Fue Óscar Lobato quien me presentó al piloto del helicóptero. Nos vimos los tres en la terraza del hotel Guadacorte, muy cerca del lugar en donde habían vivido Teresa Mendoza y Santiago Fisterra. Había un par de primeras comuniones que se celebraban en los salones, y la pradera estaba llena de críos que alborotaban persiguiéndose bajo los alcornoques y los pinos. Javier Collado, dijo el periodista. Piloto del helicóptero de Aduanas. Cazador nato. De Cáceres. No lo invites a un cigarrillo ni a alcohol porque sólo bebe zumos y no fuma. Lleva quince años en esto y conoce el Estrecho como la palma de su mano. Serio, pero buena gente. Y cuando está ahí arriba, frío como la madre que lo parió.
—Hace con el molinillo cosas que no he visto hacer a nadie en mi puta vida.
El otro se reía oyéndolo. No le hagas caso, apuntaba. Exagera. Luego pidió un granizado de limón. Era moreno, bien parecido, de cuarenta y pocos años, delgado pero ancho de espaldas, el aire introvertido. Exagera un huevo, repitió. Se le veía incómodo con los elogios de Lobato. Al principio se había negado a hablar conmigo, cuando hice una gestión oficial a través de la dirección de Aduanas en Madrid. No hablo de mi trabajo, fue su respuesta. Pero el veterano reportero era amigo suyo —me pregunté a quién diablos no conocía Lobato en la provincia de Cádiz—, y éste se brindó a terciar en el asunto. Te lo trajino sin problemas, dijo. Y allí estábamos. En cuanto al piloto, yo me había informado a fondo y sabía que Javier Collado era una leyenda en su ambiente: de esos que entraban en un bar de contrabandistas y éstos decían joder y se daban con el codo, mira quién está ahí, con una mezcla de rencor y de respeto. El modo de operar de los traficantes cambiaba en los últimos tiempos, pero él seguía saliendo seis noches a la semana, a cazar hachís desde allá arriba. Un profesional —aquella palabra me hizo pensar que a veces todo depende de a qué lado de la valla, o de la ley, el azar lo ponga a uno—. Once mil horas de vuelo en el Estrecho, apuntó Lobato. Persiguiendo a los malos.
—Incluidos, claro, tu Teresa y su gallego. In illo tempore.
Y de eso hablábamos. O para ser más exactos, de la noche en que Argos, el BO-105 de Vigilancia Aduanera, volaba a altura de búsqueda sobre una mar razonablemente llana, rastreando el Estrecho con su radar. Ciento diez nudos de velocidad. Piloto, copiloto, observador. Rutina. Habían despegado de Algeciras una hora antes, y tras patrullar frente al sector de costa marroquí conocido en jerga aduanera como el economato —las playas situadas entre Ceuta y Punta Cires— ahora iban sin luces en dirección nordeste, siguiendo de lejos la costa española. Había guerreros, comentó Collado: maniobras navales de la OTAN al oeste del Estrecho. Así que la patrulla de aquella noche se centró en la parte de levante, en busca de un objetivo que adjudicarle a la turbolancha que navegaba, también a oscuras, mil quinientos pies más abajo. Una noche de caza como otra cualquiera.
—Estábamos cinco millas al sur de Marbella cuando el radar nos dio un par de ecos que estaban abajo, sin luces —precisó Collado—. Uno inmóvil y otro yéndose para tierra… Así que le dimos la posición a la Hachejota y empezamos a bajar hacia el que se movía.
—¿Adónde iba? —pregunté.
Arrumbada a Punta Castor, cerca de Estepona —Collado se volvió a mirar en dirección este, más allá de los árboles que ocultaban Gibraltar, como si pudiera verse desde allí—. Un sitio bueno para alijar, porque la carretera de Málaga está cerca. No hay piedras, y puedes meter la proa de la lancha en la arena… Con gente preparada en tierra, descargar no lleva más de tres minutos. —¿Y eran dos los ecos en el radar?
—Sí. El otro estaba quieto más afuera, separado unos ocho cables… Cosa de mil quinientos metros. Como si esperara. Pero el que se movía estaba casi en la playa, así que decidimos ir primero a por él. El visor térmico nos daba una estela ancha a cada pantocazo —al observar mi expresión confusa, Collado puso la palma de la mano sobre la mesa, subiéndola y bajándola apoyada en la muñeca para imitar el movimiento de una planeadora—. Una estela ancha indica que la lancha va cargada. Las que navegan vacías la dejan mas fina, porque sólo meten la cola del motor en el agua… El caso es que fuimos a por ella.
Vi que descubría los dientes en una mueca, a la manera de un depredador que mostrara el colmillo al pensar en una presa. Aquel tipo, comprobé, se animaba rememorando la cacería. Se transformaba. Y déjalo de mi cuenta, había dicho Lobato. Es un buen tío; y si lo confías, se relaja. Punta Castor, proseguía Collado, era un descargadero habitual. En aquel tiempo los contrabandistas no llevaban todavía GPS para situarse, y navegaban a ojo marino. El sitio era fácil de alcanzar porque salías de Ceuta con rumbo sesenta o noventa, y al perder de vista la luz del faro bastaba poner rumbo nornoroeste, guiándote por la claridad de La Línea, que quedaba por el través. Al frente se veían en seguida las luces de Estepona y de Marbella, pero era imposible confundirse porque el faro de Estepona se veía antes. Apretando fuerte, en una hora estabas en la playa.
—Lo ideal es trincar a esa gente in fraganti, con los cómplices que esperan en tierra… Quiero decir cuando están en la playa misma. Antes tiran los fardos al agua, y después corren que se las pelan.
—Corren que te cagas —remachó Lobato, que había ido de pasajero en varias de aquellas persecuciones.
—Eso es. Y resulta tan peligroso para ellos como para nosotros —ahora Collado sonreía un poquito, acentuando el aire cazador, como si eso especiara el asunto—… Así era entonces, y sigue igual.
Disfruta, decidí. Este cabrón disfruta con su trabajo. Por eso lleva quince años saliendo de montería nocturna, y tiene a cuestas esas once mil horas de las que hablaba Lobato. La diferencia entre cazadores y presas no es tanta. Nadie se mete en una Phantom sólo por dinero. Nadie lo persigue sólo por sentido del deber.
Aquella noche, prosiguió Collado, el helicóptero de Aduanas bajó despacio, en dirección al eco más próximo a la costa. La Hachejota —Cherna Beceiro, el patrón, era un tipo eficiente— estaba acercándose a cincuenta nudos de velocidad, y aparecería allí en cinco minutos. Así que descendió hasta los quinientos pies. Se disponía a maniobrar sobre la playa, haciendo saltar a tierra si era necesario al copiloto y al observador, cuando de pronto se encendieron luces allá abajo. Había vehículos iluminando la arena, y la Phantom pudo verse un instante junto a la orilla, negra como una sombra, antes de pegar un quiebro a babor y salir a toda velocidad entre una nube de espuma blanca. Entonces Collado dejó caer detrás el helicóptero, encendió el foco y se puso a perseguirla a un metro del agua.
—¿Has traído la foto? —le preguntó Óscar Lobato.
—¿Qué foto? —inquirí.
Lobato no contestó; miraba a Collado con aire guasón. El piloto le daba vueltas a su vaso de limonada, como si no terminara por decidirse del todo.
—A fin de cuentas —insistió Lobato— han pasado casi diez años.
Collado aún dudó un instante. Después puso un sobre marrón sobre la mesa.
—A veces —explicó, señalando el sobre— fotografiamos a la gente de las planeadoras durante las persecuciones, a fin de identificarlos… No es para la policía ni para la prensa, sino para nuestros archivos. Y no siempre resulta fácil, con el foco oscilando, y el aguaje y todo eso. Unas veces las fotos salen y otras no.
—Ésta sí salió —Lobato se reía—. Enséñasela de una vez.
Collado sacó la foto del sobre y la puso en la mesa, y al verla se me secó la boca. 18x24 en blanco y negro, y la calidad no era perfecta: demasiado grano y un ligero desenfoque. Pero la escena quedaba reflejada con razonable nitidez, ya que esa fotografía había sido hecha volando a cincuenta nudos de velocidad y a un metro del agua, entre la nube de espuma que levantaba la planeadora lanzada a toda potencia: un patín del helicóptero en primer plano, oscuridad alrededor, salpicaduras blancas, que multiplicaban el destello del flash de la cámara. Y entre todo eso podía verse la parte central de la Phantom por su través de babor, y en ella la imagen de un hombre moreno, empapado el rostro de agua, que miraba la oscuridad ante la proa, inclinado sobre el volante del timón. Detrás de él, arrodillada en el piso de la planeadora, las manos en sus hombros como si le fuera indicando los movimientos del helicóptero que los acosaba, había una mujer joven, vestida con una chaqueta impermeable oscura y reluciente por la que chorreaba el agua, el pelo mojado por los rociones y recogido atrás en una coleta, los ojos muy abiertos con la luz reflejada en ellos, la boca apretada y firme. La cámara la había sorprendido vuelta a medias para mirar a un lado y un poco arriba hacia el helicóptero, la cara empalidecida por la proximidad del flash, la expresión crispada por la sorpresa del fogonazo. Teresa Mendoza con veinticuatro años.
Había ido mal desde el principio. Primero la niebla, apenas dejaron atrás el faro de Ceuta. Luego, el retraso en la llegada del pesquero al que estuvieron aguardando en alta mar, entre la brumosa oscuridad desprovista de referencias, con la pantalla del Furuno saturada de ecos de mercantes y ferrys, algunos peligrosamente cerca. Santiago estaba inquieto, y aunque Teresa no podía ver de él sino una mancha oscura, lo notaba por su forma de moverse de un lado a otro de la Phantom, de comprobar que todo estaba en orden. La niebla los escondía lo suficiente para que ella se atreviera a encender un cigarrillo, y lo hizo agachándose bajo el salpicadero de la lancha, oculta la llama y manteniendo después la brasa protegida en el hueco de la mano. Y tuvo tiempo de fumar tres más. Por fin el
Julio Verdú
, una sombra alargada donde se movían siluetas negras como fantasmas, se materializó en la oscuridad al mismo tiempo que una brisa de poniente se llevaba la niebla en jirones. Pero tampoco la carga fue satisfactoria: a medida que les pasaban del pesquero los veinte fardos envueltos en plástico y Teresa los iba estibando en las bandas de la planeadora, Santiago manifestó su extrañeza de que fueran más grandes de lo esperado. Tienen el mismo peso pero más tamaño, comentó. Y eso significa que no son pastillas de jabón sino de las otras: chocolate corriente, del malo, en vez de aceite de hachís, más puro, más concentrado y más caro. Y en Tarifa, Cañabota había hablado de aceite.
Después todo fue normal hasta la costa. Iban con retraso y el Estrecho estaba como un plato de sopa, así que Santiago subió el trim de la cola del cabezón y puso la Phantom a correr hacia el norte. Teresa lo sentía incómodo, forzando el motor con brusquedad y con prisas, como si aquella noche deseara especialmente acabar de una vez. No pasa nada, respondió evasivo cuando ella preguntó si algo no iba bien. No pasa nada de nada. Estaba lejos de ser un tipo hablador, pero Teresa intuyó que su silencio era más preocupado que otras veces. Las luces de La Línea clareaban a poniente, por el través de babor, cuando los dos resplandores gemelos de Estepona y Marbella aparecieron en la proa, más visibles entre pantocazo y pantocazo, la luz del faro de la primera bien clara a la izquierda: un destello seguido de otros dos, cada quince segundos. Teresa acercó la cara al cono de goma del radar para ver si podía calcular la distancia a tierra, y entonces, sobresaltada, vio un eco en la pantalla, inmóvil una milla a levante. Observó con los prismáticos en esa dirección; y al no ver luces rojas ni verdes temió que se tratara de una Hachejota apagada y al acecho. Pero el eco desapareció al segundo o tercer barrido de la pantalla, y eso la hizo sentirse más tranquila. Tal vez la cresta de una ola, concluyó. O quizás otra planeadora que esperaba su momento de acercarse a la costa.
Quince minutos después, en la playa, el viaje se torció bien gacho. Focos por todas partes, cegándolos, y gritos, alto a la Guardia Civil, alto, alto, decían, y luces azules que destellaban en la rotonda de la carretera, y los hombres que descargaban, el agua por la cintura, inmóviles con los fardos en alto o dejándolos caer o corriendo inútilmente entre chapoteos. Santiago bien iluminado a contraluz, agachándose sin decir palabra, ni una queja, ni una blasfemia, nada en absoluto, resignado y profesional, para darle atrás a la Phantom, y después, apenas el casco dejó de rozar la arena, todo el volante a babor y el pedal pisado a fondo, roooaaaar, corriendo a lo largo de la orilla en apenas tres palmos de agua, la lancha primero encabritada como si fuera a levantar la proa hasta el cielo y luego dando breves pantocazos a todo planeo en el agua mansa, zuaaaas, zuaaaas, alejándose en diagonal de la playa y de las luces en busca de la oscuridad protectora del mar y de la claridad lejana de Gibraltar, veinte millas al sudoeste, mientras Teresa agarraba por las asas, uno tras otro, los cuatro fardos de veinte kilos que habían quedado a bordo, levantándolos para arrojarlos fuera, con el rugido del cabezón ahogando cada zambullida mientras se hundían en la estela.
Fue entonces cuando cayó sobre ellos el pájaro: Oyó el rumor de sus palas arriba y atrás, levantó la vista; y tuvo que cerrar los ojos y apartar la cara porque en ese momento la deslumbró un foco desde lo alto, y el extremo de un patín iluminado por aquella luz osciló a un lado y a otro muy cerca de su cabeza, obligándola a agacharse mientras apoyaba las manos en los hombros de Santiago; sintió bajo la ropa de éste sus músculos tensos, encorvado como estaba sobre el volante, y vio su rostro iluminado a ráfagas por el foco de arriba, toda la espuma que saltaba en salpicaduras mojándole la cara y el pelo, más chilo que nunca; ni cuando cogían y ella lo miraba de cerca y se lo habría comido todo después de lamerlo y morderlo y arrancarle la piel a tiras estaba de guapo como en ese momento, tan obstinado y seguro, atento al volante y a la mar y al gas de la Phantom, haciendo lo que mejor sabía hacer en el mundo, peleando a su manera contra la vida y contra el destino y contra aquella luz criminal que los perseguía como el ojo de un gigante malvado. Los hombres se dividen en dos grupos, pensó ella de pronto. Los que pelean y los que no. Los que aceptan la vida como viene y dicen chale, ni modo, y cuando se encienden los focos levantan los brazos en la playa, y los otros. Los que hacen que a veces, en mitad de un mar oscuro, una mujer los mire como ahora yo lo miro a él.
Y en cuanto a las mujeres, pensó. Las mujeres se dividen, empezó a decirse, y no terminó de decirse nada porque dejó de pensar cuando el patín del pinche pájaro, a menos de un metro sobre sus cabezas, vino a oscilar cada vez más cerca. Teresa golpeó el hombro izquierdo de Santiago para advertirle, y éste se limitó a asentir una vez, concentrado en gobernar la lancha. Sabía que por mucho que se acercara el helicóptero nunca llegaría a golpearlos, salvo por accidente. Su piloto era demasiado hábil para permitir que eso ocurriera; porque, en tal caso, perseguidores y perseguidos se irían juntos abajo. Aquélla era una maniobra de acoso, para desconcertarlos y hacerles cambiar el rumbo, o cometer errores, o acelerar hasta que el motor, llevado al límite, se fuera a la chingada. Ya había ocurrido otras veces. Santiago sabía —y Teresa también, aunque ese patín tan próximo la asustara— que el helicóptero no podía hacer mucho más, y que el objeto de su maniobra era obligarlos a pegarse a la costa, para que la línea recta que la planeadora debía seguir hasta Punta Europa y Gibraltar se convirtiera en una larga curva que prolongase la caza y diera tiempo a que los de la planeadora perdieran los nervios y varasen en una playa, o a que la Hachejota de Aduanas llegase a tiempo para abordarlos.