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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

La Romana (3 page)

BOOK: La Romana
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Incluso el pintor me lo había dicho: «Tú, Adriana, deberías haber nacido cuatro siglos antes... entonces, gustaban las mujeres como tú... pero hoy, que están de moda las delgadas, eres como un pez fuera del agua... Dentro de cuatro o cinco años serás monumental.» Se equivocaba en esta previsión porque, todavía hoy, cuando los cinco años ya han pasado, no soy ni más gruesa ni más monumental que entonces, pero tenía razón al decir que yo no debía haber nacido en esta época de mujeres delgadas. Sufría con mi incapacidad y me hubiera gustado adelgazar y bailar bien como las demás muchachas. Pero, por poco que comiera, seguía siendo maciza como una estatua y, al bailar, no conseguía coger los ritmos saltarines y rápidos de la música moderna.

Todas estas cosas se las dije a mi madre porque estaba segura de que la visita al director de variedades no podía menos de ser un fracaso y me humillaba la idea de que me rechazaran. Pero mi madre se puso en seguida a gritar que yo era, con mucho, más guapa que todas aquellas desgraciadas que se exhibían en escena y que el director tenía que dar las gracias al cielo por tener la oportunidad de recibirme en su compañía y otras cosas por el estilo. Mi madre no entendía nada de la belleza moderna y creía de buena fe que una mujer es tanto más bella cuanto más abundante tiene el pecho y más redondas las caderas.

El director nos aguardaba en una habitación que daba a la antesala. Supongo que desde allí, con la puerta abierta, vigilaría los ejercicios de las bailarinas. Estaba sentado en una butaca a los pies de la cama deshecha. En la cama había una bandeja con el café y en aquel momento él acababa el desayuno. Era grueso y viejo, pero afeitado, perfumado y vestido con una elegancia flamante que, entre todas aquellas sábanas revueltas, en aquella penumbra y en aquel olor a cerrado, producía un singular efecto. Tenía una cara rozagante, que hasta me pareció pintada porque, bajo el color rojo de las mejillas apuntaban unas manchas desiguales, oscuras y malsanas. Llevaba un monóculo y movía continuamente los labios, jadeando y mostrando unos dientes de una blancura excesiva que hacía pensar en una dentadura postiza.

Como ya he dicho, iba vestido con mucha elegancia. Recuerdo, sobre todo, su corbata con lazo de mariposa del mismo color y con el mismo dibujo que el pañuelo que le salía del bolsillo superior. Estaba sentado, con el vientre entre las piernas, y cuando hubo terminado de comer se secó los labios y dijo con voz aburrida y casi lamentosa:

—Bueno, enséñame las piernas.

—Enseña las piernas al señor director —repitió mi madre, ansiosa.

Después de haber pasado por los estudios de pintores, nada me daba vergüenza, así que me levanté las faldas y enseñé las piernas, quedándome quieta con los bordes de la falda entre las manos y las piernas descubiertas. Tengo unas piernas muy bonitas, altas, derechas, juntas; sólo que, un poco más arriba de las rodillas, los muslos se desarrollan de una manera insólita, redondos y pesados, y no dejan de ensancharse hasta el arranque de las caderas. El director movió la cabeza, contemplándome, y después preguntó:

—¿Cuántos años tienes?

—Ha cumplido dieciocho en agosto —respondió rápidamente mi madre.

El director no dijo nada, se levantó y, jadeando, fue hasta un gramófono que había sobre la mesa, entre papeles y trapos. Dio vueltas a la manivela, escogió cuidadosamente un disco y lo puso en el aparato. Hecho esto, me dijo:

—Ahora, intenta bailar con esta música... pero manteniendo la falda levantada.

—Sólo ha recibido unas lecciones de baile —explicó mi madre.

Sabía que aquélla iba a ser la prueba decisiva y, conociendo mi torpeza, temía el resultado del examen.

Pero el director le hizo una seña con la mano, como para obligarla a callarse, puso la música y, con otro gesto, me invitó a bailar. Comencé a bailar como me había dicho, teniendo la falda levantada. En realidad, apenas movía las piernas hacia un lado y hacia otro, de una manera blanda y pesada, y me daba cuenta de que estaba moviéndolas sin seguir el ritmo. El director se había quedado de pie junto al gramófono, con los codos en la mesa y la cara vuelta hacia mí. De pronto, cerró el gramófono y volvió a sentarse en la butaca, haciendo al mismo tiempo un gesto bastante claro en dirección a la puerta.

—¿No va bien? —preguntó mi madre, ya agresiva.

Él respondió sin mirarla mientras buscaba en sus bolsillos la petaca de cigarrillos:

—No, no va bien.

Yo sabía que cuando mi madre hablaba con un determinado tono de voz estaba a punto de pelea y por eso le tiré de la manga. Pero ella me rechazó de un empellón y, fijando en el director dos ojos llameantes, repitió en voz más alta:

—¿Con que no va bien, eh? ¿Y puede saberse por qué?

El director, que ya había dado con los cigarrillos, buscaba ahora los fósforos. Era corpulento y cada gesto debía de costarle una gran fatiga. Contestó tranquilamente, aunque jadeando:

—No va bien porque no tiene disposición para la danza y, además, porque no tiene el físico que se requiere.

En este punto, como yo me temía, mi madre empezó a gritar sus habituales argumentos. Que yo era una verdadera belleza, que mi cara era como la de una Virgen, que mirara qué pecho, qué piernas, qué caderas. Sin moverse, el director encendió el cigarrillo y esperó, fumando y mirándola, que mi madre hubiera acabado. Entonces, dijo con su voz cansada y lamentosa:

—Es posible que tu hija, dentro de unos años sea una buena ama de cría... pero bailarina, nunca.

Él no sabía a qué grado de violencia podía llegar mi madre, y se quedó tan asombrado que se quitó el cigarrillo de los labios y permaneció con la boca abierta. Quería decir algo, pero mi madre no se lo permitió. Mi madre era una mujer delgada y respiraba mal y era difícil comprender de dónde sacaba toda aquella voz y aquel ímpetu. Le dirigió una buena serie de injurias, a él personalmente y también a las bailarinas que había visto en la antesala. Por último, sacó unos cortes de seda para hacer camisas, que él le había confiado, y se los tiró a la cara, chillando:

—¡Que le corte las camisas quien le parezca... Si quiere, una de sus bailarinas... Yo, aunque me cubra de oro, no se las hago!

Esta conclusión no la esperaba el director, que se quedó con la tela de las camisas enrollada al cuerpo y a la cabeza, asombrado y congestionado. Yo, entre tanto, tiraba de la manga a mi madre, y llena de vergüenza y de mortificación, estaba a punto de llorar. Ella, por fin, me hizo caso y, dejando que el director se librara de sus cortes de seda, salimos de la habitación.

El día siguiente se lo conté todo al pintor, que ahora se había convertido un poco en mi confidente. Se rió mucho de la frase del director acerca de mi disposición para futura ama de cría, y después observó:

—¡Pobre Adriana mía...! Ya te lo he dicho muchas veces... Tu error está en haber nacido hoy... Deberías haber nacido hace cuatro siglos. Los que hoy parecen defectos tuyos, entonces eran cualidades, y al revés... Ese director no se equivocaba, desde su punto de vista... Él sabe que el público quiere mujeres delgadas, con el pecho pequeño, el trasero pequeño, las caras maliciosas y provocativas... En cambio tú, sin ser gorda, estás llenita, eres morena, tienes un pecho abundante, lo mismo el trasero, y una cara dulce y tranquila... ¿Qué vas a hacerle? Por mi parte, todo está muy bien... Sigue haciendo de modelo... Después, un buen día, te casarás, tendrás muchos niños parecidos a ti, morenos, llenitos y con las caras dulces y tranquilas.

Contesté con energía:

—Eso es lo que quiero hacer.

—Muy bien —dijo—. Y ahora inclínate un poco de costado, así...

Aquel pintor, a su manera, me quería bien, y si hubiera seguido siendo mi confidente, habría podido darme algún buen consejo y muchas cosas no hubiesen ocurrido. Pero se lamentaba sin cesar de que no vendía cuadros y, por fin, aprovechó la ocasión de una exposición que le preparaban en Milán y se fue definitivamente a aquella ciudad. Como me había recomendado, seguía haciendo de modelo. Pero los demás pintores no eran tan corteses y afectuosos como él y no me sentía inclinada a hablarles de mi vida. Que, además, era una vida imaginaria hecha de sueños, de aspiraciones y de esperanzas porque, en aquel período, no me sucedía nada.

Capítulo II

Así, pues, seguí haciendo de modelo, aunque mi madre refunfuñara porque le parecía que ganaba poco. En aquel período, mi madre estaba siempre de mal humor, y aunque no lo decía, yo comprendía que la causa principal de su estado de ánimo era yo. Como ya he explicado, mi madre había confiado en mi belleza para no sé qué éxitos y fortunas. Para ella, el oficio de modelo nunca fue más que el primer peldaño, después del cual, como solía decir, una cosa traería la otra. Pero aquello de ver que me quedaba en simple modelo la amargaba y casi le inspiraba rencor contra mí, como si yo, con mi poca ambición, la hubiera defraudado de una segura ganancia. Naturalmente, no me decía lo que pensaba, pero me lo daba a entender con los enfados, las alusiones, los suspiros, las ojeadas melancólicas y otros gestos no menos transparentes.

Era una especie de continuo chantaje, y comprendí entonces por qué muchas jóvenes, continuamente fastidiadas de una manera semejante por madres decepcionadas y ambiciosas, acaban un día por escaparse de casa y entregarse al primero que se presente, con tal de no sufrir aquel tormento. Por supuesto, mi madre procedía así porque me quería, pero era el amor que ciertas amas de casa manifiestan a la gallina que pone huevos, y si no pone, empiezan a palparla, a sopesarla y a calcular si no convendría matarla.

¡Qué pacientes e ignorantes somos durante la juventud! Yo llevaba entonces una vida horrible y no me daba cuenta. Todo el dinero que recibía por mis largas, fatigosas y aburridas sesiones en los estudios se lo llevaba fielmente a mi madre, y el tiempo que no pasaba desnuda, helada y dolorida, dejándome pintar y dibujar, tenía que pasarlo en la máquina de coser, con la espalda doblada y los ojos fijos en la aguja, para ayudar a mi madre en su trabajo. La noche me encontraba cosiendo todavía y la mañana siguiente me levantaba con la luz del día porque los estudios estaban lejos y las sesiones empezaban pronto. Pero antes de ir al trabajo hacía mi cama y ayudaba a mi madre en la limpieza de la casa.

Era infatigable, sumisa y obediente; y, al mismo tiempo, me mantenía siempre serena, alegre y tranquila, con el ánimo desprovisto de envidia, de rencor y de celos y, sobre todo, lleno de esa dulzura y gratitud sin objeto determinado que son la flor espontánea de la juventud. No me daba cuenta de la pobreza de la casa: una gran habitación amplia y desnuda que servía de cuarto de trabajo, con una enorme mesa en el centro, cubierta de trapos; otros trapos estaban colgados de clavos en las paredes oscuras y sin cal y unas pocas sillas rotas, con la paja del asiento hundida; una alcoba en la que dormía con mi madre en la cama matrimonial, y precisamente sobre el lecho el cielo raso tenía una gran mancha de humedad y cuando hacía mal tiempo la lluvia nos goteaba encima; una cocinita negra llena de platos y cazuelas que mi madre, descuidada, nunca conseguía fregar del todo. No me daba cuenta del sacrificio de mi vida, sin diversiones, sin amor, sin afectos.

Cuando vuelvo a pensar en la muchacha que era yo, en mi bondad y en mi inocencia, no puedo menos de experimentar una gran compasión por mí misma, al mismo tiempo impotente y dolida, como cuando se leen en ciertas novelas las desventuras que le ocurren a un personaje simpático y uno quisiera evitárselas y sabe que no puede. Pero da lo mismo. Los hombres no saben qué hacer con la bondad y la inocencia, y tal vez no es éste el menor misterio de la vida, ni con otras cualidades donadas generosamente por la naturaleza y alabadas por todos de palabra y que después no sirven más que para aumentar la infelicidad.

En aquel tiempo me pareció que mis aspiraciones de casarme y fundar una familia podrían ser satisfechas algún día. Cada mañana tomaba el tranvía en una plaza poco distante de mi casa, a la cual, entre otras construcciones, daba un edificio largo y bajo adosado a las murallas, que servía de garaje para automóviles. A aquella hora hallábase siempre en la puerta del garaje un joven que lavaba y arreglaba su coche y me miraba con insistencia. Su rostro era moreno, fino y perfecto, con la nariz recta y pequeña, los ojos negros, la boca maravillosamente dibujada y los dientes blancos. Se parecía mucho a un actor americano entonces de moda y por esta razón me fijé en él y hasta lo confundí con una persona distinta de la que era, porque iba bien vestido y se comportaba con mucha educación y propiedad. Imaginé que el automóvil sería suyo y que él era un hombre acomodado, uno de aquellos señores de los que mi madre me hablaba tantas veces. En cierto modo, me gustaba, pero no pensaba en él más que cuando lo tenía delante; después en los estudios de los pintores, el recuerdo de aquel joven se me iba de la memoria.

Pero se ve que sin advertirlo yo, con sólo las miradas, aquel hombre me había seducido, porque una de las mañanas que esperaba el tranvía en el andén, sintiéndome llamada con un siseo como se llama a un gato, me volví y vi que él, desde el coche, me hacía señas de que me acercara. No dudé un momento y con una docilidad irreflexiva que me asombró a mí misma, fui hacia él. El joven abrió la portezuela y al entrar en el coche vi que su mano, posada en el vidrio abierto de la ventanilla, era grande y tosca, con las uñas rotas y negras y el índice amarillento de nicotina, como suelen ser las manos de los hombres que se dedican a trabajos manuales. Pero no dije nada y tomé asiento en el coche.

—¿Dónde quiere que la lleve? —preguntó cerrando la portezuela.

Dije la dirección de un estudio. Noté que tenía una voz suave y me pareció que me gustaba, aunque no pude por menos de notar en ella un algo falso y amanerado. Él propuso:

—Bueno, primero daremos una vuelta... Al fin y al cabo, es temprano... Después, la acompañaré adonde quiera.

El coche arrancó.

Salimos de mi barrio corriendo por el paseo suburbano paralelo a las murallas, recorrimos una larga calle flanqueada por casuchas y almacenes, y por último, salimos al campo. Aquí empezó a correr como un loco por una gran recta, entre dos hileras de plátanos. De vez en cuando, sin volverse, me decía señalando el cuentakilómetros:

—Estamos llegando a los ochenta... los noventa... los cien... los ciento veinte... los ciento treinta.

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