Aspiró más bocanadas de humo, dejando que el hachís diluyese indiferencia a lo largo de sus venas, rumbo al corazón y al cerebro. Procuraba no pensar mucho en Santiago, del mismo modo que procuraba que un dolor de cabeza —últimamente le dolía con frecuencia— nunca llegara a asentársele del todo, y cuando tenía los primeros síntomas tomaba un par de aspirinas antes de que fuera tarde y el dolor se quedara allí durante horas, envolviéndola en una nube de malestar e irrealidad que la dejaba exhausta. Por lo general procuraba no pensar demasiado, ni en Santiago ni en nadie ni en nada; había descubierto demasiadas incertidumbres y horrores al acecho en cada pensamiento que fuese más allá de lo inmediato, o lo práctico. A veces, sobre todo cuando estaba acostada sin conciliar el sueño, recordaba sin poder evitarlo. Pero si no venía acompañada de reflexiones, esa mirada atrás ya no le causaba satisfacción ni dolor; sólo una sensación de movimiento hacia ninguna parte, lenta como un barco que derivase mientras dejaba atrás personas, objetos, momentos.
Por eso fumaba ahora hachís. No por el viejo placer, que también, sino porque el humo en sus pulmones —quizás éste viajó conmigo en fardos de veinte kilos desde el moro, pensaba a veces, divertida por la paradoja, cuando se rascaba el bolsillo para pagar una humilde china acentuaba aquel alejamiento que tampoco traía consuelo ni indiferencia, sino un suave estupor, pues no siempre estaba segura de ser ella misma la que se miraba, o se recordaba; como si fueran varias las Teresas agazapadas en su memoria y ninguna tuviera relación directa con la actual. A lo mejor ocurre que esto es la vida, se decía desconcertada, y el paso de los años, y la vejez, cuando llega, no son sino mirar atrás y ver la mucha gente extraña que has sido y en la que no te reconoces. Con esa idea en la cabeza sacaba alguna vez la foto partida, ella con su carita de chava y los tejanos y la chamarra, y el brazo del Güero Dávila sobre sus hombros, aquel brazo amputado y nada más, mientras los rasgos del hombre que ya no estaba en la media foto se mezclaban en su recuerdo con los de Santiago Fisterra, como si los dos hubieran sido uno, en proceso opuesto al de la morrita de ojos negros y grandes, rota en tantas mujeres distintas que era imposible recomponerla en una sola. Así cavilaba Teresa de vez en cuando, hasta que caía en la cuenta de que ésa precisamente era, o podía ser, la trampa. Entonces reclamaba en su auxilio la mente en blanco, el humo que recorría lento su sangre y el tequila que la tranquilizaba con el regusto familiar y con el sopor que terminaba acompañando cada exceso. Y aquellas mujeres que se le parecían, y la otra sin edad que las miraba a todas desde afuera, iban quedando atrás, flotando como hojas muertas en el agua.
También por eso leía tanto, ahora. Leer, había aprendido en la cárcel, sobre todo novelas, le permitía habitar su cabeza de un modo distinto; cual si al difuminarse las fronteras entre realidad y ficción pudiera asistir a su propia vida como quien presencia algo que le pasa a los demás. Aparte de aprenderse cosas, leer ayudaba a pensar diferente, o mejor, porque en las páginas otros lo hacían por ella. Resultaba más intenso que en el cine o en las teleseries; éstas eran versiones concretas, con caras y voces de actrices y actores, mientras que en las novelas podías aplicar tu punto de vista a cada situación o personaje. Incluso a la voz de quien contaba la historia: unas veces narrador conocido o anónimo, y otras una misma. Porque al pasar cada hoja —eso lo descubrió con placer y sorpresa— lo que se hace es escribirla de nuevo. Al salir de El Puerto, Teresa había seguido leyendo guiada por intuiciones, títulos, primeras líneas, ilustraciones de portadas. Y ahora, aparte de su viejo Montecrísto encuadernado en piel, tenía libros propios que iba comprando poquito a poco, ediciones baratas que conseguía en mercadillos callejeros o en tiendas de libros usados, o volúmenes de bolsillo que adquiría tras dar vueltas y vueltas a esos expositores giratorios que tenían algunas tiendas. Así leyó novelas escritas hacía tiempo por caballeros y señoras que a veces iban retratados en las solapas o en la contraportada, y también novelas modernas que tenían que ver con el amor, con las aventuras, con los viajes. De todas ellas, sus favoritas eran
Gabriela, clavo y canela
, escrita por un brasileño que se llamaba Jorge Amado,
Ana Karenina
, que era la vida de una aristócrata rusa escrita por otro ruso, e
Historia de dos ciudades
, con la que lloró al final, cuando el valiente inglés —Sidney Carton era su nombre— consolaba a la joven asustada tomándole la mano camino de la guillotina. También leyó aquel libro sobre un médico casado con una millonaria que Pati le aconsejaba al principio dejar para más adelante; y otro bien extraño, difícil de comprender, pero que la había subyugado porque reconoció desde el primer momento la tierra y el lenguaje y el alma de los personajes que transitaban por sus páginas. El libro se llamaba
Pedro Páramo
, y aunque Teresa nunca llegaba a desentrañar su misterio, volvía sobre ese libro una y otra vez abriéndolo al azar para releer páginas y páginas. El modo en que allí discurrían las palabras la fascinaba como si se asomara a un lugar desconocido, tenebroso, mágico, relacionado con algo que ella misma poseía —de eso estaba segura—, en algún lugar oscuro de su sangre y su memoria:
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo…
Y de ese modo, después de sus muchas lecturas en El Puerto de Santa María, Teresa continuaba sumando libros, uno tras otro, el día libre de cada semana, las noches en que se resistía al sueño. Hasta el familiar miedo a la luz gris del alba, aquellas veces que se tornaba insoportable, podía tenerlo a raya, en ocasiones, abriendo el libro que estaba sobre la mesita de noche. Y así, Teresa comprobó que lo que no era más que un objeto inerte de tinta y papel, cobraba vida cuando alguien pasaba sus páginas y recorría sus líneas, proyectando allí su existencia, sus aficiones, sus gustos, sus virtudes o sus vicios. Y ahora tenía la certeza de algo vislumbrado al principio, cuando comentaba con Pati O'Farrell las andanzas del infortunado y luego afortunado Edmundo Dantés: que no hay dos libros iguales porque nunca hubo dos lectores iguales. Y que cada libro leído es, como cada ser humano, un libro singular, una historia única y un mundo aparte.
Llegó Tony. Todavía joven, barbudo, un aro en una oreja, la piel bronceada por muchos veranos marbellíes. Una camiseta estampada con el toro de Osborne. Un profesional de la costa, hecho a vivir de los turistas, sin complejos. Sin sentimientos aparentes. En el tiempo que llevaba allí, Teresa no lo había visto nunca enojado ni de buen humor, ilusionado por algo o decepcionado por nada. Dirigía el chiringuito con desapasionada eficacia, ganaba su buen dinero, era cortés con los clientes e inflexible con los pelmazos y los buscapleitos. Guardaba bajo el mostrador un bate de béisbol para las emergencias y servía gratis carajillos de coñac por la mañana y gintonics fuera de horas de servicio a los guardias municipales que patrullaban las playas. Cuando Teresa fue a buscarlo, a poco de salir de El Puerto, Tony la miró bien mirada y luego dijo que unos amigos de una amiga habían pedido que le diera trabajo, y que por eso se lo daba. Nada de drogas aquí, nada de alcohol delante de los clientes, nada de ligar con ellos, nada de meter mano en la caja o te pongo en la puta calle; y si se trata de la caja, además, te rompo la cara. La jornada son doce horas, más el tiempo que tardes en recoger cuando cerramos, y empiezas a las ocho de la mañana. Lo tomas o lo dejas. Teresa lo había tomado. Necesitaba una chamba legal para mantener vigente la libertad vigilada, para comer, para dormir bajo un techo. Y Tony y su chiringuito eran tan buenos o tan malos como cualquier otra cosa.
Acabó el carrujito de hachís con la brasa quemándole las uñas, y liquidó el resto de tequila y naranja de un último trago. Los primeros bañistas empezaban a llegar con sus toallas y sus cremas bronceadoras. El pescador de la caña seguía en la orilla y el sol estaba cada vez más alto en el cielo, entibiando la arena. Un hombre de buen aspecto hacía ejercicio más allá de las tumbonas, reluciente de sudor igual que un caballo después de una carrera larga. Casi podía olérsele la piel. Teresa lo estuvo mirando un rato, el vientre plano, los músculos de la espalda tensos a cada flexión y cada giro del torso. De vez en cuando se detenía a recobrar aliento, las manos en las caderas y la cabeza baja, mirando el suelo como si pensara, y ella lo observaba con sus propias cosas rondándole la cabeza. Vientres planos, músculos dorsales. Hombres con pieles curtidas oliendo a sudor, encelados bajo el pantalón. Chale. Tan fácil que era hacerse con ellos, y sin embargo qué difícil, a pesar de todo y de lo previsibles que eran. Y qué simple podía llegar a ser una morra cuando pensaba con la panochita, o simplemente cuando pensaba tanto que al final terminaba igual, pensando con aquello mismo, apendejada nomás de puro lista. Desde que estaba en libertad, Teresa había tenido un único encuentro sexual: camarero joven de chiringuito al otro extremo de la playa, sábado por la noche en que, en vez de irse a la pensión, ella permaneció por allí, tomándose unos tragos y fumando un poco sentada en la arena mientras miraba las luces de los pesqueros a lo lejos y se desafiaba a sí misma a no recordar. El camarero se le acercó en el momento justo, bien lanza y simpático hasta el punto de hacerla reír, y terminaron un par de horas más tarde en el coche de él, en un solar abandonado cerca de la plaza de toros. Fue un encuentro improvisado, al que Teresa asistió con más curiosidad que deseo real, atenta a sí misma, absorta en sus propias reacciones y sentimientos. El primer hombre en año y medio: algo por lo que muchas compañeras de talego habrían dado meses de libertad. Pero eligió mal el momento y la compañía, tan inadecuada como su estado de ánimo. Aquellas luces en el mar negro, decidió luego, tuvieron la culpa. El camarero, un chavo parecido al que hacía ejercicio en la playa junto a las tumbonas —ahí nomás saltaba ahora el recuerdo—, resultó egoísta y torpe; y el auto, y el preservativo que ella le hizo ponerse después de buscar mucho rato una farmacia de guardia, no mejoraron las cosas. Fue un encuentro decepcionante; incómodo hasta para que ella se bajara el zíper de los liváis en tan reducido espacio. Al acabar, el otro tenía visibles ganas de irse a dormir, y Teresa estaba insatisfecha y furiosa consigo misma, y más todavía con la mujer callada que la miraba tras el reflejo de la brasa del cigarrillo en el cristal: un puntito luminoso igual que el de aquellos pesqueros que faenaban en la noche y en sus recuerdos. Así que se puso de nuevo los tejanos, bajó del auto, los dos se dijeron ahí nos vemos, y al separarse ninguno había llegado a saber el nombre del otro, y que chingara a su madre aquel a quien le importase. Esa misma noche, al llegar a la pensión, Teresa tomó una ducha larga y caliente, y luego se emborrachó desnuda en la cama, boca abajo, hasta vomitar mucho rato entre arcadas de bilis y quedarse dormida al fin con una mano entre los muslos, los dedos dentro del sexo. Oía rumor de Cessnas y motores de planeadoras, y también la voz de Luis Miguel cantando en el casete sobre la mesilla, si nos dejan / si nos dejan / nos vamos a querer toda la vida.
Despertó esa misma noche, estremecida en la oscuridad, porque acababa de averiguar al fin, en sueños, lo que pasaba en la novelita mejicana de Juan Rulfo que ella nunca conseguía comprender del todo por más que la agarraba.
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre
. Híjole. Los personajes de aquella historia estaban todos muertos, y no lo sabían.
—Tienes una llamada —dijo Tony.
Teresa dejó los vasos sucios en el fregadero, puso la bandeja sobre el mostrador y fue al extremo de la barra. Agonizaba un día duro, calor, batos sedientos y rucas con gafas oscuras y las chichotas al sol —ni vergüenza tenían algunas—, pidiendo todo el rato chelas y refrescos; y a ella le ardían la cabeza y los pies de cruzar como entre llamaradas hacia las tumbonas, de atender mesa tras mesa y sudar a chorros en aquel microondas de arena cegadora. Era media tarde y algunos bañistas empezaban a marcharse, pero todavía quedaban por delante un par de horas de trabajo. Secándose las manos en el delantal, sostuvo el teléfono. El respiro momentáneo y la sombra no la aliviaron gran cosa. Nadie la había llamado desde su salida de El Puerto, ni allí ni a ninguna otra parte, y tampoco podía imaginar motivos para que alguien lo hiciese ahora. Tony debía de pensar lo mismo, porque la miraba de reojo, secando vasos que alineaba encima de la barra. Aquello, concluyó Teresa, no podían ser buenas noticias.
—Bueno —dijo, suspicaz.
Reconoció la voz con la primera palabra, sin necesidad de que la otra dijera soy yo. Año y medio oyéndola día y noche era tiempo de sobra. Por eso sonrió y luego rió en voz alta, con franca alegría. Órale, mi Teniente. Qué padre oírte otra vez, carnalita. Cómo te trata la vida, etcétera. Reía feliz de veras al reencontrar al otro lado de la línea el tono seguro, aplomado, de quien sabía tomar las cosas como siempre fueron. De quien se conocía a sí misma y a los demás porque sabía mirarlos, y porque lo tenía aprendido de los libros y de la educación y de la vida, y hasta incluso más en los silencios que en las palabras de la gente. Y al mismo tiempo pensaba en un rincón de su cabeza, chale, no mames, ojalá yo pudiera hablar así de lindo a la primera, marcar un número de teléfono después de todo este tiempo y decir con tanta naturalidad cómo lo llevas, Mejicana, cacho perra, espero que me hayas echado de menos mientras te tirabas a media Marbella ahora que no te vigila nadie. Nos vemos o pasas de mí. Entonces Teresa había preguntado si de veras estaba fuera, y Pati O'Farrell respondió entre carcajadas claro que estoy fuera, gilipollas, fuera desde hace tres días y dándome homenaje tras homenaje para recobrar el tiempo perdido, homenajes por arriba y por abajo y por todas las partes que puedes imaginar, que ni duermo ni me dejan dormir, la verdad, y no me quejo lo más mínimo. Y entre una cosa y otra, cada vez que recupero el aliento o la conciencia me pongo a averiguar tu teléfono y por fin te encuentro, que ya era hora, para contarte que esas guarras de boquis funcionarias de mierda no pudieron con el viejo abate, que al castillo de If le pueden ir dando mucho por donde sabes, y que va siendo hora de que Edmundo Dantés y el amigo Faria tengan una conversación larga y civilizada, en algún sitio donde el sol no entre a través de una reja como si fuéramos catchers de ese béisbol gringo que jugáis en tu puto México. Así que he pensado que cojas un autobús, o un taxi si tienes dinero, o lo que quieras, y te vengas a Jerez porque justo mañana me hacen una pequeña fiesta, y —lo cortés no quita lo Moctezuma— reconozco que sin ti las fiestas se me hacen raras. Ya ves, chochito. Hábitos talegueros. Cosas de la costumbre.