Authors: Leopoldo Alas Clarin
«Todo aquello era una preparación. ¿Para qué?».
«Oh, Mesía era más noble, luchaba sin visera, mostrando el pecho, anunciando el golpe.... No había abusado de su amistad con don Víctor, no había insistido. ¡Pero los dos la amaban!». La tristeza de Ana encontraba en este pensamiento un consuelo dulce sino intenso. «Ella no podría ser de ninguno; del Magistral no podía ni quería.... Le debía eterna gratitud... pero otra cosa... sería un absurdo repugnante. Daba asco. Bueno estaría empezar a querer en el mundo cerca de los treinta años... ¡y a un clérigo!... La vergüenza y algo de cólera encendían el rostro de Ana. ¡Pero ese hombre esperaría que yo... en mi vida!...».
Como aquella tarde pasó muchos días la Regenta. Las mismas ideas cruzaban, combinadas de mil maneras, por su cerebro excitado.
Cuando sentía la presencia de Mesía en el deseo, huía de ella avergonzada, avergonzada también de que no fuera un remordimiento punzante el recuerdo del baile, sobre todo el del contacto de don Álvaro. «Pero no lo era, no. Veíalo como un sueño; no se creía responsable, claramente responsable de lo que había sucedido aquella noche. La habían emborrachado con palabras, con luz, con vanidad, con ruido... con champaña.... Pero ahora sería una miserable si consentía a don Álvaro insistir en sus provocaciones. No quería venderse al sofisma de la tentación que le gritaba en los oídos: al fin don Álvaro no es canónigo; si huyes de él te expones a caer en brazos del otro. Mentira, gritaba la honradez. Ni del uno ni del otro seré. A don Fermín le quiero con el alma, a pesar de su amor, que acaso él no puede vencer como yo no puedo vencer la influencia de Mesía sobre mis sentidos; pero de no amar al Magistral de modo culpable estoy bien segura. Sí, bien segura. Debo huir del Magistral, sí, pero más de don Álvaro. Su pasión es ilegítima también, aunque no repugnante y sacrílega como la del otro.... ¡Huiré de los dos!».
No había más refugio que el hogar. Don Víctor con su Frígilis y todos los cacharros del museo de manías, don Víctor con el teatro español a cuestas.
«Pero la casa tenía también su poesía». Ana se esforzó en encontrársela. ¡Si tuviera hijos le darían tanto que hacer! ¡Qué delicia! Pero no los había. No era cosa de adoptar a un hospiciano. De todas suertes Ana comenzó a trabajar en casa con afán... a cuidar a don Víctor con esmero.... A los ocho días comprendió que aquello era una hipocresía mayor que todas. Las labores de su casa estaban hechas en poco tiempo. ¿Por qué fingirse a sí misma satisfecha con una actividad insuficiente, insignificante, que no distraía el pensamiento ni media hora? Don Víctor agradecía en el alma aquella solicitud doméstica, pero en lo que tocaba a él hubiera preferido que las cosas siguiesen como hasta allí. Nadie le cosía un botón a su gusto más que él mismo; limpiarle el despacho era martirizarle a él, a don Víctor; la cama era inútil hacérsela con esmero porque de todas maneras había de descomponerla él, sacudir las almohadas y poner el embozo a su gusto. Cuando Ana volvió a dejar los quehaceres domésticos en la antigua marcha, don Víctor se lo agradeció en el alma también y respiro a sus anchas. «Aquellas injerencias de su querida esposa eran dignas de eterno agradecimiento... pero molestas para él. Más sabe el loco en su casa...» Don Álvaro no se apresuraba. «Esta vez estaba seguro». Pero no quería
brusquer
—según pensaba él en francés—un ataque. «La teoría del
cuarto de hora
era una teoría incompleta». Algo había de eso, pero en ciertos casos los cuartos de hora de una mujer sólo los encuentra un buen relojero. Pensaba dejar que pasara la Cuaresma. Al fin se trataba de una beata que ayunaría y comería de vigilia. Mal negocio. La Pascua florida ofrecía la mejor ocasión. El mundo, después de resucitar Nuestro Señor Jesucristo, parece más alegre, más lícitos sus placeres; la primavera, ya adelantada, ayuda... las fiestas, a que él haría que don Víctor llevase a su mujer, serían aguijones del deseo. «¡Oh!... sí, en la Pascua nos veríamos».
«Además, quería él prepararse para la campaña. Estaba debilucho. Aquel verano en Palomares había hecho una especie de bancarrota de salud. La señora ministra había amado mucho. Estas exageraciones de las mujeres vencidas siempre estaban en razón directa del cuadrado de las distancias. Es decir, que cuanto más lejos estaba una mujer del vicio, más exagerada era cuando llegaba a caer. La Regenta, si caía iba a ser exageradísima». Y se preparaba Mesía. Leyó libros de higiene, hizo gimnasia de salón, paseó mucho a caballo. Y se negó a acompañar a Paco Vegallana en sus aventurillas fáciles y pagaderas a la vista. «El diablo harto de carne...» le decía Paco. Y don Álvaro sonreía y se acostaba temprano. Madrugaba. El Paseo Grande era ya todo perfumes, frescura y cánticos al amanecer. Los pájaros, saltando de rama en rama preparaban los nidos para los huevos de Abril; se diría que eran tapiceros de la enramada que adornaban los salones del Paseo Grande para las fiestas de la primavera. Empezaba Marzo con calores de Junio; desde muy temprano calentaba y picaba el sol. Aquella primavera anticipada, frecuente en Vetusta, era una burla de la naturaleza; después volvía el invierno, como en sus mejores días, con fríos, escarchas y lluvia, lluvia interminable. Pero don Álvaro aprovechaba aquel intervalo de luz y calor, que no por efímero le agradaba menos; no era él de los que medían la felicidad por la duración; es más, no creía en la felicidad, concepto metafísico según él, creía en el placer que no se mide por el tiempo. Una mañana, en el salón principal del Paseo Grande, solitario a tales horas porque pocos confiaban en aquel anticipo de primavera, vio don Álvaro allá lejos la silueta de un clérigo. Era alto, sus movimientos señoriles. Era el Magistral. Estaban solos en el paseo; tenían que encontrarse, iban uno enfrente del otro, por el mismo lado. Se saludaron sin hablar. Don Álvaro tuvo un poco de miedo, de aprensión de miedo. «Si este hombre, pensó, enamorado de la Regenta, desairado por ella, se volviera loco de repente al verme, creyéndome su rival y se echara sobre mí a puñetazo limpio aquí, a solas...». Mesía recordaba la escena del columpio en la huerta de Vegallana.
El Magistral pensó por su parte al ver a don Álvaro: «¡Si yo me arrojara sobre este hombre y como puedo, como estoy seguro de poder, le arrastrara por el suelo, y le pisara la cabeza y las entrañas!...». Y tuvo miedo de sí mismo. Había leído que en las personas nerviosas, imágenes y aprensiones de este género provocan los actos correspondientes. Se acordó de cierto asesino de los cuentos de Edgar Poe.... Su mirada fue insolente, provocativa. Saludó como diciendo con los ojos: «¡Toma! ahí tienes esa bofetada». Pero el saludo y la mirada de Mesía quisieron decir: «Vaya usted con Dios; no entiendo palabra de eso que usted me quiere decir».
Y siguieron cada cual por su lado, pero a la mañana siguiente no volvieron al Paseo Grande ni uno ni otro. Buscaban allí contrario objeto: el Magistral paseaba mucho para gastar fuerzas inútiles; Mesía para recobrar fuerzas perdidas y que esperaba le hiciesen mucha falta dentro de poco. Cada cual se fue a pasear en adelante por sitios extraviados. Temían otro encuentro.
Pero pronto tuvieron que quedarse en casa.
Como era de esperar, el invierno volvió con todos sus rigores, riéndose a carcajadas de los incautos que se creían en plena primavera. Los pájaros se escondieron en sus agujeros y rincones. Los árboles floridos padecieron los furores de la intemperie, como engalanadas damiselas que en día de campo, vestidas con percales alegres, adornos vistosos y delicados de seda y tul, se ven sorprendidas por un chubasco, al aire libre, sin albergue, sin paraguas siquiera. Las florecillas blancas y rosadas de los frutales caían muertas sobre el fango: el granizo las despedazaba; todo volvía atrás; aquel ensayo de primavera temprana había salido mal; vuelta a empezar, cada mochuelo a su olivo.
Esto fue a la mitad de la Cuaresma. Vetusta se entregó con reduplicado fervor a sus devociones. Los jesuitas misioneros habían pasado también por allí como una granizada; las flores de amor y alegría que sembrara el carnaval las destruyeron a penitencia limpia el Padre Maroto, un artillero retirado que predicaba a cañonazos y sacaba el Cristo, y el Padre Goberna, un melifluo padre francés que pronunciaba el castellano con la garganta y las narices y hablaba de
Gomogga
y citaba las grandezas de Nínive y de Babilonia, ya perdidas, al cabo de los años mil, como prueba de la pequeñez de las cosas humanas. Ello era que Vetusta estaba metida en un puño. Entre el agua y los jesuitas la tenían triste, aprensiva, cabizbaja. El aspecto general de la naturaleza, parda, disuelta en charcos y lodazales, más que a pensar en la brevedad de la existencia convidaba a reconocer lo poco que vale el mundo. Todo parecía que iba a disolverse. El Universo, a juzgar por Vetusta y sus contornos, más que un sueño efímero, parecía una pesadilla larga, llena de imágenes sucias y pegajosas. El Padre Goberna, que sabía dar
color local
a sus oraciones, no decía en Vetusta que no somos más que un poco de polvo, sino un poco de barro. ¿Polvo en Vetusta? Dios lo diera.
El mal tiempo se llevó la resignación tranquila, perezosa de Anita Ozores. Con la lluvia pertinaz, machacona, volvieron antiguas aprensiones repentinas, protestas de la voluntad, y aquellos cardos que le pinchaban el alma. ¡Y ahora no tenía al Magistral para ayudarla!
Cada día se sentía más sola, más abandonada y ya empezaba a pensar que había sido injusta con el Provisor pensando de él tan mal y dejándole huir desesperado con aquellas sospechas que llevaba clavadas en el corazón como un dardo envenenado. «¿Por qué ella no había sentido más aquel desengaño, aquella profanación de una amistad pura, desinteresada, ideal?—Tal vez porque el ser amada, fuera por quien fuera, no podía saberle mal aunque ella tuviese que desdeñar y hasta vituperar aquel amor. Tal vez porque sabía que el remedio de aquella separación estaba en sus manos. ¿No podía ella, el día tal vez próximo, en que necesitara consuelo espiritual, correr al confesonario y persuadir al confesor, a don Fermín, de que ella no era lo que él se figuraba?». Y acaso debía hacerlo cuanto antes. «¿Por qué había de estar pensando De Pas lo que no había? Sí, había que decirle la verdad, esto es, la verdad de lo que no había; don Álvaro no había conseguido mayor favor de Ana Ozores, esto era lo cierto».
Pero antes de buscar al Magistral, Ana quiso fortificar el espíritu por sí misma. Sentía la fe vacilante, los sofismas vulgares de don Carlos—el libre-pensador—venían a atormentarla a cada instante. Comenzaba por dudar de la virtud del sacerdote y llegaba a dudar de la iglesia, de muchos dogmas.... Pero entonces corría a la iglesia. Saltando charcos, desafiando chaparrones iba de parroquia en parroquia, de novena en novena, y pasaba también mucho tiempo en la nave fría de algún templo a la hora en que los fieles solían dejarlos desiertos. Se sentaba en un banco y meditaba. Sonaba y resonaba en la bóveda la tos de un viejo que rezaba en una capilla escondida; los pasos de un monaguillo irreverente retumbaban sobre la tarima de un altar, y como un refuerzo del silencio llegaba a los oídos un rumor tenue de los ruidos de Vetusta. Ana pedía a la soledad y al silencio perezoso de la iglesia, algo como una inspiración, o como un perfume de piedad que creía ella debía desprenderse de aquellas paredes santas, de los altares, que a la luz blanca del día ostentaban sus santos de yeso y madera barnizada como gastados por el roce de las oraciones y el humo de la cera. Aquellas imágenes a la luz del día recordaban vagamente las decoraciones de un teatro vistas al sol y a los cómicos en la calle sin los esplendores del gas de las baterías. Pero Anita no pensaba en esto. Buscaba allí la fe que se desmoronaba. «¿Por qué se desmoronaba? ¿Qué tenía que ver la Iglesia con el Magistral? ¿No podía aquel señor haberse enamorado de ella... y ser verdad sin embargo todo lo que dice el dogma? Claro que sí. Pero rezaba para creer. Oh, malo sería que el Magistral no saliese inocente de aquella prueba.... Si él, si el hermano mayor no era más que un hipócrita... había que dar la razón en muchas cosas a don Carlos, al que después de todo era su padre. ¡Sí, sí, era su padre, aquel padre que había llorado ella con lágrimas del corazón, el que decía que la religión es un homenaje interior del hombre a Dios, a un Dios que no podemos imaginar como es, y que no es como dicen las religiones positivas, sino mucho mejor, mucho más grande!... ¡Era su padre quien decía todas estas herejías!». Y rezaba, rezaba porque el meditar ya no servía para nada bueno.—Y una voz interior severa y algo pedantesca gritaba después de todo aquello: «Pero entendámonos, aunque don Carlos tuviera razón, aunque Dios sea más grande, más bueno que todo lo que pudieran decir y pensar los libros de los hombres, no por eso perdona los pecados de que la conciencia acusa a todos. Don Álvaro estará prohibido, sea Dios como sea. El mal es el mal de todas suertes. Eso sí, se decía la Regenta, que encontraba consuelo en esta resolución; aunque la fe caiga, yo seguiré combatiendo esta pasión de mis sentidos, que seguirá siendo mala...».
Empezó a notar que el templo solitario no excitaba su devoción; aquellas paredes frías, aquella especie de descanso de los santos a las horas en que cesa la adoración, le recordaban por extrañas analogías que establecía el cerebro, enfermo acaso, le recordaban la fatiga de los reyes, la fatiga de los monstruos de ferias, la fatiga de cómicos, políticos, y cuantos seres tienen por destino darse en público espectáculo a la admiración material y boquiabierta de la necia multitud.... La iglesia sin culto activo, la iglesia descansando, llegó a parecerle a ella también algo como un teatro de día. El sacristán y el acólito subiendo al retablo, hombreándose con la imagen de madera, colocando los cirios con simetría, consultando las leyes de la perspectiva, le parecían al cabo cómplices de no sabía qué engaño.... Además de todas estas aprensiones sacrílegas, tentación malsana del espíritu enfermo, causa de tanta lucha, sentía el tormento de la distracción; las oraciones comenzaban y no concluían; el estribillo de tal o cual piadosa leyenda llegaba a darle náuseas; la soledad se poblaba de mil imágenes, diablillos de la distracción; el silencio era enjambre de ruidos interiores. Todo esto le obligó a dejar el templo solitario. Volvió a las horas del culto. Conocía que en la nueva piedad que buscaba debían tomar parte importante los sentidos. Buscó el olor del incienso, los resplandores del altar y de las casullas, el aleteo de la oración común, el susurro del
ora pro nobis
de las
masas católicas
, la fuerza misteriosa de la oración colectiva, la parsimonia sistemática del ceremonial, la gravedad del sacerdote en funciones, la misteriosa vaguedad del cántico sagrado que, bajando del coro nada más, parece descender de las nubes; las melodías del órgano que hacían recordar en un solo momento todas las emociones dulces y calientes de la piedad antigua, de la fe inmaculada, mezcla de arrullo maternal y de esperanza mística.