La Rosa de Asturias (65 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

BOOK: La Rosa de Asturias
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—Informaré de con cuánta valentía combatieron Roland y todos los francos, majestad, y con cuánta heroicidad murieron.

—No debes olvidarte de ti, mi buen Philibert. ¡Tú también luchaste con valor! Te proporcionaré un par de hombres y un monje que se quedará aquí para redactar la historia. En cuanto te recuperes, me seguirás a Sajonia.

Con ello Carlos consideró que estaba todo dicho, pero Philibert se atrevió a llevarle la contraria.

—Perdonadme, majestad, pero os ruego que me permitáis ir a España. Ermengilda se ha convertido en botín de los enemigos. En cuanto me halle en condiciones, quiero seguirle el rastro y tratar de liberarla.

—¡Eso es una tontería! España es grande: encontrar a una única mujer allí es imposible. Tardarías menos en encontrar una aguja en un pajar.

—Oí que pensaban llevarla a Córdoba, señor, así que mandé a Just para que la siguiera y me informara. Es un muchacho listo; sabrá encontrar a Ermengilda.

Carlos readvirtió que Philibert no cedería y su obstinación lo molestó un tanto. Sin embargo, como al mismo tiempo sentía remordimientos por haber obligado a Ermengilda a casarse con Eward, consideraba que él debía cargar con la responsabilidad por ella y se preguntó qué podía hacer por la astur.

—A lo mejor logro negociar con los sarracenos e intercambiar a Ermengilda por unos de los suyos. Para ello necesitaríamos disponer de unos prisioneros sarracenos lo bastante valiosos como para merecer el canje con la Rosa de Asturias.

La mirada de Philibert se iluminó.

—¡De ello me encargaré yo, majestad!

Carlos le deseó mucha suerte y se dispuso a partir, pero en el último momento volvió a detenerse.

—¡Ni una palabra sobre Eward! Nadie que lo haya conocido creerá que luchó como un héroe. Ah, y deberíamos convertir al pobre Turpín en obispo. Un obispo asesinado por los sarracenos tiene más peso que un humilde monje. Y ahora, con Dios. Me espera un largo camino y quiero haberlo recorrido antes de que los sajones puedan arrasar a fuego y hierro toda Austrasia.

Tras esas palabras, el rey abandonó la mísera choza y montó a caballo.

Philibert clavó la vista en la puerta que se había cerrado detrás de Carlos, incapaz de afirmar si el monarca realmente había estado allí o si se trataba de una visión causada por la fiebre. Poco después, cuando se sumió en un sueño inquieto, volvió a soñar con la batalla en la que, junto a Roland, rechazaba un ataque sarraceno tras otro.

3

Durante los dos primeros días transcurridos en la casa de Fadl Ibn al Nafzi el único sentimiento de Maite era el odio. Para quebrantar su voluntad, Fadl ordenó que mantuvieran la puerta de su habitación cerrada a cal y canto y que no le proporcionaran de beber ni de comer. La vascona comprendió su intención y sabía que pronto estaría demasiado débil para defenderse, pero una rápida huida —lo único que la preservaría de una nueva violación— era imposible.

Aún no había podido hablar con Konrad, pese a que a menudo solo se encontraba a pocos pasos de su ventana arrancando las malas hierbas. Trabajaba con mucha lentitud; la dura marcha bajo el sol implacable parecía haberlo dejado sin fuerzas y el trato recibido en la casa de Fadl Ibn al Nafzi no era el más indicado para recuperar la salud. Estaba muy delgado, como si no recibiera suficientes alimentos, y todas las mañanas unos nuevos verdugones le cubrían la espalda. Al parecer, inicialmente el bereber quería dejarlo con vida, tal vez para alargar su venganza y atormentarlo durante el mayor tiempo posible. Pero en algún momento le daría muerte con suma crueldad, tal como había jurado.

Que Konrad supiera el destino que le esperaba en ese lugar significaba la única esperanza de Maite. El tercer día, mientras estaba sentada junto a la ventana tratando de olvidar la sed que le abrasaba la garganta y el hambre que le roía las entrañas, oyó ruido de cascos. También Konrad prestó atención, pero después siguió trabajando y se acercó a la ventana.

Maite se apresuró a abrirla y notó que la brisa tibia le acariciaba la piel. Para llamar la atención de Konrad, golpeó contra la celosía de madera con la empuñadura del puñal.

—¿Me oyes, franco? —preguntó. Su voz ya era solo un graznido.

—¿Maite? —Konrad pronunció su nombre como si fuera una blasfemia y una mueca de odio le crispó el rostro—. ¡Eres una miserable traidora!

La acusación la indignó, pero no tenía tiempo de discutir acerca de cuestiones que de momento no revestían mayor importancia.

—Si no quieres arrancar eternamente las malas hierbas de Fadl Ibn al Nafzi y recibir azotes como recompensa deberías escucharme, franco.

Konrad dirigió la mirada hacia la ventana, pero volvió a bajar la cabeza de inmediato.

—¿Crees que voy a confiarte mis intenciones, precisamente a ti?

—¡No seas tan testarudo! Ambos hemos de huir. Juntos podemos lograrlo. Solos, ninguno de los dos logrará regresar al hogar.

Presa de la desesperación, Maite albergaba la esperanza de que Konrad se dejara convencer, pero por ahora las cosas no pintaban bien, porque el cautivo le dio la espalda y arrancó un par de matojos. Pero las preguntas bullían en su cabeza. ¿Por qué Maite todavía se encontraba allí? Hacía días que su tío y los demás vascones se habían marchado. ¿Acaso Okin la había abandonado para que se convirtiera en la mujer de Fadl, o mejor dicho, en una de sus mujeres? Se lo merecía. Sin embargo, ella podría ser la llave que quizá le abriera la puerta a la libertad, tanto a él como a Ermengilda. ¿Podía confiar en ella? Al fin y al cabo, no era la primera vez que tomaba partido por sus enemigos. Frente al dilema solo pudo sacudir la cabeza.

—Huir es imposible. No me queda más remedio que conformarme con mi destino, tal lo hace Ermo.

Al mencionar el nombre de su antiguo vecino, la voz le tembló. Ermo había llevado a cabo su traición hasta el final adoptando la fe de su nuevo amo. Ahora quería demostrar que era un musulmán devoto llamando «cerdos» a todos los cristianos y «perros» a los judíos. De momento, no había logrado gran cosa con ello, puesto que en el hogar de Fadl se le consideraba un simple esclavo, y dado que sus criados llevaban una vida relajada, Ermo debía realizar gran parte de sus tareas. Sin embargo Konrad estaba tan débil que no podía ocuparse de nada de todo aquello, y lo único que podía hacer era arrancar malas hierbas en el jardín.

Maite se dio cuenta de que el franco pensaba en huir, pero dio por sentado que no quería que ella lo acompañara y se enfureció.

—Espero que si huyes, Fadl Ibn al Nafzi vuelva a cogerte con rapidez y te muestre lo que es el auténtico tormento.

—¡Te agradezco tan piadoso deseo, pero dudo que se cumpla! Fadl ha emprendido viaje para asegurar las fronteras del reino y tardará bastante en regresar.

Lo que debía ser una burla supuso un alivio para Maite. «¡Fadl se ha marchado!», pensó, presa del júbilo, así que tardaría en regresar a su habitación y obligarla a someterse a su voluntad. Ahora podía fingir ante los eunucos y las esclavas que su voluntad estaba quebrantada: así ganaría tiempo y quizás encontrara el modo de escapar de allí.

Mientras reflexionaba sobre esas nuevas circunstancias, oyó que se abría la puerta y durante un instante vio un brazo que depositaba una bandeja cubierta por un paño. Antes de que acertara a reaccionar, el brazo desapareció y la puerta se cerró. Todavía oyó cómo corrían el pestillo, pero no prestó atención a ello, sino que se apresuró a destapar la bandeja. Debajo del paño encontró un cuenco con un potaje de mijo que contenía trozos de cordero y una jarra con agua mezclada con sorbete de frutas.

Mientras Maite saciaba la sed y devoraba el potaje, se dijo que alguien en esa casa tenía compasión por ella. Lo consideró una buena señal y un presagio de que la huida quizá fuera posible.

4

Esa mañana Ermengilda ya tenía náuseas al despertar. Alcanzó a llegar hasta el retrete y vomitó varias veces. Luego se enjuagó la boca, asqueada, se sumió en la más profunda de las melancolías y por fin empezó a sollozar desesperadamente porque el destino le jugaba tan malas pasadas. Sabía muy bien que, de no haberle quedado más remedio, su propio padre también la habría entregado a un príncipe sarraceno, en cuyo caso su deber hubiese sido someterse a Abderramán y obedecerle. Sin embargo, se rebelaba contra esa idea. Todas las noches soñaba que veía a Philibert, muerto y degollado, tendido ante sus pies, y presenciaba los tormentos sufridos por Konrad.

De pronto su estómago protestó interrumpiendo sus tristes pensamientos y Ermengilda se percató de que tenía tanta hambre que habría sido capaz de devorar un cojín del diván. Pese a ello tuvo que tener paciencia hasta que una anciana criada entró en su habitación y depositó una bandeja en la pequeña mesa.

Se acercó a la bandeja como un gato a un ratón y destapó el primer cuenco. Este contenía unas gachas de mijo preparadas con trozos de pollo al estilo africano. En su casa acostumbraba a utilizar una cuchara y allí también solían proporcionarle una, pero en esa ocasión la criada había olvidado traerla. Mientras la mujer de tez oscura abandonaba la habitación pidiendo disculpas e iba en busca del cubierto, Ermengilda hundió los dedos en el cuenco y se llevó la comida a la boca como si se estuviera muriendo de hambre.

Siguió engullendo y, cuando hubo acabado, todos los cuencos quedaron vacíos y un hilillo de la miel que había endulzado el postre le manchaba la barbilla.

La criada volvió, sacudió la cabeza y se llevó la bandeja con los cuencos vacíos. Hacía tiempo que Ermengilda no se sentía tan satisfecha y sus sentimientos, que se agitaban como una nave en la tormenta, la desconcertaron. De pronto un recuerdo la golpeó: su madre se había comportado de un modo similar cuando estaba embarazada de su hermana.

Ermengilda procuró recordar cuándo había sangrado por última vez y le pareció que había sido cuando el ejército del rey Carlos llegó a Pamplona para después seguir viaje hasta Zaragoza. Si realmente estaba embarazada, el padre del niño debía de ser su esposo fallecido, porque no habían transcurrido ni tres semanas desde que Abderramán reclamó su presencia por última vez.

¿Qué diría el sarraceno cuando se enterara de su estado? ¿Consideraría a su hijo como suyo o como el de un franco? Si era una niña, quizá podría conservarla hasta que tuviera edad suficiente para convertirse en la esclava de otro sarraceno. Pero era de suponer que el emir haría matar a un hijo —o, lo que a ella le parecía aún más espantoso— lo hiciera castrar y criar como un eunuco.

Ermengilda volvió a sumirse en la melancolía y cuando el jefe de los eunucos acudió para comprobar si estaba satisfecha con todo, la encontró acurrucada en el diván, llorando.

—Perdonad, ama, ¿qué os pasa? ¿Queréis que llame al médico?

El judío Eleazar era el único hombre que podía entrar en el harén del emir, pero siempre bajo la vigilancia de tres eunucos. Ermengilda lo sabía y se preguntó si le convenía consultar con el médico; a lo mejor disponía de algún remedio que calmara sus agitados sentimientos. Pero luego sacudió la cabeza. ¿De qué le serviría a su hijo aún no nacido que ella se aturdiera con zumos y píldoras preparadas por el judío?

Sin embargo, ansiaba la compañía de alguien en quien confiar.

—No, no necesito un médico. Es que echo de menos mi hogar. Si hubiera alguien que me ayudara a mitigar ese dolor… pero la única sería Maite, y ella ya ha abandonado Córdoba.

—No, no lo ha hecho —contestó el eunuco, sorprendiéndola—. La sobrina de Okin el vascón se ha convertido en una de las mujeres del insigne Fadl Ibn al Nafzi.

—No lo sabía.

Ermengilda se preguntó por qué Maite no se lo había dicho. Frente a ella, la vascona siempre había fingido que deseaba regresar a su hogar. Ahora se sentía engañada, pero por otra parte, Maite era la única mujer con la que podía hablar sin rodeos.

—Me gustaría verla, pero supongo que eso es imposible —dijo, suspirando.

El eunuco reflexionó un instante y luego le dirigió una sonrisa astuta.

—¿Por qué iba a serlo? Las mujeres de los señores se visitan mutuamente con frecuencia. Si lo deseáis, me encargaré de ello.

—¡Me darías una gran alegría! —exclamó Ermengilda. Se sentía tan feliz que le entraron ganas de abrazar al castrado. Como mujer de Fadl Ibn al Nafzi, era posible que Maite supiera cómo se encontraba Konrad. En ese momento echaba de menos al joven franco, aún más que a su imprevisible amiga.

5

Tras la partida del amo, en el hogar de Fadl Ibn al Nafzi reinaba un agradable sosiego. Los criados y los esclavos solo realizaban las tareas imprescindibles y el eunuco Tahir también se tomó un descanso: aunque la herida que le había causado Maite cicatrizaba bien, prefirió encomendar a las esclavas los cuidados de la nueva mujer del harén de Fadl. Dado que hacía poco tiempo que su amo había heredado esa casa de su hermano y que sus otras mujeres vivían en su propia mansión situada en otra ciudad, las tareas de las criadas eran escasas.

Proporcionaron ropas limpias a Maite, así como también agua para lavarse, comida y bebida. Pero por otra parte la mantenían encerrada en su habitación y su única compañía era el aburrimiento. No había logrado volver a hablar con Konrad y maldijo al tozudo franco.

Ese día, cuando tomaba el almuerzo con expresión malhumorada, notó que cierta agitación empezaba a reinar en la casa. Oyó gritos, entre ellos los del eunuco. Al principio Tahir parecía oponerse a algo, pero frente al tono autoritario de un desconocido, empezó a hablar en tono más cortés. Poco después, alguien llamó a la puerta.

—¿Puedo entrar, señora? —Era la primera vez que el eunuco se dirigía a ella en tono tan amable.

—¿Qué ocurre? —preguntó Maite, con la esperanza de que el recién llegado no fuera Fadl Ibn al Nafzi.

Tahir abrió la puerta y se asomó.

—Abajo se encuentran dos eunucos del emir, a quien Alá conceda mil años de vida, que solicitan acompañarte al palacio. Una de las mujeres del emir desea que la visites.

—¡Ermengilda! —exclamó Maite, levantándose tan rápido que casi olvida coger su puñal. Al advertir su descuido recogió el arma y la ocultó bajo su camisa.

—¡Estoy preparada para visitar a la dama!

La alegría la embargaba: por fin saldría de aquellas paredes opresoras y podría hablar con alguien en quien confiaba.

—Mandaré traer una litera. Mientras tanto has de tener paciencia —dijo el eunuco, e hizo una reverencia con una expresión de dolor en el rostro.

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