Read La ramera errante Online

Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (24 page)

BOOK: La ramera errante
6.7Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Parece que vuestro señor se cree alguien muy especial. Ya me he acostado con condes y otros nobles señores, y todos estuvieron siempre muy satisfechos conmigo.

—Vete.

Ese fue el único comentario que hizo Giso. La mujer reaccionó con furia y trató de arañarlo, pero en ese momento se abrió la entrada de la carpa, un corpulento soldado la cogió y, a pesar de su corpulencia, la arrojó afuera como si fuera un saco de harapos. Giso le tiró su vestido.

—Perra —musitó. Marie advirtió que el hombre hubiese querido estar muy lejos de allí.

Entonces el ama de llaves le pidió a la pequeña rubia que diera un paso adelante y comenzó a interrogarla. La mujer parecía no saber muy bien qué contestar, y respondió algunas de las preguntas con tanta impertinencia que Hiltrud codeó a Marie sonriendo.

—Parece que esto se va a decidir entre alguna de nosotras. —Al parecer, la misteriosa persona que estaba detrás del cortinaje pensaba lo mismo. Rechazó a la nueva candidata con un breve comentario y Giso pagó a la prostituta. La mujer contó el dinero, que debía ser más del doble de su salario amatorio habitual, y se encogió de hombros con sorna.

—En realidad, no quieren llevarse a ninguna de nosotras al castillo —les dijo a Marie y a Hiltrud—. Seguro que detrás del cortinaje hay un par de hombres que quieren regodearse mirándonos. Tal vez el caballero ni siquiera pueda hacerlo ya. Pero por este dinero, yo hasta le ofrecería una función especial.

Dejó escapar una ventosidad de entre las nalgas y luego se agachó a recoger su vestido. Entonces vio que Giso alzaba la mano furioso, pegó un chillido y salió corriendo.

—Bien, y ahora vosotras dos.

A Giso le disgustaba que solo se pudiera escoger entre Marie y Hiltrud. Pero antes de que pudiese continuar hablando, Marie levantó la mano.

—Primero quiero dejar algo claro. Hace años que mi amiga y yo viajamos juntas a todas partes, y tampoco nos separaremos ahora. O nos lleváis a ambas, o no tendréis a ninguna.

Giso cerró el puño y se golpeó la mano.

—Eres la criatura más insolente que he conocido jamás.

Una enérgica voz de mujer detrás del cortinaje lo frenó.

—Tranquilo, Giso. Si no quieren separarse, están en su derecho.

—Pero solo necesitamos una prostituta para el señor —El ama de llaves se apresuró a salir en ayuda de Giso—. Otra mujer de esa clase no hará más que volver locos a los hombres del castillo.

La dama sonrió.

—No parecen ser tan tontas. Creo que podremos mantenerlas a raya.

De pronto, el cortinaje se abrió y salió una mujer. Era aproximadamente de la misma altura que Marie, pero rondaría los veinticinco años. Llevaba un amplio vestido bordado que ya no podía ocultar la redondez de su embarazo. Su rostro no era lindo ni feo, pero causaba una impresión agradable y amistosa, y sus mechones largos y rubios le otorgaban una apariencia majestuosa.

—Soy Mechthild von Arnstein —se presentó—. Como veréis, estoy embarazada y debo evitar tener relaciones con mi esposo hasta después del parto. Pero no quiero privarlo durante todo el invierno de una compañera de lecho.

Hiltrud la miró sin entender.

—¿Y por eso estáis buscando una prostituta para vuestro esposo? Una criada de labranza os saldría mucho más barata.

—Mi esposo no quiere una muchacha temblorosa que se muera de miedo en la cama, sino una mujer sana y fuerte que pueda darle placer.

—Si buscáis una mujer fuerte, entonces os conviene escoger a mi amiga Hiltrud.

Ese comentario le costó a Marie una mirada enojada de su amiga.

En las comisuras de la noble dama se dibujó una mueca divertida.

—Tu compañera tiene una figura imponente. El problema es que mi esposo… ¿cómo explicarte? Digamos que no es precisamente un gigante. Dudo que apruebe a una mujer más alta que él. Pero tú me gustas. Por eso te elegí a ti.

Marie levantó las manos, como poniéndose a la defensiva.

—¿Qué es lo que te causa tanto asombro? —preguntó la dama sonriendo—. Eres extraordinariamente bella y pareces rápida para responder.

—Ya lo creo que sí —comentó ácidamente Giso.

Marie se resistía en su interior. Algo no acababa de convencerla.

—¿Por qué una dama como vos busca una prostituta para su esposo? No parece una tarea para una esposa cristiana.

—Eso no es asunto tuyo, niña —le espetó el ama de llaves. Pero su señora le hizo señas para que se callara.

—Yo quiero que haya armonía en mi hogar. Para lograrlo, necesito también que mi esposo no ande malhumorado por no poder probar su hombría. Pero tampoco toleraré que le ponga la mano encima a alguna de mis criadas, como hacía mi padre. Cada vez que mi madre quedaba embarazada (y eso ocurría con mucha frecuencia) se llevaba a la cama a alguna de las criadas. Y entonces esas impertinentes terminaban creyéndose vaya una a saber qué, evitaban su trabajo y contestaban a mi madre con insolencia.

Mechthild von Arnstein no parecía ser la clase de mujer que toleraría un comportamiento así entre sus criados. Era demasiado decidida. Mientras Marie seguía pensando en la oferta, la dama siguió hablando.

—Mi esposo se ríe de mi extrema previsión y asegura que puede vivir perfectamente sin una mujer los cuatro o cinco meses que debe evitar tener relaciones conmigo. Pero conozco a los hombres. Cuando el invierno les obliga a encerrarse en sus habitaciones y no encuentran consuelo en la cama, tarde o temprano comienzan a tener ideas absurdas o se deprimen.

Marie asintió y luego se puso a contar.

—¿Habéis dicho cinco meses? Eso sería hasta mediados de febrero. Es demasiado pronto para salir a los caminos. Necesitamos alojamiento hasta mediados de marzo o, si hace mal tiempo, hasta comienzos de abril. No quisiera que me arrojaran a la calle en medio de las nevadas.

—Eso no sucederá —le prometió Mechthild von Arnstein—. Seréis nuestras invitadas hasta la primavera, aunque para entonces ya no os necesite.

Marie movió la cabeza vacilante, pero Hiltrud le dio con el codo furtivamente en el costado.

—La idea no está nada mal. Pasaríamos todo el invierno en un lugar seco y no necesitaríamos dinero para pagar alojamiento ni comida.

Mechthild von Arnstein sonrió a Marie animándola.

—Tu compañera ha comprendido muy bien las ventajas de nuestra oferta.

Marie suspiró a punto de ceder.

—¿Cómo es vuestro esposo? Yo siempre elijo con sumo cuidado a quienes llevo a mi tienda. Mantengo bien lejos a los hombres rudos que lastiman a las mujeres en la cama.

La mujer sonrió con añoranza.

—No te preocupes. Mi esposo ha sido siempre un amante muy tierno.

—¿A qué vienen tantos remilgos, Marie? —le preguntó Hiltrud irritada—. Una oportunidad como esta no se presenta dos veces.

Marie cerró los ojos un instante y oyó su voz interior. Hiltrud tenía razón. Si aceptaba, estarían abastecidas durante todo el invierno y no tendrían que gastar ni un centavo de los ahorros que tanto trabajo les había costado ganar. Tal vez hasta llegase a ganar suficiente dinero como para poder volver a enviar a alguien a Constanza la próxima primavera. Solo que esta vez tendría que escoger un mensajero más fiable que ese trovador sinvergüenza que la había embaucado la última vez.

Respiró profundamente y asintió con la cabeza.

—Acepto.

Capítulo II

Marie estaba acostumbrada a hacer sus viajes a pie, le habría gustado poder caminar ahora también, ya que la carreta que ella y Hiltrud compartían con dos criadas y una docena de cajas, canastos y barriles crujía y se zarandeaba más que una barca en el Rin. Le dolían todos los huesos del cuerpo y lentamente comenzó a sentir envidia del siervo que caminaba al lado de la carreta azuzando a los dos bueyes. Las cabras de Hiltrud habían sido enganchadas en la parte trasera del carro. Avanzaban muy diligentes, aunque no sin arrancar algún pastito a la vera del camino o emitir de tanto en tanto un balido para llamar la atención de Hiltrud. Los siervos le habían quitado las ruedas a la carreta de Hiltrud y la habían ajustado al carro de equipaje más grande, que era tirado por cuatro bueyes y cerraba la caravana.

A la cabeza iba el carruaje cerrado de Mechthild von Arnstein, que, al igual que los carros de equipaje, caía cada dos o tres pasos en un pozo y volvía a salir dando tumbos. Marie había visto cómo recostaban a la dama en un lecho de almohadones blandos para protegerla del traqueteo y las sacudidas. De todos modos, aquel viaje debía de ser un suplicio para una mujer embarazada. Marie se alegraría de llegar al castillo de Arnstein también por la señora, ya que ahora todo dependía de su salud. Si daba a luz antes de tiempo a un niño muerto, el señor del castillo consideraría a las prostitutas dos bocas improductivas y las pondría de patitas en la calle.

Marie soltó un suspiro a la vez que se sujetaba con fuerza a la pared de la carreta, ya que una sacudida especialmente fuerte le había hecho perder el equilibrio. Rogó al cielo que llegaran al castillo de Arnstein esa misma noche, tal como le habían asegurado, aunque no se hacía ilusiones con el panorama que se encontraría allí. Ella y Hiltrud habían estado en castillos imponentes y habían pasado la noche en un par de ellos, y entonces los prejuicios de Marie se habían confirmado. Los castillos de los nobles de caballeros eran realmente fríos, húmedos y expuestos a las corrientes de aire, y además estaban repletos de gente. Solo cabía esperar que Mechthild no las hiciera dormir en la cocina con las criadas o en la galería que conducía al pozo de agua, sino que, al menos, las instalara en una de las habitaciones en las que vivían las criadas personales. A juzgar por lo que había visto hasta el momento, durante ese invierno ella y Hiltrud no estarían ni por asomo tan cómodas como lo habían estado en la vieja choza que encontraron el año anterior. Marie suspiró al recordar la gruesa capa de follaje seco sobre el suelo y el fuego que mantenían constantemente encendido con pasto y ramas secas para poder cocinar y mantener un agradable calor.

De pronto, Hiltrud le dio un puntapié sobresaltándola.

—¿Qué sucede?

Hiltrud señaló hacia los soldados que escoltaban la caravana. Los hombres se habían ajustado los cinturones de sus armaduras y tenían preparadas las armas.

No lejos de allí, el camino seguía a través de un angosto puente de madera. Allí se habían apostado una docena de escuderos con el evidente propósito de cercarles el camino a los de Arnstein. Cuando las carretas se aproximaron, Marie pudo distinguir el escudo heráldico que esos hombres llevaban en el pecho. Se trataba de una torre almenada roja sobre la cual pendía la cabeza de un jabalí negro. Marie conocía ese símbolo, pero no recordaba a quién pertenecía. No era de extrañar, ya que durante sus viajes había visto muchos escudos diferentes en el pecho de vasallos, escuderos y nobles señores. Sin embargo, al ver ese escudo se le erizaron los cabellos sin saber por qué.

Poco antes de llegar al puente, Giso ordenó a los conductores que se detuviesen y avanzó con su caballo bayo un trecho en dirección hacia los bandidos. Se detuvo tan cerca del primer guerrero que la cabeza de su caballo casi rozó al hombre.

—¡Dejad el camino libre de inmediato! —les gritó.

—¿Y por qué habríamos de hacerlo? —respondió el jefe de los escuderos desafiante—. La chusma de Arnstein ya no tiene nada más que hacer en estas tierras.

Giso se enfrentó a ellos.

—Estas tierras pertenecen al caballero Otmar, y los canallas de Keilburg no tienen nada que hacer aquí.

La voz de Giso sobrepasó los mugidos de los bueyes, que pateaban inquietos, y resonó como un eco en los oídos de Marie. Ella tragó saliva y se llevó la mano al corazón para calmar el salto que le había dado, ya que en ese momento recordó dónde había visto ese escudo por primera vez: en el anillo de Ruppert. Era el símbolo de su padre, Heinrich von Keilburg. En sus esfuerzos por subrayar la grandeza de su prometido, su padre le había contado muchas cosas sobre el conde y, entre ellas, había mencionado que el castillo donde residía el padre de Ruppertus alguna vez se había llamado Keilersburg . En ocasión de su nombramiento como conde imperial, Heinrich lo había rebautizado con el nombre de Keilburg. Marie aguardó con ansiedad la respuesta del jefe de los hombres de Keilburg.

—¿Por qué desiertos has estado transitando en los últimos tiempos? Ya todo el mundo sabe que el conde Otmar se ha retirado de la vida mundana y se ha enclaustrado en un convento tras legar todas sus posesiones a mi señor, el conde Konrad.

Giso soltó una sonora carcajada.

—Ese es otro de los cuentos que vuestro señor suele difundir. Si realmente es cierto que el caballero Otmar se ha retirado a un convento, entonces sus tierras pertenecen a mi señor, ya que el caballero Otmar ha sellado un pacto sucesorio con él y no está capacitado para transferirle sus dominios a nadie más.

—Parece que sí lo está —le explicó sin inmutarse el hombre de Keilburg—. De hecho, el derecho de mi señor está documentado y sellado. Friedrich von Zollern, el nuevo obispo de Constanza, y el abad Hugo von Waldkron han firmado el pacto en calidad de testigos, y el Emperador mismo otorgó su aprobación.

Giso amagó con echársele al cuello, pero al ver que los soldados de Keilburg tenían las espadas desenvainadas se contuvo.

—¡Eso es mentira! Vamos, apartaos del camino de inmediato. Debo llevar a mi señora a su casa. Está embarazada y no podrá soportar el viaje si nos desviamos por caminos en mal estado.

El jefe de los de Keilburg soltó una risa irónica.

—Entonces será mejor que la próxima vez se quede en su casa, como corresponde a una mujer decente. Por aquí no pasaréis a menos que te bajes de tu corcel y me pidas de rodillas que haga una excepción con tu señora.

Giso se puso rojo de ira y alzó su espada. Sus hombres se le unieron y, por unos instantes, pareció que estallaría un combate entre ambos bandos. Como los hombres de Keilburg triplicaban en número a los de Giso, Marie se temió lo peor. Pero entonces se descorrió el cortinaje del carruaje y Mechthild von Arnstein asomó la cabeza.

—¡Atrás, Giso! No toleraré una lucha armada sin que medie una carta de desafío, y no sacrificaré hombres valiosos sin saber qué es lo que ha sucedido en realidad. Vamos, daremos la vuelta y buscaremos otro camino. Pero tú, hombre de Keilburg —agregó entonces dirigiéndose al jefe de los otros—, tú puedes decirle a tu codicioso señor que los Arnstein defenderemos nuestros derechos.

BOOK: La ramera errante
6.7Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Devil in the Kitchen by Marco Pierre White
Desert Rogues Part 2 by Susan Mallery
Beatlebone by Kevin Barry
The Scarecrow of OZ by S. D. Stuart
Leather and Pleasure by Jennifer Labelle
Cool Water by Dianne Warren
The Fire In My Eyes by Christopher Nelson