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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

La rueda de la vida (18 page)

BOOK: La rueda de la vida
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En la primavera de 1965 llevé a los niños a Suiza a pasar unos días, y cuando volvimos Manny ya había encontrado puestos para los dos o bien en Albuquerque (Nuevo México) o en Chicago. No fue difícil hacer la elección.

A comienzos del verano nos trasladamos a Chicago. En realidad encontramos una casa moderna de dos plantas en Marynook, un barrio de clase media en que se practicaba la integración racial. Manny aceptó una buena oferta del Centro Médico de la Universidad Nororiental, y yo entré en el departamento psiquiátrico del Hospital Billings, que estaba asociado con la Universidad de Chicago, y organicé las cosas para someterme a psicoanálisis en el Instituto Psicoanalítico.

El análisis no era algo que me entusiasmara mucho. Lo olvidé convenientemente hasta que un día sonó el teléfono cuando estaba sacando cosas de las cajas de mudanza. Oí una voz masculina autoritaria y arrogante. Eso ya me desmoralizó. Esta persona me llamaba para decirme que mi primera sesión con un analista muy bien seleccionado por el Instituto estaba programada para el lunes siguiente.

Le expliqué que acabábamos de mudarnos y que todavía no tenía a nadie con quien dejar a los niños, de modo que esa hora no me convenía. Pero él no aceptó excusas.

A partir de allí todo fue de mal en peor. Para la primera sesión me hicieron esperar cuarenta y cinco minutos. Cuando el analista me hizo entrar en su consulta, me senté y esperé sus instrucciones. No ocurrió nada. Transcurrió el tiempo en un terrible y rígido silencio. El analista se limitaba a mirarme tristemente. Me sentí como si me estuvieran torturando.

—¿Piensa seguir sentada ahí en silencio? —me preguntó finalmente.

Creí que ésa era la señal para que empezara a hablar, de modo que me esforcé por contarle cosas de mi vida cotidiana y de las dificultades que había supuesto para mí el hecho de ser trilliza. Pero a los pocos minutos me interrumpió. Me dijo que no entendía una sílaba de lo que decía y que mi problema era evidente. Tenía un impedimento en el habla.

—No sé cómo el Instituto la ha elegido para adiestrarse en psicoanálisis. Ni siquiera sabe hablar.

Consideré que eso ya era suficiente. Me levanté y salí dando un portazo. Esa noche me llamó a casa para pedirme que volviera para otra sesión, aunque sólo fuera para poner término a nuestra aversión mutua. No sé qué loco motivo me indujo a aceptar. Pero la segunda sesión duró aún menos tiempo que la anterior. Llegué a la conclusión de que simplemente no nos caíamos bien y que no tenía ningún sentido tratar de averiguar por qué.

De todas formas no renuncié al análisis. Después de pedir recomendaciones, al fin programé con el doctor Helmut Baum una serie de sesiones que continuaron durante treinta y nueve meses.

Finalmente comprendí que el análisis tenía cierto valor. Me sirvió para conocer con más profundidad mi personalidad, para explicarme por qué era tan testaruda e independiente.

Todavía no me había convertido en entusiasta de la psiquiatría clásica, ni de los muy publicitados descubrimientos farmacéuticos de mi departamento. Encontraba que se confiaba demasiado a menudo en los medicamentos. Pensaba que no se tomaban suficientemente en cuenta las condiciones sociales, culturales y familiares del paciente. Tampoco me gustaba la insistencia en que había que publicar artículos científicos ni el relieve que se les daba. En mi opinión, se daba más importancia a los académicos que escribían esos trabajos que al trato a los pacientes y sus problemas.

Sin duda por ese motivo lo que me gustaba por encima de todo era trabajar con estudiantes de medicina. A ellos les interesaba discutir nuevas ideas, opiniones, actitudes y proyectos de investigación. Leían con avidez los estudios de casos clínicos. Deseaban tener experiencias propias. En poco tiempo mi despacho se convirtió en un imán para esos alumnos, que propagaron el rumor de que en el campus existía un lugar donde se podían airear las opiniones y problemas ante una oyente paciente y comprensiva. Allí escuché todo tipo de preguntas imaginables. Y entonces ocurrió algo que me demostró por qué no era casualidad que estuviera en Chicago.

19. Sobre la muerte y los moribundos

Mi vida era un juego malabar que habría asustado a Freud y a Jung. Además de arrostrar el terrible tráfico del centro de Chicago, encontrar una persona que me llevara la casa, batallar con Manny para que me permitiera tener mi propia cuenta corriente y hacer las compras, preparaba mis charlas y era el enlace psiquiátrico con los demás departamentos del hospital. A veces tenía la impresión de que me sería imposible cargar con ni una sola responsabilidad más.

Pero un día del otoño de 1965 golpearon a la puerta de mi despacho. Cuatro alumnos del Seminario Teológico de Chicago se presentaron y me dijeron que estaban haciendo investigaciones para una tesis en que proponían que la muerte es la crisis definitiva que la gente tiene que enfrentar. No sé cómo habían encontrado una trascripción de mi primera charla en Denver, pero alguien les dijo que yo también había escrito un artículo; no lograban encontrarlo y por eso acudían a mí.

Se llevaron una desilusión cuando les dije que ese artículo no existía, pero los invité a sentarse y charlar. No me sorprendió que los alumnos del seminario estuvieran interesados en el tema de la muerte y la forma de morir. Tenían tantos motivos para estudiar la muerte como cualquier médico; también trataban con moribundos. Ciertamente se planteaban preguntas sobre la muerte y el morir que no se podían contestar leyendo la Biblia.

Durante la conversación reconocieron que se sentían impotentes y confusos cuando la gente les hacía preguntas acerca de la muerte. Ninguno de ellos había hablado jamás con moribundos ni había visto un cadáver. Me preguntaron si se me ocurría de qué modo podrían tener esa experiencia práctica. Incluso sugirieron observarme cuando yo visitaba a un moribundo. En esos momentos yo no sabía lo que me ofrecían con esa propuesta: un acicate para mi trabajo con la muerte y la forma de morir.

Durante la semana siguiente pensé en que mi trabajo como enlace psiquiátrico me brindaba la oportunidad de comunicarme con pacientes de los departamentos de oncología, medicina interna y ginecología. Algunos padecían enfermedades terminales, otros tenían que esperar sentados, solos y angustiados, los tratamientos de radio y quimioterapia, o simplemente que les hicieran una radiografía. Pero todos se sentían asustados y solos, y ansiaban angustiosamente poder hablar con alguien de sus preocupaciones. Yo hacía eso de modo natural. Les hacía una pregunta y era como abrir una compuerta.

Así pues, durante mis rondas visité las salas en busca de algún moribundo que estuviera dispuesto a hablar con los estudiantes de teología. Les pregunté a varios médicos si tenían algún paciente moribundo, pero reaccionaron disgustados. El médico que supervisaba las habitaciones donde se concentraba la mayor parte de los enfermos terminales no sólo me negó el permiso para hablar con ellos sino que me reprendió por «explotarlos». En aquel tiempo pocos médicos reconocían siquiera que sus pacientes se estaban muriendo, de modo que lo que yo pedía era muy revolucionario. Probablemente debería haber sido más delicada y hábil.

Finalmente un médico me señaló un anciano de su sector, que se estaba muriendo de enfisema; me dijo algo así como «Pruebe con ése, no le puede hacer daño». Inmediatamente entré en la habitación y me acerqué a la cama del enfermo. Tenía insertados tubos para respirar y era evidente que estaba muy débil. Pero me pareció perfecto. Le pregunté si le molestaría que al día siguiente trajera a unos alumnos para que le hicieran preguntas sobre cómo se sentía en ese momento de su vida. Me pareció que comprendía mi misión. Pero me dijo que los trajera inmediatamente.

—No, los traeré mañana —le dije.

Mi primer error fue no hacerle caso. Quiso advertirme que le quedaba muy poco tiempo, pero no lo escuché. Al día siguiente llevé a los cuatro seminaristas a su habitación, pero se había debilitado muchísimo más, de modo que apenas pudo pronunciar una o dos palabras. Pero me reconoció y agradeció nuestra presencia apretándome la mano con la suya. Una lágrima le corrió por la mejilla.

—Gracias por intentarlo —le susurré.

Estuvimos acompañándolo un rato y después llevé a los estudiantes de vuelta a mi despacho, donde al cabo de un momento recibí el mensaje de que el anciano acababa de morir.

Me sentí fatal por haber antepuesto las exigencias de mi horario a la petición del paciente. Ese anciano había muerto sin poder decirle a otro ser humano lo que tanto había deseado decir. Más adelante yo encontraría a otro enfermo dispuesto a hablar con mis seminaristas. Pero esa primera lección fue muy dura, y no la olvidaría jamás.

Tal vez el principal obstáculo que nos impide comprender la muerte es que nuestro inconsciente es incapaz de aceptar que nuestra existencia deba terminar. Sólo ve la interrupción de la vida bajo el aspecto de un final trágico, un asesinato, un accidente mortal o una enfermedad repentina e incurable. Es decir, un dolor terrible. Para la mente del médico la muerte significaba otra cosa: un fracaso. Yo no podía dejar de observar que todo el mundo en el hospital evitaba el tema de la muerte.

En ese moderno hospital, morir era un acontecimiento triste, solitario e impersonal. A los enfermos terminales se los llevaba a las habitaciones de la parte de atrás. En la sala de urgencias se dejaba a los pacientes absolutamente solos mientras los médicos y los familiares discutían sobre si había que decirles o no lo que tenían. Para mí, la única pregunta que era necesario plantearse era «¿Cómo se lo decimos?». Si alguien me hubiera preguntado cuál era la situación ideal para un moribundo yo habría retrocedido hasta mi infancia y contado la muerte del granjero que se fue a su casa para estar con sus familiares y amigos. La verdad siempre es lo mejor.

Los grandes adelantos de la medicina habían convencido a la gente de que la vida debe transcurrir sin dolor. Puesto que la muerte iba asociada con el dolor, la evitaban. Los adultos rara vez hablaban de algo que tuviera que ver con ella. Si era forzoso hablar, se enviaba a los niños a otra habitación. Pero los hechos son incontrovertibles. La muerte forma parte de la vida, es la parte más importante de la vida. Los médicos, que eran muy duchos en prolongar la vida, no entendían que la muerte forma parte de ella. Si no se tiene una buena vida, incluso en los momentos finales, entonces no se puede tener una buena muerte.

La necesidad de explorar esos temas a nivel científico era tan grande que fue inevitable que la responsabilidad recayera sobre mis hombros. Tal como ocurría con las clases que impartía mi mentor el profesor Margohn, mis charlas sobre la esquizofrenia y otras enfermedades mentales se consideraban heterodoxas, pero eran muy populares en la Facultad de Medicina. Los alumnos más osados e inquisitivos comentaron mi experiencia con los cuatro estudiantes de teología. Poco después de Navidad, un grupo de alumnos de las facultades de Medicina y Teología me preguntaron si podía organizar otra entrevista con un enfermo moribundo.

Acepté intentarlo, y seis meses después, a mediados de 1967, ya dirigía un seminario todos los viernes. No asistía a él ni un solo médico del hospital, hecho que reflejaba la opinión que les merecían mis clases, pero éstas tenían muchos adeptos entre los alumnos de medicina y teología; asistía además un sorprendente número de enfermeros, enfermeras, sacerdotes, rabinos y asistentes sociales. Dado que muchas personas tenían que permanecer de pie, trasladé el seminario a un aula más amplia, aunque la entrevista con el enfermo moribundo la realizaba en una sala más pequeña provista de un cristal reflectante sólo transparente por un lado, y de un sistema audiotransmisor, para que por lo menos existiera la ilusión de intimidad.

Todos los lunes comenzaba a buscar un paciente. Nunca fue fácil, dado que la mayoría de los médicos me creían trastornada y consideraban que en los seminarios explotábamos a los enfermos. Mis colegas más diplomáticos se disculpaban diciendo que sus pacientes no eran buenos candidatos. La mayoría sencillamente me prohibía hablar con sus pacientes más graves. Una tarde estaba con un grupo de sacerdotes y enfermeras en mi despacho cuando sonó el teléfono y por el receptor se oyó la voz estridente y furiosa de un médico: «¿Cómo tiene el descaro de hablarle a la señora K. de la muerte cuando ni siquiera sabe lo enferma que está y es posible que vuelva nuevamente a su casa?»

Justamente, ése era el problema. Los médicos que evitaban mi trabajo y mis seminarios por lo general tenían pacientes a los que, lamentablemente, les resultaba difícil enfrentarse a su enfermedad. Dado que los médicos estaban tan ocupados con sus propias preocupaciones, los enfermos ni siquiera tenían la oportunidad de hablar de sus temores.

Mi objetivo era romper esa capa de negación profesional que prohibía a los enfermos hablar de sus preocupaciones más íntimas. Recuerdo una de las frustrantes búsquedas de un enfermo adecuado para entrevistar, que ya he contado antes. Médico tras médico me informaron que en su sector no se estaba muriendo nadie. De pronto vi en el pasillo a un anciano que estaba leyendo un diario, bajo el titular «Los viejos soldados nunca mueren». Por su apariencia pensé que su salud estaba en declive y le pregunté si le molestaba leer sobre esos temas. Me miró con desdén, como si yo fuera igual que los demás médicos que preferían no tener que ver con la realidad. Bueno, resultó ser fabuloso para la entrevista.

Mirando en retrospectiva, creo que mi sexo influía mucho en la resistencia con que me encontraba. Al ser una mujer que había sufrido cuatro abortos espontáneos y dado a luz a dos hijos sanos, yo aceptaba la muerte como parte del ciclo natural de la vida. No tenía otra alternativa; era inevitable. Era el riesgo que se asume cuando se da a luz, a la vez que el riesgo que se acepta simplemente por estar viva. Pero la mayoría de los médicos eran hombres y, a excepción de unos pocos, para todos la muerte significaba una especie de fracaso.

En esos primeros días de lo que se vendría a llamar el nacimiento de la tanatología, o estudio de la muerte, mi mejor maestra fue una negra del personal de limpieza. No recuerdo su nombre, pero la veía con regularidad por los pasillos, tanto de día como de noche, según nuestros respectivos turnos. Lo que me llamó la atención en ella fue el efecto que tenía en muchos de los pacientes más graves. Cada vez que ella salía de sus habitaciones, yo notaba una diferencia palpable en la actitud de esos enfermos.

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