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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (33 page)

BOOK: La ramera errante
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El monje subió sigilosamente las escaleras que conducían al piso superior y se deslizó por el corredor como una sombra. Al pasar por la puerta del cuarto donde se encontraba la señora se detuvo un instante a escuchar sus gritos y las voces nerviosas de las criadas en la antesala. No sonaba nada bien. Lo más probable era que esa noche el caballero perdiera a su mujer y a su hijo aún no nacido.

En un primer momento, Jodokus iba a rezar una oración breve, pero luego se dijo que el destino de la señora no era asunto suyo y siguió su camino. Poco después alcanzó la puerta de la habitación en la que el caballero Dietmar guardaba las cosas que le eran queridas y valiosas. Solo cuatro personas poseían la llave de la puerta doblemente chapada en madera de roble: el señor del castillo, la señora, el alcaide Giso y él mismo, en calidad de escribiente y hombre de confianza de la pareja caballeresca.

El monje extrajo la llave de su hábito y la introdujo en el ojo de la cerradura. En ese mismo momento, una de las criadas salió precipitadamente del aposento en el que se encontraba la señora Mechthild y pasó corriendo a su lado con los cabellos sueltos. A pesar de que no le prestó atención, Jodokus se llevó un susto mortal. Se apoyó contra la puerta, esperó a que la criada desapareciera, giró la llave con mano temblorosa y se deslizó dentro de la habitación. Para no llamar la atención, cerró la puerta detrás de sí, se apoyó un instante sobre la puerta y tomó aire. Luego se dirigió hacia un arcón chapado en plata con tres cerrojos que estaba un poco apartado, en un hueco de la pared. Al principio, Jodokus poseía solo una de las tres llaves, pero no le había resultado nada difícil tomar las otras dos por un tiempo y hacer impresiones en cera de ellas. Durante un viaje al monasterio de Santa Otilia se encontró con un hombre de confianza que a su regreso le entregó dos copias idénticas a las llaves originales.

Abrió el cofre con las llaves y levantó con sumo cuidado la tapa, ya que sus goznes no estaban aceitados y al abrir chirriaban tan fuerte que el ruido podía escucharse hasta en el salón. Su mano experta tanteó el rollo de cuero que contenía el testamento del caballero Otmar y lo sacó del cofre. Retiró la tapa plateada y desplegó el cuero ante sí. Luego extrajo una botellita de vidrio de una bolsita que llevaba en el cinturón y la destapó. Con sumo cuidado fue derramando el contenido de la botellita sobre el contrato, volvió a cerrar el rollo, lo aseguró para que no se cayera y volvió a ponerlo en el cofre.

Sus manos temblaban de tal modo que le costó un enorme esfuerzo volver a cerrar el cofre con llave. Si llegaban a descubrir ahora lo que acababa de hacer, sería su fin. Se quedó acechando detrás de la puerta y, tras comprobar que no había nadie en el pasillo, salió de la habitación cerrándola rápida pero cuidadosamente. Poco después, abandonó el castillo de Arnstein por una puerta lateral y apuró el paso para llegar al castillo de Felde cuanto antes.

Capítulo IX

Cuando Marie llegó al aposento de las damas, la señora yacía en su cama con los ojos apretados y las manos tensas gritando de dolor. De todos modos, parecía tener plena conciencia de lo que sucedía a su alrededor, ya que cuando Marie se inclinó sobre ella, le clavó la mano en el hombro y la miró con los ojos desorbitados por el miedo.

—Tienes que calmar a mi esposo. No quiero que se preocupe demasiado por mí. Recientemente le han sobrevenido más cosas de las que ni el más valiente puede soportar sin ayuda de Dios.

Marie extendió sus manos con impotencia.

—¡Pero no puedo atraerlo a la cama mientras vos lucháis por vuestra vida!

Guda apareció junto a ella y apoyó su mano en el otro hombro de Marie.

—Ve, niña, y haz lo que la señora te ordena. Si el señor no quiere dormir contigo, emborráchalo con vino. Pero por el amor de Dios, mantenlo lejos de aquí.

—Está bien, lo intentaré.

Cuando Marie asintió con la cabeza, la señora la soltó.

—Dile que lo amo mucho, si es que no…

La señora Mechthild se resistió a continuar, de modo que la frase quedó incompleta, pero Marie la comprendió de todas formas. Abandonó enseguida la habitación en la que las criadas iban y venían alborotadas como un grupo de gallinas nerviosas, aunque ya casi no había nada que ellas pudieran hacer, y se deslizó a través de una puerta lateral hacia la antesala que conducía a los aposentos del caballero Dietmar. El señor del castillo estaba de pie junto a la puerta, inclinado contra la pared, y la miró como si hubiese estado esperando ver al mismísimo Diablo.

Marie levantó las manos a modo de súplica.

—La señora me envía para que me ocupe de vos.

—¡Que el Diablo me lleve antes de revolearme en la cama con una prostituta ahora! —le espetó él.

Marie pasó junto a él, alzó la copa que había rodado por el suelo y la limpió con una servilleta. Luego volvió a servirle vino con las manos temblorosas.

—Bebed, señor. Os hará bien. Por supuesto que este no es el momento adecuado para retozar en la cama. Deberíamos arrodillarnos y rogar a los santos para que acompañen a la señora Mechthild en estas horas difíciles.

El caballero se bebió la copa de un solo trago, como si hubiese estado llena de agua y no de pesado vino. Sin embargo, la palabra "oración" penetró en la nebulosa de su cerebro, y Dietmar aprobó la idea asintiendo con la cabeza.

—Sí, oremos, prostituta, para que Dios tenga misericordia de mi mujer. Jesús también bendijo a María Magdalena. Tal vez ahora te escuche a ti.

Diciendo esto, se arrodilló en medio de la habitación y juntó las manos. Marie lo imitó y comenzó a recitar una oración.

El tiempo transcurría lentamente mientras Marie hurgaba en su memoria buscando las oraciones adecuadas para una parturienta y se las recitaba al caballero. Mientras tanto, ella prestaba atención a los ruidos provenientes de las habitaciones contiguas, con la esperanza de oír en cualquier momento los gritos de alegría y las alabanzas típicas de un nacimiento afortunado. Pero lo único que captaba eran exclamaciones suaves, los taconeos de muchos pies y, sobrepasando todo lo demás, los gritos de la parturienta, cuyo eco traspasaba los muros en forma escalofriante. Cada vez que oía los gritos de su esposa, el caballero se estremecía y apoyaba los puños sobre el vientre, como si él también sintiera en carne propia los dolores que ella estaba sufriendo. Finalmente, ya no aguantó más. Se levantó de un salto y corrió hacia la puerta. Marie trató de detenerlo pero él la hizo a un lado. Al llegar a la puerta, cayó en los brazos de Giso, que a pesar de ser tan corpulento tuvo que hacer grandes esfuerzos para sostenerlo y regresarlo a la habitación.

Dietmar le gritó a su acólito, furioso, e incluso trató de golpearlo.

—¡Déjame en paz, maldito! Tengo que ver a mi esposa.

Marie intentó ayudar a Giso hablándole al señor del castillo para disuadirlo.

—No podéis ayudarla. La partera está con ella. Si la molestáis, solo lograréis empeorar las cosas. Así que sed razonable y quedaos aquí.

Dietmar no la escuchó, sino que siguió luchando con Giso, que lo sostenía y trataba de convencerlo de buena manera. Finalmente, Dietmar se calmó y dejó que lo llevaran a su cama. Marie le alcanzó la copa, que se había apresurado a llenar, y se quedó mirando como el caballero bebía su contenido de un trago. Finalmente, el señor del castillo se abrazó a Marie, a quien apenas había prestado atención fuera de la cama, y comenzó a balbucear sollozando una de las oraciones que ella le había enseñado. Pero los ruegos a la madre de Dios no parecían calmarlo.

—Dios no será tan cruel como para quitarme a mi esposa, ¿verdad? —le preguntó a Marie con los ojos desorbitados por la angustia.

—No lo hará, estoy segura —le aseguró Marie, deseando que realmente todo saliera bien. Pensó con escalofríos en lo que el señor del castillo podía llegar a hacer en medio de su furia si la señora Mechthild no llegaba a sobrevivir al nacimiento de su hijo. 

—La amo tanto. Sin ella no soy yo. Ella es mi fuerza, mi energía, mi…

El caballero estalló en llanto; sin embargo, ni Marie ni Giso interpretaron ese llanto como una señal de debilidad. Giso tenía veneración por la señora del castillo y habría dado su vida para salvar la de ella. Pero en aquellas horas difíciles, solo Dios podía ayudarla.

Cuando volvió a oírse otro grito casi inhumano que resonó en todo el castillo, el caballero se calmó de repente. Apretó los puños y miró al señor del castillo.

—Si Mechthild me abandona, sabré quién es el culpable. Giso, ve y ocúpate de que tus hombres estén listos para partir si mi mujer muere. Fue la traición de Rumold la que le dio ese golpe. Me aseguraré de que no sobreviva mucho a la muerte de Mechthild.

—¿Queréis atacar a Bürggen ahora, en pleno invierno, y además sin que medie una carta de desafío?

Giso se quedó mirando a su señor sin poder dar crédito a lo que oía. Sin embargo, al ver la expresión petrificada en su rostro se dio cuenta de que las órdenes de Dietmar iban muy en serio. De modo que el alcaide se levantó con movimientos cansados y suspiró.

—Muy bien, reuniré a mis hombres. Tal vez incluso podamos tener alguna oportunidad, ya que ciertamente no nos creen capaces de cometer semejante locura.

Cuando Giso se desgañitó en la puerta de la torre del homenaje para llamar a su gente, Marie se percató del silencio que se había producido en la habitación de al lado. No se atrevía a dejar solo al señor, de modo que no le quedó más remedio que quedarse mirando la puerta y esperar a que alguien viniera a darles alguna información. No habían pasado ni dos segundos cuando alguien accionó el picaporte. Marie contuvo la respiración y rodeó el brazo acalambrado del caballero. La puerta se abrió y Guda hizo su entrada. Llevaba en brazos un bulto que apenas se movía, envuelto en las sábanas bordadas por Marie. Radiante, se lo mostró al caballero.

—Tenéis un hijo, señor Dietmar, un hijo completamente sano.

Como si quisiera confirmar sus palabras, el lactante comenzó a lloriquear.

Pero el caballero no prestó atención al bebé, sino que miró al ama de llaves, angustiado.

—¿Y mi mujer?

—Está agotada, pero ha sobrellevado muy bien el parto.

Dietmar lanzó un grito de júbilo que asustó al niño y lo hizo llorar otra vez. El caballero echó un breve vistazo a la carita rosada y arrugada del recién nacido, hizo a Guda a un lado y salió corriendo a la habitación contigua. Marie y el ama de llaves lo siguieron aliviadas. La señora Mechthild yacía en su cama, cansada y agotada, pero también satisfecha, y le brotó una sonrisa cuando su esposo se arrodilló junto a ella.

—Te dije que sería un niño —susurró.

—Lo más importante es que tú estás bien —respondió Dietmar. La besó y le hizo una seña de agradecimiento a Marie, que se había quedado parada al pie de la cama.

Ella felicitó a la señora por el feliz nacimiento.

—En agradecimiento a la virgen María, que permitió que mi esposa y mi hijo se quedaran conmigo, prometo hacer una peregrinación hasta Einsiedeln y encender una vela en su altar el día de la Consagración a los Santos Ángeles —anunció pomposamente el señor del castillo—. Pero antes daremos a mi hijo el sacramento del bautismo.

—¿Qué nombre le pondréis? —pregunto Marie con curiosidad.

—Grimald —respondió el caballero sonriendo—. Y ya sé también quién será su padrino.

Miró a su esposa con una sonrisa pícara y soltó una carcajada feliz, como si todas sus preocupaciones se hubiesen esfumado de repente.

Capítulo X

A la mañana siguiente, Giso partió con unos pocos acompañantes a transmitir a los amigos del caballero la feliz noticia del nacimiento del niño. Lo más llamativo era que llevaba caballos de carga, como si fuera a realizar un largo viaje. Marie se enteró que Giso iría a visitar al hombre que el señor del castillo intentaba ganar como padrino para su hijo. Nadie sabía decir de quién se trataba, ya que Dietmar no había querido contárselo ni siquiera a su propia esposa, que se moría de curiosidad.

Pero a Marie no le interesaba tanto el padrino como el paradero del hermano Jodokus. No quería caer en algún rincón oscuro en los brazos del hombre que le inspiraba más asco que nunca, justo ahora que debía mostrarse agradecida con él. Cuando pasó de puntillas por la capilla del castillo, donde se suponía que él tenía que dar una misa en honor de la señora y el niño, se asombró de lo silenciosa que estaba. De modo que echó un vistazo en el interior. En agradecimiento por el feliz nacimiento del heredero tendrían que haberse encendido tres velas en el altar, en honor de la Santísima Trinidad, y otra frente a la imagen de la Virgen María, pero lo único que iluminaba la bóveda pintada eran los rayos que entraban por la ventana y caían de forma casi perpendicular. Marie se quedó perpleja.

Una de las criadas personales le contó que Jodokus no se había presentado ante la señora para felicitarla y que tampoco se había dejado ver en el salón en el que el caballero Dietmar había congregado a todos sus sirvientes para festejar con ellos el nacimiento de su heredero. También Philipp von Steinzell había desaparecido misteriosamente, como si se lo hubiese tragado la tierra. Marie se enteró de que el hidalgo había abandonado el castillo al caer la tarde del día anterior para regresar con su padre. De pronto se le ocurrió pensar que Philipp podía haber matado a Jodokus, enfurecido porque éste había acudido en su ayuda, y esta idea la llenó de remordimientos. Al ver que Jodokus tampoco aparecía a la hora de la cena, le hizo notar su ausencia a Guda.

El ama de llaves no pareció muy interesada en el monje.

—El hermano Jodokus es un viejo ermitaño. Prefiere estar de rodillas en su habitación haciendo penitencia antes que dando misa. Para ser sincera, yo prefiero que no se nos cruce en el camino. No me gusta la forma que tiene de aparecer con tanto sigilo. Y te aconsejo que no te acerques a ese hombre, porque no le tengo ninguna confianza.

Guda acentuó la palabra "hombre" tan fuertemente como si supiera de la pasión que el monje sentía por la prostituta. Marie se quedó conforme con esa información. Cuando más tarde le preguntó a Hiltrud por Jodokus, ésta comenzó a burlarse de ella:

—¿Conque extrañas a tu admirador? Pensé que no te gustaban los carneros de dos patas.

Pero después de que Marie le relatara lo que había sucedido con Philipp von Steinzell y el monje, a su amiga se le fueron las ganas de reírse.

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