La rebelión de los pupilos (75 page)

Read La rebelión de los pupilos Online

Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La rebelión de los pupilos
11.01Mb size Format: txt, pdf, ePub

Athaclena no podía precisar qué le recordaban; pero aquella noche, en su tienda, bajo la densa bóveda de la jungla, pudo oír su grave y átono cántico como respuesta a la tormenta.

Era una canción de cuna que la incitaba a dormir, pero haciendo que pagara un precio.

Expectativa. Una canción así podría, evidentemente, hacer que regresara algo que nunca se había ido del todo. La cabeza de Athaclena se movía inquieta en la almohada. Sus zarcillos se ondulaban, buscando, y eran repelidos, comprobaban y eran compelidos. Gradualmente, como si no existiera la urgencia, una esencia familiar se concentró.


Tutsunucann…
—jadeó, incapaz de despertarse o de evitar lo inevitable. Se formó sobre su cabeza, a partir de lo que no existía.


Tutsunucann, s'ah brannitsun. A'lwil ittit…

Los
tymbrimi
tenían soluciones mejores que la de pedir clemencia, en especial al universo de Ifni. Pero Athaclena se había convertido en algo que era a la vez más y menos que un mero
tymbrimi. Tutsunucann
tenía sus aliados. Estaba acompañado de imágenes visuales, de metáforas. Su aura de amenaza estaba amplificada; era casi palpable, llena de la sustancia de las pesadillas humanas.

—…
s'ah brannitsun…
—suspiró implorando en su sueño.

Los vientos de la noche movían la lona de su tienda de campaña y los sueños de su mente formaban las alas de unos enormes pájaros. Volaban malévolos sobre las copas de los árboles, y sus ojos fulgurantes no cesaban de buscar y buscar…

Un débil temblor volcánico sacudió la tierra bajo su lecho y Athaclena se estremeció, imaginando criaturas agazapadas: el Potencial muerto, desperdiciado y sin vengar de este mundo destruido por los
bururalli
tanto tiempo atrás… Serpenteaban bajo el suelo que se movía, buscando.


S'ah brannitsun, íutsunucann.

El penacho de sus ondulantes zarcillos captaba algo semejante a telas y patas de arañas diminutas. El fluido
gheer
enviaba pequeños gnomos que se agitaban bajo su piel, preparando con presteza los indeseados cambios.

Athaclena gimió cuando el glifo de terrible risa expectante se acercó y la miró, se inclinó sobre ella y la tocó.

—¿General? ¿Señorita Athaclena? Discúlpeme, ¿está despierta? Siento mucho molestarla pero…

El chimp se interrumpió. Había apartado la lona de la tienda para entrar pero retrocedió consternado al ver que Athaclena se sentaba de repente, con los ojos totalmente separados, las pupilas dilatadas como un gato y los labios fruncidos en un rictus de terror soñoliento.

No parecía advertir la presencia del chimp. Éste parpadeó al ver las pulsaciones que avanzaban con lentitud, como olas inconexas, por su garganta y sus hombros. Encima de sus agitados zarcillos vislumbró por un instante algo terrible.

Estuvo a punto de salir huyendo, y necesitó un gran esfuerzo de voluntad para tragar saliva, calmarse y pronunciar unas entrecortadas palabras.

—Se… señora, p… por favor, soy yo, Sa… Sammy.

Muy despacio, como extraída por una gran fuerza de voluntad, la luz de la conciencia regresó a aquellos ojos moteados de oro. Con un suspiro tembloroso, Athaclena se estremeció y luego cayó hacia delante.

Sammy permaneció allí, sujetándola, mientras ella sollozaba. En aquel momento, asustado, sorprendido y atónito, lo único que podía pensar era en lo frágil y ligera que la sentía en sus brazos.

…entonces fue cuando Gailet se convenció de que cualquier treta, si es que la ceremonia era una treta, tenía que ser una treta sutil.

»El Suzerano de la Idoneidad parece haber cambiado totalmente de opinión con respecto a la Elevación de los chimps. Empezó convencido de que encontraría pruebas de la existencia de errores en el proceso y de que tal vez hasta podría conseguir que los neochimps fueran separados de los humanos. Pero ahora, el Suzerano parece buscar con ahínco a unos representantes adecuados de la raza…

La voz de Fiben Bolger procedía de un pequeño magnetófono que estaba sobre la tosca mesa de troncos de Athaclena. Ésta escuchaba la grabación que Robert le había enviado. El informe que el chimp había ofrecido en las cuevas tenía sus momentos divertidos. El buen humor de Fiben, junto con su penetrante ingenio, ayudaron a Athaclena a superar su depresión. Pero mientras explicaba las ideas de la doctora Gailet Jones acerca de las intenciones de los
gubru
, su voz se hizo más grave y el chimp pareció volverse más reticente, casi turbado.

Athaclena pudo sentir la incomodidad de Fiben a través de las vibraciones del aire. A veces no era necesaria la presencia física de otra persona para captar su esencia.

Sonrió ante la ironía.
Está empelando a saber quién es y qué es, y eso lo aterroriza.
Athaclena sintió simpatía hacia él. Una persona cuerda desea paz y serenidad, y no ser el mortero en el que se trituran los ingredientes del destino.

Tenía en la mano el cofrecillo con la hebra que le había legado su madre, a la que ella había unido la de su padre. Al menos de momento, el
tutsunucann
parecía bajo control. Pero Athaclena sabía, en cierto modo, que el glifo había regresado para bien. Ya no podría dormir, no conseguiría descansar hasta que
tutsunucann
se convirtiera en algo distinto. Aquel glifo era una de las más grandes manifestaciones que se conocían de la mecánica quántica, una amplitud de probabilidad que zumbaba y vibraba en una nube de incerteza, preñada con mil millones de posibilidades. Una vez que la función de la onda se colapsara, todo lo que quedaría sería el destino.

…delicadas maniobras políticas a muy distintos niveles: entre los líderes locales de la fuerza invasora, entre distintas facciones en el planeta natal de los gubru, entre éstos y sus enemigos y posibles aliados, entre los gubru y la Tierra, y entre los diversos Institutos Galácticos.

La muchacha acarició el cofrecillo. Captaba la esencia de Fiben.

Todo aquello era demasiado complejo. ¿Qué creía Robert que podría conseguir enviándole la grabación? ¿Se suponía que ella debía profundizar en algún vasto almacén de sabiduría galáctica, o ejecutar algún exorcismo, para ofrecerles, de algún modo, un plan que les sirviera de guía en todo aquello? ¿En todo aquello?

Suspiró.
¡Oh, padre, cómo debo de estar decepcionándote!

El cofrecillo parecía vibrar entre sus temblorosos dedos. Durante unos momentos le pareció que iba a caer en otro trance que la hundiría en la desesperación.

—…
¡Por Darwin, Goodall y la Armonía!

La voz del mayor Prathachulthorn la apartó de sus pensamientos, sobresaltándola. Siguió escuchando un poco más.

…¡Un objetivo!…

Athaclena se estremeció. Las cosas, en verdad, estaban muy mal. Eso lo explicaba todo, en especial la repentina y grávida insistencia de un glifo impaciente. Cuando la grabación terminó, se volvió hacia sus ayudantes: Elayne Soo, Sammy y la doctora de Shriver. Los chimps la observaban, esperando.

—Tengo que ir a las tierras altas —les dijo.

—Pe… pero la tormenta, señora. No sabemos con seguridad si se ha alejado. Y además, está el volcán. Hemos pensado incluso en una evacuación.

—No estaré fuera mucho tiempo —Athaclena se puso de pie—. Por favor, no mandéis a nadie para que me escolte o vigile. Eso sólo dificultaría lo que tengo que hacer.

Se detuvo a la entrada de la tienda y notó que el viento empujaba la lona como si buscase alguna abertura para penetrar en ella.
Ten paciencia, ya voy.

—Por favor, preparad los caballos para cuando yo regrese —les dijo a los chimps en voz baja.

Abrió la tienda y salió. Los chimps se quedaron mirándose unos a otros y luego empezaron a prepararse silenciosamente para el día que estaba a punto de llegar.

El monte Fossey humeaba en lugares donde el vapor no podía ser atribuido del todo a la evaporación. De las hojas de los árboles que temblaban con el viento caían pequeñas gotas, y aunque éste iba amainando, de vez en cuando cobraba fuerzas de nuevo en violentas y repentinas ráfagas.

Athaclena ascendía tenazmente por un pequeño sendero. Sus deseos habían sido respetados. Los chimps no la habían seguido.

Empezaba a amanecer mientras unas nubes bajas atravesaban los picos de las montañas como si fueran la vanguardia de una invasión aérea. Entre ellas podía ver retazos de un cielo azul intenso. Un ojo humano hubiera captado incluso unas cuantas estrellas obstinadas.

Athaclena buscaba las alturas, pero aún más la soledad. En aquellas zonas, la vida animal de la jungla escaseaba. Ella iba al encuentro del vacío.

En un punto, el camino estaba obstruido con desechos arrastrados por la tormenta: láminas de un material parecido a la tela, que ella reconoció en el acto.
Paracaídas de hiedra en placas.

Le recordaron muchas cosas. En el campamento, los técnicos chimp habían estado esforzándose por encontrar un itinerario adecuado y habían desarrollado variaciones en las bacterias intestinales de los gorilas, en un intento de aprovechar el plazo que les brindaba la naturaleza. Pero, al parecer, entre los planes de Prathachulthorn no estaba el incluir la idea de Robert.

Qué estupidez
, pensó Athaclena.
Me pregunto cómo los humanos han durado tanto tiempo.

Tal vez porque tenían suerte. Había leído historias del siglo veinte, cuando la intervención de Ifni pareció impedir que fueran aplastados por la fatalidad, una fatalidad no sólo para ellos sino también para todas las futuras razas sapientes que podían nacer en su mundo rico y fecundo. El que se hubieran librado de ella por escaso margen era una de las razones de por qué tantos temían u odiaban a los
k'chu'non
, los lobeznos. Era algo sobrenatural y que aún resultaba inexplicable.

Los terrestres solían decir: «Voy a hacer esto o lo otro, si Dios quiere». La doliente y maltratada escasez de Garth era benigna comparada con lo que ellos habrían hecho de la Tierra.

¿Cuántos de nosotros hubiéramos actuado mejor bajo tales circunstancias?
Era una cuestión que subyacía en todas las presunciones, posturas de superioridad y desdén que rezumaban los grandes clanes. Éstos nunca habían pasado la prueba de épocas de ignorancia que había sufrido la Humanidad. ¿Cómo se habrían sentido sin tutores, ni Biblioteca, ni sabiduría heredada, sólo con la brillante llama de su mente, sin canalizar ni dirigir, libre para retar al universo o para devorar el mundo? Era una pregunta que muy pocos clanes se atrevían a plantearse.

Apartó a un lado los pequeños paracaídas. Rodeó el grupo de transportadores de esporas y prosiguió su ascenso, pensando en los caprichos del destino.

La creciente luz diurna no detuvo lo que había empezado a formarse entre sus ondulantes zarcillos. Esa vez Athaclena ni siquiera intentó impedirlo. Simplemente lo ignoró. Era lo mejor que podía hacerse cuando aún no se deseaba hacer caer la probabilidad en el interior de la realidad.

Finalmente llegó a una rocosa pendiente desde la cual, mirando hacia el sur, podían divisarse más montañas y, a lo lejos, los rasgos difusamente coloreados de una estepa inclinada. Respiró profundamente y sacó el cofrecillo que su padre le había dado.

Sus dedos tocaron el broche, el cofrecillo se abrió y ella retiró la tapa.

Vuestro matrimonio fue auténtico
, dijo pensando en sus padres, porque en el lugar donde antes hubo dos hebras, ahora no había más que una sola, más larga, que brillaba sobre el forro de terciopelo.

Uno de los extremos se enroscó alrededor de sus dedos. El cofrecillo cayó al rocoso suelo y allí quedó olvidado, cuando ella sacó el otro extremo. Al extenderlo el zarcillo zumbó, débilmente al principio. Pero Athaclena lo sostenía estirado frente a ella, dejando que el viento lo acariciase, y entonces empezó a oír una melodía.

Si hubiera comido, tal vez habría acumulado fuerzas para lo que estaba a punto de intentar. Era algo que pocos miembros de su raza hacían ni siquiera una vez en la vida. En ocasiones, los
tymbrimi
habían muerto…


A t'ith'tuanoo, Uthacalthing
—jadeó. Luego añadió el nombre de su madre—.
A t'ith'tuanine, Mathicluanna.

El zumbido aumentó. Parecía levantarle los brazos para poder resonar contra los latidos de su corazón. Los zarcillos respondían a las notas y Athaclena empezó a balancearse.


A t'ith'tuanoo, Uthacalthing…

—Es una maravilla, sí. Tal vez unas semanas más de trabajo podrían hacerlo más potente, pero este lote servirá y estará listo para cuando la hiedra se esparza.

La doctora de Shriver volvió a guardar el cultivo en la incubadora. Su improvisado laboratorio en la ladera de la montaña estaba protegido del viento, de modo que la tormenta no había interferido en los experimentos. El fruto de su labor parecía casi maduro.

—¿Para qué servirá? —gruñó su ayudante—. Los
gubru
tomarán medidas para contrarrestarlo. Y además, el mayor dice que el ataque tendrá lugar antes de que tengamos preparada la sustancia.

—La cuestión es que vamos a seguir trabajando hasta que la señorita Athaclena nos diga lo contrario —la doctora de Shriver se quitó las gafas—. Yo soy una civil, lo mismo que tú. Fiben y Robert tienen que obedecer la cadena de mando aunque a veces no les guste, pero tú y yo podemos elegir…

Dejó interrumpida su frase cuando vio que Sammy ya no la escuchaba. Miraba algo detrás de la doctora.

Ésta se volvió para ver qué ocurría.

Si aquella mañana, después de su terrible pesadilla, Athaclena tenía un aspecto extraño y misterioso, ahora sus rasgos hicieron que la doctora de Shriver ahogase un grito. La desmelenada muchacha alienígena tenía los ojos entrecerrados y muy juntos debido a la fatiga. Se agarraba al poste de la tienda, pero cuando los chimps intentaron conducirla hacia un catre, ella sacudió la cabeza.

—No —dijo simplemente—. Llevadme con Robert. Quiero que me llevéis con Robert ahora mismo.

Los gorilas cantaban de nuevo su grave música atonal. Sammy salió corriendo en busca de Benjamín mientras de Shriver sentaba a Athaclena en una silla. Sin saber qué hacer, se puso a quitar hojas secas y polvo de la corona de la joven
tymbrimi
. Sentía entre sus dedos el calor penetrante y aromático que desprendían los zarcillos.

Other books

Expiration Date by Tim Powers
All-Season Edie by Annabel Lyon
Away From Her by Alice Munro
Noble Falling by Sara Gaines
My Prizes: An Accounting by Thomas Bernhard
Galileo's Middle Finger by Alice Dreger
The Solar Flare by Laura E. Collins