La Rosa de Asturias (17 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

BOOK: La Rosa de Asturias
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—Mi hermano no abandonó su puesto, pero Maite conoce todos los senderos y sabe cómo evitar a los guardias.

No era necesario que nadie informara a Okin de la destreza de su sobrina. «Pero esta vez ha ido demasiado lejos», pensó. Al fin su cólera fue remitiendo al comprender que podía sacar provecho de la situación y minar la influencia de Maite entre los suyos, así que se esforzó por sonreír.

—No os reprocho nada, ni a ti ni a Danel: esa arpía sobrina mía es muy astuta. Sin embargo, no podemos consentírselo todo. Ermengilda es una rehén demasiado valiosa para permitir que le suceda algo malo. En cuanto su padre, el conde Rodrigo, regrese de Galicia, preferirá emprender la guerra contra nosotros antes que dejar a su hija en nuestras manos. Además, es la prometida de un importante noble franco. No es necesario que te explique lo que nos ocurrirá cuando el rey Carlos aparezca con su enorme ejército y no podamos entregarle la muchacha, ¿verdad? Los francos reducirán Askaiz a cenizas, matarán a todos los hombres, incluso a ti y a mí, y venderán a nuestras mujeres e hijas como esclavas, así que sin duda entenderás mi preocupación.

Asier asintió con expresión compungida.

—No creí que las circunstancias fueran tan graves…

—Pues ahora ya lo sabes. Hemos de encontrar a Maite lo antes posible y entregar a Ermengilda a Eneko. ¿Tienes idea de adónde puede haberse dirigido Maite?

—Nadie es capaz de adivinar los pensamientos de esa rapaza. Podría estar en cualquier parte.

—Entonces búscala y tráela de vuelta junto con Ermengilda. ¿O acaso quieres presenciar cómo los francos y los astures acaban con nosotros aquí, en nuestra propia aldea? Juro por Dios que no castigaré a mi sobrina; el conde Eneko incluso quiere compensarla por la pérdida de su prisionera.

Asier asintió con alivio, porque no quería que Maite se quedara a dos velas. Estaba seguro de que el conde Eneko cumpliría con la palabra dada. Al fin y al cabo, era el más poderoso cabecilla de los vascones y hacía unos años hasta consiguió reconquistar su ciudad de Iruñea de las manos del gobernador sarraceno. Bien era cierto que algunos envidiosos afirmaban que lo había hecho por encargo y como vasallo de otro dignatario sarraceno, pero todos sabían que Pamplona —tal como la llamaban los astures— se trataba de la ciudad más grande y más poblada de Nafarroa. Por eso a Asier le agradaba que Eneko cortara los últimos vínculos con los sarracenos y pretendiera entenderse con un soberano cristiano como Carlos. El precio de la paz era Ermengilda.

—¡Bien, me llevaré un par de hombres y regresaré con Maite! —Y con ello, Asier decidió que en el futuro prestaría oídos a Okin y no a la muchacha que, debido a su obstinación, arriesgaba la existencia de toda la tribu.

Okin le palmeó el hombro con aprobación, mientras para sus adentros se reía de la ingenuidad de ese muchacho. Junto con Asier y sus amigos, Maite había perdido a sus más destacados partidarios, de manera que ya no supondría un peligro para él.

—Llévate un número suficiente de guerreros —le aconsejó—. En las montañas hay lobos y osos que estarían encantados de devorar a dos muchachas. También podría haber hombres de otras tribus merodeando por allí, y si ellos lograran capturarlas, recibirían la recompensa que Eneko de Iruñea nos ha ofrecido por Ermengilda. En ese caso, encima tendríamos que entregar unas cuantas ovejas para que nos devolvieran a Maite.

Asier golpeó la empuñadura de su espada y procuró adoptar una expresión resuelta.

—¡Que nadie se atreva a interponerse en nuestro camino! ¡Regresaremos con Maite y su esclava, Okin! Puedes contar con ello.

Entonces se reunió con Danel y otros amigos y abandonó la aldea. En cuanto se alejaron, Okin reunió a sus fieles y convocó también al mensajero del conde Eneko. A juzgar por su expresión, ya estaba al corriente de la desaparición de Maite y Ermengilda, pero cuando se dispuso a tomar la palabra, Okin le indicó que se la cediera a él.

—Necesito mensajeros veloces y de confianza que trasladen mi mensaje a las otras aldeas de nuestra tribu. Mañana, cuando se ponga el sol, quiero que sus cabecillas se reúnan aquí, en Askaiz. Hemos de hablar de cuestiones de suma importancia.

—¿No sería mejor que fuéramos en busca de Maite y la trajéramos de vuelta? —preguntó uno.

Okin negó con la cabeza.

—Asier y Danel ya la están buscando en compañía de una docena de guerreros. ¡Supongo que sabrán manejar a esa necia! A vosotros os espera otra tarea.

Uno de sus subalternos adoptó una expresión porfiada.

—No iré a Guizora. ¡La última vez sus habitantes me lanzaron toda clase de insultos! Si volvieran a hacerlo, me vería obligado a clavarles mi espada en sus gordas barrigas.

—En ese caso, otro irá a Guizora en tu lugar. Informad a los habitantes de la acción insensata de Maite y exigidles que nos avisen si alguien la ve.

—Es más probable que esos la ayuden o incluso que pidan una recompensa —exclamó el subalterno.

Okin apretó los dientes para no dar rienda suelta a toda la cólera acumulada. ¿Con quién creía que estaba hablando ese desgraciado? A fin de cuentas —aunque los demás líderes solo lo aceptaran a regañadientes— él era el jefe del pueblo.

—Ya ha llegado la hora de que aquí cambien algunas cosas —refunfuñó para sus adentros. Por suerte, el único que oyó sus palabras fue el emisario de Eneko, quien hizo un gesto de asentimiento. Los demás guerreros acordaron quién iría a qué aldea y a continuación abandonaron la casa.

Zígor de Iruñea aguardó hasta que el último se hubo marchado y luego lanzó una mirada desafiante a Okin.

—¡No comprendo qué te propones! En vez de convocar a los cabecillas de la tribu deberías hacer todo lo posible por atrapar a esa fugitiva. El conde Eneko dio su palabra a los francos y les prometió que les entregaría Ermengilda sana y salva.

—Asier y sus amigos acabarán por encontrarlas a ambas, y si lo que te preocupa es la virtud de Ermengilda, no creo que Maite pueda quitársela.

—¡El bosque está lleno de gentuza capaz de forzar a una muchacha! ¡Si algo le ocurre a Ermengilda, Eneko te despellejará como a una oveja! —bramó Zígor, al parecer dispuesto a derribar a Okin de un puñetazo.

El tío de Maite retrocedió un paso atrás y procuró tranquilizarlo.

—Confío en Asier. Es un guerrero avezado y conoce muy bien a Maite. Si alguien puede encontrarla es él. Sin embargo, si no logra dar con las dos muchachas antes de mañana por la noche, te prometo que enviaré a todos los guerreros de los que pueda prescindir. Pero ahora hemos de hablar de la reunión de los cabecillas de la tribu y decidir cuáles de nuestros planes podemos comunicarles y cuáles no.

6

Una vez apaciguada su ira inicial, Maite comprendió que huir junto con su prisionera a los prados más altos de la tribu resultaría inútil: era el primer lugar donde su tío mandaría buscarla.

—¡Ojalá me hubiese llevado zapatos, al menos para mí! —masculló en voz baja, tropezando en el sendero cubierto de grava y lastimándose los pies descalzos. Que su prisionera sufriera heridas en los pies le daba igual, pero de inmediato se arrepintió de su indiferencia. Aunque Ermengilda era la hija del hombre que había mandado asesinar a su padre y merecía ser castigada si no obedecía, torturar a la muchacha de una manera tan insensata no era digno de la heredera de un linaje de jefes. Además, Ermengilda era una rehén muy valiosa. Mientras siguiera con vida y más o menos ilesa, el conde Rodrigo no osaría atacar Askaiz.

Maite tiró de la cuerda que la unía a su prisionera y esta se detuvo.

—Puedes sentarte y descansar —dijo.

Como el sendero discurría al borde de un precipicio, Ermengilda tomó asiento con mucha cautela y se desprendió de la correa y de la cesta que llevaba sobre los hombros. La correa se le había clavado tan profundamente en las carnes que hubiera sido incapaz de dar otro paso más, pero tenía claro que Maite no la dejaba descansar debido a su agotamiento sino para reflexionar sobre sus planes, y ello la atemorizaba. Si su enemiga ya no sabía qué hacer, quizás optaría por deshacerse de ella. Le bastaría con una única arremetida, y ni siquiera tendría que enterrarla: bastaría con que la vascona arrojara su cadáver al precipicio. Allí abajo la devorarían las fieras y el resto de sus huesos se pudrirían eternamente.

Con un estremecimiento, Ermengilda lanzó un vistazo al abismo. No: no quería acabar así. ¡Si no quería morir, debía actuar con rapidez! Dado que Maite estaba sumida en sus ideas y no parecía consciente de su presencia, consideró que había llegado su oportunidad. A lo mejor bastaba con dar un empujón a la vascona para hacerla caer y recuperar la libertad. Aunque evidentemente no conocía la comarca, estaba convencida de que si se dirigía al oeste, alcanzaría la frontera de la marca de su padre en un solo día. Allí se encontraría con personas que le prestarían ayuda para alcanzar su hogar. Se deslizó cautelosamente hacia la vascona y luego se abalanzó sobre ella.

Maite vio que su prisionera se ponía en pie, la esquivó y le asestó un puñetazo que lanzó a la astur hacia el precipicio.

Ermengilda se tambaleó y trató de conservar el equilibrio, pero al pisar el borde este cedió y ella resbaló hacia la sima.

Cuando Maite vio caer a la astur, tendió el brazo instintivamente y la agarró del tobillo, pero el peso de la otra la arrastró al abismo.

Maite ya se veía tendida junto a Ermengilda con el cuerpo destrozado, pero logró aferrarse a la rama de un arbusto con la otra mano y fue izándose poco a poco. Le pareció que tardaba una eternidad en volver a encontrarse en suelo firme y cada vez que tomaba aire, sentía el peso del cuerpo de Ermengilda colgado de su brazo y oía sus gritos de terror.

—¡Maldita sea, cállate, estúpida! ¡De lo contrario te dejaré caer!

Ermengilda obedeció de inmediato; no comprendía cómo era posible que aún estuviera viva. Era como si estuviera atrapada en una pesadilla en la que colgaba por encima de unas rocas que parecían dientes afilados a punto de devorarla. Pero Maite no la soltó, sino que empezó a subirla.

—¡Has de ayudarme! ¿Puedes alcanzar la pared de rocas? ¡Intenta agarrarte, así tu peso se reducirá! No puedo sostenerte solo con un brazo.

Ermengilda estaba muerta de miedo, pero acató las órdenes y por fin descubrió un saliente que no se desprendió en el acto de la pared de rocas. Se aferró a ella y procuró impulsarse hacia arriba. Maite tiraba de ella con todas sus fuerzas y casi le destroza el tobillo. Ermengilda sintió que el borde afilado le hería las pantorrillas y los ojos se le llenaron de lágrimas. Medio enceguecida tanteó en busca de otro saliente para ayudar a la vascona. Maite tiró de ella hasta que el vientre de Ermengilda reposó en tierra firme; luego la cogió de la cintura, la alzó y la alejó del precipicio.

Mientras Ermengilda se desplomaba sollozando de alivio, Maite entró en cólera.

—¡Nunca más vuelvas a atacarme! ¡La próxima vez te mataré! —gritó, al tiempo que desenfundaba el puñal y le hacía un corte en la mejilla a la astur. No fue una herida profunda y quizá tampoco le dejaría una cicatriz, pero sangraba mucho y un hilillo rojo se deslizó por el rostro y el cuello de Ermengilda, para acabar absorbido por la túnica.

—¡Tómalo como una advertencia —masculló Maite—, y recoge la cesta! Seguiremos caminando.

Ermengilda quiso decir algo, pero solo acertó a soltar un áspero graznido. Cuando quiso alzar la cesta, cayó de rodillas y se echó a llorar. Pero Maite no se apiadó de ella; la obligó a ponerse de pie y cargar con el canasto pegándole un puntapié.

—¡Iremos hacia allí! —dijo, indicando un sendero que recorría el prado y penetraba en el bosque cercano.

Avanzaron cuesta abajo; para alcanzar dicho sendero no habría sido necesario escalar hasta semejante altura. Ermengilda estaba desconcertada, pero no osó resistirse. Le dolía la garganta y al tragar sentía como si le estallara la laringe.

Maite obligaba a avanzar a su prisionera azuzándola con la vara, porque ya había decidido adónde dirigirse y deseaba alcanzar su meta cuanto antes. Había comprendido que no podía vigilar a la astur y al mismo tiempo mantenerse ojo avizor frente a los miembros de su propia tribu. Además, seguro que Eneko de Iruñea le echaría encima las tribus vecinas. Tarde o temprano la descubrirían y le quitarían a Ermengilda de las manos. Después, Eneko y su aborrecido tío se harían con la recompensa por rescatar a la astur, mientras ella se convertía en la perdedora y veía aumentar el poder de su tío en la tribu. En ese momento comprendió que si quería evitar que Okin se hiciera con el poder, no podía tardar mucho en contraer matrimonio, aunque en realidad no se sentía en absoluto preparada para ello.

7

Ni siquiera en tiempos de Íker el número de hombres que acudía a la reunión desde las otras aldeas nunca había sido tan grande como aquel día. Para Okin suponía un triunfo poder saludar a esas personas, entre las que se encontraban todos los cabecillas. Ni siquiera Amets, su rival, se negó a responder a su convocatoria.

Se habían reunido suficientes guerreros como para hacer una incursión allende la frontera de la marca del conde Rodrigo o del territorio dominado por los sarracenos. Okin dedicó unos instantes a pensar que el padre de Maite jamás habría logrado resistirse a semejante tentación; Íker siempre había mirado con codicia las ovejas y las cabras de sus vecinos y nunca desaprovechó la oportunidad de aumentar sus propios rebaños. Se merecía haber sido abatido como un perro rabioso mientras robaba ganado.

Al recordarlo, Okin esbozó una sonrisa irónica y luego volvió a centrarse en lo que debía hacer para que la recompensa de ese día no se le escapara de las manos. Aceptó la copa de vino que le tendía Estinne y mientras bebía dejó que ella se ocupara de sus ropas.

Para destacar aún más su elevado rango, Okin había elegido un atuendo digno del jefe de una gran tribu. Sus pantalones eran de la mejor lana, las correas de las sandalias le rodeaban las pantorrillas y por encima de la camisa de hilo con bordados rojos se había puesto una túnica de color verde claro con dobladillos. Para completar su atuendo, llevaba un gorro decorado con piel de ardilla y una amplia capa colgada del hombro izquierdo, dejando ver su espada —obsequio del conde Eneko— y la ornada vaina de cuero. Okin consideró que su propia arma ya no era adecuada para un jefe de su rango, y la magnífica espada de su cuñado había acabado convertida en botín de los astures.

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