La rebelión de los pupilos (68 page)

Read La rebelión de los pupilos Online

Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La rebelión de los pupilos
9.39Mb size Format: txt, pdf, ePub


. Fiben había aprendido lo bastante, bajo la tutela de Gailet, para darse cuenta de que esta versión era mucho mejor. Registró de nuevo su asentimiento y una vez más el punto cambió de color. Devolvió la cápsula a Gailet.
Lo importante es que lo intentemos
, se dijo, sabiendo lo desesperanzada que era en realidad su aventura.

—Ahora —dijo Gailet dirigiéndose a Sylvie—, ¿cuál es el precio del que has hablado? ¿Qué es lo que quieres?

Sylvie se mordió el labio. Miraba a Gailet pero señalaba a Fiben.

—Él —se apresuró a decir—. Quiero que lo compartas conmigo.

—¿Qué? —Fiben empezó a ponerse de pie pero Gailet lo hizo callar con un gesto.

—Explícate —le pidió ésta a Sylvie.

—No estoy segura del tipo de contrato matrimonial que tenéis —Sylvie se encogió de hombros.

—¡No tenemos ninguno! —dijo Fiben furioso—. Y ¿qué es todo ese…?

—Cállate, Fiben —le dijo Gailet suavemente—. Es cierto, no tenemos ningún contrato, ni monógamo ni de grupo. ¿Qué es toda esta historia? ¿Qué quieres de él?

—¿No está claro? —Sylvie lanzó una mirada a Fiben—. Cualquiera que fuera antes su rango de Elevación, ahora ya es un carnet blanco. Mira su increíble historial en la guerra y el modo en que derrotó a los ETs, no una sino dos veces, en Puerto Helenia. Cualquiera de esas cosas le hará superar el rango de azul.

»Y ahora el Suzerano le ha propuesto que sea representante de su raza. Ese tipo de distinción no se olvida. Permanecerá, gane quien gane la guerra, tú ya sabes cómo es esto, doctora Jones.

»Él es un carnet blanco y yo lo tengo verde. Y además me gusta su estilo. Así de sencillo —resumió Sylvie.

¿Yo, un maldito carnet blanco?
Fiben estalló en carcajadas ante lo absurdo de la situación. Empezaba a comprender lo que Sylvie pretendía.

—Gane quien gane la guerra —repitió Sylvie, ignorando tranquilamente a Fiben—, tanto si son los terrestres como los
gubru
, quiero que mi hijo esté en la cresta de la ola de la Elevación y sea protegido por el Cuadro. Mi hijo tendrá un destino, yo tendré nietos y un lugar en el mañana.

Era evidente que Sylvie se tomaba muy en serio todo aquello. Pero Fiben no estaba de humor para mostrarse simpático.
¡Por toda música celestial metafísica!
, pensó. Y ni siquiera hablaba con
él
. Lo hacía con Gailet, ¡se lo pedía a ella!

—Eh, ¿y yo no tengo nada que decir en todo esto? —protestó.

—Claro que no, tonto —replicó Gailet, sacudiendo la cabeza—. Tú eres un chimp. Un chimp macho tendría relaciones sexuales con una cabra o con una hoja, si no encontrara otra cosa más a mano.

Era una exageración, pero también un ejemplo lo suficientemente verdadero para hacer sonrojar a Fiben.

—Pero…

—Sylvie es atractiva y pronto estará rosa. ¿Qué crees que vas a hacer cuando estés en libertad, si todos hemos decidido por anticipado que tus obligaciones coinciden con tus placeres? No, esta decisión no tienes que tomarla tú. Y ahora, Fiben, te lo digo por última vez, cállate.

Gailet se volvió hacia Sylvie para hacerle una nueva pregunta, pero Fiben ya no podía siquiera oír las palabras. El rugido en el interior de sus orejas ahogaba cualquier otro sonido. En aquel momento sólo fue capaz de recordar al pobre percusionista, a Igor Patterson.

No.
Oh, Goodall, protégeme.

—… los machos funcionan de ese modo.

—Sí, claro. Pero yo pensaba que entre vosotros había un vínculo, formal o no. La teoría es una cosa, pero puede ser que él tenga un sentido del honor de un kilómetro de largo y que se niegue hasta saber que tú estás de acuerdo.

¿Eso es lo que piensan las hembras de nosotros, en el fondo?
, pensó Fiben. Recordaba las clases de «higiene» en la escuela secundaria, cuando los jóvenes chimps machos tenían que asistir a conferencias sobre los derechos de procreación y ver películas sobre enfermedades venéreas. Como los demás chicos, se había preguntado qué aprendían las chimas en aquellos años.
¿Son las escuelas las que les enseñan esta lógica tan fría? ¿O lo aprenden de nosotros a fuerza de problemas?

—Yo no soy su propietaria —Gailet se encogió de hombros—. Y si tu suposición es cierta, nadie tendrá nunca ese tipo de derecho sobre él, excepto el Cuadro de Elevación —frunció el ceño—. Todo lo que te pido es que logres que llegue sano y salvo a las montañas. Él no te tocará hasta entonces, ¿comprendido? Tú recibirás el pago cuando esté a salvo con las guerrillas.

Un macho humano no lo toleraría
, pensó Fiben con amargura. Pero claro, los machos humanos no eran criaturas inacabadas, con estatus de pupilos, que «tendrían relaciones sexuales con una cabra o una hoja, si no había otra cosa a mano».

Sylvie asintió en señal de acuerdo. Tendió la mano y Gailet se la estrechó. Permanecieron así unos momentos, mirándose a los ojos, y luego se soltaron.

—Llamaré antes de entrar —dijo Sylvie y se puso en pie—. Dentro de unos diez minutos.

Al mirar a Fiben lo hizo con expresión satisfecha como si acabase de cerrar con total éxito una transacción comercial.

—Para entonces, debes estar preparado —le dijo antes de marcharse.

Cuando hubo salido, Fiben recuperó por fin el habla.

—Presumes demasiado con todas esas teorías y con tanta verborrea, Gailet. ¿Cómo demonios estás tan segura de que…?

—¡No estoy segura de nada! —le espetó, y la confusa y dolida mirada que había en su rostro asombró a Fiben más que cualquier otra cosa de las que habían ocurrido aquella noche.

—Lo siento, Fiben —Gailet se pasó una mano ante los ojos—. Haz lo que creas más conveniente; pero, por favor, no te ofendas. En estos momentos no estamos en condiciones de ser orgullosos. Y además, Sylvie no pide demasiado, tal como están las cosas, ¿verdad?

Fiben leyó una tensión reprimida en los ojos de Gailet. Su enojo se desvaneció y fue sustituido por la preocupación.

—¿De veras estarás bien?

—Supongo que sí —se encogió de hombros—. Probablemente el Suzerano me buscará un nuevo compañero. Y haré todo lo que esté en mis manos para retrasar las cosas el máximo de tiempo posible.

—Tendrás noticias de los humanos, te lo prometo —Fiben se mordió el labio.

La expresión de Gailet le indicaba que tenía muy pocas esperanzas. Pero sonreía.

—Consíguelo, Fiben —alargó la mano y le acarició la cara con dulzura—. Te echaré mucho de menos, ¿sabes?

El momento pasó. Ella retiró la mano y se puso seria de nuevo.

—Es mejor que reúnas todo lo que quieras llevarte. Mientras tanto, hay unas cuantas cosas que te sugiero que comuniques a tu general. ¿Intentarás recordarlas, Fiben?

—Claro.

Pero por unos instantes se entristeció, preguntándose si volvería a ver alguna vez la dulzura que había brillado brevemente en sus ojos. De nuevo recubierta de eficiencia, lo seguía por toda la habitación mientras él preparaba ropa y comida para llevarse. Ella aún continuaba hablando cuando, unos minutos más tarde, llamaron a la puerta.

Capítulo
64
GAILET

Después de que se hubieron marchado, permaneció sentada en la oscuridad con una manta cubriéndole la cabeza, abrazándose las rodillas y balanceándose despacio al ritmo de su soledad.

Su oscuridad no era por completo solitaria. De hecho, hubiera preferido que lo fuera. Gailet oía al chimp que dormía junto a ella, envuelto en las mantas de Fiben, y que respiraba exhalando los débiles vapores de la droga que lo había dejado inconsciente. El guardia margi no se despertaría en muchas horas. Gailet suponía que aquella tranquilidad no duraría tanto como su sueño.

No, no estaba completamente sola, pero Gailet Jones nunca se había sentido tan mutilada, tan aislada.

¡Pobre Fiben!
pensó.
Tal vez Sylvie tenga razón respecto a él. En realidad, es uno de los mejores chimps que he conocido. Y, sin embargo…
sacudió la cabeza.
Y sin embargo, él sólo pudo ver una parte de este plan. Y yo no pude contarle el resto, sin revelar lo que sé a los escuchas ocultos.

No estaba segura de si Sylvie era sincera o no. Gailet nunca había sabido juzgar a las personas.
Pero apuesto gametos contra zigotos a que Sylvie nunca burló la vigilancia gubru.

Gailet hizo una mueca de desdén ante tal idea: la de que una pequeña chima hubiera podido bloquear los monitores de los ETs sin que éstos lo hubiesen advertido al instante.
No, habría sido demasiado fácil. Estaba todo preparado de antemano.

¿Por quién? ¿Por qué? ¿Importaba realmente?

No hemos contado con otra alternativa. Fiben ha tenido que aceptar la oferta.

Gailet se preguntó si volvería a verlo. Si aquello era sólo otra prueba de inteligencia ordenada por el Suzerano, Fiben podría estar de regreso al día siguiente. En ese caso, se le reconocería una «respuesta apropiada»… apropiada para tratarse de un neochimpancé especialmente adelantado, en la vanguardia de su raza pupila. Gailet se estremeció. Hasta aquella noche no había considerado las implicaciones, pero Sylvie se lo había hecho ver claro. Aunque volvieran a estar juntos, para ellos las cosas ya no serían igual. Si hasta entonces su carnet blanco había sido una barrera entre los dos, el de Fiben sería sin duda un insalvable abismo.

Además, Gailet había empezado a pensar que aquello no era otra prueba preparada por el Suzerano de la Idoneidad, y si no lo era, otra facción de los
gubru
tenía que ser la responsable de la evasión. Tal vez uno de los otros Suzeranos o…

Gailet hizo un gesto de impotencia. No sabía lo bastante ni para conjeturar. Aquellos datos no eran suficientes. O quizás ella era demasiado estúpida o ciega para ver el entramado.

Alrededor de ellos se desplegaba un juego y cada etapa de éste parecía carecer de posibilidad de retroceso.

Fiben tuvo que marcharse aquella noche, independientemente de que la evasión fuera o no una trampa. Ella había tenido que quedarse y luchar contra extravagancias que estaban más allá de su comprensión. Ése era el destino escrito para ella.

Para Gailet era algo familiar esa sensación de ser manipulada, de no tener un poder real sobre su propio destino, pero Fiben apenas estaba empezando a acostumbrarse a eso. Ella había tenido esa sensación como compañera toda su vida.

Algunas religiones de las épocas antiguas de la Tierra habían desarrollado el concepto de predeterminación, la creencia de que todos los acontecimientos estaban ordenados de antemano desde el acto de la creación y que el llamado libre albedrío no era más que una ilusión.

Poco después del Contacto, hacía dos siglos, los filósofos humanos habían preguntado a los primeros galácticos que conocieron qué pensaban de aquella y de otras ideas. Los sabios alienígenas habían respondido de forma paternalista: «Son cuestiones que sólo pueden plantearse en el ilógico lenguaje de los lobeznos.» «No existen las paradojas», habían afirmado.

Y tampoco quedaban misterios por resolver, al menos ninguno que pudiera ser planteado por los terrestres.

La predestinación no era, en realidad, algo tan difícil de entender para los galácticos. Y más cuando el clan de los lobeznos estaba predestinado a una breve y triste historia.

Gailet empezó a recordar de repente su época de estancia en la Tierra y cómo allí había conocido a un neodelfín, un anciano poeta jubilado, que le contaba anécdotas de cuando él nadaba tras la estela de las grandes ballenas y escuchaba, durante interminables horas, sus tristes canciones sobre los antiguos dioses cetáceos.

Cuando el anciano fin compuso un poema especialmente para ella se sintió sorprendida y fascinada.

¿Adónde va una bola de fuego

que atraviesa el brillante medio día?

¡Alcánzala con el hocico!

Gailet imaginaba que el haiku debía de ser más agudo en ternario, la lengua híbrida que los delfines usaban normalmente para su poesía. No sabía ternario, por supuesto, pero la pequeña alegoría en ánglico la había impresionado.

Pensando en eso, Gailet se dio cuenta gradualmente de que estaba sonriendo.

¡Alcánzala con el hocico, claro!

El bulto que dormía junto a ella roncaba suavemente. Gailet apoyó la lengua contra los dientes frontales e imaginó que estaba escuchando el ritmo de los tambores.

Unas horas más tarde, ella seguía sentada, pensando, cuando la puerta se abrió violentamente y penetró la luz del pasillo. Aparecieron varios pájaros cuadrúpedos, los
kwackoo
. A la cabeza de ellos Gailet reconoció al ayudante del Suzerano de la Idoneidad, que tenía las plumas teñidas en tonos pastel. Ella se puso en pie, pero su leve reverencia no obtuvo respuesta.

El
kwackoo
la miraba. Luego señaló el bulto bajo las mantas.

—Tu compañero no se levanta. Eso no es correcto.

Estaba claro que, sin
gubru
a la vista, el sirviente no se sentía obligado a mostrarse cortés.

—Tal vez está indispuesto —Gailet miraba al techo.

—¿Necesita asistencia médica?

—Supongo que se recuperará sin ella.

—Voy a ser franco —el
kwackoo
movía irritadamente sus pies de tres dedos—. Queremos inspeccionar a tu compañero para asegurarnos de su identidad.

—¿Y quién crees que puede ser? —Gailet levantó una ceja, aunque sabía que ese gesto resultaba inútil ante aquella criatura—. ¿El abuelo Bonzo? ¿Es que los
kwackoo
no vigiláis a vuestros prisioneros?

—Esta zona de confinamiento ha sido puesta bajo la autoridad de auxiliares neochimps —la agitación del pájaro iba en aumento—. Si se ha producido algún fallo se debe a su incompetencia animal, a su negligencia de seres no sapientes.

—Mentira —rió Gailet. El
kwackoo
cesó su danza de irritación y escuchó su traductor portátil—. No puedes echarnos la culpa de eso,
kwackoo
—continuó Gailet—. Tanto tú como yo sabemos que poner de encargados a chimps marginales fue una simulación. Si se ha abierto una brecha en la seguridad, ha sido dentro de vuestro propio campo.

El pico del sirviente se abrió unos cuantos grados y su lengua osciló en rápidos movimientos, un gesto que Gailet ya sabía que significaba verdadero odio. El alienígena hizo una seña y dos robots en forma de globo avanzaron. Con suavidad pero con firmeza utilizaron campos gravíticos para coger al neochimp dormido sin tocar siquiera las mantas. Ya que los
kwackoo
no se habían molestado en mirar qué había bajo éstas, era evidente que sabían lo que iban a encontrar.

Other books

Fated by Angela Skaggs
Generation A by Douglas Coupland
Friends for Never by Nancy Krulik
The Woman He Married by Ford, Julie
What the Dog Ate by Bouchard, Jackie