Authors: Leopoldo Alas Clarin
Salió al pasillo y gritó:
—¿Vino doña Petronila?
—Ahora llama, contestaron. Entró la de Rianzares. Don Fermín le cortó el saludo en la boca.
—Ahora mismo hay que llamarla—dijo.
—¿A quién... a Ana?—Sí, ahora mismo. Don Fermín volvió a sus paseos. No quería conversación. La de Rianzares, sierva de aquel hombre, calló y entró en el gabinete.
Pasó media hora. Sonó la campanilla de la puerta. Ana vio al gran Constantino que abría.
—¿Qué pasa?—Don Fermín... ahí en la sala....
—¡Ah!... me alegro. Entró la Regenta y doña Petronila se fue hacia la cocina, al otro extremo de la casa. «Si llaman, que no estoy», dijo a la criada. Y pasó al oratorio que tenía cerca de su alcoba.
De Pas vio a la Regenta más hermosa que nunca: en los ojos traía fuego misterioso, en las mejillas el color del entusiasmo, de las conferencias íntimas, espirituales; una aureola de una gloria desconocida para él parecía rodear a aquella mujer que encerraba en el breve espacio de un contorno adorado todo lo que valía algo en la vida, el mundo entero, infinito, de la pasión única.
—¿Qué es esto?—dijo, ronco de repente, don Fermín, plantado, como con raíces, en medio de la sala.
—Lo que yo quería, que nos viéramos en seguida. Yo estoy loca, esta noche creí que me moría... ayer... hoy... no sé cuándo.... Estoy loca....
Se ahogaba al hablar. De Pas sintió una lástima que le pareció vergonzosa.
—Ya lo sé todo; no necesito historias....
—¿Qué es todo?—Lo de ayer... lo de hoy.... El baile, la cena; ¿qué es esto, Ana, qué es esto?...
—¡Qué baile! ¡qué cena! no es eso.... Me emborracharon... qué sé yo... pero no es eso.... Es que tengo miedo... aquí, Fermín, aquí, en la cabeza.... ¡Tener lástima de mí! ¡Que tenga alguno lástima de mí! Yo no tengo madre.... Yo estoy sola...
«Era verdad, no tenía madre como él, estaba más sola que él». Entonces el amor de don Fermín sintió la lástima inefable que sólo el amor puede sentir; se acercó a la Regenta, le tomó las manos.
—A ver, a ver, ¿qué ha sido? a mí me han dicho... pero qué ha sido... a ver...—decía la voz trémula y congojosa del Magistral.
Ana, entre sollozos, refirió lo que podía referir de sus angustias, de sus miedos, de sus tormentos, de aquellas horas de fiebre. «Después que se vio en su lecho, mil espantosas imágenes la asaltaron entre los recuerdos confusos del baile.... Creyó que volvía a caer de repente en aquellos pozos negros del delirio en que se sentía sumergida en las noches lúgubres de su enfermedad.... Después la idea del mal que había hecho la había horrorizado...». Y Ana se interrumpía al ver al Magistral quedarse lívido, y como rectificando añadía, «el mal... es decir... el no haber sido bastante buena...». La enfermedad había sido una lección, una lección olvidada, y aquella mañana, al sentir en el lecho la misma flaqueza, aquel desgajarse de las entrañas, que parecían pulverizarse allá dentro, aquel desvanecerse la vida en el delirio... la conciencia había visto, como a la luz de un fogonazo, horrores de vergüenza, de castigo, el espejo de la propia miseria, el reflejo del cieno triste que se lleva en el alma... y después... la locura, sin duda la locura... un dudar de todo espantoso, repentino, obstinado, doloroso. Dios, el mismo Dios ya no era para ella más que una idea fija, una manía, algo que se movía en su cerebro royéndolo, como un sonido de tic-tac, como el del insecto que late en las paredes y se llama el
reloj de la muerte
.
—Oh sí, estuve loca—seguía Anita espantada todavía—estuve loca una hora... ¿qué hora? un siglo.... Ya no pedía más que salud, reposo... la conciencia clara de mí misma.... Pero, ¡ay, no! Dios, mi Dios querido... yo... todo, todos desaparecíamos. ¡Todo era polvo allá dentro!
Y los ojos de Ana fijos en el espanto, veían sobre la alfombra una imagen confusa del recuerdo formidable....
De Pas callaba. También él tuvo un momento la sensación fría del terror. La locura pasó por su imaginación como un mareo.
«¡Si se le volviera loca!». Una ola de púrpura inundó el rostro del clérigo. Primero había visto desvanecerse dentro de aquella cabeza de gracia musical lo que él amaba debajo de aquella hermosura, el alma de la Regenta, su pensamiento; después pensó en aquella hermosura exterior incólume, en la esperanza de saciar su amor sin miedo de testigos, solo, solo él con un cuerpo adorado....
—¡Salvarme, quiero salvarme!—gritó Ana de repente volviendo a la realidad—... quiero volver a nuestro verano, al verano dulce, tranquilo... sí, tranquilo al cabo; a nuestro hablar sin fin de Dios, del cielo, del alma enamorada de las ideas de arriba... sí, quiero que mi hermano me salve, que Teresa me ilumine, que el espejo de su vida no se obscurezca a mis ojos, que Dios me acaricie el alma.... Fermín, esto es confesar... aquí... no importa el lugar; donde quiera... sí, confesar....
—Eso quiero yo, Ana; saber... saberlo todo. Yo también padezco, yo también creí morirme, aquí mismo... sentado ahí... donde otras veces hablábamos del cielo... y de nosotros. Ana, yo soy de carne y hueso también; yo también necesito un alma hermana, pero fiel, no traidora.... Sí, creí que moría....
—¿Por mí, por culpa mía, verdad? ¿Morir por ser yo traidora, si mentía, si me manchaba?...
—Sí, sí... hay que decirlo todo... pronto....
—No, no.—Sí... sí...—No... si no digo eso... si lo diré todo... pero ¿qué es todo? Nada.... Si... yo no fuí... si me llevaron a la fuerza... no, eso no. No sé cómo; no sé por qué cedí. Y allí... hay una mujer muy mala....
—No, no acusemos a los demás.... Los hechos, quiero los hechos. Yo los diré; los sé yo.
—¿Pero qué?—Ese hombre, Mesía; Ana... ¿qué pasó con ese hombre?...
Ana recogió sus fuerzas, atendió a la realidad, a lo que le preguntaban, con intensidad, luchando con el confesor, batiéndose por su interés que era ocultar lo más hondo de su pensamiento. «Al fin aquello no era el confesonario; además, era caridad mentir, callar a lo menos lo peor».
—Yo no le amo—fue lo primero que pudo decir después que consiguió dominarse. Ya no pensaba en su locura, pensaba en defender su secreto.
—Pero anoche... hoy... no sé a qué hora... ¿qué hubo?
—Bailé con él.... Fue Quintanar... lo mandó Quintanar....
—¡Disculpas no, Ana! eso no es confesar.
Ana miró en torno.... Aquello no era la capilla, a Dios gracias. Este sofisma de hipócrita era en ella candoroso. Estaba segura de que un
deber superior
la mandaba mentir. «¿Decirle al Magistral que ella estaba enamorada de Mesía? ¡Primero a su marido!».
—Bailé con él porque quiso mi marido.... Me hicieron beber... me sentí mal... estaba mareada... me desmayé... y me llevaron a casa.
—¿El desmayo fue... en los brazos de ese hombre?
—¡En brazos!... ¡Fermín!
—Bien, bien.... Así... lo oí yo.... ¡Oigámoslo todos! Quiere decirse... bailando con él....
—Yo no recuerdo... tal vez...—¡Infame!...—¡Fermín... por Dios, Fermín!
Ana dio un paso atrás.—Silencio... no hay que gritar... no hay que hacer aspavientos... yo no como a nadie... ¿a qué ese miedo?... ¿Doy yo espanto, verdad?... ¿Por qué? yo... ¿qué puedo? yo ¿quién soy? yo... ¿qué mando? Mi poder es espiritual.... Y usted esta noche no creía en Dios....
—¡En mi Dios! Fermín, caridad....
—Sí, usted lo ha dicho.... Y ese es el camino. Yo sin Dios... no soy nada.... Sin Dios puede usted ir a donde quiera, Ana... esto se acabó... Estoy en ridículo, Vetusta entera se ríe de mí a carcajadas.... Mesía me desprecia, me escupirá en cuanto me vea.... El padre espiritual... es un pobre diablo. ¡Oh, pero por quien soy.... Miserable.... Me insulta porque estoy preso!...
El Magistral se sacudió dentro de la sotana, como entre cadenas, y descargó un puñetazo de Hércules sobre el testero del sofá.
Después procuró recobrar la razón, se pasó las manos por la frente; requirió el manteo; buscó el sombrero de teja, se obstinó en callar, buscó a tientas la puerta y salió sin volver la cabeza.
Creyó que Ana le seguiría, le llamaría, lloraría.... Pero pronto se sintió abandonado. Llegó al portal. Se detuvo, escuchó... Nada, no le llamaban. Desde la calle miró a los balcones. Ninguno se abría. «No le seguían ni con los ojos. Aquella mujer se quedaba allí. Todo era verdad.
Le engañaba; era una mujer. ¡Pero cuál! ¡la suya! ¡la de su alma! ¡Sí, sí, de su alma! Para eso la había querido. Pero las mujeres no entendían esto.... La más pura quería otra cosa». Y pasaban por su memoria mil horrores. La carnaza amontonada de muchos años de confesonario. La conciencia le recordó a Teresina. A Teresina pálida y sonriente que decía, dentro del cerebro: «¿Y tú...?». «Él era hombre»; se contestaba. Y apretaba el paso. «Yo la quería para mi alma...». «Y su cuerpo también querías, decía la Teresina del cerebro, el cuerpo también... acuérdate». «Sí, sí... pero... esperaba... esperaría hasta morir... antes que perderla. Porque la quería entera.... Es mi mujer... la mujer de mis entrañas.... ¡Y quedaba allá atrás, ya lejos, perdida para siempre!...».
Ana, inmóvil, había visto salir al Magistral sin valor para detenerle, sin fuerzas para llamarle. Una idea con todas sus palabras había sonado dentro de ella, cerca de los oídos. «¡Aquel señor canónigo estaba enamorado de ella!». «Sí, enamorado como un hombre, no con el amor místico, ideal, seráfico que ella se había figurado. Tenía celos, moría de celos.... El Magistral no era el hermano mayor del alma, era un hombre que debajo de la sotana ocultaba pasiones, amor, celos, ira.... ¡La amaba un canónigo!». Ana se estremeció como al contacto de un cuerpo viscoso y frío. Aquel sarcasmo de amor la hizo sonreír a ella misma con amargura que llegó hasta la boca desde las entrañas.—Su padre, don Carlos el libre pensador, se le apareció de repente, en mangas de camisa, disputando junto a una mesa, allá en Loreto, con un cura y varios amigotes ateos, o progresistas. Recordaba Ana, como si acabara de oírlas, frases de su padre y de aquellos señores: «el clero corrompía las conciencias, el clérigo era como los demás, el celibato eclesiástico era una careta». Todo esto que había oído sin entenderlo volvía a su memoria con sentido claro, preciso, y como otras tantas lecciones de la experiencia.... ¡Querían corromperla! Aquella casa... aquel silencio... aquella doña Petronila.... Ana sintió asco, vergüenza y corrió a buscar la puerta. Salió sin despedirse. Llegó a su casa. Don Víctor atronaba el mundo a martillazos. Construía un puente modelo que pensaba presentar en la exposición de San Mateo. Ya no forraba el martillo con bayeta, no, el hierro chocaba contra el hierro, el estrépito era horrísono.—«Allí era él el amo, prueba de ello que su mujer había ido al baile: se había acabado el Paraguay, no más misticismo; una prudente piedad heredada de nuestros mayores y basta y sobra. Por lo demás, actividad, industria y arte... mucha comedia, mucha caza, y mucho martillazo. ¡Zas, zas, zas, pum! ¡Viva la vida!». Así pensaba don Víctor, ceñida al cuerpo la bata escocesa, y clava que te clavarás, en su nuevo taller, en un cuartucho del piso bajo, con puerta al patio. El sol llegaba a los pies de Quintanar arrancando chispas de los abalorios y cinta dorada de las babuchas semi-turcas. El carpintero silbaba, el tordo, el mejor tordo de la provincia, que Quintanar llevaba de habitación en habitación, silbaba también colgada de un alambre su jaula. Ana contempló en silencio a su marido.—«¡Era su padre! ¡Le quería como a su padre! Hasta se parecía un poco a don Carlos. Aquel sol de Febrero, promesa de primavera; aquel ambiente fresco que convidaba a la actividad, al movimiento; aquellos martillazos, aquellos silbidos, aquellas nubecillas ligeras que cruzaban el cuadrado azul a que servía de marco el alero del tejado... todo aquello edificaba». «¡Aquella era su casa, allí era ella la reina, aquella paz era suya!». Al dejar el martillo para coger la sierra don Víctor vio a su mujer.
Se sonrieron en silencio. «El sol rejuvenecía a Quintanar. Además era un gran carpintero. Sus inventos podían ser más o menos fantásticos, su mecánica idealista, pero hacía de una tabla lo que quería. ¡Y qué limpieza!».
Ana alabó el arte de su marido.
Él se animó: se puso colorado de satisfacción y le prometió un costurero para la semana siguiente. «Todo, todo, obra de mis manos».
La Regenta olvidó un momento el desencanto de aquella mañana. Cuando volvió a su memoria se encontró con que no era don Fermín un malvado, sino un desgraciado, pero de todas suertes le parecía absurdo enamorarse siendo canónigo. En todas las combinaciones del amor romántico había dado la imaginación de Ana muchas veces, menos en aquélla. «Se concebía el amor sacrílego de un sacerdote de ópera, ¡pero el de un prebendado con alzacuello morado!». Además la honradez protestaba también con su repugnancia instintiva. «Pero De Pas era digno de compasión. Doña Petronila era la que no tenía perdón. Oh, si alguna vez volvía ella a hablar con el Magistral, como era probable, porque al fin debían mediar explicaciones, no sería ciertamente en casa de aquella vieja. ¿Qué se había propuesto aquella señora? ¿Qué estaría pensando de ella, de Ana?».
Cuando volvió de la calle don Víctor muy contento, cantando trozos de zarzuela, propuso a su mujer, de repente, acceder a la súplica de la Marquesa que los había convidado a tomar café, después de almorzar, para ir juntos a paseo... a ver las máscaras.
—¡Quintanar, por Dios! Basta de broma... basta de carnaval.... No quiero más fiestas.... Estoy cansada.... Ayer me hizo daño el baile... no quiero más... no quiero más.... ¿No te obedecí ayer...? Basta por Dios, basta.
—Bueno, hija, bueno... no insisto. Y calló don Víctor, perdiendo parte de su alegría. No se atrevió a hacer uso de aquella energía que Dios le había dado. «No había para qué estirar demasiado la cuerda».
Pero él, por supuesto, fue a tomar café y a paseo.
Ana se quedó sola. Desde el balcón abierto de su tocador se oía la música lejana del Paseo Grande donde se celebraba el carnaval. Aquella música confusa, que parecía ráfagas intermitentes, le llenó el alma de tristeza. Pensó en Mesía, el tentador, y pensó en el Magistral enamorado, celoso... indefenso. Ahora la compasión era infinita.... Al fin había sido quien había abierto su alma a la luz de la religión, de la virtud.... Ana pensó en la fe quebrantada, agrietada, como si la hubiese sacudido un terremoto. El Magistral y la fe iban demasiado unidos en su espíritu para que el desengaño no lastimara las creencias. Además, ella siempre había amado más que creído. Don Fermín había procurado asegurar en ella el temor de Dios y de la Iglesia, la espiritualidad vaga y soñadora.... Pero de los dogmas había hablado poco. Ana estaba sintiendo que la fantasía había tenido en su piedad más influencia de la que conviniera para la solidez de aquel edificio. Ya estaban lejos los días del misticismo supuesto, de la contemplación.... Entonces estaba enferma, la lectura de Santa Teresa, la debilidad, la tristeza, le habían encendido el alma con visiones de pura idealidad.... Pero con la salud había vencido la piedad activa, irreflexiva; el Magistral había eclipsado a la santa, se había hablado más de aquella dulce hermandad en la virtud que de Dios mismo.... Ahora comprendía muchas cosas. Don Fermín la quería para sí...