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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

La reina suprema (12 page)

BOOK: La reina suprema
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«¿Y por qué darme, como si yo fuera uno de sus caballos?», se preguntó Morgana. Pero luego se encogió de hombros; al haber vivido tanto tiempo en Avalón, a veces olvidaba que las leyes romanas convertían a las mujeres en propiedad de los hombres de su familia. El mundo había cambiado y de nada servía rebelarse contra lo que no tenía remedio.

Poco después volvió a rodear la gran mesa que Arturo había recibido de su suegro como presente de bodas. Quedaba muy justa en el salón principal de Caerleon, a pesar de que era muy grande. En un sitio tuvo que trepar a los bancos, que estaban demasiado cerca de la pared.

—¿No tenemos a Kevin? —preguntó Arturo—. En ese caso, que cante Morgana. Me apetecen mucho el sonido de la lira y las cosas civilizadas.

Morgana ordenó a uno de los criados que llevara la lira de su alcoba. El muchacho tuvo que trepar al banco y perdió pie; sólo la celeridad de Lanzarote, que alargó una mano para sostenerlo, impidió la caída del instrumento. Arturo arrugó el entrecejo.

—Mi suegro fue muy amable al enviarme esta gran mesa redonda —dijo—, pero en Caerleon no hay suficiente espacio. Creo que, cuando hayamos expulsado a los sajones para siempre, haré construir un salón sólo para darle cabida.

—Entonces no se construirá nunca —rió Cay—. «Cuando expulsemos a los sajones para siempre» equivale a decir «cuando las ranas críen pelo» o «cuando las vacas vuelen.»

—O cuando el rey Pelinor mate a su dragón —rió Meleas.

Arturo sonrió.

—No os burléis de Pelinor y su dragón —dijo—, pues se comenta que lo han vuelto a ver.

—Oh, sí. Siempre hay quien ve dragones o a gente del antiguo pueblo de las hadas, pero yo nunca los conocí.

—¿Y lo dices tú, que te educaste en Avalón, Lanzarote del Lago —preguntó Morgana delicadamente.

Él se volvió a mirarla.

—A veces eso me parece irreal. ¿No te sucede lo mismo, prima?

—Es cierto —respondió Morgana—, pero en ocasiones siento nostalgia de Avalón.

—También yo, prima. Jamás, desde la noche de bodas de Arturo, le había dado a entender que sintiera por ella algo más que el cariño de los compañeros de infancia. Morgana creía haber aceptado el dolor, pero la hería de nuevo cada vez que aquellos bellos ojos oscuros la miraban con tanta bondad.

«Tarde o temprano todos pensarán como Balan: los dos estamos solteros, la hermana del rey y su mejor amigo…»

Arturo dijo:

—Bueno, cuando hayamos expulsado a los sajones (y no os riáis), me construiré un castillo con un salón donde quepa esta mesa. Ya he escogido el emplazamiento: una colina donde existe una fortaleza anterior a los tiempos romanos, junto al lago y cerca del reino de vuestro padre, Ginebra.

—Lo conozco —dijo ella—, había un viejo pozo en ruinas donde encontrábamos puntas de flecha de los duendes. —Le parecía extraño recordar un tiempo en que le gustaba pasear bajo el cielo abierto, cuando ahora se mareaba si no tenía una muralla a mano.

—Es un sitio fácil de fortificar —continuó el rey—, aunque espero que por entonces tengamos paz y sosiego en esta isla.

—Innoble deseo en un guerrero, hermano —dijo Cay—. ¿Qué harías en tiempos de paz?

—Pedir a Kevin que compusiera canciones, domar yo mismo mis caballos y montarlos por placer. Mis compañeros y yo podríamos criar a nuestros hijos sin ponerles una espada en la mano antes de que acaben de crecer.

Lanzarote agregó:

—Para mantener vivo el arte de la guerra, celebraremos juegos como en los tiempos antiguos y coronaremos al ganador con guirnaldas de laurel. Y también habrá guirnaldas para los arpistas. Canta. Morgana.

—Será mejor que cante ahora —dijo—, pues supongo que cuando los hombres celebréis vuestros juegos, las mujeres lo tendremos prohibido.

Comenzó a entonar un antiguo canto que había oído en Tintagel. En el silencio del salón, sabiéndolos a todos pendientes de su voz, continuó con viejas canciones de las islas. Cuando empezó a quedarse ronca, aunque todos pedían más, alzó una mano en protesta.

—Basta. No puedo cantar más, de veras. Parezco un cuervo.

Poco después, Arturo hizo apagar las antorchas y acompañar a los huéspedes a sus aposentos. Una de las tareas de Morgana era cuidar que las damas solteras de la reina estuvieran sanas y salvas en el largo cuarto de arriba, lejos de los soldados. Pero se demoró un momento contemplando a la pareja real, que daba las buenas noches a Lanzarote.

—He ordenado a las mujeres que os preparen la mejor cama de huéspedes —dijo Ginebra.

Pero él negó con la cabeza, riendo.

—Soy soldado. No puedo acostarme sin comprobar que hombres y caballos estén bien alojados.

Arturo, riendo entre dientes, rodeó con un brazo la cintura de Ginebra.

—Tenemos que casarte, Lanzarote, para que no pases frío por la noche. No por ser mi capitán de caballería tienes que dormir entre las monturas.

Ginebra sintió una punzada en el pecho, temiendo que él volviera a decir, como lo hizo una vez: «Mi reina ocupa todo mi corazón y no tengo lugar allí para otra señora.» Contuvo el aliento, pero Lanzarote se limitó a suspirar.

«No: soy una mujer casada y cristiana. Hasta pensarlo es pecado; tengo que hacer penitencia.» Y luego, con un nudo en la garganta que incluso le impedía tragar, el pensamiento llegó sin invitación: «Ya es suficiente penitencia estar separada del hombre que amo.» Y de inmediato se le escapó una exclamación de espanto que sobresaltó al rey.

—¿Qué te pasa, amor mío? ¿Te has hecho daño?

—Me… me he pinchado con un alfiler. —Y apartó los ojos, fingiendo buscar el alfiler entre los pliegues de su vestido. Al ver que Morgana la observaba se mordió el labio. «Está siempre observándome… y es vidente. ¿Acaso conoce todos mis pensamientos pecaminosos? ¿Por eso me mira con tanto desdén?»

Sin embargo, Morgana la trataba con bondad de hermana. Y en el primer año de casada, cuando una fiebre le hizo perder al niño que gestaba desde hacía cinco meses, cuando no soportaba la presencia de ninguna de sus damas, Morgana la había atendido casi como una madre. ¿Cómo podía ser tan desagradecida?

Lanzarote se retiró. Ginebra, consciente del brazo que le rodeaba la cintura y del franco anhelo de Arturo, sintió un súbito resentimiento: «Desde aquella vez no he vuelto a concebir. ¿No puede siquiera darme un hijo?» Claro que debía de ser culpa suya; debía de haber cogido la enfermedad de las vacas que expulsan a los terneros antes de tiempo, una y otra vez. Desgarrada por la culpa, siguió a su esposo a la alcoba.

—No era una simple broma, Ginebra —dijo Arturo mientras se quitaba las calzas—. Es preciso casar a Lanzarote. ¿Has visto cómo le siguen los niños y qué bien los trata? Necesita hijos. ¡Lo casaremos con Morgana!

—¡No!

La palabra surgió como arrancada. Arturo se sorprendió.

—¿Qué te pasa? ¿No te parece perfecto? Mi hermana y mi mejor amigo. Y sus hijos serían herederos del trono, si Dios no nos enviara hijos… No, no, no llores, amor mío. No es un reproche, los hijos vienen cuando la Diosa así lo quiere; sólo ella sabe cuándo tendremos uno. Quiero mucho a Gawaine, pero no voy a poner a un hijo de Lot en el trono. Morgana es hija de mi madre; Lanzarote, mi primo.

—Poco importa que él tenga hijos o no —observó Ginebra—. Es el quinto o el sexto entre los varones del rey Ban, y bastardo por añadidura.

—No esperaba oírte ese reproche. Y no es un bastardo vulgar, sino hijo del bosque y del Gran matrimonio.

—¡Obscenidades paganas! Tendrías que limpiar esa mugre hechicera de tu reino.

Arturo, inquieto, se metió bajo el cobertor.

—He jurado honrar a Avalón por la espada que me dieron en mi coronación.

Ginebra echó un vistazo a la gran
Escalibur
, que parecía burlarse de ella. Después de apagar la luz se acostó junio a Arturo, diciendo:

—Jesucristo te cuidará mejor que ninguno de esos malvados encantamientos. No tuviste nada que ver con esas viles diosas antes de subir al trono, ¿verdad? ¡Éste es un país cristiano!

Él se agitó con desasosiego.

—En este país hay muchos pueblos y yo debo fidelidad a todos, no sólo a los seguidores de Cristo.

—Creo que ésos son tus verdaderos enemigos, no los sajones. Un rey cristiano sólo tiene que guerrear contra quienes no siguen a Cristo.

Eso le provocó una risa nerviosa:

—¡Hablas como el obispo Patricio, que quiere convertir a los sajones en vez de pasarlos por la espada!

Pero Ginebra no sonrió y él acabó por suspirar.

—Bueno, piénsalo, esposa mía. Me parece la mejor alianza: mi amigo más querido y mi hermana. Así, sus hijos serían mis herederos. —Y agregó, buscándola con los brazos en la oscuridad—: Pero ahora tratemos de hacer que nuestros herederos sean los que tú me des, amor mío.

—Dios lo permita —susurró Ginebra.

E intentó borrar todo de su mente.

Morgana se demoró junto a la ventana mucho después de que las mujeres estuvieran acostadas. Elaine, que compartía su lecho, murmuró:

—Venid a dormir, Morgana. Es tarde; debéis de estar cansada.

Ella negó con la cabeza.

—Creo que la luna se me ha metido en la sangre; no tengo sueño.

No quería cerrar los ojos para que la imaginación la atormentara. A su alrededor, los hombres se reunían con sus esposas; incluso los soldados solteros habrían hallado alguna mujer para pasar noche. Desde el rey hasta el último de los caballerizos, todos dormían aquella noche en brazos de alguien, salvo las doncellas de la reina: Ginebra se creía en la obligación de custodiar su castidad.

Lanzarote, en las bodas de Arturo… Había quedado en la nada, aunque no por voluntad propia, y él se ausentaba de la corte tan a menudo como podía, sin duda para no ver a Ginebra con Arturo. «Pero ahora está aquí» Y también estaba solo, entre soldados y caballos, sin duda soñando con la reina, la única mujer del reino que no podía poseer.

«Yo podría haberlo hecho feliz, aunque ya no pueda darle hijos. Hubo un tiempo en que me deseó, antes de que conociera a Ginebra. Y también después… A no ser por aquel accidente, la habría olvidado entre mis brazos.

»Y soy atractiva. Esta noche, mientras cantaba, muchos de los caballeros me miraban con deseo…

»Podría hacer que Lanzarote me deseara…» —¿No venís a acostaros, Morgana? —preguntó Elaine, impaciente.

—Todavía no. Creo que saldré a caminar.

—¿No tenéis miedo, con tantos hombres acampando por aquí?

—¡Bueno, ya estoy cansada de dormir sola! —rió Morgana Viendo que la broma ofendía a su compañera, añadió con más suavidad—: Soy la hermana del rey. Nadie me tocará contra mi voluntad. Además, no soy tan tentadora. Ya tengo veintiséis años, Elaine.

Se acostó sin desvestirse. En la oscuridad y el silencio, su imaginación o la videncia formaron imágenes, tal como temía: Arturo con Ginebra, hombres con mujeres en todo el castillo, por amor o simple lujuria. Y Lanzarote, sus besos en el Tozal, su deseo en las caballerizas…

De pronto, con la claridad de la videncia, la figura del caballero llegó a su mente: caminaba por el patio, solo, con el rostro expresando soledad y frustración.

En silencio, con cuidado para no despertar a la niña, se deslizó fuera de la cama. Después de calzarse los zapatos salió del cuarto moviéndose sin ruido, como un espectro de Avalón.

«Si es un sueño nacido de mi imaginación, si no está allí, pasearé un poco a la luz de la luna para calmar mi fiebre. Y luego volveré a mi cama sin haber hecho ningún daño.» Pero la imagen persistía; Lanzarote estaba allí, solo y desvelado, como ella.

También era de Avalón. Las mareas del sol también corrían por su sangre. De pronto sintió un súbito sentimiento de vergüenza: si el vigía la descubría allí, todos sabrían que la hermana del rey deambulaba por la casa, entregada al puterío, cuando las personas decentes dormían…

—¿Quién vive? ¡Alto! ¡Daos a conocer!

La voz fue grave y áspera: la voz de Lanzarote. Súbitamente, pese a su exaltación, Morgana sintió miedo: su videncia había resultado acertada, pero ¿qué pasaría ahora? Lanzarote había llevado la mano a la espada, parecía muy alto y delgado entre las sombras.

—No —dijo Morgana en voz muy queda.

Él apartó la mano de la espada.

—¿Eres tú, prima? ¿Tan tarde? ¿Me buscabas? ¿Pasa algo? Arturo…, la reina…

«Incluso ahora sólo piensa en la reina», pensó Morgana con un cosquilleo de enfado y nerviosismo.

—No, todo está bien… al menos que yo sepa. Pero no podía dormir. ¿Cómo me preguntas qué hago aquí, si tú mismo no estás en la cama?

Percibió que Lanzarote sonreía.

—Estaba inquieto. Tal vez la luna se me ha metido en la sangre.

Era la misma frase que ella había dicho a Elaine; de algún modo pareció un buen presagio, símbolo de que la mente del uno respondía a la llamada del otro. Lanzarote seguía hablando delicadamente en la oscuridad.

—En noches como ésta pienso mucho en la guerra. Se diría que en estas islas todos los hombres viven pensando en el combate; la paz es tan sólo un tranquilo interludio femenino —suspiró—. Son ideas sombrías. Se explica que el sueño nos eluda, Morgana. Esta noche daría todas las armas por una manzana de los huertos de Avalón…

Apartó la cara. Morgana puso una mano en la suya.

—También yo, primo.

—No sé por qué siento nostalgia de Avalón, si no viví mucho tiempo allí —musitó Lanzarote—. Sin embargo, lo recuerdo como el lugar más hermoso de la tierra… si es que existe. Creo que la antigua magia de los druidas la apartó de este mundo porque era demasiado bella para nosotros, hombres imperfectos. Supongo que es como un sueño del Paraíso, imposible… —Se interrumpió con una carcajada—. ¡A mi confesor no le gustaría oírme decir estas cosas!

Morgana sonrió.

—¿Te has vuelto cristiano, Lanzarote?

Él bajó la cabeza. Con la mirada ya habituada a la penumbra, Morgana lo vio con claridad: la delicada línea de la sien curvándose hacia el ojo, la curva larga y estrecha de la mandíbula, el pelo que se rizaba sobre la frente. Una vez más su hermosura fue un dolor en el corazón.

—Ya no sé lo que creo —dijo el caballero—, pero he visto morir a muchas personas en esta larguísima guerra. Y en esos momentos pienso que la fe es una ilusión, que todos morimos como las bestias, sin que haya más. Que los dioses y las diosas son fábulas para consuelo de los niños. Ah, Morgana, ¿por qué estamos hablando así? Tendrías que ir a descansar, prima, y también yo.

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