La Hachejota. Santiago indicó el radar con un gesto, y Teresa se movió de rodillas por el fondo de la bañera, notando los golpes del agua bajo el pantoque, para pegar la cara al cono de goma del Furuno. Agarrada a la banda y al asiento de Santiago, con la intensa vibración que el motor transmitía al casco entumeciéndole las manos, observó la línea oscura que cada barrido les dibujaba a estribor, cerquísima, y la extensión clara al otro lado. En media milla estaba todo limpio; pero al duplicar el alcance en la pantalla encontró la esperada mancha negra moviéndose con rapidez a ocho cables, resuelta a cortarles el paso. Pegó la boca a la oreja de Santiago para gritárselo por encima del rugir del motor, y lo vio asentir de nuevo, fijos los ojos en el rumbo y sin decir palabra. El pájaro bajó un poco más, el patín casi tocando la banda de babor, y volvió a elevarse sin lograr que Santiago desviase un grado la ruta: seguía encorvado sobre el volante, concentrado en la oscuridad a proa, mientras las luces de la costa corrían a lo largo de la banda de estribor: primero Estepona con la iluminación de su larga avenida y el faro extremo, luego Manilva y el puerto de la Duquesa, con planeadora a cuarenta y cinco nudos ganando poco a poco mar abierto. Y fue entonces, al comprobar por segunda vez el radar, cuando Teresa vio el eco negro de la Hachejota demasiado cerca, más rápido de lo que pensaba, a punto de entrarles por la izquierda y al mirar en esa dirección distinguió entre la neblina del aguaje, pese al resplandor blanco del foco del helicóptero, el centelleo azul de su señal luminosa cerrándoles cada vez más. Eso planteaba la alternativa de costumbre: varar en la playa o tentar la suerte mientras el flanco amenazador que se iba perfilando en la noche se acercaba dando bandazos, golpes con la amura procurando romperles el casco, parar el motor, tirarlos al agua. El radar ya estaba de más, así que moviéndose de rodillas —sentía los violentos pantocazos de la lancha en los riñones— Teresa se situó otra vez detrás de Santiago, las manos en sus hombros para prevenirlo sobre los movimientos del helicóptero y la turbolancha; derecha e izquierda, cerca y lejos; y cuando le sacudió cuatro veces el hombro izquierdo porque la pinche Hachejota era ya un muro siniestro que se abalanzaba sobre ellos, Santiago levantó el pie del pedal para quitarle de golpe cuatrocientas vueltas al motor, bajó el power trim con la mano derecha, metió todo el volante a la banda de babor, y la Phantom, entre la nube de su propio aguaje, describió una curva cerrada, padrísima, que cortó la estela de la turbolancha aduanera, dejándola un poco atrás en la maniobra.
Teresa sintió deseos de reír. Órale. Todos apostaban al límite en aquellas extrañas cacerías que hacían latir a ciento veinte golpes por minuto el corazón, conscientes de que la ventaja sobre el adversario estaba en el escaso margen que definía ese límite. El helicóptero volaba bajo, amagaba con el patín, marcaba la posición a la Hachejota; pero la mayor parte del tiempo iba de farol, porque no podía establecer contacto real. Por su parte, la Hachejota cruzaba una y otra vez ante la planeadora para hacerla saltar en su estela y que el cabezón se gripase al girar la hélice en el vacío; o acosaba, lista para golpear, sabiendo su patrón que sólo podía hacerlo con la amura, porque montar la proa significaba matar en el acto a los ocupantes de la Phantom, en un país donde a los jueces había que explicarles mucho ese tipo de cosas. También Santiago sabía todo eso, gallego listo y requetecabrón como era, y arriesgaba hasta el máximo: giro a la banda contraria, buscar la estela de la Hachejota hasta que ésta parase o diera marcha atrás, cortar su proa para frenarla. Incluso aminorar de pronto delante con mucha sangre fría, confiando en los reflejos del otro para detener la turbolancha y no pasarles por encima, y cinco segundos después acelerar, ganando una distancia preciosa, con Gibraltar cada vez más cerca. Todo en el filo de la navaja. Y un error de cálculo bastaría para que ese equilibrio precario entre cazadores y cazados se fuera al diablo.
—Nos la han jugado —gritó de pronto Santiago.
Teresa miró alrededor, desconcertada. Ahora la Hachejota estaba de nuevo a la izquierda, por la parte de afuera, apretando inexorable hacia tierra, la Phantom corriendo a cincuenta nudos en menos de cinco metros de sonda y el pájaro pegado encima, fijo en ellos el haz blanco de su foco. La situación no parecía peor que minutos antes, y así se lo dijo a Santiago, acercándose de nuevo a su oreja. No vamos tan mal, gritó. Pero Santiago movía la cabeza como si no la oyera, absorto en pilotar la lancha, o en lo que pensaba. Esa carga, le oyó decir. Y luego, antes de callarse del todo, añadió algo de lo que Teresa sólo pudo entender una palabra: señuelo. Igual está diciendo que nos tendieron un cuatro, pensó ella. Entonces la Hachejota les metió la amura, y el aguaje de las dos lanchas abarloadas a toda velocidad se volvió nube de espuma pulverizada que los empapó, cegándolos, y Santiago se vio obligado a ceder poco a poco, a llevar la Phantom cada vez más hacia la playa, de manera que ya estaban corriendo por el rebalaje, entre la rompiente del mar y la orilla misma, con la Hachejota por babor y algo más abierta, el helicóptero arriba, y las luces de tierra pasando veloces a pocos metros por la otra banda. En tres palmos de agua.
Chale, que no hay sonda, reflexionó Teresa atropelladamente. Santiago llevaba la planeadora lo más pegada a la orilla que podía, para mantener lejos a la otra lancha, cuyo patrón, sin embargo, aprovechaba cada oportunidad para arrimarles el costado. Aun así, calculó ella las probabilidades de que la Hachejota tocara fondo, o aspirase una piedra que chingara hasta la madre los álabes, de la turbina, eran mucho menores que las que tenía la Phantom de tocar la arena con la cola del motor en mitad de un pantocazo, y después clavar la proa y que ellos dos chuparan Faros hasta la resurrección de la carne. Diosito. Teresa apretó los dientes en la boca y las manos en los hombros de Santiago cuando la turbolancha se acercó de nuevo entre la nube de espuma, adelantándose un poco hasta cegarlos otra vez con su aguaje y dando luego una leve guiñada a estribor para apretarlos más contra la playa. Aquel patrón también era bravo de veras, pensó. De los que se tomaban en serio su chamba. Porque ninguna ley exigía tanto. O sí, cuando las cosas se tornaban personales entre machos gallos cabrones, que de cualquier desmadre hacían palenque. De lo cerca que estaba, el costado de la Hachejota parecía tan oscuro y enorme que la excitación que la carrera producía en Teresa empezó a verse desplazada por el miedo. Nunca habían corrido de ese modo por dentro del rebalaje, tan cerca de la orilla y en tan poca agua, y a trechos el foco del helicóptero dejaba ver las ondulaciones, las piedras y las alguitas del fondo. Apenas hay para la hélice, calculó. Vamos arando la playa. De pronto se sintió ridículamente vulnerable allí, empapada de agua, cegada por la luz, estremecida por los pantocazos. No mames con la ley y con lo otro, se dijo. Están echándose un pulso, nomás. Le cae al que se raje. A ver quién aguanta más pulque, y yo en medio. Qué triste pendejada morirse por esto.
Fue entonces cuando se acordó de la piedra de León. La piedra era una roca no muy alta que velaba a pocos metros de la playa, a medio camino entre La Duquesa y Sotogrande. La llamaban así porque un aduanero llamado León había roto en ella el casco de la turbolancha que patroneaba, raaaas, en plena persecución de una planeadora, viéndose obligado a varar en la playa con una vía de agua. Y aquella piedra, acababa de recordar Teresa, se hallaba justo en la ruta que ahora seguían. El pensamiento le produjo una descarga de pánico. Olvidando la cercanía de los perseguidores, miró a la derecha en busca de referencias para situarse por las luces de tierra que pasaban al costado de la Phantom. Tenía que estar, decidió, requetechingadamente cerca.
—¡La piedra! —le gritó a Santiago, inclinándose por encima de su hombro—… ¡Estamos cerca de la piedra!
A la luz del foco perseguidor lo vio afirmar con la cabeza, sin apartar su atención del volante y de la ruta, echando de vez en cuando ojeadas a la turbolancha y a la orilla para calcular la distancia y la profundidad a la que planeaban. En ese momento la Hachejota se apartó un Poco, el helicóptero se acercó más, y al mirar hacia lo alto haciéndose visera con una mano, Teresa entrevió una silueta oscura con un casco blanco que descendía hasta el patín que el piloto procuraba situar junto al motor de la Phantom. Quedó fascinada por aquella imagen insólita: el hombre suspendido entre cielo y agua que se agarraba con una mano a la puerta del helicóptero y en la otra empuñaba un objeto que ella tardó en reconocer como una pistola. No irá a dispararnos, pensó aturdida. No pueden hacerlo. Esto es Europa, carajo, y no tienen derecho a tratarnos así, a puros plomazos. La planeadora dio un salto más largo y ella se cayó de espaldas, y al levantarse desencajada, a punto de gritarle a Santiago nos van a quemar, cabrón, afloja, frena, párate antes de que nos bajen a tiros, vio que el hombre del casco blanco acercaba la pistola a la carcasa del cabezón y vaciaba allí el cargador, un tiro tras otro, fogonazos naranja en el resplandor del foco entre los miles de partículas de agua pulverizada, con los estampidos, pam, pam, pam, pam, casi apagados por el rugir del motor de la planeadora, y las palas del pájaro, y el rumor del mar y el chasquido de los golpes del casco de la Phantom en el agua somera de la orilla. Y de pronto el hombre del casco blanco desapareció de nuevo dentro del helicóptero, y éste ganó un poco de altura sin dejar de mantenerlos alumbrados, y la Hachejota volvió a acercarse peligrosamente mientras Teresa miraba estupefacta los agujeros negros en la carcasa del motor y éste seguía funcionando como si tal cosa, a toda madre y ni un rastro de humo siquiera, del mismo modo que Santiago mantenía impávido el rumbo de la planeadora, sin haberse vuelto una sola vez a mirar lo que estaba ocurriendo ni preguntarle a Teresa si seguía ilesa, ni otra cosa que no fuera continuar aquella carrera que parecía dispuesto a prolongar hasta el fin del mundo, o de su vida, o de sus vidas.
La piedra, recordó ella otra vez. La piedra de León tenía que estar allí mismo, a pocos metros por la proa. Se incorporó detrás de Santiago para escudriñar al frente, intentando atravesar la cortina de salpicaduras iluminada por la luz blanca del helicóptero y distinguir la roca en la oscuridad de la orilla que serpenteaba ante ellos. Espero que él la vea a tiempo, se dijo. Espero que lo haga con margen suficiente para maniobrar y esquivarla, y que la Hachejota nos lo permita. Estaba deseando todo eso cuando vio la piedra delante, negra y amenazadora; y sin necesidad de mirar hacia la izquierda comprobó que la turbolancha aduanera se abría para esquivarla al mismo tiempo que Santiago, la cara chorreando agua y los ojos entornados bajo la luz cegadora que no los perdía un instante, tocaba la palanca del trim power y giraba de golpe el volante de la Phantom, entre una racha de aguaje que los envolvió en su nube luminosa y blanca, eludiendo el peligro antes de acelerar y volver a rumbo, cincuenta nudos, agua llana, otra vez por dentro de la rompiente y en la mínima sonda. En ese momento Teresa miró hacía atrás y vio que la piedra no era la pinche piedra; que se trataba de un bote fondeado que en la oscuridad se le parecía, y que la piedra de León todavía estaba delante, aguardándolos. De modo que abrió la boca para gritarle a Santiago que la de atrás no era, cuidado, aún la tenemos a proa, cuando vio que el helicóptero apagaba el foco y ascendía bruscamente, y que la Hachejota se separaba con una violenta guiñada mar adentro. También se vio a sí misma como desde afuera, muy quieta y muy sola en aquella lancha, igual que si todos estuvieran a punto de abandonarla en un lugar húmedo y oscuro. Sintió un miedo intenso, familiar, porque había reconocido La Situación. Y el mundo estalló en pedazos.
Y al mismo tiempo, Dantés se sintió lanzado al vacío, cruzando el aire como un pájaro herido, cayendo siempre con un terror que le helaba el corazón…
Teresa Mendoza leyó de nuevo aquellas líneas y quedó suspensa un instante, el libro abierto sobre las rodillas, mirando el patio de la prisión. Todavía era invierno, y el rectángulo de luz que se movía en dirección opuesta al sol calentaba sus huesos a medio soldar bajo el yeso del brazo derecho y el grueso jersey de lana que le había prestado Patricia O'Farrell. Se estaba bien allí en las últimas horas de la mañana, antes de que sonaran los timbres anunciando la comida. A su alrededor, medio centenar de mujeres charlaban en corros, sentadas como ella al sol, fumaban tumbadas de espaldas aprovechando para broncearse un poco, o paseaban en pequeños grupos de un lado a otro del patio, con la forma de caminar característica de las reclusas obligadas a moverse en los límites del recinto: doscientos treinta pasos para un lado y vuelta a empezar, uno, dos, tres, cuatro y todos los demás, media vuelta al llegar al muro coronado por una garita y alambradas que las separaba del módulo destinado a los hombres, doscientos veintiocho, doscientos veintinueve, doscientos treinta pasos justos hacia la cancha de baloncesto, otros doscientos treinta de regreso al muro, y así ocho o diez veces, o veinte veces cada día. Después de dos meses en El Puerto de Santa María, Teresa se había familiarizado con esos paseos cotidianos, llegando ella también, sin apenas darse cuenta, a adoptar aquel modo de caminar con un leve balanceo elástico y rápido, propio de las reclusas veteranas, tan apresurado y directo como si de veras se dirigiesen a alguna parte. Fue Patricia O'Farrell quien se lo hizo notar a las pocas semanas. Deberías verte, le dijo, ya tienes andares de presa. Teresa estaba convencida de que Patricia, que ahora se encontraba tumbada cerca de ella, las manos bajo la nuca, el pelo muy corto y dorado reluciendo al sol, nunca caminaría de ese modo ni aunque pasara en prisión veinte años más. En su sangre irlandesa y jerezana, pensó, había demasiada clase, demasiadas buenas costumbres, demasiada inteligencia.
—Dame un trujita —dijo Patricia.
Era perezosa y de caprichos según los días. Fumaba tabaco rubio emboquillado; pero con tal de no levantarse fumaría uno de los Bisonte sin filtro de su compañera, a menudo deshechos y vueltos a liar con unos granitos de hachís. Trujas, sin. Porros o canutos, con. Tabiros y carrujos, en sinaloense. Teresa eligió uno de la petaca que tenía en el suelo, mitad normales y mitad preparados, lo encendió, e inclinándose sobre el rostro de Patricia se lo puso en los labios. La vio sonreír antes de decir gracias y aspirar el humo sin mover las manos de la nuca, el cigarrillo colgando en su boca, los ojos cerrados bajo el sol que le hacía brillar el cabello y también el ligerísimo vello dorado de sus mejillas, junto a las leves arrugas que le bordeaban los ojos. Treinta y cuatro años, había dicho sin que nadie se lo preguntara, el primer día, en la celda —el chabolo, en la jerga carcelaria que Teresa ya dominaba— que ambas compartían. Treinta y cuatro en el Deneí y nueve de condena en el expediente, de los que llevo cumplidos dos. Con redención de trabajo día por día, buen comportamiento, un tercio de la pena y toda la parafernalia, me quedan uno o dos más, como mucho. Entonces Teresa empezó a decirle quién era ella, me llamo tal e hice cual, pero la otra la había interrumpido, sé quién eres, bonita, aquí lo sabemos todo de todas muy pronto; de algunas incluso antes de que lleguen. Y te cuento. Hay tres tipos básicos: la broncas, la bollera y la pringada. Por nacionalidades, aparte las españolas, tenemos moras, rumanas, portuguesas, nigerianas con sida incluido —a ésas ni te acerques— que andan las pobres hechas polvo, un grupo de colombianas que campa a su aire, alguna francesa y un par de ucranianas que eran putas y se cargaron al chulo porque no les devolvía los pasaportes. En cuanto a las gitanas, no te metas con ellas: las jóvenes con pantalón de pitillo ajustado, melena suelta y tatuajes llevan las pastillas y el chocolate y lo demás, y son las más duras; las mayores, las Rosarios tetonas y gordas de moño y faldas largas que se comen sin rechistar las condenas de sus hombres —que deben seguir en la calle para mantener a la familia y vienen a buscarlas con el Mercedes cuando salen—, ésas son pacíficas; pero se protegen unas a otras. Excepto las gitanas entre ellas, las presas son por naturaleza insolidarias, y las que se juntan en grupos lo hacen por interés o por supervivencia, con las débiles buscando el amparo de las fuertes. Si quieres un consejo, no te relaciones mucho. Busca destinos buenos: gavetera, cocinas, economato, que además te hacen redimir pena; y no olvides usar chanclas en las duchas y evitar apoyar el chichi en los lavabos comunes del patio, porque puedes enganchar de todo. Nunca hables mal en voz alta de Camarón ni de Joaquín Sabina ni de Los Chunguitos ni de Miguel Bosé, ni pidas que cambien de canal durante las telenovelas, ni aceptes drogas sin averiguar antes qué te pedirán por ellas. Lo tuyo, si no das problemas y haces las cosas como se debe, es de un año aquí comiéndote el tarro, como todas, pensando en la familia, o en rehacer tu vida, o en el palo que vas a dar cuando salgas, o en echar un polvo: cada una es cada una.. Año y medio a lo sumo, con el papeleo y los informes de Instituciones Penitenciarias y de los psicólogos y de todos esos hijos de puta que nos abren las puertas o nos las cierran según la digestión que hayan hecho ese día, o según cómo les caigas o según lo que trinquen. Así que tómalo con calma, mantén esa cara de buena que tienes, dile a todo el mundo sí señor y sí señora, no me toques a mí los cojones y vamos a llevarnos bien. Mejicana. Espero que no te importe que te llamen Mejicana. Aquí todas tienen apodos: a unas les gustan y a otras no. Yo soy la Teniente O'Farrell. Y me gusta. A lo mejor un día dejo que me llames Pati.