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Authors: Greg Bear
—Miles —dijo Kaye, esforzándose por mantener la voz firme—. Frente a mí y a unos cuantos chiflados, simplemente.
Cross la regañó con el dedo.
—No eres una chiflada, cariño. Laura, una de nuestras filiales desarrolló una píldora del día siguiente hace unos años.
—Eso fue en los noventa.
—¿Por qué la abandonamos?
—Cuestiones políticas y problemas de responsabilidades.
—Le habíamos puesto un nombre... ¿cómo la llamábamos?
—Algún bromista la apodó RU-Pentium —dijo Nilson.
—Recuerdo que obtuvo buenos resultados en las pruebas —dijo Marge—. Imagino que aún tenemos la fórmula y algunas muestras.
—Lo preguntaré esta tarde —dijo Nilson—. En un par de meses podríamos recuperarla y tener la producción en marcha.
Kaye aferraba con fuerza la parte del mantel que caía sobre su regazo.
En su momento había defendido apasionadamente el derecho de la mujer a elegir. Ahora no conseguía aclarar sus emociones.
—Que no se considere un comentario sobre el trabajo de Robert —dijo Cross—, pero hay una probabilidad superior al cincuenta por ciento de que las pruebas de la vacuna fracasen. Y esta información no debe salir de aquí, señoras.
—Los modelos de ordenador todavía predicen la esclerosis múltiple como efecto secundario a la ribozima —dijo Kaye—. ¿Recomendará Americol el aborto como alternativa?
—No por iniciativa propia —dijo Cross—. La esencia de la evolución es la supervivencia. En estos momentos nos encontramos en medio de un campo minado, y no pienso pasar por alto nada que pueda despejar una vía de salida.
Dicken respondió a la llamada en el cuarto de servicio que estaba junto al laboratorio principal de recepción y autopsia. Se quitó los guantes de látex mientras un joven técnico de ordenadores le sostenía el teléfono. El técnico estaba allí para ajustar una vieja estación de trabajo que se empleaba para grabar los resultados de las autopsias y hacer el seguimiento de las muestras por los diferentes laboratorios. Contempló a Dicken, vestido con la bata verde y la mascarilla quirúrgica, con cierta preocupación.
—No vas a pillar nada —le dijo Dicken al tiempo que agarraba el auricular del teléfono—. Al habla Dicken. Estoy en plena faena.
—Christopher, soy Kaye.
—Hola-a—a, Kaye. —No quería desembarazarse de ella; sonaba triste, pero sonase como sonase, escuchar su voz suponía un inquietante placer para Dicken.
—He fastidiado las cosas del todo —dijo Kaye.
—¿Cómo es eso? —Dicken le hizo un gesto con la mano a Scarry, que seguía en el laboratorio de patología. Scarry agitó los brazos impaciente.
—Tuve una discusión con Robert Jackson... una conversación con Marge y Jackson. No pude contenerme. Les dije lo que pensaba.
—Oh —respondió Dicken, haciendo una mueca—. ¿Cómo reaccionaron?
—Jackson se burló. En realidad me trató con desdén.
—Es un bastardo arrogante —dijo Dicken—. Siempre me lo ha parecido.
—Dijo que necesitamos pruebas sobre lo del herpes.
—Eso es lo que estamos buscando Scarry y yo ahora mismo. Tenemos una víctima de accidente en el laboratorio de patología. Una prostituta de Washington D.C., embarazada. Da positivo en
Herpes labialis
y en hepatitis A y VIH, además del SHEVA. Una vida dura.
El joven técnico guardó sus herramientas con el ceño fruncido y salió de la habitación.
—Marge va a copiar a los franceses con lo de la píldora del día siguiente.
—Mierda —dijo Dicken.
—Tenemos que hacer algo rápido.
—No sé con cuanta rapidez podemos actuar. Las jóvenes muertas con la mezcla adecuada de problemas no suelen aparecer rodando desde la calle a diario.
—No creo que ninguna acumulación de pruebas vaya a convencer a Jackson. Estoy al límite de mi ingenio, Christopher.
—Espero que Jackson no le vaya con el asunto a Augustine. Todavía no estamos preparados, y Mark ya está susceptible, por mi culpa —dijo Dicken—. Kaye, Scarry está dando vueltas por el laboratorio, tengo que dejarte. Anímate. Llámame.
—¿Ha hablado Mitch contigo?
—No —contestó Dicken, una verdad engañosa—. Llámame después a mi oficina. Kaye, estoy contigo. Te apoyaré en todo lo que pueda. Lo digo en serio.
—Gracias, Christopher.
Dicken colgó el auricular y se quedó quieto unos segundos, sintiéndose estúpido. Nunca se había sentido cómodo con este tipo de emociones. El trabajo se había convertido en todo su mundo porque cualquier otra cosa importante resultaba demasiado dolorosa.
—No se nos da muy bien esto, ¿verdad? —se preguntó a sí mismo en voz baja.
Scarry golpeó enfadado el cristal que separaba el despacho y el laboratorio.
Dicken se subió la mascarilla y se puso un nuevo par de guantes.
15 DE ABRIL
Mitch se encontraba de pie en medio del vestíbulo del edificio de apartamentos, con las manos en los bolsillos. Esa mañana se había afeitado cuidadosamente, contemplándose en el gran espejo del cuarto de baño comunitario de la Asociación de Jóvenes Cristianos, y la semana anterior había ido a la peluquería para que le arreglasen el pelo, para que se lo controlasen, más bien.
Llevaba vaqueros nuevos. Había revuelto la maleta hasta encontrar una americana negra. Hacía más de un año que no se arreglaba para impresionar a nadie, pero aquí estaba, pensando únicamente en Kaye Lang.
El portero no parecía impresionado. Estaba inclinado sobre el mostrador y observaba con atención a Mitch por el rabillo del ojo. Sonó el teléfono que se encontraba en el mostrador y contestó.
—Suba —dijo, señalando el ascensor con la mano—. Piso veinte. 2011. Tendrá que pasar el control del guarda que está arriba. Se lo toma en serio.
Mitch le dio las gracias y entró en el ascensor. Mientras la puerta se cerraba tuvo un instante de pánico y se preguntó qué demonios estaba haciendo. Lo último que necesitaba en medio de ese lío era una implicación emocional. En lo referente a las mujeres, sin embargo, lo manejaban amos secretos reticentes a divulgar tanto sus fines como sus planes inmediatos. Esos amos secretos ya le habían causado muchos problemas. Cerró los ojos, inspiró profundamente y se resignó a las próximas horas; que pasase lo que tuviera que pasar.
Cuando llegó al piso veinte, salió del ascensor y vio a Kaye hablando con un hombre de traje gris. Tenía el pelo oscuro y corto, un rostro grueso y fuerte, y nariz ganchuda. El hombre había detectado a Mitch antes de que éste les viese.
Kaye le sonrió.
—Pasa. La costa está despejada. Éste es Karl Benson.
—Encantado —dijo Mitch.
El hombre asintió, cruzó los brazos y se apartó, dejándole paso a Mitch, pero no sin una inhalación, como un perro que comprobase un determinado olor.
—Marge Cross recibe unas treinta amenazas de muerte cada semana —dijo Kaye mientras guiaba a Mitch al interior del apartamento—. Yo he recibido tres desde el incidente en el INS.
—Esto se está convirtiendo en un juego duro —comentó Mitch.
—He estado muy ocupada desde el lío de la RU—486 —dijo Kaye.
Mitch alzó las gruesas cejas.
—¿La píldora abortiva?
—¿No te lo comentó Christopher?
—Chris no me ha devuelto ninguna de mis llamadas —dijo Mitch.
—¿No? —Dicken no le había contado precisamente la verdad. A Kaye le resultó interesante—. Tal vez sea porque le llamas Chris.
—No en su presencia —dijo Mitch, sonrió y volvió a ponerse serio—. Como he dicho, no estoy enterado de nada.
—La RU—486 elimina el segundo embarazo del SHEVA si se utiliza en una fase inicial. —Observó su reacción—. ¿No lo apruebas?
—Dadas las circunstancias, parece equivocado. —Mitch echó un vistazo al mobiliario simple y elegante, y las reproducciones de arte.
Kaye cerró la puerta.
—¿El aborto en general... o esto?
—Esto. —Mitch percibió su tensión y se sintió durante un momento como si ella le estuviese sometiendo a un rápido examen.
—Americol va a facilitar su propia píldora abortiva. Si se trata de una enfermedad, estamos cerca de detenerla —dijo Kaye.
Mitch se acercó hasta el amplio ventanal, se metió las manos en los bolsillos y miró a Kaye por encima del hombro.
—¿Les estás ayudando a hacerlo?
—No —dijo Kaye—. Espero convencer a algunas personas clave, reajustar nuestras prioridades. No creo que vaya a tener éxito, pero hay que intentarlo. Aunque me alegro de que hayas venido. Puede que sea una señal de que mi suerte está mejorando. ¿Qué te trae a Baltimore?
Mitch se sacó las manos de los bolsillos.
—No soy una señal muy prometedora. Apenas puedo permitirme viajar. Mi padre me dejó algo de dinero. Dependo del subsidio paterno.
—¿Vas a algún otro sitio? —preguntó Kaye.
—No, sólo a Baltimore —contestó Mitch.
—Oh. —Kaye estaba de pie a su espalda, a un metro de distancia. Mitch podía ver su reflejo sobre el cristal, su traje beige brillante, pero no su rostro.
—Bueno, no es estrictamente cierto. Voy a Nueva York, a la SUNY. Un amigo de Oregón me consiguió una entrevista. Me gustaría dar clases, hacer investigación de campo durante el verano. Puede que empezar de nuevo en un lugar diferente.
—Yo fui a la SUNY. Me temo que ahora no conozco a nadie allí. A nadie con influencia. Siéntate, por favor. —Kaye le indicó el sofá, el sillón—. ¿Agua? ¿Zumo?
—Agua, por favor.
Mientras ella estaba en la cocina, Mitch aspiró el olor de las flores que se encontraban sobre la repisa, rosas, azucenas y clavellinas, luego rodeó el sofá y se sentó en un extremo. Sus largas piernas parecían no saber dónde ponerse. Cruzó las manos sobre las rodillas.
—No puedo limitarme a chillar, gritar y dimitir —dijo Kaye—. Se lo debo a la gente que trabaja conmigo.
—Entiendo. ¿Cómo está resultando la vacuna?
—Estamos muy avanzados en las pruebas preclínicas. Ya se están haciendo algunas pruebas clínicas aceleradas en Inglaterra y Japón, pero no me satisfacen. Jackson, él es quien está a cargo del proyecto de la vacuna, quiere que salga de su equipo.
—¿Por qué?
—Porque hablé demasiado en el comedor hace tres días. Marge Cross no pudo aceptar nuestra teoría. No encaja en el paradigma. No es defendible.
—La percepción de quórum —dijo Mitch.
Kaye le ofreció un vaso de agua.
—¿Qué es eso?
—Un hallazgo casual de mis lecturas. Cuando hay suficientes bacterias, cambian su comportamiento, se coordinan. Puede que nosotros actuemos igual. Simplemente no tenemos suficientes científicos de nuestra parte para conseguir un quórum.
—Puede —dijo Kaye. De nuevo se encontraba a un paso de distancia de él—. He estado trabajando la mayor parte del tiempo en los laboratorios del HERV y de genética de Americol. Descubriendo dónde se podrían expresar otros virus endógenos similares al SHEVA, y bajo qué condiciones. Estoy algo sorprendida de que Christopher...
Mitch la miró directamente y la interrumpió.
—Vine a Baltimore para verte —dijo.
—Oh —contestó Kaye en voz baja.
—No puedo dejar de pensar en la tarde que pasamos en el zoo.
—Ahora no parece real —comentó Kaye.
—A mí sí me lo parece —dijo Mitch.
—Creo que Marge me está apartando del calendario de conferencias de prensa —dijo Kaye, intentando perversamente cambiar de conversación, o ver si él permitiría el cambio—. Alejándome de la tarea de portavoz. Me llevará algún tiempo ganarme su confianza de nuevo. Sinceramente, me alegra distanciarme del escrutinio público. Va a haber un...
—En San Diego —la interrumpió—, reaccioné de forma muy intensa a tu presencia.
—Es halagador —contestó Kaye, y se volvió a medias, como para escapar. No se escapó, sino que rodeó la mesa y se detuvo al otro lado, de nuevo tan sólo a un paso de distancia.
—Feromonas —dijo Mitch, y se puso en pie, a su lado—. La forma en que huelen las personas es importante para mí. No usas perfume.
—Nunca lo hago —dijo Kaye.
—No lo necesitas.
—Espera —dijo Kaye, y se apartó otro paso. Levantó las manos y lo miró fijamente, con los labios apretados—. Puedo confundirme con facilidad en estos momentos. Necesito mantenerme centrada.
—Necesitas relajarte —dijo Mitch.
—Estar cerca de ti no resulta relajante.
—No te sientes segura sobre demasiadas cosas.
—Ciertamente, en lo que se refiere a ti no me siento segura.
Él extendió la mano.
—¿Quieres oler mi mano primero?
Kaye se rió.
Mitch se olió la palma de la mano.
—Jabón dial. Puertas de taxis. Hace años que no excavo. Mis callos se están suavizando. Estoy sin trabajo, endeudado y tengo reputación de ser un hijo de puta chiflado y sin ética.
—Deja de ser tan duro contigo mismo. Leí tus artículos, y las viejas historias de la prensa. No ocultas las cosas y no mientes. Te interesa la verdad.
—Me siento halagado —dijo Mitch.
—Y me confundes. No sé qué pensar de ti. No te pareces mucho a mi marido.
—¿Eso es bueno? —preguntó Mitch.
Kaye le contempló con mirada crítica.
—Hasta ahora.
—Lo habitual sería dejar que las cosas se desarrollasen despacio. Te invitaría a cenar.
—¿Pagando a medias?
—Con cargo a mi cuenta de gastos —dijo Mitch con ironía.
—Karl tendría que venir con nosotros. Tendría que aprobar el restaurante. Normalmente como aquí arriba, o en la cafetería de Americol.
—¿Karl espía tus conversaciones?
—No —dijo Kaye.
—El portero dijo que se lo tomaba en serio —dijo Mitch.
—Sigo siendo una mujer protegida —dijo Kaye—. No me gusta, pero es así. Quedémonos aquí y comamos. Después podemos pasear por el jardín del tejado, si ha dejado de llover. Tengo algunos entrantes congelados realmente buenos. Los conseguí en un mercado del centro comercial de abajo. Y una bolsa de ensalada. Soy una buena cocinera cuando tengo tiempo, pero no he tenido demasiado tiempo. —Volvió a dirigirse a la cocina.
Mitch la siguió, contemplando el resto de los cuadros que había en las paredes, los pequeños con marcos baratos que eran probablemente su propia contribución a la decoración. Pequeñas reproducciones de Maxfield Parrish, Edmund Dulac y Arthur Rackham; fotos de grupos familiares.
No vio ninguna foto de su marido muerto. Puede que las guardase en el dormitorio.