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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (67 page)

BOOK: La ramera errante
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Württemberg alzó los brazos fingiendo desesperación.

—Mi pequeña, tú también deberás reconocer alguna vez que en el mundo nada es tan sencillo como imaginas. No fue fácil para mí impedir que juzgaran a tu tío enseguida. Los círculos que rodean a Keilburg son muy influyentes y ya habían presionado al obispo para que condenara a tu tío lo antes posible, y los vasallos tiroleses estaban indignados de que aún no lo hubiesen atado a la rueda. Por suerte, estaban tan ocupados llegando a un acuerdo de paz entre su caballero feudal y el Emperador que se olvidaron de ejecutar al tonelero. Por eso se mostraron de acuerdo cuando convencí al Emperador de que tomara el asunto en sus manos.

Marie frunció los labios con desprecio.

—Son solo tretas que no sirven de nada.

En los labios de Württemberg se dibujó una sonrisa de superioridad.

—Si tu tío aún continúa con vida no es sino gracias a esas tretas, como tú las llamas. Si pudiéramos atrapar al aprendiz Melcher, entonces podríamos desenmascarar al verdadero asesino y asestarle un golpe a Keilburg del cual no podría defenderse.

Marie bajó tristemente la cabeza. Los hombres de Michel habían regresado hacía tiempo, el único que continuaba buscando a Melcher era Wilmar, pero parecía que la tierra se lo había tragado. Marie se lo confesó a Württemberg.

El conde no se mostró sorprendido.

—Para mí que ese muchacho yace hace mucho en el fondo del lago Constanza.

Marie se tapó la cara con las manos.

—¡Por Dios, no! Melcher es el único testigo que puede probar que mi tío es inocente.

—Entonces esperemos que siga con vida y que tu Wilmar lo encuentre.

La voz de Württemberg no sonaba muy optimista que digamos.

Para consolar a Marie, la rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí.

—El juicio contra tu tío no está perdido todavía. Solo hay que hacerle ver al Emperador que el hidalgo Philipp quería violar a la hija de Flühi, y ya con eso existe la posibilidad de que tengan clemencia con él. Por cierto, para eso necesitaremos un defensor que goce de buena reputación. A mí ni siquiera me consideran un ejemplo de vida decente.

El conde Eberhard se rió de sus propias palabras.

—No es fácil vivir con el emperador Segismundo, Marie. Los príncipes electores lo nombraron Emperador y rey alemán, transformándolo de ese modo en el hombre más poderoso de toda la Cristiandad. Pero lo que no han podido conferirle es el entendimiento que exige una investidura semejante. Es pedante cuando debería mostrarse benévolo, se ofende con facilidad y es descortés sin ninguna necesidad. Cuando se le mete algo en la cabeza, quiere imponerlo a toda costa, y no tolera que lo contradigan. Recuerda al tirolés Federico, a quien condenó al destierro por haber ayudado al Papa Juan a huir de Constanza.

—Pero entretanto el Emperador ha vuelto a perdonar al de Habsburgo.

—Porque no tenía más remedio. Federico cuenta con muchos amigos que ni siquiera el Emperador puede dejar de lado con tanta facilidad. El Papa ha sido encarcelado nuevamente, de modo que, por el momento, el Emperador no tiene motivo alguno para pelearse con el hombre de la casa Habsburgo. Segismundo se ocupa únicamente de lo que le importa a él, y mientras tanto se olvida de casi todo lo demás.

Marie recordó el juicio contra el Papa Juan XXIII, a quien el concilio había condenado por haber ocupado injustamente el trono del Pedro. El emperador Segismundo, que en octubre había recibido al Papa depuesto en Constanza con toda la pompa, esta vez le hizo beber hasta la última gota del amargo cáliz de la derrota, llevándolo a pie y encadenado hasta Gottlieben, donde ahora estaba preso. Si el Emperador trituraba de ese modo a un señor nacido en cuna noble, ¿cómo procedería con un simple burgués? Al cabo de un rato, Marie se dio cuenta de que Württemberg ya había cambiado de tema.

—¿Estás oyéndome, niña? Dije que en lo sucesivo debes evitar hablar del licenciado Jan Hus, y mucho menos elogiarlo diciendo que es un hombre íntegro. Sus prédicas han encendido la furia de Segismundo, y los castigos del Emperador suelen caer no solamente sobre aquel que lo desafía, sino también sobre la gente que se pone del bando equivocado.

—¿Qué puede suceder? El licenciado Hus vino al concilio invitado por el Emperador y con un salvoconducto firmado por él mismo.

—Los salvoconductos ya tampoco son como antes —se burló Württemberg.

Marie pensó inmediatamente en ella misma. Si el salvoconducto ya no tenía ningún valor, entonces ella también estaba en peligro, ya que en las actas judiciales de Constanza estaba escrito cómo había que proceder si ella llegaba a regresar a la ciudad. Se sintió tan desprotegida como una hoja en la tormenta, y de pronto comenzó a parecerle ridícula su esperanza de salvarle la vida a su tío. Sus derechos eran nulos, como los de una leprosa, y su plan de hacer caer a Ruppert con medios legales ahora le parecía demasiado osado incluso a ella misma. Ni siquiera el conde, que se contaba entre los más poderosos del Imperio, tenía influencia suficiente como para ayudar a Mombert Flühi a quedar libre o arrancarle a Ruppertus Splendidus del rostro la máscara de la falsedad, ya que, de hacerlo, él mismo correría el riesgo de quedar atrapado en la red de intrigas que el bastardo de Keilburg tan magistralmente sabía urdir.

Era desesperante. Por un momento, Marie pensó en volver a llevarse los documentos consigo e intentar llegar con ellos directamente hasta el Emperador. Pero desechó la idea de inmediato. Para una mujer como ella era imposible acercarse a más de diez pasos de distancia del Emperador, y aunque llegase a lograrlo, éste le entregaría el material a alguno de los jueces de esta ciudad, con los cuales su antiguo prometido tenía absoluta confianza. Y el conde acababa de hacerle ver lo que sucedería entonces con las notas de Jodokus y las pruebas que había recolectado.

Hubiese querido regresar a su plan original: contratar a un asesino a sueldo para que matara a Ruppert. Pero su muerte no serviría para salvar a su tío. Por más vueltas que le diera al asunto, siempre terminaba dependiendo de Württemberg, y no le quedaba más remedio que confiar en que el noble señor no estuviese persiguiendo únicamente sus propios intereses ni dejando de lado los de ella como a un estorbo.

El conde Eberhard observó los cambios en el semblante de Marie y suspiró. Ella lo odiaría si no lograba impedir que su tío fuera condenado y ejecutado por el asesinato del hidalgo Philipp. Pero no podía hacer mucho por el tonelero si no quería poner en peligro sus propios planes. Lo más probable era que su destino ya estuviese sellado, aunque el aprendiz fugitivo apareciese y declarara en favor de su maestro.

Tampoco podía decirle eso a Marie, ya que por un lado seguía teniendo esperanzas de poder ayudarla a vengarse del traidor, y por otro, quería retenerla todo el tiempo que fuera posible. No era sencillo encontrar una amante tan bella y tan dispuesta para sus juegos eróticos. Con cierta perplejidad, comprobó que Marie se había convertido para él en algo más que una concubina cualquiera. Probablemente, eso tenía que ver —entre otras cosas— con el hecho de que ella dejaba en sus manos un arma muy poderosa para destruir a Keilburg. Había logrado impresionarlo, pues hasta entonces ninguna mujer se había atrevido a hablarle con tanta franqueza, y con ninguna había tenido tanta confianza como con ella.

El conde Eberhard se asomó por la ventana mientras intentaba concentrarse en los aspectos agradables de aquella relación. Iba a apartar la vista cuando de pronto le llamó la atención un joven oficial vestido con los colores palatinos a quien ya había visto aparecer otras veces cerca de él. El hombre estaba inclinado contra la pared de una casa en la acera de enfrente y observaba su casa con una expresión tan furiosa que parecía querer incendiarla. Württemberg se volvió hacia Marie y le hizo señas para que se acercara.

—¿Ves a ese muchacho de ahí? ¿Será un espía de Keilburg?

Marie hizo un ademán negativo riéndose.

—¿Ese, un espía de Keilburg? No, señor, os equivocáis. Ese no es otro que Michel Adler, del cual ya os he hablado. Es un viejo amigo de mi infancia que está al servicio del príncipe elector palatino.

—Conque es ese. Por la expresión de su rostro, será mejor que no me lo cruce en un callejón oscuro. —El conde Eberhard miró a Marie por un instante incrédulo, y luego se echó a reír.— ¿Un amigo de tu infancia, dices? Me parece que hay algo más que eso. El muchacho parece más bien un amante celoso.

Marie se unió a su risa.

—¿Michel, celoso? Pero si él sabe que aquí estoy trabajando. Jamás se enfada con mis pretendientes.

—Parece que conmigo ha hecho una excepción. No sé si debo sentirme halagado.

Württemberg observó a Marie y pensó que una mujer como ella era perfectamente capaz de despertar sentimientos intensos en un hombre. Esa idea volvió a despertar su deseo. Extendió los brazos hacia Marie y la atrajo hacia sí.

—Ven a la cama, pequeña. Tengo que partir enseguida y quiero irme con una sensación agradable.

Marie reaccionó a su demanda provocando aún más su deseo. Cuando ya estaba debajo del conde, haciéndolo sentir otra vez un hombre como no había otro igual, se puso a pensar en cómo hacer para que interviniera seriamente en favor de Mombert y su mujer.

Capítulo III

—Al fin llegas.

Michel se apartó de la pared que lo había sostenido durante más de tres horas y avanzó hacia Marie. Hacía grandes esfuerzos por contener la expresión de su rostro. Marie recordó las palabras de Württemberg y sacó sus conclusiones. ¿Qué se creía Michel? Ella no era propiedad de nadie, y si quería comportarse como un amante celoso, sus caminos tendrían que separarse. Por un lado, la presencia de Michel reabría las viejas heridas de su alma y la convertía en una vieja cascarrabias. Cuando estaba con extraños, ella podía olvidar quién había sido alguna vez, pero con su sola estampa, Michel representaba su propio ascenso y la caída de ella al mismo tiempo. Por otro lado, no quería prescindir de él, ya que siempre estaba dispuesto a ayudarla en todo lo que podía, y sus visitas regulares le daban cierta protección a la casa y a las tres mujeres que la habitaban. Como en todas partes, aquí también había clientes disconformes y rufianes envidiosos, pero hasta el momento ninguno de ellos se había atrevido a enviar una banda de vándalos a su casa.

Marie le regaló a Michel una de las sonrisas del repertorio perteneciente a su oficio.

—El conde von Württemberg es un hombre exigente, y debo satisfacerlo a cualquier precio para que me ayude a ejecutar mi venganza o, en el peor de los casos, para que me proteja de mis enemigos. Si bien el salvoconducto también rige para nosotras las prostitutas, eso no será un impedimento para que Ruppert me ponga en la picota o me haga ahogar en el lago.

El tono de sus palabras constituía toda una declaración de guerra, pero Michel no quería enojarse.

—Lo sé y te entiendo. De todos modos, no me gusta que te hayas atado a Württemberg a suerte o desgracia. Él tampoco es mejor que otros nobles. Si ayudarte le trae alguna ventaja, lo hará, y si cambia de idea, te dejará caer como si fueras escoria.

—Gracias por volver a recordarme cuánto valgo —le soltó ella, rompiendo a llorar de golpe. No quería pelearse con Michel y sabía que él no se había referido a ella al decir escoria. Y sin embargo, había vuelto a abrirle los ojos respecto de la clase sucia a la que pertenecía. Constanza no era un buen lugar para ella. Aquí se trataba a las prostitutas casi como a mujeres respetables. No escupían delante de ellas cuando pasaban caminando por las calles, hacían la vista gorda cuando aparecían sin el distintivo de su condición y tampoco les cerraban las puertas de las iglesias, como sucedía en muchas otras ciudades.

Salvo en aquella única ocasión en el castillo de Arnstein, Marie jamás había vuelto a rezar convencida; más bien dudaba de su fe. Pero ahora sentía la necesidad de poner sus preocupaciones a los pies de la Virgen María y pedirle que ayudara a sus parientes. Levantó la vista y vio la torre de la iglesia de San Esteban emergiendo por entre los techos cercanos. Allí solía ir a misa cuando era pequeña. Apuró el paso y dobló por la calle que conducía hacia la iglesia.

Michel la siguió enojado.

—¿Adónde vas? Este camino no lleva a tu cabaña.

—Quiero ir a rezar a San Esteban.

Marie no se preocupó por Michel, que permaneció a su lado como si fuese su sombra, sino que siguió caminando. Al llegar al portal de la iglesia, tomó aire y miró a su alrededor. Como nadie le impedía el paso, se decidió a entrar.

La recibió una fría oscuridad. Había apenas luz suficiente como para distinguir las imponentes columnas y las paredes de la nave de la iglesia. Las ventanas altas parecían cuadros de vidrio iluminados desde atrás y apenas dejaban pasar la luz del día. Las velas ardiendo ante los tres altares formaban unas islas donde refugiarse y estaban colmadas con la riqueza de colores de las estatuas y las pinturas de los santos.

Marie dio un rodeo al altar principal, consagrado a San Esteban, y se paró frente a la Piedad, que representaba a María junto a Cristo recién bajado de la cruz. Allí también había una estatua de María Magdalena. Pasaba casi desapercibida y era tan pequeña que quedaba, en un doble sentido, a la sombra de la madre de Dios.

Marie se preguntó por qué una prostituta había desempeñado un papel tan importante en la vida de Cristo. Tal vez únicamente por el hecho de que Jesús siempre se había ocupado de los despreciados y los oprimidos. Pero los eclesiásticos de barriga llena, como Hugo von Waldkron, ya no querían saber nada de ello. Marie intentó acallar esos pensamientos rebeldes que brotaban en su interior y recordar las oraciones adecuadas.

Michel se quedó un poco más atrás, apoyado contra una columna, con la vista clavada en la nave principal de la iglesia. Pero salvo un par de viejecitas que descansaban en los bancos de la iglesia, cansadas de la vida, no se veía a nadie más. Se quedó contemplando a Marie, cuyos cabellos rubios brillaban a la luz de las velas, enmarcando su cabeza como una aureola. Por un momento, se imaginó yendo a una cruzada y llevándose a Marie de concubina. Aquí, en esta ciudad desbordante, se sentía atado como un perro, y por eso reaccionaba con tanta irritación a los cambios de humor de Marie.

El ruido de la puerta lateral lo arrancó súbitamente de sus pensamientos. Michel examinó al hombre que acababa de entrar y volvió a apoyarse en la columna. No era más que un monje enjuto, vestido con el hábito raído de los franciscanos. Seguramente pertenecía al cercano monasterio de los descalzos. El monje flexionó las rodillas e inclinó la cabeza para luego avanzar arrastrándose como un anciano en dirección al altar de la Virgen María. Michel percibió que su rostro estaba consumido por el ayuno y le llegó el aroma dulzón de la sangre. El monje debía de haber estado flagelándose. Se arrodilló frente al altar de la Piedad, interrumpiendo así el diálogo casi silencioso de Marie con la madre de Dios y la patrona protectora de las prostitutas. Marie se puso de pie, se apartó dos pasos hacia un costado y se dispuso a rezar una última oración. Pero entonces el monje levantó la vista y extendió las manos como si quisiera defenderse. Su rostro se desfiguró como si estuviese sufriendo tormentos infernales.

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