Una noche de música y humo de cigarrillos en el Don Quijote, bebiendo cerveza y tequila tras escuchar los chistes guarros del cómico Pedro Valdez —lo precedían el ventrílocuo Enrique y Chechito, su muñeco adicto a la coca—, Élmer Mendoza se inclinó sobre la mesa y señaló a un tipo corpulento, moreno, con lentes, que bebía rodeado por un grupo numeroso, de esos que se dejan las chaquetas y cazadoras puestas como si tuvieran frío en todas partes: botas de serpiente o avestruz, cintos piteados de a mil dólares, sombreros de palma, gorras de béisbol con el escudo de los Tomateros de Culiacán y mucho oro grueso al cuello y en las muñecas. Los habíamos visto bajarse de dos Ram Charger y entrar como en su casa, sin que el vigilante de la puerta, que saludó obsequioso, les exigiera el trámite habitual de dejarse cachear como el resto de clientes.
—Es César
Batman
Güemes —dijo Élmer en voz baja—. Un narco famoso.
—¿Tiene corridos?
—Unos cuantos —mi amigo se reía, a medio trago—… Él mató al Güero Dávila.
Me quedé boquiabierto, mirando al grupo: caras morenas y rasgos duros, mucho bigote y evidente peligro. Eran ocho, llevaban allí quince minutos y habían liquidado un veinticuatro de latas de cerveza. Ahora acababan de pedir dos botellas de Buchanan's y otras dos de Remy Martin, y las bailarinas, cosa insólita en el Don Quijote, bajaban a reunirse con ellos al abandonar la pista. Un grupo de homosexuales teñidos de rubio —el local florecía de gays a última hora de la noche, y ambas parroquias se mezclaban sin problemas— dirigía miradas insinuantes desde la mesa contigua. El tal Güemes les sonreía socarrón, muy en macho, y luego llamaba al camarero para pagar sus copas. Pura coexistencia pacífica.
—¿Cómo lo sabes?
—No, pues. Lo sabe todo Culiacán.
Cuatro días más tarde, gracias a una amiga de Julio Bernal que tenía un sobrino relacionado con el negocio, César
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Güemes y yo tuvimos una conversación extraña e interesante. Me habían invitado a una parrillada de carne en una casa de las colinas de San Miguel, en la parte alta de la ciudad. Allí, los narcos junior —de segunda generación—, menos ostentosos que sus padres que bajaron de la sierra, primero al barrio de Tierra Blanca y luego al asalto de las espectaculares mansiones de la colonia Chapultepec, empezaban a invertir en casas de aspecto discreto, donde el lujo solía reservarse para la familia y los invitados, de puertas adentro. El sobrino de la amiga de julio, hijo de un narco histórico de San José de los Hornos, de los que en su juventud anduvieron a balazos con policías y con bandas rivales —ahora cumplía una cómoda condena en la prisión de Puente Grande, Jalisco—, tenía veintiocho años y se llamaba Ernesto Samuelson. A cinco de sus primos y a un hermano mayor los habían matado a tiros otros narcos, o los federales, o los soldados, y él aprendió pronto la lección: estudios de derecho en Estados Unidos, negocios en el extranjero y nunca en suelo nacional, dinero blanqueado en una respetable compañía mejicana de tráilers y en criaderos panameños de camarón. Vivía en una casa de apariencia discreta con su mujer y sus dos hijos, conducía un sobrio Audi europeo, y pasaba tres meses al año en un sencillo apartamento de Miami, con un Golf en el garaje. De ese modo vives más tiempo, solía decir. En este oficio, lo que mata es la envidia.
Fue Ernesto Samuelson quien me presentó a César
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Güemes bajo la palapa de caña y palma de su jardín, con una cerveza en una mano y un plato con carne demasiado hecha en la otra. Escribe novelas y películas, dijo, y nos dejó solos. El
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Güemes hablaba suave y bajito, con largas pausas que empleaba en estudiarte de arriba abajo. No había leído un libro en su vida, pero le encantaba el cine. Hablamos de Al Pacino —
El precio del poder
, que en México se llamó
Cara cortada
, era su película favorita—, de Robert de Niro —
Uno de los nuestros, Casino
— y de cómo los directores y guionistas de Hollywood, esos hijos de la chingada, nunca sacaban a un narco gabacho y güero, sino que todos se apellidaban Sánchez y habían nacido al sur del río Bravo. Lo del narco güero me lo puso fácil, así que dejé caer el nombre del Güero Dávila; y mientras el otro me miraba tras los cristales de sus lentes con mucha atención y mucho silencio, rematé añadiendo el de Teresa Mendoza. Escribo su historia, concluí, consciente de que en ciertos lugares y con cierta clase de hombres, las mentiras siempre te explotan bajo la almohada. Y el
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Güemes era tan peligroso, me habían advertido, que cuando subía a la sierra los coyotes encendían fogatas para que no se les acercara.
—Ha pasado un chingo de tiempo —dijo.
Le calculé menos de cincuenta años. Tenía la piel muy morena y un rostro inescrutable de marcados rasgos norteños. Luego supe que no era sinaloense sino de Álamos, Sonora, paisano de María Félix, y que había empezado como pollero y burrero, pasando emigrantes, hierba y polvo del cártel de Juárez en un camión de su propiedad, antes de ascender en la jerarquía: primero como operador del Señor de los Cielos, y al cabo propietario de una compañía de tráilers y otra de avionetas privadas que estuvo contrabandeando entre la sierra, Nevada y California, hasta que los norteamericanos endurecieron el espacio aéreo y cerraron casi todos los huecos en su sistema de radar. Ahora vivía medio tranquilo, de los ahorros invertidos en negocios seguros y de controlar algunos pueblos de campesinos gomeros sierra arriba, casi en la raya de Durango. Tenía un buen rancho por el rumbo de El Salado, con cuatro mil cabezas: Do Brasil, Angus, Bravo. También criaba caballos de raza para las parejeras, y gallos de pelea que le daban un costal de dinero cada octubre o noviembre, en los palenques de la feria ganadera.
—Teresa Mendoza —murmuró al cabo de un rato.
Movía la cabeza al decirlo, como si evocara algo divertido. Luego bebió un trago de cerveza, masticó un trozo de carne y volvió a beber. Seguía mirándome fijo tras los lentes, un poco socarrón, dando a entender que no tenía inconveniente en comentar algo tan viejo, y que el riesgo de hacer preguntas en Sinaloa era exclusivamente mío. Hablar de los muertos no traía problemas —los narcocorridos estaban llenos de nombres e historias reales—; lo peligroso era ponerle el dedo a los vivos, con riesgo de que alguien te confundiera con bocón y madrina. Y yo, aceptando las reglas del juego, miré el ancla de oro —sólo algo más pequeña que la del
Titanic
— colgada de la gruesa cadena que relucía bajo el cuello abierto de su camisa a cuadros, e hice sin más rodeos la pregunta que me quemaba la boca desde que Élmer Mendoza lo había nombrado cuatro días atrás, en el Don Quijote. Dije lo que tenía que decir, luego levanté la vista, y el tipo me estaba observando igual que antes. O le caigo simpático, pensé, o voy a tener problemas. Al cabo de unos segundos bebió otro trago de cerveza sin dejar de mirarme. Debí de caerle simpático, porque al fin sonrió un poquito, lo justo. ¿Es para una película o una novela?, preguntó. Respondí que aún no lo sabía. Que lo mismo para las dos. Entonces me ofreció una cerveza, buscó otra para él, y empezó a contar la traición del Güero Dávila.
No era un mal tipo, el Güero. Valiente, cumplidor, apuesto. Un aire así como a Luis Miguel, pero en más flaco, y más duro. Y muy chingón. Muy simpático. Raimundo Dávila Parra se gastaba el dinero a medida que lo ganaba, o casi, y era generoso con los amigos. César
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Güemes y él habían amanecido muchos días con música, alcohol y mujeres, celebrando buenas operaciones. Incluso un tiempo fueron íntimos: bien broders o carnales, como decían los sinaloenses. El Güero era chicano: había nacido en San Antonio, Texas. Y empezó muy joven, llevando hierba oculta en automóviles a la Unión Americana: más de un viaje habían hecho juntos por Tijuana, Mexicali o Nogales, hasta que los gabachos le administraron una temporada en una cárcel de allá arriba. Después el Güero se emperró en lo de volar: tenía estudios, y se pagó sus clases de aviación civil en la antigua escuela del bulevar Zapata. Como piloto era bueno —el mejor, reconoció el
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Güemes moviendo convencido la cabeza—, de los que no tienen madre: hombre adecuado para aterrizajes y despegues clandestinos en las pequeñas pistas ocultas de la sierra, o para vuelos a baja altura eludiendo los radares del Sistema Hemisférico que controlaba las rutas aéreas entre Colombia y los Estados Unidos. Lo cierto era que la Cessna parecía una prolongación de sus manos y de su temple: aterrizaba en cualquier sitio y a cualquier hora, y eso le dio fama, lana y respeto. La raza culichi lo llamaba, con justicia, el rey de la pista corta. Hasta Chalino Sánchez, que también fue amigo suyo, había prometido hacerle un corrido con ese título:
El rey de la pista corta
. Pero a Chalino le dieron picarrón antes de tiempo —Sinaloa era de lo más insalubre, según en qué ambientes—, y el Güero se quedó sin canción. De cualquier modo, con corrido o sin él, nunca le faltó trabajo. Su padrino era don Epifanio Vargas, un chaca veterano de la sierra, con buenos agarres, duro y cabal, que controlaba Norteña de Aviación, una compañía privada de Cessnas y Piper Comanche y Navajo. Bajo la cobertura de la Norteña, el Güero Dávila estuvo haciendo vuelos clandestinos de dos o trescientos kilos antes de participar en los grandes negocios de la época dorada, cuando Amado Carrillo se ganaba el apodo de Señor de los Cielos organizando el mayor puente aéreo de la historia del narcotráfico entre Colombia, Baja California, Sinaloa, Sonora, Chihuahua y Jalisco. Muchas de las misiones que el Güero llevó a cabo en esa época fueron de diversión, actuando como señuelo en las pantallas de radar terrestre y en las de los aviones Orión atiborrados de tecnología y con tripulaciones mixtas gringas y mejicanas. Y lo de la diversión no era sólo un término técnico, porque el compa disfrutaba. Ganó una feria jugándose la piel con vuelos al límite, de noche y de día: maniobras extrañas, aterrizajes y despegues en dos palmos de tierra y lugares inverosímiles, a fin de desviar la atención lejos de los grandes Boeing, Caravelles y DC8 que, comprados en régimen de cooperativa por los traficantes, transportaban en un solo viaje de ocho a doce toneladas con la complicidad de la policía, el ministerio de Defensa y la propia presidencia del Gobierno mejicano. Eran los tiempos felices de Carlos Salinas de Gortari, con los narcos traficando a la sombra de Los Pinos; tiempos muy felices también para el Güero Dávila: avionetas vacías, sin carga de la que hacerse responsable, jugando al gato y al ratón con adversarios a los que no siempre era posible comprar del todo. Vuelos donde se rifaba la vida a sol o águila, o una larga condena si lo agarraban del lado gringo.
Por aquel tiempo, César
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Güemes, que tenía literalmente los pies en la tierra, empezaba a prosperar en la mafia sinaloense. Los grupos mejicanos se independizaban de los proveedores de Medellín y de Cali, subiendo las tasas, haciéndose pagar cada vez con mayores cantidades de coca, y comercializando ellos la droga colombiana que antes sólo transportaban. Eso facilitó el ascenso del
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en la jerarquía local; y después de unos sangrientos ajustes de cuentas para estabilizar mercado y competencia —algunos días amanecieron con doce o quince muertos propios y ajenos— y de poner en nómina al mayor número posible de policías, militares y políticos, incluidos aduaneros y migras gringos, los paquetes con su marca —un murcielaguito— empezaron a cruzar en tráilers el río Bravo. Lo mismo se ocupaba de goma de la sierra que de coca o de mota. Vivo de tres animales, decía la letra de un corrido que se mandó hacer, contaban, con un grupo norteño de la calle Francisco Villa: mi perico, mi gallo y mi chiva. Casi por la misma época, don Epifanio Vargas, que hasta entonces había sido patrón del Güero Dávila, empezaba a especializarse en drogas con futuro como el cristal y el éxtasis: laboratorios propios en Sinaloa y Sonora, y también al otro lado de la raya gringa. Que si allá los gabachos quieren montar, decía, yo mero les hierro la yegua. En pocos años, apenas sin tiros y con muy poco recurso al panteón, casi de guante blanco, Vargas logró convertirse en el primer magnate mejicano de precursores para drogas de diseño como la efedrina, que importaba sin problemas de la India, China y Tailandia, y en uno de los principales productores de metanfetaminas arriba y abajo de la frontera. También empezó a meterse en política. Con los negocios legales a la vista y los ilegales camuflados bajo una sociedad farmacéutica con respaldo estatal, la coca y Norteña de Aviación estaban de más. Así que vendió la compañía aérea al
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Güemes, y con ella cambió de chaca el Güero Dávila, que deseaba seguir volando más todavía que ganar dinero. Para entonces el Güero había comprado ya una casa de dos plantas en el barrio de Las Quintas, manejaba en lugar de la vieja Bronco negra otra con placas del año, y vivía con Teresa Mendoza.
Ahí empezaron a torcerse las cosas. Raimundo Davila Parra no era un tipo discreto. Vivir largo no le acomodaba, de manera que prefería fregárselo bien aprisa. Todo le valía verga, como decían los de la sierra; y entre otras cosas lo perdió la boca, que al cabo pierde hasta a los tiburones. Se apendejaba gacho alardeando de lo hecho y de lo por hacer. Mejor, solía decir, cinco años como rey que cincuenta como buey. De ese modo, pasito a pasito, a oídos del
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Güemes empezaron a llegar rumores. El Güero trufaba carga suya entre la ajena, aprovechando los viajes para negocios propios. La merca se la facilitaba un ex policía llamado Guadalupe Parra, también conocido por Lupe el Chino, o Chino Parra, que era primo hermano suyo y tenía contactos. Por lo general se trataba de coca decomisada por judiciales que agarraban veinte y declaraban cinco, dándole salida al resto. Eso estaba muy requetemal —no lo de los judiciales, sino que el Güero hiciera negocio privado—, porque ya cobraba un chingo por su trabajo, las reglas eran las reglas, y hacer transas privadas, en Sinaloa y a espaldas de los patrones, era la forma más eficaz de encontrarse con problemas.
—Cuando se vive torcido —puntualizó el
Batman
Güemes aquella tarde, con la cerveza en una mano y el plato de carne asada en la otra— hay que trabajar derecho.
Resumiendo: el Güero era demasiado largón, y el pinche primo no resultaba un talento. Torpe, chapucero, pendejo, el Chino Parra era de esos mensos a quienes encargas un camión de coca y traen un camión de pepsi. Tenía deudas, necesitaba un pericazo cada media hora, se moría por los carros grandes, y a su mujer y sus tres plebes los alojaba en una casa de mucho lujo en la parte más ostentosa de Las Quintas. Aquello era juntarse el hambre con las ganas de comer: los cueros de rana se iban como llegaban. Así que los primos decidieron ingeniarse una operación propia, a lo grande: el transporte de cierta carga que unos judiciales tenían clavada en El Salto, Durango, y que había encontrado compradores en Obregón. Como de costumbre, el Güero voló solo. Aprovechando un viaje a Mexicali con catorce latas de manteca de puerco cargadas cada una con veinte kilos de chiva, hizo un desvío para recoger cincuenta de la fina, toda bien empacadita en sus plásticos. Pero alguien le puso el dedo, y otro alguien decidió cortarle al Güero los espolones.