La Reina del Sur (44 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policíaco

BOOK: La Reina del Sur
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—Cuánto lo siento —dijo Teresa—. Pero no se me figura qué tengo que ver con eso.

—Ahora, nada. La policía lo reventó. Nuestra investigación se fue por completo al traste, porque alguien le pasó a la gente de Estepona información manipulada. Ningún juez seguiría adelante con lo que hay.

—Híjole… ¿Y han venido para contármelo?

El tono hizo que el hombre y la mujer cambiasen una mirada.

—En cierto modo —afirmó el capitán Castro—. Creímos que su opinión sería útil. En este momento trabajamos en media docena de asuntos relacionados con el mismo entorno.

La sargento Moncada se inclinó hacia adelante en su silla. Ni pintura de labios ni maquillaje. Sus ojos pequeños parecían cansados. El catarro. La alergia. Una noche de trabajo, aventuró Teresa. Días sin lavarse el pelo. Los aretes de oro relucían incongruentes.

—El capitán se refiere a
su
entorno. El de usted.

Teresa decidió ignorar la hostilidad del
su
. Miraba el jersey arrugado de la mujer.

—No sé de qué están hablando —se volvió hacia el hombre—. Mis relaciones están a la vista.

—No ese tipo de relaciones —dijo el capitán Castro—. ¿Ha oído hablar de Chemical STM?

—Nunca.

—¿Y de Konstantin Garofi Ltd?

—Sí. Tengo acciones. Nomás un paquete minoritario.

—Qué raro. Según nuestros informes, la sociedad import-export Konstantin Garofi, con sede en Gibraltar, es completamente suya.

Quizá debí esperar a Teo, pensó Teresa. Era cualquier caso, ya no era momento de volverse atrás. Enarcó una ceja.

—Espero que tengan pruebas para afirmar eso.

El capitán Castro se tocó el bigote. Movía levemente la cabeza, dubitativo, como si de veras calculase hasta qué punto contaba o no con esas pruebas. Pues no, concluyó al fin. Desgraciadamente no las tenemos, aunque en este caso poco importa. Porque nos ha llegado un informe. Una solicitud de cooperación de la DEA norteamericana y el Gobierno colombiano, referida a un cargamento de quince toneladas de permanganato de potasio intervenidas en el puerto caribeño de Cartagena.

—Creía que el comercio con permanganato de potasio era libre.

Se había recostado en el respaldo de su silla y miraba al guardia civil con una sorpresa que parecía auténtica. En Europa sí, fue la respuesta. Pero no en Colombia, donde se usaba como precursor de la cocaína. Y en Estados Unidos su compra y venta estaba controlada a partir de ciertas cantidades, al figurar en la lista de doce precursores y treinta y tres substancias químicas cuyo comercio era vigilado por leyes federales. El permanganato de potasio, como tal vez —o quizás, o sin duda— sabía la señora, era uno de esos doce productos esenciales para elaborar la pasta base y el clorhidrato de cocaína. Combinadas con otras substancias químicas, diez toneladas servían para refinar ochenta toneladas de droga. Lo que, usando un conocido dicho español, no era moco de pavo. Planteado aquello, el guardia civil se quedó mirando a Teresa, inexpresivo, como si fuese todo cuanto tenía que hablar. Ella contó mentalmente hasta tres. Chale. Empezaba a dolerle la cabeza, pero no podía permitirse sacar una aspirina delante de aquellos dos. Encogió los hombros.

—No me diga… ¿Y?

—Pues que el cargamento llegó por vía marítima desde Algeciras, comprado por Konstantin Garofi a la sociedad belga Chemical STM.

—Me extraña que esa sociedad gibraltareña exporte directamente a Colombia.

—Hace bien en extrañarse —si había ironía en el comentario, no se notaba—. En realidad, lo que hicieron fue comprar el producto en Bélgica, traerlo hasta Algeciras y endosárselo ahí a otra sociedad radicada en la isla de Jersey, que la hizo llegar en un contenedor, primero a Puerto Cabello, en Venezuela, y después a Cartagena… Por el camino se trasvasó el producto a bidones rotulados como dióxido de magnesio. Para camuflar.

No eran los gallegos, sabía Teresa. Esta vez no daban ellos el pitazo. Estaba al corriente de que el problema radicaba en la misma Colombia. Problemas locales, con la DEA detrás. Nada que la afectara ni de lejos.

—¿Por qué camino?

—Alta mar. En Algeciras embarcó como lo que en realidad era.

Pues hasta ahí llegasteis, corazón. Mira mis manitas sobre la mesa, sacando un legitimo cigarrillo de un legítimo paquete y encendiéndolo con la calma de los justos. Blancas e inocentes. Así que ni madres. A mí qué me cuentas.

—Pues deberían —sugirió— pedir explicaciones a esa sociedad con sede en Jersey…

La sargento hizo un gesto impaciente, pero no dijo nada. El capitán Castro inclinó un poco la cabeza, como declarándose capaz de apreciar un buen consejo.

—Se disolvió después de la operación —comentó—. Sólo era un nombre en una calle de Saint Hélier.

—Híjole. ¿Todo eso está probado?

—Probadísimo.

—Entonces la gente de Konstantin Garofi fue sorprendida en su buena fe.

La sargento abrió a medias la boca para decir algo, y también esta vez lo pensó mejor. Miró a su jefe un instante y luego extrajo una libreta del bolso. Como le añadas un lápiz, pensó Teresa, os vais a la calle. Ahorita. Igual os vais aunque no lo saques.

—De todas formas —prosiguió—, y si he comprendido bien, ustedes hablan del transporte de un producto químico legal, dentro del espacio aduanero de Schengen. No veo qué tiene eso de extraño. Sin duda estaría la documentación en regla, con certificados de destino y cosas así. No conozco muchos detalles de Konstantin Garofi, pero según mis noticias son escrupulosos cumpliendo la ley… Yo nunca tendría algunas acciones allí, en caso contrario.

—Tranquilícese —dijo el capitán Castro, amable.

—¿Tengo aspecto de estar intranquila?

El otro la miró sin responder en seguida.

—En lo que a usted y a Konstantin Garofi se refiere —dijo al fin—, todo parece legal.

—Desgraciadamente —añadió la sargento.

Se mojaba un dedo con la lengua para pasar las hojas de la libreta. Y no mames, chaparra, pensó Teresa. Querrás hacerme creer que tienes ahí apuntados los kilos de mi último clavo.

—¿Hay algo más?

—Siempre habrá algo más —respondió el capitán.

Pues vamos a la segunda base, cabrón, pensó Teresa mientras apagaba el cigarrillo en el cenicero. Lo hizo con calculada violencia, de una sola vez. La irritación justa y ni un gramo extra, pese a que el dolor de cabeza la hacía sentirse cada vez más incómoda. En Sinaloa, aquellos dos ya estarían comprados o muertos. Sentía desprecio por la manera en que se presentaban allí, tomándola por lo que no era. Tan elementales. Pero también sabía que el desprecio lleva a la arrogancia, y a partir de ahí se cometen errores. El exceso de confianza quiebra más que los plomazos.

—Entonces pongamos las cosas claras —dijo—. Si tienen asuntos concretos que se refieran a mí, esta plática continuará en presencia de mis abogados. Si no, agradeceré que se dejen de chingaderas.

La sargento Moncada se olvidó de la libreta. Tocaba la mesa como comprobando la calidad de la madera. Parecía malhumorada.

—Podríamos seguir la conversación en unas dependencias oficiales…

Ahí viniste por fin, pensó Teresa. Derechita a donde te esperaba.

—Pues me late que no, sargento —repuso con mucha calma—. Porque salvo que tuviesen algo concreto, que no lo tienen, yo estaría en esas dependencias el tiempo justo para que mi gabinete legal los emplumara hasta la madre… Exigiendo, por supuesto, compensaciones morales y económicas.

—No tiene por qué ponerse así —templó el capitán Castro—. Nadie la acusa de nada.

—De eso estoy requetesegura. De que nadie me acusa.

—Desde luego, no el sargento Velasco.

Te van a dar como a puto, pensaba. Allí sacó la máscara azteca.

—¿Perdón?… ¿El sargento qué?

El otro la miraba con fría curiosidad. Eres bien chilo, decidió ella. Con tus modales correctos. Con tu pelo gris y ese lindo bigote de oficial y caballero. La morra debería lavarse el pelo más a menudo.

—Iván Velasco —dijo despacio el capitán—. Guardia civil. Difunto.

La sargento Moncada se inclinó de nuevo hacia adelante. El gesto rudo.

—Un cerdo. ¿Sabe algo de cerdos, señora?

Lo dijo con vehemencia mal contenida. Puede que sea su carácter, pensó Teresa. Ese cabello rojo sucio quizás tenga relación. A lo mejor es que trabaja demasiado, o es infeliz con su marido, o qué sé yo. Lo mismo nadie se la coge. Y no será fácil lo de ser hembra, en su trabajo. O tal vez hoy se reparten los papeles: guardia civil cortés, guardia civil malo. Frente a una cabrona como la que suponen que soy, hacer de mala le toca a la tipa. Lógico. Pero me vale madres.

—¿Tiene algo que ver esto con el permanganato de potasio?

—Sea buena —aquello no sonaba nada simpático; la sargento se hurgaba los dientes con la uña de un meñique—. No nos tome el pelo.

—Velasco frecuentaba malas compañías —aclaró con sencillez el capitán Castro—, y lo mataron hace tiempo, al salir usted de la cárcel. ¿Recuerda?… Santiago Fisterra, Gibraltar y todo aquello. Cuando ni soñaba ser lo que ahora es.

En la expresión de Teresa no había maldito lo que recordar. O sea que no tenéis nada, reflexionaba. Venís a sacudir el árbol.

—Pues fíjense que no —dijo—. Que no caigo en ese Velasco.

—No cae —comentó la mujer. Casi lo escupía. Se volvió a su jefe insinuando y usted qué opina, mi capitán. Pero Castro miraba hacia la ventana como pensando en otra cosa.

—En realidad no podemos relacionarla —prosiguió la sargento Moncada—. Además, es agua pasada, ¿verdad? —volvió a mojarse un dedo y consultó la libreta, aunque estaba claro que no leía nada—. Y lo de aquel otro, Cañabota, al que mataron en Fuengirola, ¿tampoco le suena?… ¿El nombre de Oleg Yasikov no le dice nada?… ¿Nunca oyó hablar de hachís, ni de cocaína, ni de colombianos, ni gallegos? —se interrumpió, sombría, para dar ocasión a Teresa de intercalar algún comentario; pero ella no abrió la boca—… Claro. Lo suyo son las inmobiliarias, la bolsa, las bodegas jerezanas, la política local, los paraísos fiscales, las obras de caridad y las cenas con el gobernador de Málaga.

—Y el cine —apuntó el capitán, objetivo. Seguía vuelto hacia la ventana con cara de pensar en cualquier otra cosa. Casi melancólico.

La sargento levantó una mano.

—Es verdad. Olvidaba que también hace cine —el tono se volvía cada vez más grosero; vulgar en ocasiones, como si hasta entonces lo hubiera reprimido, o recurriese ahora a él de forma deliberada—… Debe de sentirse muy a salvo entre sus negocios millonarios y su vida de lujo, con los periodistas haciendo de usted una estrella.

Me han provocado otras veces, y mejor que ella, se dijo Teresa. O esta tipa es demasiado ingenua pese a su mala leche, o de verdad no tienen nada a qué agarrarse.

—Esos periodistas —respondió con mucha calma— andan metidos en unas querellas judiciales que no se la van a acabar… En cuanto a ustedes, ¿de veras creen que voy a jugar a policías y ladrones?

Era el turno del capitán. Se había girado lentamente hacia ella y la miraba de nuevo.

—Señora. Mi compañera y yo tenemos un trabajo que hacer. Eso incluye varias investigaciones en curso —echó un vistazo sin demasiada fe a la libreta de la sargento Moncada—. Esta visita no tiene otro objeto que decírselo.

—Qué amable y qué padre. Avisarme así.

—Ya ve. Queríamos conversar un poco. Conocerla mejor.

—Lo mismo —terció la sargento— hasta queremos ponerla nerviosa.

Su jefe negó con la cabeza.

—La señora no es de las que se ponen nerviosas. Nunca habría llegado a donde está —sonrió un poco; una sonrisa de corredor de fondo—… Espero que nuestra próxima conversación sea en circunstancias más favorables. Para mí.

Teresa miró el cenicero, con su única colilla apagada entre las bolitas de papel. ¿Por quién la tomaban aquellos dos? El suyo había sido un largo y difícil camino; demasiado como para aguantar ahora truquitos de comisaría de telefilme. Sólo eran un par de intrusos que se hurgaban los dientes y arrugaban kleenex y pretendían revolver cajones. Ponerla nerviosa, decía la pinche sargento. De pronto se sintió irritada. Tenía cosas que hacer, en vez de malgastar su tiempo. Tragarse una aspirina, por ejemplo. En cuanto la pareja saliera de allí, encargaría a Teo que presentara una denuncia por coacciones. Y después haría algunas llamadas telefónicas.

—Hagan el favor de marcharse.

Se puso en pie. Y resulta que sabe reír la sargento, comprobó. Pero no me gusta cómo lo hace. Su jefe se levantó al tiempo que Teresa, pero la otra seguía sentada, un poco hacia adelante en la silla, los dedos apretados en el borde de la mesa. Con aquella risa seca y turbia.

—¿Así, por las buenas?… ¿Antes no va a intentar amenazarnos, ni comprarnos, como a esos mierdas del DOCS?… Eso nos haría muy felices. Un intento de soborno en condiciones.

Teresa abrió la puerta. Pote Gálvez estaba allí, grueso, vigilante, como si no se hubiera movido de la alfombra. Y seguro que no. Tenía las manos ligeramente separadas del cuerpo. Esperando. Lo tranquilizó con una mirada.

—Usted está como una cabra —dijo Teresa—. Yo no hago esas cosas.

La sargento se levantaba al fin, casi a regañadientes. Se había sonado otra vez y tenía la bolita del kleenex estrujada en una mano, y la libreta en la otra. Miraba alrededor, los cuadros caros en las paredes, la vista de la ventana sobre la ciudad y el mar. Ya no disimulaba el rencor. Al dirigirse a la puerta detrás de su jefe se paró delante de Teresa, muy cerca, y guardó la libreta en el bolso.

—Claro. Tiene quien lo haga por usted, ¿no? —acercó más el rostro, y los ojillos enrojecidos parecían estallarle de cólera—. Ande, anímese. Por una vez pruebe a hacerlo en persona. ¿Sabe lo que gana un guardia civil?… Estoy segura de que lo sabe. Y también la de gente que muere y se pudre por toda esa mierda con la que usted trafica… ¿Por qué no prueba a sobornarnos al capitán y a mí?… Me encantaría oír una oferta suya, y sacarla de este despacho esposada y a empujones —tiró la bolita del kleenex al suelo—. Hija de la gran puta.

Había una lógica, después de todo. Eso pensaba Teresa mientras cruzaba el lecho casi seco del río, que se estancaba en pequeñas lagunas poco profundas junto al mar. Un enfoque casi exterior, ajeno, en cierto modo matemático, que enfriaba el corazón. Un sistema tranquilo de situar los hechos, y sobre todo las circunstancias que estaban al inicio y al final de esos hechos, dejando cada número a este o al otro lado de los signos que daban orden y sentido. Todo eso permitía excluir, en principio, la culpa o el remordimiento. Aquella foto partida por la mitad, la chava de ojos confiados que le quedaba tan lejos, allá en Sinaloa, era su papelito de indulgencias. Puesto que de lógica se trataba, ella no podía sino moverse hacia donde esa lógica la conducía. Pero no faltaba la paradoja: qué pasa cuando nada esperas, y cada aparente derrota te empuja hacia arriba mientras aguardas, despierta al amanecer, el momento en que la vida rectifique su error y golpee de veras, para siempre. La Verdadera Situación. Un día empiezas a creer que tal vez ese momento no llegue nunca, y al siguiente intuyes que la trampa es precisamente ésa: creer que nunca llegará. Así mueres de antemano durante horas, y durante días, y durante años. Mueres larga, serenamente, sin gritos y sin sangre. Mueres más cuanto más piensas y más vives.

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