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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La reina de la Oscuridad (35 page)

BOOK: La reina de la Oscuridad
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Durante un momento permanecieron apiñados oteando el llano donde, a pesar de la cerrada noche, creían que su carrera sería vista por los millares de ojos que acaso los acechaban desde la ciudadela voladora.

Tanis, que se hallaba junto a Berem, notó cómo aquel hombre temblada de miedo y se alegró de haber asignado a Caramon su vigilancia. Desde el instante en que anunció su proyecto de viajar a Neraka el semielfo había detectado una mirada fantasmal y demente en los azules ojos del misterioso individuo, similar a la de un animal enjaulado. No pudo por menos que compadecerle, pero hizo un esfuerzo para endurecer su corazón: era mucho lo que se jugaban. Berem era la clave de una respuesta que se ocultaba en el templo de Neraka. Ignoraba cómo se las arreglaría para descubrir la solución del enigma, si bien un plan comenzaba a perfilarse en su mente.

En lontananza rasgaron el aire nocturno unos estridentes sonidos de trompetas, a la vez que una luz anaranjada se elevaba en el horizonte. Los draconianos prendían fuego a otra ciudad. Tanis se arropó en su túnica pues, a pesar de estar en primavera, el helor del invierno aún flotaba en la atmósfera.

—Iniciad la marcha, de uno en uno —ordenó con voz queda.

Contempló cómo atravesaban a la mayor velocidad posible la franja de tierra herbácea, en pos del cobijo que había de brindarles la arboleda. En un claro les aguardaban varios dragones cobrizos, pequeños pero de raudo vuelo, para transportarles a las montañas, tal como había dispuesto Gilthanas.

«Esta aventura podría concluir antes de iniciarse», pensó Tanis mientras observaba las evoluciones de Tasslehoff, ágil como un roedor en su elemento. Si descubrían a sus monturas, si los vigilantes ojos de la ciudadela les veían, sería su fin. Berem caería en manos de la Reina y la Oscuridad se cerniría para siempre sobre su mundo.

Tika siguió a Tas, en una carrera veloz y segura que contrastaba con la de Flint, penosa y jadeante. El enano parecía haber envejecido en los últimos días mas, aunque esta idea cruzó por la mente del semielfo, sabía que el hombrecillo nunca accedería a quedarse en la ciudad. También Caramon imprimió su peculiar ritmo en la travesía del llano, avanzando a grandes zancadas. En todo momento mantuvo una mano firmemente apoyada en Berem, al que arrastraba sin dificultad.

«Mi turno», se dijo Tanis al ver que todos los otros se hallaban protegidos en la espesura. Para bien o para mal, la historia se acercaba a su desenlace. Alzando la mirada antes de echar a correr distinguió a Goldmoon y Riverwind, que espiaban sus movimientos desde la ventana de la sala de la torre.

Para bien o para mal.

«¿Y si al fin reinan las tinieblas? ¿Qué será de nuestra tierra y de quienes ahora dejo tras de mí?», se preguntó el semielfo por primera vez.

Contempló los contornos de aquellos dos seres que eran para él tan entrañables como la familia que nunca conoció. Goldmoon encendió entonces una vela, cuya llama iluminó fugazmente su rostro y el de Riverwind. Ambos levantaron la mano para desearles suerte, apagando al instante la débil lumbre por miedo a que algunos ojos hostiles descubriesen la escena.

Con un hondo suspiro, Tanis dio medio vuelta y puso en tensión sus músculos. Aunque venciese la negrura, nunca se extinguiría la esperanza. Una vela, símbolo de otras muchas, había oscilado unos segundos para luego morir, pero desde la noche de los tiempos surgirían centenares de llamas que quizá no menguarían bajo ningún soplo.

Así arde siempre el fuego solitario de la esperanza, iluminando la oscuridad hasta la llegada del nuevo día.

LIBRO VIII

1

Un viejo humano y un Dragón Dorado.

Era aquél un Dragón Dorado de avanzada edad, el más viejo de su especie. Fiero guerrero en su tiempo, exhibía en su arrugada piel las cicatrices de sus victorias. En un día remoto su nombre brilló con tanta fuerza como sus hazañas, pero hasta él había olvidado su antiguo apelativo y respondía al apodo que ahora le asignaban los jóvenes e irrespetuosos dragones de su estirpe: Pyrite —Oro Empañado—, debido a su irredimible hábito de desaparecer mentalmente del presente para evocar su propia historia.

Su dentadura había menguado de forma considerable, habían transcurrido eones desde que masticara por última vez un sabroso bocado de carne de ciervo o despedazado a un goblin. En ocasiones trituraba entre sus maltrechos colmillos a un conejo tierno, pero se sustentaba sobre todo de gachas de avena.

Cuando vivía en el presente Pyrite era un compañero ingenioso, aunque irascible. También su visión comenzaba a nublarse, pese a su negativa a admitirlo, y su sordera constituía un hecho inapelable. Su mente, no obstante, conservaba una gran agilidad así como su conversación, según otros dragones tan aguda como los incisivos que un día poseyera. El único problema era que casi nunca disertaba sobre los temas que interesaban a cuantos le rodeaban.

En el instante mismo en que regresaba al pasado los otros reptiles dorados huían despavoridos hacia sus cuevas, pues cuando se alimentaba de sus recuerdos podía invocar hechizos con asombrosa precisión y su aliento resultaba tan mortífero como siempre.

En estos momentos, sin embargo, Pyrite no estaba ni en el pasado ni en el presente. Yacía tumbado en los llanos de Estwilde, dormitando bajo el tibio sol primaveral. Junto a él había un viejo humano en similar actitud, hundida su cabeza en la almohada que le prestaba el flanco del Dragón.

Un sombrero de copete puntiagudo y ala deforme descansaba sobre el rostro del anciano, que de ese modo protegía sus ojos del refulgente astro. Bajo su desigual contorno asomaba una esponjosa barba, larga y blanca como la nieve, en curioso contraste con las mugrientas botas que sobresalían del repulgo de su túnica grisácea.

Ambos estaban sumidos en un profundo sueño. Los costados del Dragón se hinchaban y emitían sordos zumbidos cada vez que respiraba mientras que de la boca del hombre, abierta de par en par, surgían prodigiosos ronquidos que incluso a él lo despertaban. Cuando eso sucedía se incorporaba como impulsado por un resorte, lanzaba el sombrero rodando por el suelo —algo que no contribuía a conservar su ya raído paño— y examinaba alarmado las inmediaciones. Al no ver nada inquietante emitía un iracundo gruñido, se encasquetaba de nuevo el sombrero y se abandonaba a su interrumpida siesta, no sin antes azuzar al reptil en las costillas.

Cualquier viejo se habría preguntado sin duda qué diablos hacían aquel par de decrépitos seres en los llanos de Estwilde, a pesar del espléndido día, y se hubiera extrañado de su presencia. Habría imaginado que esperaban a alguien porque el humano se despertaba a intervalos, se quitaba el sombrero y escudriñaba el cielo vacío. Pero no existía tal viajero. Ninguno transitaba por aquel paraje, al menos ninguno amistoso. La planicie era un auténtico hervidero de draconianos y goblins pertrechados para la guerra. Si aquella singular pareja sabía que había elegido un lugar peligroso para dormir, no parecía importarle.

Despertando de un ronquido especialmente atronador, el viejo humano comenzó a reprender a su compañero por hacer tanto ruido pero se interrumpió cuando una sombra pasó fugaz sobre sus cabezas.

—¡Vaya ! —refunfuñó el hombre alzando la mirada—. Una escuadrilla de dragones con sus jinetes. Seguro que sus intenciones son funestas. —Sus cejas se unieron en forma de letra «V» sobre su nariz—. Estoy harto de que perturben mi descanso, ¿cómo osan tapar el sol que nos alumbra? ¡Despierta! —ordenó a Pyrite, a la vez que le golpeaba con un viejo bastón de madera que habría sufrido tanto como él los estragos del tiempo.

El Dragón rezongó, abrió uno de sus dorados ojos, vio aquella nebulosa gris que reconoció como un humano senil y bajó de nuevo el enorme párpado.

Siguieron pasando sombras, cuatro reptiles con sus cabalgaduras.

—¡Vamos, perezoso, despierta de una vez! —exclamó enfurecido el humano. Sin cesar de roncar, el animal se arrellanó sobre su lomo con las garras hacia arriba para recibir en el vientre la suave caricia del sol.

Durante unos instantes el viejo observó furibundo al Dragón pero, llevado de una súbita inspiración, rodeó el colosal cuerpo para situarse junto a su cabeza y vociferar en uno de sus oídos:

—¡Ha estallado la guerra! Nos atacan.

El efecto fue fulminante. Pyrite salió de su letargo, volteándose sobre su estómago y hundiendo las pezuñas en el suelo con tal fuerza que casi quedó atascado. Levantó entonces su orgullosa cabeza, antes de extender las alas y batirlas en un violento torbellino de nubes de polvo y arena que se elevaron una milla en el aire.

—¡La guerra! —repitió con voz tan estentórea como un clarín—. Nos llaman. ¡Que se concentren las tropas! ¡Preparados para la defensa!

El viejo humano quedó atónito ante tan súbita transformación, sin acertar a hablar a causa de la polvareda que había inhalado y que obstruyó momentáneamente sus vías respiratorias. Viendo que el Dragón se disponía a levantar el vuelo, sin embargo, echó a correr hacia él al mismo tiempo que agitaba el sombrero para recordarle su presencia.

—¡Espera! —suplicó entre toses y ahogos—. ¡No te vayassin mí!

—¿Quién eres para que tenga que aguardarte? —rugió Pyrite cegado por el remolino de arena—. ¿Quizá mi hechicero?

—Sí —se apresuró a responder el desconcertado anciano, digamos que soy tu mago. Baja un poco el ala para que pueda trepar por ella. Gracias, eres un buen compañero y ahora... ¡Diablos, no me he sujetado las correas! ¡Cuidado con mi sombrero! ¡Maldita sea, todavía no he dado la orden de despegar!

—Debemos llegar a tiempo al campo de batalla —declaró Pyrite hecho una furia—. ¡Huma está solo ante el peligro!

—¡Huma! —farfulló el hombre—. En cualquier caso, si pretendes sumarte a esa liza llevas algunos siglos de retraso. No es ése el combate al que quiero acudir, sino en pos de los cuatro dragones que vuelan hacia levante. ¡Son criaturas perversas! Tenemos que detenerles...

—Sí, ya los veo —anunció Pyrite y trazó una rauda espiral en persecución de dos sobresaltadas águilas.

—¡No! —protestó desalentado el jinete sin cesar de espolear los costados del animal—. !Pon rumbo al este, dos grados más en esa dirección!

—¿Estás seguro de ser mi hechicero? —preguntó el Dragón con voz cavernosa—. Nunca antes me hablaste en este tono.

—Lo lamento, viejo amigo —se disculpó el anciano— estoy un poco nervioso. Este conflicto me tiene desquiciado.

—¡Por los dioses, he avistado cuatro reptiles voladores! —anunció Pyrite al distinguir al fin sus contornos, que aparecían borrosos ante sus cansados ojos.

—Acerquémonos a fin de no errar en la diana. Deseo utilizar un encantamiento espléndido, el de la bola de fuego. Si logro recordar cómo invocarlo —añadió el humano en sususurro.

Dos oficiales de los ejércitos de los Dragones surcaban el aire junto a los cuatro reptiles de cobre. Uno cabalgaba en cabeza, un hombre barbudo cubierto por un yelmo que parecía demasiado ancho para su cabeza y que le cubría por completo el rostro, ocultando sus ojos. El otro iba en la retaguardia. Era un individuo corpulento, que parecía a punto de reventar embutido en su armadura negra. No llevaba casco, quizá por no haber hallado ninguno de su tamaño, y su faz exhibía una expresión lóbrega y vigilante, sobre todo cuando miraba a los prisioneros que avanzaban a lomos de los dragones en el centro de la escuadrilla.

Formaban los cautivos un heterogéneo grupo: una mujer; enfundada en una armadura de piezas desiguales, un enano, un kender y un varón de mediana edad con el cabello largo y enmarañado.

El mismo viajero que podría haber observado al viejo y a su Dragón se habría percatado de que los oficiales y sus prisioneos se desviaban de su ruta para evitar ser detectados por las tropas de tierra del Señor del Dragón. Cada vez que un grupo de draconianos los descubría y comenzaba a gritar a fin de atraer su atención, los oficiales lo ignoraban de un modo patente. También se habría preguntado un curioso caminante qué hacían los dragones de cobre al servicio de un dignatario de las huestes oscuras.

Por desgracia, ni el anciano ni su decrépita montura poseían excesivas dotes de observación. Refugiándose en los bancos de nubes, avanzaban sin ser vistos hacia el desprevenido grupo.

—Cuando yo te lo ordene sal tan rápido como puedas de nuestro escondrijo —dijo el hombre, emitiendo chasquidos de júbilo ante la perspectiva de una batalla—. Los atacaremos por la espalda.

—¿Dónde está Huma? —preguntó el dorado reptil mientras trataba de aclarar su visión entre las nubes.

—Ha muerto —farfulló el viejo concentrándose en su hechizo.

—¡Muerto! —repitió consternado el animal—. ¿Hemos llegado demasiado tarde?

—¡No te preocupes ahora por eso! —le espetó el hombre encolerizado—. ¿Estás preparado?

—Muerto. —El Dragón no podía creer tan luctuoso suceso. Tras unos instantes de reflexión, declaró con furibundos centelleos en los ojos—: ¡Le vengaremos!

—De eso se trata. —El anciano había decidido seguirle la corriente—. Atento a mi señal... ¡no, todavía no!

Sus últimas palabras se desvanecieron en la ráfaga de viento que provocó el animal al abandonar su aéreo parapeto para lanzarse en picado sobre los pequeños dragones, como una flecha arrojada por una mano invisible.

El fornido oficial que cerraba la singular comitiva advirtió un movimiento sobre ellos y alzó la cabeza.

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