—Teresita —dijo don Epifanio Vargas.
Aquella voz conocida, tan familiar, removió algo dentro de ella. Sintió que las lágrimas —era demasiado joven, y las había creído ya imposibles— le enturbiaban la vista. Inesperadamente se volvió frágil; quiso comprender por qué, y en el empeño también se le hizo tarde para evitarlo. Pinche perra, se dijo. Maldita chava estúpida. Si algo sale mal, la regaste. Las luces lejanas de la calle se desgarraban ante sus ojos, y todo se volvió confusión de reflejos líquidos y sombras. De pronto no tuvo delante nada a lo que apuntar. Así que bajó la pistola. Por una lágrima, pensó, resignada. Ahora me pueden matar por una pinche lágrima.
—Son malos tiempos.
Don Epifanio Vargas dio una chupada larga al cigarro habano y estuvo mirando la brasa, pensativo. En la penumbra de la capilla, las velas y lamparitas encendidas iluminaban su perfil aindiado, el pelo muy negro, espeso y peinado hacia atrás, el mostacho norteño afirmando un físico que a Teresa siempre le recordaba el de Emilio Fernández o Pedro Armendáriz en las viejas películas mejicanas que ponían en la tele. Debía de andar por los cincuenta y era grande y ancho, con manos enormes. En la izquierda sostenía el habano, y en la derecha la agenda del Güero.
Antes, por lo menos, respetábamos a los niños y a las mujeres.
Movía la cabeza, evocador y triste. Teresa sabía que ese antes se remontaba al tiempo en que, siendo un joven campesino de Santiago de los Caballeros y harto de pasar hambre, Epifanio Vargas cambió la yunta de bueyes y las milpas de maíz y frijoles por las matas de mariguana, desmachó semillas para limpiar la mota, se rifó la vida vendiendo y se la quitó a cuantos pudo, y al fin anduvo de la sierra al llano, instalándose en Tierra Blanca cuando las redes de contrabandistas sinaloenses empezaban a encaminar hacia el norte, junto a sus ladrillos de colas de borrego, los primeros polvitos blancos que llegaban en barco y por avión desde Colombia. Para los hombres de la generación de don Epifanio, que después de cruzar el Bravo a nado con fardos a la espalda habitaban ahora lujosas fincas de la colonia Chapultepec, y tenían hijos fresitas que iban a colegios de lujo conduciendo sus propios autos o estudiaban en universidades norteamericanas, aquél fue el tiempo lejano de las grandes aventuras, los grandes riesgos y las grandes riquezas hechas de la noche a la mañana: una operación con suerte, una buena cosecha, un cargamento afortunado. Años de peligro y dinero jalonando una vida que en la sierra no habría sido más que existencia miserable. Vida intensa y a menudo corta; porque sólo los más duros de esos hombres lograron sobrevivir, establecerse y delimitar el territorio de los grandes cárteles de la droga. Años en los que todo estaba por definirse. Cuando nadie ocupaba un lugar sin empujar a otros, y el error o el fracaso se pagaban al contado. Pero se pagaba con la mera vida. Ni menos, ni más.
—También han ido a casa del Chino Parra —comentó don Epifanio—. Lo dijo el noticiero hace un rato. Mujer y tres hijos —la brasa del habano volvió a brillar cuando le dio otra chupada—… Al Chino lo encontraron en la puerta, dentro de la cajuela de su Silverado.
Estaba sentado junto a Teresa en el banquito situado a la derecha del pequeño altar. Al mover la cabeza, las velas daban reflejos de charol a su pelo repeinado y abundante. Los años transcurridos desde que bajó de la sierra habían refinado su aspecto y maneras; pero, bajo los trajes a medida, las corbatas que se hacía traer de Italia y la seda de sus camisas de quinientos dólares, seguía latiendo el campesino de la sierra sinaloense. Y no sólo por el regusto de ostentación norteña —botas picudas, cinto piteado con hebilla de plata, centenario de oro en la cadena de las llaves—, sino también, y sobre todo, por la mirada a ratos impasible, a ratos desconfiada o paciente, del hombre a quien durante siglos y generaciones un granizo o una sequía habían obligado una y otra vez a empezar desde cero.
—Por lo visto, al Chino lo agarraron por la mañana y pasaron el día con él, de plática… Según la radio, se tomaron su tiempo.
Teresa pudo imaginar sin esfuerzo: manos atadas con alambre, cigarrillos, navajas de afeitar. Los gritos del Chino Parra apagados dentro de una bolsa de plástico o bajo un palmo de masking-tape, en algún sótano o almacén, antes de que acabaran con él y fueran a ocuparse de su familia. Quizá el mismo Chino había terminado por delatar al Güero Dávila. O a su propia carne. Ella conocía bien al Chino, a su mujer, Brenda, y a los tres plebitos. Dos varones y una niña. Los recordó jugando y alborotando en la playa de Altata, el último verano: sus cuerpecitos morenos y cálidos bajo el sol, cubiertos por las toallas, dormidos al regreso en la trasera de la misma Silverado donde ahora aparecía el despojo del padre. Brenda era una chava menuda, muy habladora, de bonitos ojos marrones, que llevaba en el tobillo derecho una cadena de oro con las iniciales de su hombre. Habían ido muchas veces juntas de compras por Culiacán, pantalones de piel muy ceñidos, uñas decoradas, tacones bien altos, Guess Jeans, Calvin Klein, Carolina Herrera… Se preguntó si le habían mandado al Gato Fierros y Potemkin Gálvez, o a otros gatilleros distintos. Si ocurrió antes o a la vez que lo de ella. Si a Brenda la mataron antes o después que a los plebitos. Si lo hicieron rápido, o si también procuraron tomarse su tiempo. Pinches hombres puercos. Retuvo aire y lo soltó poco a poco, para que don Epifanio no la viera sollozar. Luego maldijo en silencio al Chino Parra, antes de maldecir todavía más al Güero. El Chino era valiente como tantos que mataban o traficaban: de pura ignorancia, porque no pensaba. Se metía en líos por su poca cabeza, sin discurrir que ponía en peligro no sólo a él, sino a toda su familia. El Güero era distinto a su primo: él sí era inteligente, bien lanza. Conocía todos los riesgos y siempre supo lo que iba a pasarle a ella si lo agarraban a él, pero le valía madres. Aquella perra agenda. Ni la leas, había dicho. Llévasela y ni la leas. El maldito, murmuró una vez más. El maldito Güero cabrón.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
Don Epifanio Vargas encogió los hombros.
—Ha pasado lo que tenía que pasar —dijo.
Miraba al guardaespaldas que estaba en la puerta, el cuerno de chivo en la mano, silencioso como una sombra o un fantasma. Cambiar la droga por la farmacia y la política no excluía las precauciones de siempre. El otro guarura estaba afuera, también armado. Le habían dado doscientos pesos al celador nocturno de la capilla para que se rajara de allí. Don Epifanio miró la bolsa que Teresa tenía en el suelo, entre los pies, y después la Doble Águila apoyada en el regazo.
—Tu hombre llevaba mucho rifándosela. Era cuestión de tiempo.
—¿De verdad se murió?
—Pues claro que se murió. Lo agarraron arriba en la sierra… No eran guachos, ni federales, ni nada. Eran su propia gente.
—¿Quiénes?
—Da lo mismo quiénes. Tú sabes en qué transas andaba el Güero. Metía naipes propios en barajas ajenas. Y al final alguien dio el pitazo.
Se reavivó la brasa del habano. Don Epifanio abrió la agenda. La acercaba a la luz de las velas, pasando páginas al azar.
—¿Leíste lo que hay aquí?
—Nomás se la traje a usted, como él dijo. Yo no sé de esas cosas.
Asintió don Epifanio, reflexivo. Se le veía incómodo.
—El pobre Güero tuvo lo que se iba buscando —concluyó.
Ella miraba ahora al frente, hacia las sombras de la capilla donde colgaban los exvotos y las flores secas.
—Qué pobre ni qué chingados. El muy puerco no pensó en mí.
Había conseguido que no le temblara la voz. Sin volverse, sintió que el otro se ladeaba a observarla.
—Tú tienes suerte —le oyó decir—. De momento sigues viva.
Se quedó así un poco más. Estudiándola. El aroma del habano se mezclaba con el olor de las velas y el de un pebetero de incienso que ardía junto al busto del bandido santo.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó al fin.
—No sé —ahora le llegaba a Teresa la vez de encoger los hombros—. El Güero dijo que usted me ayudaría. Dásela y pídele que te ayude. Eso fue lo que dijo.
—El Güero siempre fue un optimista.
El hueco que ella notaba en el estómago se hizo más hondo. Sofoco del humo de velas, crepitar de llamitas ante Malverde. Calor húmedo. De pronto sentía una desazón insoportable. Reprimió el impulso de levantarse, apagar las velas de un manotazo, ir en busca de aire fresco. Correr otra vez, si todavía la dejaban. Pero cuando miró de nuevo ante sí, vio que la otra Teresa Mendoza estaba sentada enfrente, observándola. O tal vez era ella misma la que estaba allí, silenciosa, mirando a la mujer asustada que se inclinaba hacia adelante en su banco junto a don Epifanio, con una inútil pistola en el regazo.
—Él lo quería mucho a usted —se oyó decir.
El otro se removió en el asiento. Un hombre decente, había dicho siempre el Güero. Un chaca bueno y justo, de ley. El mejor patrón que tuve nunca.
—Y yo lo quería —don Epifanio hablaba muy quedo, como si recelara de que el guarura de la puerta lo oyese hablar de sentimientos—. Y a ti también… Pero con sus pendejadas te puso en mala situación.
—Necesito ayuda.
—Yo no puedo mezclarme en esto.
—Usted tiene mucho poder.
Lo oyó chasquear la lengua con desaliento e impaciencia. En aquel negocio, explicó don Epifanio siempre en voz baja y dirigiendo miradas furtivas al guardaespaldas, el poder era una cosa relativa, efímera, sujeta a reglas complicadas. Y él lo conservaba, puntualizó, porque no iba escarbando donde no debía. El Güero ya no trabajaba para él; era asunto de sus jefes de ahora. Y esa gente mochaba parejo.
—No tienen nada personal contra ti, Teresita. Ya los conoces. Pero es su manera de hacer las cosas… Tienen que dar ejemplo.
—Usted podría hablar con ellos. Decirles que no sé nada.
—Saben de sobra que tú no sabes nada. Ése no es el problema… Y yo no puedo comprometerme. En esta tierra, quien hoy pide favores tiene que devolverlos mañana.
Ahora miraba la Doble Águila que ella mantenía sobre los muslos, una mano apoyada con descuido en la culata. Sabía que el Güero la enseñó a tirar tiempo atrás, hasta conseguir que acertara a seis botes vacíos de cerveza Pacífico, uno tras otro, a diez pasos. Al Güero siempre le habían gustado la Pacífico y las mujeres medio bravas, aunque Teresa no soportara la cerveza y se asustara a cada estampido de la pistola.
Además —prosiguió don Epifanio—, lo que me has contado empeora las cosas. No pueden dejar que les truenen a un hombre, y menos que lo haga una hembra… Serían la risa de todo Sinaloa.
Teresa miró sus ojos oscuros e impasibles. Ojos duros de indio norteño. De superviviente.
—No puedo comprometerme —le oyó repetir. Y don Epifanio se levantó. Ya valió madres, pensó ella. Aquí termina todo. El vacío del estómago se agrandaba hasta abarcar la noche que acechaba afuera, inexorable. Se rindió, pero la mujer que la observaba entre las sombras no quiso hacerlo.
—El Güero dijo que me ayudaría —insistió terca, como si hablara consigo misma—. Llévale la agenda, dijo, y cámbiasela por tu vida.
A tu hombre le gustaban demasiado los albures.
—Yo no sé de eso. Pero sé lo que me dijo.
Había sonado más a queja que a súplica. Una queja sincera y muy amarga. O un reproche. Después se quedó un momento callada y al fin alzó el rostro, igual que el reo cansado que aguarda un veredicto. Don Epifanio estaba de pie ante ella, y parecía más grande y corpulento que nunca. Golpeteaba con los dedos en la agenda del Güero.
—Teresita…
—Mande.
Seguía tamborileando los dedos en la agenda. Lo vio mirar la efigie del santo, de nuevo al guarura de la puerta, de vuelta a ella. Luego se detuvo otra vez en la pistola.
—¿La neta que no leíste nada?
—Lo juro. Nomás dígame qué iba a leer.
Un silencio. Largo, pensó ella, como una agonía. Oía chisporrotear los pábilos de las velas en el altar.
—Sólo tienes una posibilidad —dijo el otro al fin.
Teresa se aferró a esas palabras, con la mente avivada de pronto como si acabara de meterse dos pases de doña Blanca. La otra mujer había desaparecido entre las sombras. Y de nuevo era ella. O al contrario.
—Me basta con una —dijo.
—¿Tienes pasaporte?
—Sí. Con visa americana.
—¿Y dinero?
—Veinte mil dólares y unos pocos pesos —abría la bolsa a sus pies para mostrarlo, esperanzada—. También una bolsa de polvo de diez o doce onzas.
—El polvo déjalo. Es peligroso andar con eso por ahí… ¿Sabes conducir?
—No —se había puesto en pie y lo miraba de cerca, atenta. Concentrada en seguir viva—. Ni siquiera tengo licencia.
—Dudo que puedas llegar al otro lado. Te pisarán la huella en la frontera, y ni entre gringos ibas a estar segura… Lo mejor sería que salieras esta mera noche. Puedo prestarte el carro con un chofer de confianza… Puedo hacer eso y que te lleve al Deefe. Directamente al aeropuerto, y allí te agarras el primer avión.
—¿Adónde?
—Me vale verga adónde. Pero si quieres ir a España, tengo amigos allí. Gente que me debe favores… Si mañana me llamas antes de subir al avión, podré darte un nombre y un número de teléfono. Después será asunto tuyo.
—¿No hay otra?
—Ni modo. Con ésta, o te encabestras o te ahorcas.
Teresa miró alrededor, buscando en las sombras de la capilla. Estaba absolutamente sola. Nadie decidía por ella, ahora. Pero seguía viva.
—Tengo que irme —se impacientaba don Epifanio—. Decídete.
—Ya decidí. Haré lo que usted mande.
—Bien —Don Epifanio observó cómo ella ponía el seguro a la pistola y se la metía atrás en la cintura, entre los tejanos y la piel, antes de cubrirse con la chamarra—… Y recuerda una cosa: ni siquiera allí estarás a salvo. ¿Comprendes?… Si yo tengo amigos, ellos también. Así que procura enterrarte tan hondo que no te encuentren.
Teresa asintió de nuevo. Había sacado el paquete de coca de la bolsa y lo colocaba en el altar, bajo la efigie de Malverde. A cambio encendió otra vela. Santa Virgencita, rezó un instante en silencio. Santo Patrón.
Dios vendiga mi camino y permita mi regreso
. Se persignó casi furtivamente.
—Siento de verdad lo del Güero —dijo don Epifanio a su espalda—. Era un buen tipo.
Teresa se había vuelto al oír eso. Ahora estaba tan lúcida y serena que sentía la garganta seca y la sangre circular muy despacio, latido a latido. Se echó la bolsa al hombro, sonriendo por primera vez en todo el día: una sonrisa que marcó su boca como un impulso nervioso, inesperado. Y aquella sonrisa, o lo que fuera, debía de ser extraña, pues don Epifanio la miró con un poco de sorpresa y el pensamiento a la vista, por una vez reflejado en la cara. Teresita Mendoza. Chale. La morra del Güero. La hembra de un narco. Una chava como tantas, más bien callada, ni demasiado despierta ni demasiado bonita. Y sin embargo la estudió de ese modo reflexivo y cauto, con mucha atención, como si de pronto se viera frente a una desconocida.