La radio de Darwin (7 page)

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Authors: Greg Bear

BOOK: La radio de Darwin
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—Me interesa más su futuro —dijo Kaye—. La mitad de las empresas médicas y farmacéuticas de Estados Unidos están peregrinando hasta aquí. La experiencia de Georgia podría salvar a millones de personas.

—Virus beneficiosos.

—Exacto —dijo Kaye—, fagos.

—Atacan sólo a bacterias.

Kaye asintió.

—Leí que los soldados georgianos llevaban consigo pequeños frascos llenos de fagos durante los disturbios —dijo Beck—. Los bebían si iban a entrar en combate, o los rociaban sobre las heridas o quemaduras mientras esperaban poder llegar a un hospital.

Kaye asintió.

—Han estado utilizando la terapia de fagos desde los años veinte, cuando Felix d'Herelle llegó aquí para trabajar con George Eliava. D'Herelle era descuidado. Los resultados parecían confusos entonces y enseguida aparecieron las sulfamidas y luego la penicilina. Hemos ignorado prácticamente a los fagos hasta ahora. Así que hemos acabado teniendo bacterias mortales resistentes a todos los antibióticos conocidos. Pero no a los fagos.

A través de las ventanas de la pequeña estancia, sobre los tejados de las casas bajas del otro lado de la calle, podía ver las montañas brillando a la luz de la luna. Quería irse a dormir, pero sabía que se quedaría despierta en la cama, dura y estrecha, durante horas.

—Por un futuro más agradable —dijo Beck. Alzó su vaso y lo vació de un trago. Kaye tomó un sorbo. La dulzura y la acidez del vino formaban una combinación deliciosa, como tarta de albaricoques.

—El doctor Jakeli me comentó que usted estaba escalando el Kazbeg —dijo Beck—. Es más alto que el Mont Blanc. Yo soy de Kansas. Allí no tenemos ni una montaña. Apenas algún peñasco. —Sonrió mirando hacia la mesa, como si le resultase incómodo afrontar su mirada—. Me encantan las montañas. Lamento apartarla de sus asuntos... y de su diversión.

—No estaba escalando. Sólo hacíamos senderismo.

—Intentaré librarla de esto en unos días —dijo Beck—. En Ginebra hay registros de personas desaparecidas y posibles masacres. Si encajan y podemos fecharlo en la década de los treinta, pasaremos el asunto a los georgianos y a los rusos. —Beck deseaba que las tumbas fuesen antiguas y ella no podía censurarle por ello.

—¿Y qué ocurrirá si son recientes? —preguntó Kaye.

—Traeremos un equipo de investigación de Viena.

Kaye lo miró fijamente, con seriedad.

—Son recientes —afirmó.

Beck apuró su vaso, se levantó y sujetó el respaldo de la silla con ambas manos.

—Yo opino lo mismo —dijo con un suspiro—. ¿Por qué abandonó la criminología? Si no es indiscreción...

—Aprendí demasiado sobre las personas —dijo Kaye. «Crueles, corruptas, sucias, desesperadamente estúpidas.»

Le habló a Beck del teniente de homicidios de Brooklyn que había sido su profesor. Era un cristiano devoto. Mientras les mostraba las fotografías de un crimen particularmente horrendo, con dos hombres, tres mujeres y un niño muertos, había dicho a los estudiantes: «Las almas de estas víctimas ya no están en sus cuerpos. No sintáis compasión por ellos. Compadeced a aquellos que quedan atrás. Sobreponeos. Seguid trabajando. Y recordad: trabajáis para Dios.»

—Sus creencias le mantenían cuerdo —dijo Kaye.

—¿Y usted? ¿Por qué cambió de especialidad?

—Yo no creía —dijo Kaye.

Beck asintió, flexionó sus manos sobre el respaldo de la silla.

—No tenía coraza. Bien, haga lo que pueda. Usted es todo lo que tenemos por el momento. —Le deseó buenas noches y se dirigió a las estrechas escaleras, subiendo con paso rápido y ligero.

Kaye permaneció sentada a la mesa durante varios minutos, luego caminó hasta la puerta de entrada al hostal, salió, se paró en los escalones de granito junto a la estrecha calle adoquinada y aspiró el aire nocturno, con su débil olor a alcantarillado. Sobre el tejado de la casa que estaba frente al hostal, podía ver la cumbre nevada de una montaña, con tanta claridad que casi parecía que pudiese extender el brazo y tocarla.

Por la mañana se despertó envuelta en cálidas sábanas y una manta que hacía tiempo que no se lavaba. Contempló algunos pelos sueltos, que no eran suyos, enredados en la gruesa lana gris junto a su cara. La pequeña cama de madera, con postes tallados y pintados de rojo ocupaba una habitación de paredes blancas de unos tres metros de ancho por tres y medio de largo, con una única ventana junto a la cama, una silla de madera y una mesa de roble natural con un lavamanos. Tbilisi tenía hoteles modernos, pero Gordi estaba apartada de las nuevas rutas turísticas, demasiado lejos de la Carretera Militar.

Salió de la cama, se lavó la cara con agua y se puso los vaqueros, la blusa y el abrigo. Estaba a punto de tocar el picaporte de hierro cuando oyó que golpeaban la puerta. Beck pronunció su nombre. Kaye abrió la puerta y lo miró fijamente.

—Nos echan de la ciudad —le dijo él, con gesto adusto—. Quieren que estemos de vuelta en Tbilisi mañana.

—¿Por qué?

—No nos quieren aquí. Han llegado soldados del ejército regular para escoltarnos. Les he dicho que usted es una asesora civil y no un miembro del equipo, pero les da igual.

—Vaya —dijo Kaye—. ¿Por qué este cambio?

Beck hizo un gesto de disgusto.

—El
sakrebulo
, el ayuntamiento, supongo. Preocupados por su pequeña y agradable comunidad. O tal vez venga de más arriba.

—Esto no suena a la nueva Georgia —dijo Kaye. Estaba preocupada por cómo podría afectar eso a su trabajo con el instituto.

—A mí también me sorprende —dijo Beck—. Hemos tropezado con algo delicado. Por favor, haga su maleta y reúnase con nosotros abajo.

Se volvió para irse, pero Kaye le sujetó el brazo.

—¿Funcionan los teléfonos?

—No lo sé —dijo—. Puede utilizar unos de nuestros teléfonos vía satélite.

—Gracias. Y... el doctor Jakeli debe de estar ya de vuelta en Tbilisi. Me molestaría hacerle venir de nuevo.

—Nosotros la llevaremos a Tbilisi —dijo Beck—, si es ahí donde quiere ir.

—Eso será perfecto —dijo Kaye.

Los cherokees blancos de Naciones Unidas brillaban al sol a la puerta del hostal. Kaye los miró a través de los cristales de la ventana del vestíbulo y esperó mientras la encargada sacaba un anticuado teléfono negro y lo enchufaba en la clavija junto al mostrador delantero. Levantó el auricular, escuchó y se lo tendió a Kaye: muerto. En pocos años más, Georgia saldría del atraso y alcanzaría al siglo veintiuno. Por ahora había menos de un centenar de líneas conectadas con el mundo exterior, y con todas las llamadas desviadas a través de Tbilisi, el servicio era esporádico.

La encargada sonrió con nerviosismo. Se había mostrado nerviosa desde que habían llegado.

Kaye llevó la bolsa al exterior. El equipo de Naciones Unidas constaba de seis hombres y tres mujeres. Kaye esperó junto a una mujer canadiense llamada Doyle, mientras Hunter sacaba el teléfono por satélite.

Primero hizo una llamada a Tbilisi para hablar con Tamara Mirianishvili, su contacto principal en el instituto. Después de varios intentos consiguió conectar. Tamara lo lamentó por ella y se preguntó a qué venía tanto jaleo, a continuación le dijo a Kaye que estarían encantados de que volviese y se quedase unos días más.

—Es una vergüenza que te mezclen en eso. Lo pasaremos bien y volveremos a animarte —dijo Tamara.

—¿Ha habido alguna llamada de Saul? —preguntó Kaye.

—Ha llamado dos veces —dijo Tamara—. Dice que preguntes algo más sobre biofilms, cómo funcionan los fagos en biofilms, cuando las bacterias están interrelacionadas.

—¿Nos lo contaréis? —preguntó Kaye en tono burlón.

Tamara le respondió con una risa cálida y tintineante.

—¿Quieres que te contemos todos nuestros secretos? ¡Kaye, cariño, todavía no hemos firmado ningún contrato!

—Saul tiene razón. Podría ser algo importante —dijo Kaye. Incluso en los peores momentos Saul miraba por su ciencia y sus negocios.

—Vuelve y te mostraré alguno de nuestros experimentos con biofilms, como excepción, sólo porque eres simpática —dijo Tamara.

—Genial.

Kaye le dio las gracias a Tamara y devolvió el teléfono al cabo.

Un coche oficial georgiano, un viejo Volga negro, llegó con varios oficiales del ejército, que salieron por el lado izquierdo. El mayor Chikurishvili de las Fuerzas de Seguridad salió por la derecha, con la cara más iracunda que nunca. Parecía como si fuese a explotar en una nube de sangre y saliva.

Un joven oficial del ejército —Kaye no tenía idea de qué rango tendría— se acercó a Beck y le habló en un ruso chapurreado. Cuando terminaron, Beck hizo una seña con la mano y el equipo de Naciones Unidas se subió a los Jeeps. Kaye acompañó a Beck.

Mientras se dirigían al oeste saliendo de Gordi, algunos habitantes se reunieron para verles marchar. Una niña pequeña junto a una pared blanca les saludó con la mano: pelo castaño, morena, ojos grises, fuerte y bonita. Una niña perfectamente normal y encantadora.

No hablaron mucho mientras Hunter les conducía hacia el sur por la autopista, dirigiendo la pequeña caravana. Beck miraba hacia delante, pensativo. La rígida amortiguación del Jeep rebotaba en las irregularidades del terreno y se hundía en los baches mientras giraba intentando esquivarlos.

Sentada en el asiento posterior derecho, Kaye pensó que acabaría mareándose.

En la radio sonaban melodías populares de Alania y un blues bastante bueno de Azerbaiyán y después un incomprensible programa hablado que Beck encontraba divertido a ratos. Se volvió para mirar a Kaye y ella intentó sonreír animosa.

Al cabo de unas cuantas horas se adormiló y soñó con colonias de bacterias creciendo en el interior de los cuerpos de las zanjas. Biofilms. Lo que la mayoría de la gente consideraba cieno. Pequeñas y laboriosas colonias bacterianas descomponiendo los cadáveres, que un día fueron descendientes evolutivos enormes y vivos, de vuelta a sus materiales de origen.

Hermosas construcciones de polisacáridos siendo derruidas desde el interior, intestinos y pulmones, corazón y arterias, ojos y cerebro. Las bacterias renunciando a su vida salvaje y urbanizándose, reciclándolo todo. Grandes ciudades basureros formadas por bacterias, alegremente ignorantes de la filosofía, la historia y el carácter de las masas muertas que reclamaban.

«Las bacterias nos hicieron. A ellas retornamos al final. Bienvenidos a casa.»

Despertó sudando. El aire se volvía cálido a medida que descendían por un valle largo y profundo. Qué agradable sería no saber nada del funcionamiento interno. Inocencia animal; la vida no analizada es la más dulce. Pero las cosas salieron mal, y surgieron la introspección y el análisis. La raíz de toda conciencia.

—¿Soñaba? —preguntó Beck, mientras paraban junto a una pequeña gasolinera y garaje, unidos por láminas de metal acanalado.

—Pesadillas —dijo Kaye—. Me implico demasiado en el trabajo, supongo.

5. Innsbruck, Austria

Mitch vio el sol azul danzar en torno a él y oscurecerse, y supuso que era de noche, pero el aire era ligeramente verdoso y en absoluto frío. Sintió un pinchazo de dolor en la parte superior del muslo y una sensación de malestar general en el estómago.

No estaba en la montaña. Parpadeó para aclarar la vista e intentó incorporarse para frotarse la cara. Una mano le detuvo y una suave voz femenina le dijo en alemán que fuese un buen chico. Mientras le ponía un paño frío y húmedo sobre la frente, la mujer le dijo, en inglés, que estaba algo magullado, sus dedos y su nariz se habían congelado y tenía una pierna rota. Unos minutos después volvía a dormir.

Inmediatamente después, despertó y consiguió incorporarse hasta quedar sentado sobre una crujiente y dura cama de hospital. Se encontraba en una habitación con otros cuatro pacientes, dos junto a él y otros dos enfrente, todos hombres, todos de menos de cuarenta años. Dos tenían piernas rotas sobre cabestrillos como los de las películas cómicas. Los otros dos tenían brazos rotos. Su propia pierna estaba escayolada, pero no en cabestrillo.

Todos los hombres tenían los ojos azules, eran fuertes y enjutos, atractivos, con rasgos aquilinos, cuellos delgados y mandíbulas alargadas. Lo observaban con atención.

Por fin veía la habitación con claridad: paredes de cemento pintadas, camas con cabezales lacados en blanco, una lámpara portátil sobre un soporte cromado que había confundido con un sol azul, suelo de baldosas jaspeadas de marrón, el aire cargado de vapor y antiséptico, un olor general a alcanfor.

A la derecha de Mitch, un hombre joven muy tostado por el sol, con las rosadas mejillas pelándosele, se inclinó hacia él y le habló.

—Eres el americano con suerte, ¿verdad? —La polea y las pesas que mantenían su pierna elevada chirriaron.

—Soy americano —dijo Mitch con voz ronca—, y debo de tener suerte, porque no estoy muerto.

Los hombres intercambiaron miradas solemnes. Mitch comprendió que su experiencia debía haber sido tema de conversación durante un tiempo.

—Todos estamos de acuerdo en que es mejor que sean otros alpinistas los que te informen.

Antes de que Mitch pudiese objetar que él no era realmente un alpinista, el joven tostado le dijo que sus compañeros habían muerto.

—El italiano con el que te encontraron, en el serac, se rompió el cuello. Y a la mujer la encontraron mucho más abajo, enterrada en el hielo.

Y luego, con ojos inquisitivos, ojos del mismo color que el cielo que Mitch había visto sobre la cresta de la montaña, el joven preguntó:

—Los periódicos y la televisión lo han dicho. ¿De dónde sacó el cadáver del bebé?

Mitch tosió. Vio una jarra de agua en una bandeja junto a su cama y bebió un vaso. Los alpinistas le observaban como duendes atléticos arropados en sus camas.

Mitch les devolvió la mirada. Trató de ocultar su consternación. No le serviría de nada el juzgar a Tilde ahora; de nada en absoluto.

El inspector de Innsbruck llegó al mediodía y se sentó junto a su cama, acompañado por un agente de la policía local, para interrogarle. El agente hablaba mejor inglés e hizo de traductor. Las preguntas eran rutinarias, dijo el inspector, formaban parte de la investigación del accidente. Mitch les dijo que no sabía quién era la mujer, y el inspector respondió, después de una pausa formal, que les habían visto juntos en Salzburgo.

—Usted, Franco Maricelli y Mathilda Berger.

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