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Authors: Fernando Vallejo

La puta de Babilonia (9 page)

BOOK: La puta de Babilonia
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No bien vio Pacelli que los fascistas estaban siendo derrotados y que la caída del Reich era inminente se apresuró a condenarlos y a alinearse con los aliados. Con la desvergüenza que ha caracterizado siempre a la Puta, la sabandija se pasó al bando de los angloamericanos la víspera de que desembarcaran en Italia. Esta parásita malagradecida siempre se va a la cama con el que gana. Por eso hoy los curas espían para los Estados Unidos, a cuya disposición puso Wojtyla la enorme red de espionaje que heredó de los papas nazis. Es su norma, la fórmula que la encumbró desde Constantino hace mil setecientos años y que nunca le ha fallado: estar siempre con el vencedor. Y pese a que hoy es dueña de bancos e incontables empresas, se sigue haciendo mantener de limosnas, siendo las más substanciosas las que le mandan los católicos de Estados Unidos y Alemania, hoy por hoy los más grandes alcahuetas de la Puta.

Tengo en estos instantes frente a mí un cromo de Pacelli arrodillado en su reclinatorio, todo travestido de blanco. Malo como dominico, falso como jesuita, calculador como arpía del Opus Dei. ¡La cara que pone cuando reza! Sufre como un Wojtyla por el dolor del mundo. Vanidoso y déspota hasta la médula, se sentía un gran hombre nacido para mandar y hacerse obedecer. Le habría bastado entonces a este autócrata que sólo supo exigir obediencia ordenarles a sus curas y obispos de Croacia y a su devoto feligrés Ante Pavelic que pararan la matanza de judíos y serbios. ¿Por qué no lo hizo? ¿Y por qué no denunció a los nazis ante el mundo? ¿No contaba pues con los micrófonos de la Radio Vaticano que evangelizaba en nueve idiomas? Los usó para hablar callando, para decir vaciedades en nombre de la "civilización cristiana" y mandar mensajes de navidad en tanto Hitler exterminaba a los judíos y lanzaba una guerra de agresión que devastó a Europa y les costó la vida a cincuenta y cinco millones. Dejó que empezara la guerra callado y la dejó continuar y terminar callado. Los tartufos defensores de la Puta tratan de justificar ese silencio con el argumento de la neutralidad y de que el mártir estaba previniendo males mayores que caerían sobre su grey si hablaba. Pero es que aquí no lo estamos acusando sólo de silencio, lo estamos acusando también de complicidad. Él no fue un simple testigo inocente del drama ni mucho menos una víctima: fue actor protagónico.

¿Detrás de qué iba? Iba detrás de la reconquista de la cismática Rusia para la Puta, que la perdió hacía casi mil años, en el 1054. No lo logró. Ni la logró él con los nazis ni la lograron sus sucesores con los norteamericanos ni la lograrán los que vengan con quien sea. Es más fácil rearmar un huevo quebrado que recomponer el cisma de Oriente. A ese huevo que la Puta perdió hace mil años cuando se peleó con Constantinopla por el Filioque no le volverá a echar sal. ¿Dónde estará hoy Pacelli? ¿En el cielo? ¿En el infierno? Yo digo que si "el Señor" no lo está cauterizando en el infierno, andará entonces echándose a la monja Pascalina sobre las mullidas nubes del cielo. En el limbo no está porque no era criatura de pecho. ¿Y en el purgatorio? Pues si está en el purgatorio, la Puta lo puede sacar de esas llamas con indulgencias. Gringos pendejos y ex nazis con vocación genocida es lo que sobra en Estados Unidos y Alemania para que se las compren.

¡Pero cuál Filioque! La pelea nunca fue por el Filioque que nunca a nadie le importó, ése era el pretexto. La pelea era por el poder, por el Tu es Petrus que esgrimía la Puta de Roma desde que su obispo Esteban quiso imponerle su dominio a Cipriano, el de Cartago. Tres veces se agarraron de la greña el par de santos por ese pasaje espurio de un evangelio espurio de un Cristo espurio que nunca nadie colgó de ninguna cruz. La Puta de Babilonia Roma nace con ese pasaje. Antes lo que había era un conjunto heterogéneo de sectas teosóficas y ascéticas surgidas de los cultos y hechicerías de Asia Menor y dispersadas por todo el Imperio Romano, a las que los paganos, como Celso, agrupaban bajo la denominación imprecisa de cristianos. Cristo encarnado nunca hubo. Cristianismos hubo muchos y sigue habiéndolos. Pero Puta no hay más que una sola y es la que me quita el sueño.

Esteban fue papa entre el 254 y el 257, y Constantino ganó la batalla del puente Milvio contra Majencia en octubre del 312. La ganó, según él (o según la Puta, ya no sabemos), tras soñar con una cruz que tenía abajo la leyenda In hoc signo vinces: al año siguiente promulgó el Edicto de Milán en favor de la que se decía dueña del signo. Y ahí es cuando nuestra doncella de 60 años más o menos, parida por el Evangelio de Mateo, capítulo 16, versículo 18, se montó al carro del poder y se volvió puta. ¡Y qué Puta! Se acostó con el más sanguinario pero le sacó bienes, honores, palacios y hasta un concilio, el de Nicea, el primero, el del primer credo que definió al Hijo como consubstancial con el Padre: homoousion, palabra de discordia que daría mucho de qué hablar, casi tanto como el Filioque disociador que apareció siglos después. De ese concilio salió la Puta graduada de teóloga e investida con el monopolio de la verdad. Constantino era hijo de un militar de la Guardia Pretoriana y de una stabularia o tabernera, Santa Elena, otra puta.

El Nuevo Testamento, al que pertenece el Evangelio de Mateo con su Tu es Petrus, lo constituyen los veintisiete textos escritos en griego que el Tercer Concilio de Cartago del año 397 decidió que fueron inspirados por Dios. Los escogió de entre un centenar de evangelios, hechos de apóstoles y apocalipsis y millares de epístolas o cartas provenientes del cristianismo que lo precedió. De los veintisiete textos canonizados, así como de toda esa literatura cristiana primitiva, en su mayoría también escrita en griego, no nos quedan copias anteriores al año 200. Los veintisiete textos que escogió el Tercer Concilio de Cartago son los siguientes: los evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan o evangelios "canónicos" como se les designa para distinguirlos de los evangelios "apócrifos" que no se consideran inspirados por Dios; más los Hechos de los Apóstoles, el Apocalipsis y veintiuna epístolas o cartas de las cuales catorce se atribuyen a Pablo, tres a Juan, dos a Pedro, una a Judas y una a Jacobo. Se les suele anteponer a todos estos supuestos autores el san, apócope de santo: San Mateo, San Marcos, San Lucas, San Juan, San Pablo, San Pedro, San Judas y Santiago, que en español ya tiene incluido el "san" pues Santiago es la contracción de San Yago, siendo Yago la españolización de Jacobo. Imposible decir cuál de estos veintisiete textos es el más feo, el más falso, el más absurdo, el más estúpido. De principio a fin todos son melosos, mentirosos, mierdosos. Tratan de un tal Cristo que si existió habló en arameo, y sin embargo los veintisiete están escritos en griego. ¿No estarán traicionando de entrada a su personaje los venerables autores con el simple hecho de traducir su pensamiento a una lengua tan distinta como es el griego? El arameo es un idioma semítico y el griego es indoeuropeo. Los evangelios, es cierto, tienen aquí o allá unas cuantas palabras arameas, pero son de dar risa. Parecen toques de color local, como cuando las novelas gringas que pasan en México ponen señorita al referirse a una muchacha: "Give me, please, unos tacos, señorita, por favor". Los evangelios son como las novelas: mentira, fantasía, imaginación, ficción, invento. Cuando Cristo se está muriendo colgado de una cruz exclama en el Evangelio de Marcos: "'Eloí, Eloí, ¿lemá sabacthaní?' , que significa 'Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?'" Marcos cita al moribundo en arameo y de inmediato nos lo traduce al griego que yo aquí a mi vez traduzco al español. ¿Y cómo supo Marcos qué dijo Cristo en el momento en que moría? ¿Acaso también él estaba a su lado en el Gólgota con María Magdalena y las santas mujeres? ¿Y sabía acaso arameo? No parece, ni lo uno ni lo otro. A mí las citas arameas y hebreas en el texto griego de los evangelios se me hacen como moscas en la sopa. Cada quien es su idioma. Y si Dios quiere hablarles a los hombres para siempre se jodió porque los hombres hablan en lenguas cambiantes, pasajeras, efímeras como todos ellos y Él es uno, inmóvil, simultáneo, inmutable, incambiable, eterno. Querer conservar la palabra de Dios en lenguas humanas es como pretender apresar en un balde el Tíber de los tiempos de León X, el papa marica, cuando ese río arrastraba cadáveres por la palúdica Roma entre excrementos y fetos. Las palabras cambian en sus sonidos y en sus significados y se van transformando en otras y los idiomas en otros y muchas cosas que se pueden decir en el náhuatl de Nezahualcóyotl no se pueden decir en el griego de Platón y viceversa. Se hubiera inventado Dios, si es que quería dejarnos su palabra, un método más seguro que los inciertos textos de unos escribas perecederos confiados al pergamino o al papiro, que se desintegran, o a la piedra, que vuelve polvo el viento. ¿Y grabada en hierro? Al hierro el agua lo vuelve orín. ¿Y en el genoma del hombre? Las mutaciones van cambiando los genes hasta el punto de que un humilde pez lo convirtieron en el ensoberbecido Homo sapiens. La única forma que tiene Dios de hablarme es presentándoseme aquí y ahora, con rayo o sin él, en este cuarto donde escribo y que da a un parque florecido de jacarandas, y decirme lo que me tenga que decir y ya veré si lo atiendo o no lo atiendo, y no mandándome mensajitos contradictorios y confusos en ese par de mamotretos aburridos que son el Antiguo y el Nuevo Testamento. Más el Nuevo, la verdad sea dicha, pues el Antiguo por lo menos tiene masacres, homosexualismo, bestialidad, incesto. ¡Qué tal el santo rey David enamorado de Jonatán! "¡Jonatán hermano mío, por ti tengo herido el corazón pues te quería tanto! Tu amor era para mí más dulce que el amor de las mujeres" (2 Samuell:26). Eso dice el rey marica cuando se entera de que le mataron al novio.

Si dejamos de lado los cuatro evangelios, no podemos sino asombramos de lo poco que saben de Jesús, el llamado Cristo, los autores de los restantes veintitrés textos del Nuevo Testamento. San Pablo, al que se le atribuye la mayoría de las epístolas, sabe infinitamente menos de él que cualquier niño de nuestros días que vaya a la escuela dominical: no sabe que es hijo de María, una virgen, y de José, un carpintero; no sabe que nació en Belén y que de recién nacido el rey Herodes lo quiso matar, ni que de niño estuvo discutiendo en el templo con los doctores de la ley, ni que era primo de San Juan Bautista que lo bautizó, ni que fue tentado por Satanás en el desierto donde estuvo cuarenta días, ni que resucitó a Lázaro y a la hija de Jairo, ni que caminó sobre el agua, ni que multiplicó los panes y los peces, ni que convirtió el agua en vino, ni que expulsaba demonios, ni que echó a latigazos a los mercaderes del templo, ni que habló en parábolas, ni que pronunció el sermón de la montaña en que está el Padre Nuestro, ni que entró el Domingo de Ramos en triunfo a Jerusalén montado en un borriquito, ni que lo traicionó Judas, ni que lo juzgaron, ni que lo azotaron y lo escupieron y le pusieron una corona de espinas los esbirros de Pilatos y Caifás, ni que lo crucificaron entre dos ladrones, ni que le dieron a beber de una esponja empapada en vinagre, ni que tembló la tierra y se rasgó el velo del templo cuando murió, ni que los soldados romanos le pincharon entonces el costado con una lanza y se repartieron a los dados sus vestiduras... Si hoy le contara todo esto a San Pablo me diría: "Mentiroso, no inventes". ¡Pero qué va, el mentiroso es él! O el que lo inventó.

¿Pero es que acaso San Ignacio de Antioquía, San Clemente de Roma y San Policarpo de Esmirna, los tres primeros Padres de la Iglesia conocidos como padres apostólicos y que se pretende que vivieron entre los años 50 y 150, saben algo de Cristo? Quedan siete epístolas de Ignacio de Antioquía, una de Clemente de Roma (más otra falsamente atribuida a él) y una de Policarpo, y lo que está patente en ellas es que aunque sus autores repiten una y otra vez los nombres de Jesús y Cristo saben tan poco de él como San Pablo. Estas epístolas de los padres apostólicos más el Pastor de Hermas, la Didaché, la Epístola de Bernabé y la Epístola de Diognetus gozaron en la antigüedad cristiana de un prestigio casi tan grande como el de los evangelios, si bien el Tercer Concilio de Cartago no las incluyó en el Nuevo Testamento o canon. Como éste están escritas en griego.

Las copias más antiguas del Nuevo Testamento completo son los códices Sinaiticus y Alexandrinus de los siglos IV y V respectivamente, vale decir cercanos al año 397 en que tuvo lugar el Tercer Concilio de Cartago. Los códices son copias en hojas de pergamino o cueros de animales encuadernadas como libros. De antes de estos códices del Nuevo Testamento completo quedan pedazos de rollos de papiro que se preservaron en las arenas secas de Egipto, con uno u otro de los veintisiete textos del Nuevo Testamento, completos o fragmentarios, siendo los más antiguos de cerca al año 200. El papiro p45, de la primera mitad del siglo III, contiene los Hechos de los Apóstoles y por primera vez los cuatro evangelios canónicos, aunque fragmentarios, con los siguientes fragmentos: capítulos 20, 21 y partes del 25 y el 26 de Mateo; capítulos 4-13 de Marcos; capítulos 6-13 de Lucas; y capítulo 10 de Juan. Anteriores a este papiro, y de cerca al año 200, son los papiros p64 y p67 con unos cuantos versículos del Evangelio de Mateo, el p77 con otros nueve versículos de este mismo evangelio, el p66 con buena parte del Evangelio de Juan, el p75 también con casi todo este evangelio y partes del de Lucas, los papiros p32 y p46 con fragmentos de epístolas paulinas, el papiro p23 con fragmentos de las no paulinas, y el p98 con algo del Apocalipsis. De cerca al año 200 queda además un pergamino, el 0189, con fragmentos de Los Hechos de los Apóstoles. En adelante proliferan las copias de los veintisiete textos, de suerte que del siglo III y siguientes nos quedan centenares, escritas todas, como las enumeradas, en letras mayúsculas griegas pues sólo hasta el siglo IX se introdujeron las minúsculas. En fin, en mayúsculas o en minúsculas y del siglo que sea, todas las copias que quedan difieren las unas de las otras, presentando el conjunto de copias decenas de millares de variantes (ciento cincuenta mil si les sumamos las de las copias del Antiguo Testamento), cosa que al Autor Divino que inspiró los textos sagrados lo ha tenido siempre sin cuidado. Que los escribas y los falsificadores les agreguen o les quiten o les cambien y hasta les añadan pasajes enteros a sus palabras a Él no le preocupa. Que se jodan los exegetas y eruditos y a ver cómo se las arreglan para descubrir el texto auténtico que Él les dictó a los escritores sagrados. ¿O será que también hay exegetas y eruditos inspirados por Dios? En este caso respetuosamente desde aquí le sugiero a nuestro Benedicto XVI, el papa teólogo, que canonice a Konstantin von Tischendorf, su paisano de Alemania, que fue el que descubrió el códice Sinaiticus y a quien le debemos una de las ediciones más cuidadosas del texto griego del Nuevo Testamento. San Tischendorf, patrono de los exegetas, ten piedad de nosotros.

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