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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

La rueda de la vida (15 page)

BOOK: La rueda de la vida
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Tuve que batallar más con mi jefe que con las pacientes. Él se oponía a reducir los medicamentos, pero finalmente logré que las pacientes realizaran tareas de poca monta, pero productivas. Llenar cajas con lápices de rímel no era gran cosa, pero era mejor que estar sentadas drogadas en estado de trance. Después incluso comencé a sacar a la calle a las pacientes de mejor conducta. Les enseñé a viajar en metro, a hacer algunas compras y, en ocasiones especiales, incluso las llevé a los almacenes Macy’s. Mis pacientes sabían que me importaban y fueron mejorando.

En casa le contaba a Manny todas mis experiencias, todas las historias sobre mis pacientes, entre ellas la de una joven llamada Rachel. Era esquizofrénica catatónica, y estaba clasificada entre las incurables. Durante años se había pasado los días de pie sin moverse de sitio en el patio. Nadie recordaba que alguna vez hubiera dicho una palabra o emitido algún sonido. Cuando pedí que la trasladaran a mi pabellón, todos pensaron que me había vuelto loca.

Pero una vez que estuvo a mi cuidado, la traté como a las demás. La obligaba a realizar tareas y a ponerse en medio del grupo para las fiestas de celebración, como Navidad y Chanukah, e incluso su propio cumpleaños. Al cabo de casi un año de atención, por fin habló. Ocurrió durante una terapia de actividades artísticas, mientras dibujaba. Un médico se detuvo a mirar lo que estaba dibujando y ella le preguntó: «¿Le gusta?»

Al cabo de poco tiempo Rachel salió del hospital, se buscó una casa para vivir sola y se dedicó a la serigrafía artística.

Yo me alegraba de todos los éxitos, los grandes y los pequeños, como aquel cuando un hombre que siempre estaba de cara a la pared se volvió a mirar al grupo. Pero al final del año me encontré ante una difícil elección. En mayo me invitaron a presentar nuevamente mi solicitud para el programa de pediatría en el Columbia Presbyterian. Me debatí entre seguir mis sueños o continuar con mis pacientes. Me parecía imposible decidirme, pero hacia el final de esa misma semana descubrí que estaba embarazada otra vez. Eso solucionó el problema.

Sin embargo, hacia fines de junio volví a sufrir un aborto espontáneo. Por eso me había negado a entusiasmarme mucho por mi embarazo. No quería volver a pasar por la tristeza y depresión, aunque eso era imposible de evitar. Mi tocólogo me dijo que era una de esas mujeres cuyos embarazos no llegan a término. No le creí, porque en mis sueños yo me veía con hijos. Esos abortos los atribuí al destino. Así pues, me quedé otro año en el Manhattan, donde mi objetivo era conseguir el alta de todas las pacientes posibles. Me dediqué a encontrarles trabajo fuera del hospital a la mayor parte de las pacientes funcionales. Salían por la mañana y volvían por la noche; aprendieron a emplear su dinero en comprar cosas más básicas que la Coca-cola y los cigarrillos. Mis superiores advirtieron mi éxito y me preguntaron en qué teoría se basaba mi método. Yo no tenía ninguna.

—Hago cualquier cosa que me parece correcta después de conocer a la paciente —les expliqué—. No se las puede atontar con drogas y luego esperar que mejoren. Hay que tratarlas como a personas. No me refiero a ellas como lo hacéis vosotros, no digo «Ah, la esquizofrénica de la sala tal o cual». Las conozco por sus nombres. Conozco sus hábitos. Y ellas responden.

El mayor éxito resultó ser el de la «casa abierta» que iniciamos entre la asistenta social Grace Miller y yo. Se invitó a las familias del barrio a visitar el hospital y a adoptar pacientes. En otras palabras, queríamos conseguir que personas absolutamente incapaces de establecer cualquier tipo de relación aprendieran a hacerlo. Algunas pacientes respondieron maravillosamente bien. Adquirieron un sentido de responsabilidad y finalidad para sus vidas. Algunas incluso aprendieron a hacer planes para el futuro.

La más maravillosa de todas fue una mujer llamada Alice. Cuando se aproximaba la fecha en que sería dada de alta después de haber pasado veinte años en la sala para enfermas mentales, un día sorprendió a todo el mundo con una petición muy poco común. Deseaba volver a ver a sus hijos. ¿Hijos? Nadie sabía allí que tuviera hijos.

Pero Grace hizo averiguaciones y descubrió que, en efecto, Alice tenía dos hijos. Los dos eran pequeños cuando la internaron en el hospital. Les habían dicho que su madre había muerto.

Mi colega asistenta social encontró a esos hijos, ya adultos, y les explicó el programa de «adopción» del hospital.

Les dijo que había una «señora sola» que necesitaba una familia adoptiva. En memoria de su madre ellos accedieron a adoptarla. A ninguno se le informó de la verdadera identidad de la señora. Pero jamás olvidaré la increíble sonrisa de Alice cuando estuvo ante los hijos que ella creía que la habían abandonado. Por fin, una vez que salió del hospital, los hijos la llevaron a formar nuevamente parte de su familia.

Y hablando de familia, Manny y yo seguíamos intentando comenzar la nuestra. En el otoño de 1959 volví a quedar embarazada. El nacimiento estaba previsto para mediados de junio. Durante nueve meses Manny me trató como si me pudiera romper. No sé por qué, pero yo sabía que no iba a perder ese bebé. En lugar de preocuparme por otro aborto, me imaginaba al bebé, niñito o niñita. Me imaginaba cómo lo mimaría. Pensándolo bien, la vida era difícil, cada día nos presentaba un nuevo reto. Yo me preguntaba cómo es posible que una persona en su sano juicio desee traer otra vida al mundo. Pero entonces pensaba en la belleza del mundo y me reía. ¿Por qué no? Nos mudamos a un apartamento en el Bronx. Era más grande que las dos casas anteriores. Alrededor de una semana antes del parto, mi madre llegó en avión para ayudarme con el bebé. No se molestó en lo más mínimo porque yo me retrasara al ir a recogerla; eso le dio tiempo para visitar Macy’s y las otras tiendas.

Cuando habían pasado tres semanas de la fecha y no ocurría nada, Manny y yo comenzamos a recorrer en coche las calles adoquinadas de Brooklyn. Buscábamos los baches para pasar por encima. Lo gracioso fue que por fin me comenzaron los dolores del parto cuando estábamos atascados en la carretera de Long Island en medio de una tormenta. Siguiendo nuestro plan, nos dirigimos al hospital Glen Cove. Después de quince horas de parto comencé a hacer progresos, pero ya los médicos habían decidido intervenir con fórceps. Yo era contraria a esos procedimientos, pero en ese momento estaba demasiado agotada para que me importara. Simplemente deseaba estrechar en mis brazos un bebé sano.

Lo único que recuerdo fue mi chillido. Después me colocaron en los brazos un precioso niño sano, con los ojos abiertos, que escudriñaba el nuevo mundo que lo rodeaba. Era el bebé más hermoso que había visto en mi vida. Lo examiné minuciosamente. Era un niño, mi hijo. Pesó cerca de 3,700 kilos; su cabecita estaba coronada por una mata de pelo oscuro y tenía las pestañas más preciosas, largas y oscuras que habíamos visto en un bebé. Manny le puso Kenneth. Ni mi madre ni yo lográbamos pronunciar bien la «th» final de su nombre, pero no nos importó. Estábamos fascinadas por su llegada.

Habíamos acordado dejar que nuestros hijos decidieran por sí mismos en cuestiones de religión cuando tuvieran la edad suficiente, pero de todos modos Manny insistió en que lo circuncidaran. Era por su familia. Pero cuando me enteré de que iba a llegar un rabino, me imaginé una circuncisión y después una Bar Mitzvah
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y eso ya me pareció demasiado.

El pediatra de Kenneth me calmó informándome de un problema médico. El bebé tenía dificultades para orinar, tenía cerrado el prepucio. Tendría que practicarle una circuncisión inmediatamente. Aunque medio aturdida todavía, me bajé de la cama de un salto para ayudarle en la operación.

Me era imposible imaginar una felicidad más grande. Podía imaginarme más cansada, pero no más feliz, muchas veces he pensado maravillada cómo se las arregló mi madre con cuatro hijos, tres de las cuales llegamos de una sola vez.

Pero como hacen todas las madres, ella decía que no había nada extraordinario en eso. Lo que no entendía era por qué yo iba a volver al trabajo. En ese tiempo eran muy pocas las mujeres que se las arreglaban para criar hijos y tener una profesión al mismo tiempo. Supongo que yo fui una de esas mujeres que nunca vieron otra opción. Para mí, mi familia era lo más importante del mundo, pero también tenía que cumplir una vocación.

Después de pasar un mes en casa volví al Hospital Estatal de Manhattan, donde terminé mi segundo año de residencia. Entre mis logros allí se cuentan el haber puesto fin a los castigos más sádicos y haber conseguido el alta del noventa y cuatro por ciento de las esquizofrénicas «desahuciadas», que salieron a llevar vidas autosuficientes y productivas fuera del hospital. De todas formas necesitaba otro año más de residencia para ser una psiquiatra hecha y derecha. Todavía no encontraba muy apropiada la especialidad, pero Manny y yo estuvimos de acuerdo en que era demasiado tarde para comenzar de nuevo.

Solicité un puesto en el Montefiore, una institución más perfeccionada y que ofrecía más estímulo que el hospital estatal. Me llamaron para una entrevista, pero ésta no fue bien. Al parecer mi entrevistador, un médico de personalidad fría y displicente, sólo estaba interesado en humillarme. Sus preguntas pusieron en evidencia mi falta de conocimiento (e interés) acerca de los tratamientos para personas neuróticas, alcohólicas, con problemas sexuales y otros tipos de enfermedades no psicóticas, al mismo tiempo que le permitieron a él exhibir lo mucho que sabía. Pero sólo eran conocimientos librescos. En mi opinión, había una gran diferencia entre lo que el sabia por sus lecturas y lo que yo había experimentado en el Manhattan, y aunque eso significaba poner en peligro mi admisión en el Montefiore,

—El conocimiento va muy bien —le dije— pero el conocimiento solo no va a sanar a nadie. Si no se usa la cabeza, el alma y el corazón, no se puede contribuir a sanar ni a un solo ser humano.

Puede ser que eso no respondiera a ninguna de sus preguntas, pero a mí me hizo sentir muchísimo mejor.

16. Vivir hasta la muerte

Al poco tiempo de ser aceptada en el Montefiore, donde me pusieron a cargo de la clínica psicofarmacológica y también hacía de consultora de enlace para otros departamentos, entre ellos el de neurología, un neurólogo me pidió que viera a uno de sus pacientes, un joven veinteañero que, según el diagnóstico, sufría de parálisis psicosomática y depresión. Después de hablar con él determiné que se encontraba en las últimas fases de esclerosis lateral amiotrófica, un trastorno incurable y degenerativo. «El paciente se está preparando para morir», informé.

El neurólogo no sólo estuvo en desacuerdo sino que además ridiculizó mi diagnóstico y alegó que el paciente sólo necesitaba tranquilizantes para curar su mórbido estado mental.

Pero a los pocos días murió el paciente.

Mi sinceridad no estaba en consonancia con la forma como se ejercía la medicina en los hospitales. Pasados unos meses observé que muchos médicos evitaban rutinariamente referirse a cualquier cosa que tuviera que ver con la muerte. A los enfermos moribundos se los trataba tan mal como a mis pacientes psiquiátricos del hospital estatal. Se los rechazaba y maltrataba. Nadie era sincero con ellos. Si un enfermo de cáncer preguntaba «¿Me voy a morir?», el médico le contestaba «¡Oh, no! no diga tonterías».

Yo no podía comportarme así.

Pero claro, no creo que en Montefiore ni en muchos otros hospitales hubieran visto a muchos médicos como yo. Pocos tenían experiencias como las de mis trabajos voluntarios en las aldeas europeas asoladas por la guerra, y menos aún eran madres, como yo lo era de mi hijo Kenneth. Además, mi trabajo con las enfermas esquizofrénicas me había demostrado que existe un poder sanador que trasciende los medicamentos, que trasciende la ciencia, y eso era lo que yo llevaba cada día a las salas del hospital. Durante mis visitas a los enfermos me sentaba en las camas, les cogía las manos y hablaba durante horas con ellos. Así aprendí que no existe ni un solo moribundo que no anhele cariño, contacto o comunicación. Los moribundos no desean ese distanciamiento sin riesgos que practican los médicos. Ansían sinceridad. Incluso a los pacientes cuya depresión los hacía, desear el suicidio era posible, aunque no siempre, convencerlos de que su vida todavía tenía sentido. «Cuénteme lo que está sufriendo —les decía—. Eso me servirá para ayudar a otras personas.»

Pero, desgraciadamente, los casos más graves, esas personas que estaban en las últimas fases de la enfermedad, que estaban en el proceso de morir, eran las que recibían el peor trato. Se las ponía en las habitaciones más alejadas de los puestos de las enfermeras; se las obligaba a permanecer acostadas bajo fuertes luces que no podían apagar; no podían recibir visitas fuera de las horas prescritas; se las dejaba morir solas, como si la muerte fuera algo contagioso.

Yo me negué a seguir esas prácticas. Las encontraba injustas y equivocadas. De modo que me quedaba con los moribundos todo el tiempo que hiciera falta, y les decía que lo haría.

Aunque trabajaba por todo el hospital, me sentía atraída hacia las habitaciones de los casos más graves, de los moribundos. Ellos fueron los mejores maestros que he tenido en mi vida. Los observaba debatirse para aceptar su destino; los oía arremeter contra Dios; no sabía qué decir cuando gritaban «¿por qué yo?», y los escuchaba hacer las paces con Él. Me di cuenta de que si había otro ser humano que se preocupara por ellos, llegaban a aceptar su sino. A ese proceso lo llamaría yo después las diferentes fases del morir, aunque puede aplicarse a la forma como enfrentamos cualquier tipo de pérdida.

Escuchando, llegué a saber que todos los moribundos saben que se están muriendo. No es cuestión de preguntarse «¿se lo decimos?» ni «¿lo sabe?».

La única pregunta es: «¿Soy capaz de oírlo?»

En otra parte del mundo mi padre estaba tratando de encontrar a alguien que lo escuchara. En septiembre mi madre llamó para informarnos de que mi padre estaba en el hospital, moribundo. Me aseguró que esta vez no se trataba de una falsa alarma. Manny no tenía tiempo libre, pero yo cogí a Kenneth y al día siguiente partí en el primer avión.

En el hospital vi que se estaba muriendo. Tenía septicemia, una infección mortal causada por una operación chapucera que le habían practicado en el codo. Se hallaba conectado con máquinas que le extraían el pus del abdomen. Estaba muy delgado y padecía muchos dolores. Los remedios ya no le hacían ningún efecto. Lo único que quería era irse a casa. Nadie le hacía caso. Su médico se negaba a dejarlo marchar, y por lo tanto el hospital también.

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