cruzada fue un éxito de principio a fin. ¡Corrió sangre! Antes de salir de Europa rumbo a Tierra Santa, y a modo de calentamiento, las huestes del Crucificado se entrenaron matando judíos. Una turba guiada por Emich de Leisingen (al que le apareció milagrosamente una cruz en el pecho) quemó a los de Mainz y de Worms. Y otras guiadas por los curas Volkmar y Gottschalk masacraron a los de Praga y a los de Regensburg. Por Hungría, Yugoslavia y Bulgaria, países cristianos, pasó la horda vándala devastando campos y ciudades. En Zemum Pedro el Ermitaño mató a cuatro mil cristianos y luego quemó Belgrado. Y todo con la bendición de los obispos acompañantes. Una vez en Asia Menor, iban decapitando infieles por donde pasaban para después lanzar sus cabezas por sobre las murallas de las ciudades que sitiaban (como Nicea, Antioquía y Tiro) con el fin de desmoralizar a sus defensores, que les contestaban catapultándoles las cabezas de sus conciudadanos cristianos. Pero el apoteosis del horror fue en Jerusalén. A los sarracenos los torturaban durante días, los obligaban a saltar de las torres, los flechaban, los decapitaban. A los judíos que se refugiaron en la sinagoga los quemaron vivos. "Y en el templo de Salomón —escribe el cronista Raymond de Aguilers— la sangre les llegaba a los caballos hasta las bridas, justo y maravilloso castigo de Dios a los infieles". Los cadáveres de infieles y caballos se apilaban en las calles entre cabezas, manos y pies cercenados. Dos semanas antes de que los cruzados tomaran a Jerusalén murió Urbano, de suerte que no alcanzó a recibir la noticia. Dios, que es malo hasta con sus esbirros, lo privó de ese placer.

Desde el punto de vista de los crímenes de los caballeros cristianos, las otras siete cruzadas comparadas con la primera son peccata minuta. La segunda, predicada por San Bernardo de Claraval, fue un fracaso. La tercera, predicada por el arzobispo Guillermo de Tiro, otro, si bien en ella Ricardo Corazón de León masacró en Acre a tres mil y mandó rajar los cadáveres en busca de joyas por si se las hubieran tragado sus dueños para llevárselas a la eternidad. En la cuarta, lanzada por nuestro Inocencio III, les fue más bien: destruyeron a Zara, y a Constantinopla la saquearon e incendiaron. Dice el cronista Geoffrey Villehardouin que nunca desde la creación del mundo se había tomado tanto botín en una sola ciudad. Inocencio, ensoberbecido y feliz, le escribía al emperador griego diciéndole que "el juicio de Dios" había castigado a los suyos por negarse a entregarle la túnica inconsútil de Cristo. ¡Para qué querría este papa opulento dueño de medio mundo una túnica sin costuras toda lanceada! ¿Para venderla en reliquias milimétricas? La cuarta cruzada fue otro fracaso, la quinta otro, la sexta otro, y otros la séptima y la octava emprendidas por el San Luis Rey de Francia a quien Dios, cuyos designios son insondables, permitió que los mahometanos de Egipto lo tomaran preso en Mansur. Mediante el pago de un elevado rescate se salvó el santo, pero necio como pocos no escarmentó y reincidió y emprendió la octava cruzada, que le costó la vida. Dios, en castigo a su terquedad, le mandó esta vez una peste a su campamento en Túnez y lo mandó a su gloria. ¿Y qué hacía este santo rey en Egipto y Túnez, que están por fuera de Tierra Santa? Ah, pues conquistando otras tierritas para el Crucificado. Su fiesta se celebra el 25 de agosto, y se le reza así: "San Luis Rey de Francia, rey cruzado, no dejes que la obstinación perniciosa me lleve a cometer locuras y a reincidir en errores. Gracias y amén". Es el santo de los tercos, pero no sirve para un carajo. ¡Qué va a servir si ni siquiera se salvó a sí mismo!

Las anteriores ocho cruzadas son las de los mayores; ahora viene la de los niños, si bien stricto sensu ésta no se puede considerar cruzada pues no contó con la sanción del papa. Él, nuestro Inocencio, no la aprobó. Es más, la deploró y lloró su fracaso. Todo empezó cuando el pastorcito francés Stephen de Vandóme, siguiendo las órdenes de Cristo que se le aparecía en visiones, reclutó un ejército de cincuenta mil niños y adultos pobres y partió a la reconquista de la Tierra Santa. Alcanzó a llegar a París, donde el ejército se le desbandó. Otro niño, ahora alemán, Nicolás de Colonia, lo reemplazó entonces y en las tierras del Rhin y el Bajo Lorena reunió un ejército todavía mayor que el del francesito. En Maguncia desertaron los primeros niños, pero el resto cruzó los Alpes y pasó a Italia, donde la banda se siguió desintegrando: unos tomaron hacia Venecia, otros hacia Pisa, otros hacia Piacenza y Génova, otros hacia Roma, otros hacia Marsella, sin que se volviera a saber de la mayoría de ellos, que perecieron en el camino. De los que llegaron a Pisa algunos se lograron embarcar rumbo a Tierra Santa, pero para caer en manos de corsarios sarracenos que se han debido de dar con ellos un banquete de sibaritas digno del padre Maciel y sus Legionarios de Cristo. El niño cristiano, de ayer y de hoy, es un simio imitador: hace lo que les ve hacer a los mayores. Las convocatorias alucinadas de Pedro el Ermitaño, Walter el Menesteroso, el arzobispo de Tiro y San Bernardo de Claraval habían seguido resonando en el aire de Europa, y en las calabacitas huecas de esas desventuradas criaturas encontraron eco. Culpa toda de la Puta, que enciende cabezas y hogueras.

Aunque la Inquisición, el invento más monstruoso del hombre. se le atribuye a Ugolino da Segni, alias Gregorio IX, en última instancia también se le debe, como tantos otros horrores, a su tío Inocencio III, que fue quien mandó a la Occitania a Domingo de Guzmán, el fundador de los dominicos (los primeros esbirros papales organizados en una orden), a predicar y a someterle por las buenas a los albigenses. Cuando este español cerril fracasó se desencadenó la cruzada contra los albigenses de que aquí hemos tratado. Pues bien, la Inquisición nació para continuar la quema de herejes iniciada durante esa cruzada en el Languedoc. Luego pasó a quemar brujas, judíos, mahometanos, protestantes y cuantos se negaran a prestarle obediencia ciega al tirano ensotanado de Roma. Gregorio IX, el sobrino del asesino y a su vez asesino, instituyó el engendro como un tribunal independiente de los obispos y las cortes diocesanas y lo puso en manos de los dominicos, que sólo respondían ante él. Decretó formalmente la pena de muerte para los herejes (que de hecho ya se venía aplicando desde hacía décadas) y el viejo principio jurídico del derecho romano y del germánico de que un acusado es inocente mientras no se pruebe que es culpable lo invirtió: es culpable mientras no pruebe que es inocente. Nunca para la Inquisición hubo inocentes; la presunción de inocencia atentaba contra su razón de ser. Lo que tenían que decidir los inquisidores no era la culpabilidad o la inculpabilidad del indiciado, sino el grado de culpabilidad. De ese Gregorio IX decía el emperador Federico II que era "un fariseo sentado en la silla de la pestilencia y ungido con el óleo de la iniquidad". ¿Y qué papa no lo es? Con su frase Federico acababa de inventar la "gregorimia", nueva figura de retórica en que el individuo vale por la especie.

Other books

Damned by Chuck Palahniuk
The Making of a Princess by Teresa Carpenter
Say You'll Stay by Michaels, Corinne
The Red King by Rosemary O'Malley
Saint Intervenes by Leslie Charteris
My Husband's Wife by Jane Corry
Missing Abby by Lee Weatherly
Rest and Be Thankful by Helen MacInnes
Aliens in the Sky by Christopher Pike