Read La radio de Darwin Online
Authors: Greg Bear
Estaba solo, su mujer estaba sola, sin tribu, sin pueblo, sin ayuda. Ni siquiera Cabellos Largos ni Ojos Húmedos, los más amenazadores de los visitantes muertos, los más dañinos, se preocupaban por ellos. Empezaba a pensar que ninguno de los visitantes muertos era real.
Los tres hombres le sorprendieron. No los vio hasta que salieron de una hendidura en la montaña y le arrojaron las lanzas a la mujer. Les conocía, pero ya no eran sus compañeros. Uno había sido un hermano, otro un Padre Lobo. Ahora no eran nada de eso, y se preguntó cómo podía siquiera reconocerlos.
Antes de que pudiesen huir, uno de ellos les arrojó una lanza endurecida por el fuego y afilada, y la clavó en el vientre de la mujer. Ella volvió, introdujo las manos en las pieles y gritó. Él tenía piedras en las manos y estaba lanzándolas, agarró la lanza de uno de los hombres, la agitó ciegamente y se la clavó a uno de ellos en un ojo. Les hizo alejarse lloriqueando y gimiendo como cachorros.
Gritó al cielo, sostuvo a su mujer mientras ella intentaba recuperar el aliento, la llevó y la arrastró más arriba. La mujer le dijo con las manos y la mirada que, además de la sangre y del dolor, era el momento. El nuevo ser quería salir.
Buscó más arriba un lugar donde esconderse y vigilar la llegada del nuevo ser. Había tanta sangre, más de la que había visto nunca, excepto surgida de un animal. Mientras caminaba y portaba a la mujer, miraba sobre su hombro. Los chamanes y los otros aún no les seguían.
Mitch gritó, peleándose con las mantas. Sacó las piernas de la cama, las manos aferrando las sábanas, confundido por las cortinas y los muebles. Durante un momento no supo quién era ni dónde estaba.
Kaye se sentó junto a él y le abrazó.
—¿Un sueño? —preguntó, frotándole los hombros.
—Sí —dijo—. Dios mío. Nada de poderes psíquicos. Nada de viajes en el tiempo. El hombre no llevaba leña. Pero había una hoguera en la cueva. Las máscaras tampoco parecían las mismas. Pero era todo tan real.
Kaye le hizo tenderse de nuevo, y le acarició el pelo húmedo y las mejillas. Mitch se disculpó por despertarla.
—Ya estaba despierta.
—Vaya una forma de impresionarte —murmuró Mitch.
—No necesitas impresionarme —dijo Kaye—. ¿Quieres hablar del sueño?
—No —contestó—. Sólo era un sueño.
Dicken abrió la puerta del coche y salió del Dodge. La doctora Denise Lipton le entregó una identificación. Se protegió los ojos del brillo del sol y contempló el pequeño cartel situado sobre la desnuda pared de cemento de la clínica: Centro de Salud Femenina y Planificación Familiar Virginia Chatham. Un rostro les observó brevemente a través del pequeño ventanuco de cristal protegido con rejilla situado en medio de la robusta puerta metálica pintada de color azul. El intercomunicador se activó y Lipton les facilitó su nombre y su referencia. La puerta se abrió.
La doctora Henrietta Paskow se hallaba frente a ellos, firmemente plantada sobre sus gruesas piernas; la falda gris por debajo de la rodilla y la blusa blanca enfatizaban una recia sobriedad que la hacía parecer mayor de lo que era realmente.
—Gracias por venir, Denise. Hemos estado muy ocupados.
La siguieron a lo largo del pasillo amarillo y blanco, pasando frente a las puertas de las ocho salas de espera, hasta un pequeño despacho en la parte posterior. En la pared que se encontraba detrás de la mesa de madera colgaban fotografías con marcos de latón de una gran familia de niños.
Lipton se sentó en una silla metálica plegable. Dicken permaneció en pie. Paskow les acercó dos cajas llenas de carpetas.
—Hemos realizado treinta desde lo del bebé C —dijo—. Trece D y C y diecisiete de los de la mañana siguiente. Las píldoras actúan durante cinco semanas después del rechazo del feto de la primera fase.
Dicken revisó los informes. Eran directos y concisos, con notas del médico y la enfermera encargados del caso.
—No ha habido complicaciones importantes —dijo Paskow—. El tejido laminal supone una protección contra el lavado salino. Pero hacia el final de la quinta semana se ha disuelto y el embarazo resulta vulnerable.
—¿Cuántas peticiones ha habido hasta ahora? —preguntó Lipton.
—Hemos tenido seiscientas consultas. Casi todas tienen entre veinte y cuarenta años, y conviven con un hombre, casadas o no. Hemos remitido a la mitad de ellas a otras clínicas. Es un incremento significativo.
Dicken dejó las carpetas sobre la mesa.
Paskow le observó con atención.
—¿No lo aprueba, señor Dicken?
—No estoy aquí para aprobar o desaprobar —contestó—. La doctora Lipton y yo estamos haciendo entrevistas de campo para ver si nuestras cifras coinciden con la realidad.
—La Herodes va a diezmar a una generación completa —dijo Paskow—. Una tercera parte de las mujeres que acuden a nosotros ni siquiera dan positivo en los análisis de SHEVA. No han tenido ningún aborto. Simplemente quieren deshacerse del bebé, esperar unos años y ver qué sucede. El control de natalidad está convirtiéndose en un negocio boyante. Las clínicas de este tipo están llenas. Hemos montado dos nuevas salas en el piso de arriba. Muchos más hombres vienen con sus mujeres y sus novias. Puede que sea lo único bueno de todo esto. Los hombres se sienten culpables.
—No hay motivo para poner fin a todos los embarazos —dijo Lipton—. Las pruebas del SHEVA son muy exactas.
—Eso les decimos. No les importa —dijo Paskow—. Están asustadas y no confían en que nosotros sepamos qué puede ocurrir. Mientras tanto, cada martes y jueves, soportamos diez o quince piquetes de la Operación Rescate ahí fuera, clamando que la Herodes es un mito laico humanista, que no se trata de una enfermedad. Son sólo hermosos bebés innecesariamente asesinados. Dicen que se trata de una conspiración mundial. Están muy asustados y hacen mucho ruido. El milenio es joven.
Paskow había hecho copias de los informes estadísticos más importantes. Le tendió los documentos a Lipton.
—Gracias por su tiempo —dijo Dicken.
—Señor Dicken —les gritó Paskow mientras se iban—, una vacuna nos ahorraría muchos problemas a todos.
Lipton acompañó a Dicken hasta su coche. Una mujer negra de unos treinta años pasó junto a ellos y se detuvo ante la puerta azul. Se había envuelto en un abrigo de lana, a pesar de que el día era cálido. Estaba embarazada de más de seis meses.
—He tenido suficiente por hoy —dijo Lipton, pálida—. Regreso al campus.
—Tengo que recoger algunas muestras —dijo Dicken.
Lipton puso la mano sobre la puerta y añadió:
—Debemos informar a las mujeres que están en nuestra clínica. Ninguna de ellas tiene ninguna enfermedad venérea, pero todas han tenido la varicela y una de ellas tuvo hepatitis B.
—No tenemos constancia de que la varicela provoque problemas —dijo Dicken.
—Es un herpesvirus. Tus informes de laboratorio son aterradores, Christopher.
—Están incompletos. Maldita sea, casi todo el mundo ha tenido varicela, o mononucleosis, o herpes labial. Hasta ahora, sólo tenemos certeza respecto al herpes genital, la hepatitis y posiblemente el sida.
—Aún así tengo que decírselo —contestó Lipton y cerró la puerta con fuerza—. Se trata de ética, Christopher.
—Ya —dijo Dicken.
Liberó el freno de mano y encendió el motor. Lipton se dirigió a su propio coche. Al cabo de unos segundos, hizo un gesto de disgusto, apagó de nuevo el motor y se quedó sentado con el brazo asomando por la ventanilla, intentando decidir en qué debería invertir su tiempo las próximas semanas.
Las cosas no iban en absoluto bien en los laboratorios. Los análisis del tejido fetal y placentario de las muestras enviadas desde Francia y Japón mostraban vulnerabilidad a todo tipo de infecciones por herpesvirus. Ni un solo embarazo de la segunda fase había sobrevivido al nacimiento, de los 110 casos estudiados hasta el momento.
Era hora de aceptar la situación. La política de salud pública se hallaba en un momento crítico. Tendrían que tomarse decisiones y efectuar recomendaciones, y los políticos tendrían que reaccionar a esas recomendaciones con medidas que pudiesen ser explicadas ante un electorado claramente dividido.
Puede que no fuese capaz de salvar la verdad. Y en ese momento la verdad parecía algo muy lejano. ¿Cómo era posible que algo tan importante como un suceso evolutivo fundamental fuese desviado y pasado por alto con tanta efectividad?
En el asiento de al lado había amontonado una pila de correo de su oficina de Atlanta. No había tenido tiempo para leerlo en el avión. Alzó uno de los sobres y lanzó un juramento en voz baja. ¿Cómo no lo había visto inmediatamente? El remite y la letra eran lo bastante claros: el doctor Leonid Sugashvili le escribía desde Tbilisi, República de Georgia.
Abrió el sobre. Una fotografía en blanco y negro le cayó sobre el regazo. La recogió y examinó la imagen: figuras de pie ante una vieja y desvencijada casa de madera, dos mujeres con vestidos y un hombre con un mono. Parecían esbeltos, tal vez incluso delgados, pero no había forma de estar seguro. Las caras no se apreciaban.
Dicken desplegó la carta doblada que acompañaba a la foto.
Estimado doctor Christopher Dicken:
Me han enviado esta fotografía desde Atzharis AR, probablemente usted lo conoce como Adzaria. Fue tomada cerca de Batumi hace diez años. Se trata de supuestos supervivientes de las purgas por la que usted se interesaba. No se ve demasiado. Algunos dicen que todavía están vivos. Otros dicen que se trata de verdaderos extraterrestres, pero a ésos no les creo.
Los buscaré y le mantendré informado. El dinero es muy escaso. Agradecería el que su organización, el Centro para Enfermedades Infecciosas, pudiese prestarme apoyo financiero. Gracias por su interés. Creo que es posible que no se trate en absoluto de «abominables hombres de las nieves», ¡sino de personas reales! No he informado a la oficina de CCE en Tbilisi. Me han dicho que confíe únicamente en usted.
Atentamente,
Leonid Sugashvili
Dicken volvió a examinar la fotografía. Era como no tener nada. Una quimera.
«La Muerte cabalga sobre un caballo blanco, segando bebés a diestro y siniestro —pensó—. Y yo me he aliado con un grupo de chiflados y excéntricos en busca de dinero.»
Mientras Kaye se duchaba, Mitch marcó el número de su apartamento de Seattle. Tecleó su código y escuchó los mensajes. Había dos llamadas de su padre, una llamada de un hombre que no se identificaba y a continuación una llamada de Oliver Merton desde Londres. Anotó el número al tiempo que Kaye salía del baño envuelta en una toalla.
—Disfrutas provocándome —le dijo. Ella se secó el pelo con otra toalla, contemplándole con una mirada fija y apreciativa que resultaba desconcertante.
—¿Quién era?
—Recogía mis mensajes.
—¿Antiguas novias?
—Mi padre, alguien que no conozco, un hombre, y Oliver Merton.
Kaye alzó una ceja.
—Puede que prefiriese a una antigua novia.
—Hum, hum. Me pregunta si me desplazaría hasta Beresford, Nueva York. Quiere que conozca a alguien interesante.
—¿Un neandertal?
—Dice que se encargará de mis gastos y del alojamiento.
—Suena genial —dijo Kaye.
—No he dicho que iría. No tengo ni la más ligera idea de qué es lo que se propone.
—Sabe bastante sobre mi especialidad —dijo Kaye.
—Podrías venir conmigo —dijo Mitch con una mirada que indicaba que sabía que eso era esperar demasiado.
—No he acabado aquí, aún me falta bastante —contestó—. Te echaré de menos si vas.
—¿Por qué no le llamo y le pregunto qué es lo que se guarda en la manga?
—De acuerdo —dijo Kaye—. Hazlo mientras preparo dos tazas de cereales.
La conexión con Londres tardó unos segundos.
El tono bajo del teléfono inglés fue interrumpido con rapidez por un entrecortado:
—Es tarde y estoy ocupado. ¿Quién demonios es?
—Mitch Rafelson.
—Vaya. Perdona un momento mientras me pongo algo encima. Odio hablar medio desnudo.
—¡Medio! —exclamó una mujer alterada en la misma habitación—. Diles que pronto seré tu esposa y que estás completamente desnudo.
—Shhh. —Luego en tono más alto y con el teléfono medio tapado Merton habló con la mujer.
«Está recogiendo sus cosas y saliendo de la habitación», pensó Mitch. Merton apartó la mano y acercó la boca al teléfono.
—Es necesario que hablemos en privado, Mitchell.
—Llamo desde Baltimore.
—¿A qué distancia está eso de Bethesda?
—Lejos.
—¿Colaboras con el INS?
—No —dijo Mitch.
—¿Con Marge Cross? Oh... ¿Kaye Lang?
Mitch hizo una mueca. El instinto de Merton era asombroso.
—Sólo soy un simple antropólogo, Oliver.
—De acuerdo. La habitación está despejada. Puedo hablar con libertad. La situación en Innsbruck se ha calentado mucho. Ha ido más allá de simples peleas. Ahora ni siquiera se soportan unos a otros. Ha habido una ruptura y uno de los directores quiere hablar contigo.
—¿Quién?
—En realidad, dice que ha estado de tu parte desde el principio. Dice que te llamó para avisarte de que habían encontrado la cueva.
Mitch recordó la llamada.
—No dejó ningún nombre.
—Tampoco lo hará ahora. Pero está al tanto de todo, es alguien importante y quiere hablar. Me gustaría estar presente.
—Suena a maniobra política —dijo Mitch.
—No dudo que le gustaría extender algunos rumores y ver cuáles son las repercusiones. Quiere verte en Nueva York, no en Innsbruck ni en Viena. En casa de un conocido, en Beresford. ¿Conoces a alguien allí?
—La verdad es que no —contestó Mitch.
—Todavía no me ha dicho qué pretende, pero... no es difícil unir unos cuantos eslabones y obtener una bonita cadena.
—Lo pensaré y te llamaré dentro de un rato.
A Merton no pareció hacerle mucha gracia tener que esperar aunque sólo fuese un rato.
—Serán sólo unos minutos —le aseguró Mitch. Colgó.
Kaye salió de la cocina con dos tazas de cereales y una jarra de leche en una bandeja. Se había puesto una bata negra que le llegaba justo por debajo de la rodilla, atada con un cordón rojo. La bata dejaba ver sus piernas, y cuando se inclinó hacia delante se le descubrió uno de los pechos.