—No, señor. Seguidor de Zuinglio.
—Pues todavía me gustáis más. Buena gente, los protestantes, mejores que estos sinvergüenzas católicos romanos: noblecillos que están tumbados a la bartola todo el santo día o frailezuelos que solo piensan en las cosas del espíritu. Porque Roma es maestra en novenas, procesiones, canonizaciones, autos de fe, pero únicamente en esto… —si no fuera ciego, Heinrich habría dicho que aquel hombre lo estaba escrutando—. Sin embargo —añadió el viejo—, los extranjeros favoritos de quienes vivimos aquí abajo son los ricos poco entrometidos.
—No soy ningún entrometido —intentó tranquilizarle Heinrich—, aunque tengo unos deseos locos de aprender. En cuanto a lo de rico, por desgracia soy sólo un artista, joven y aún sin fama. Me llamo Heinrich Füssli y precisamente he venido a Italia para profundizar en mis conocimientos artísticos.
—Que no servís para nada, vamos —se quejó el viejo, acercando sus largas manos hacia el brasero.
—El cielo sabe que me gustaría que no fuera así. Uno no siempre puede ser lo que quiere —suspiró el joven suizo, intentando amansarlo.
Alrededor del
boudoir
, donde tanto el viejo como él se hallaban sentados, se había formado una pequeña multitud. Heinrich no se atrevía a volverse para observarlos, aunque percibió a sus espaldas un murmullo lleno de curiosidad. Y entre tanto consideraba que se había metido en un problema, sobre todo porque Antonino parecía haberse volatilizado.
—Mi gentil caballero suizo, estoy seguro de que sois un tipo conciliador, de los que no les gusta ofender a nadie. Y raramente me equivoco juzgando. Por lo tanto, y llegados a este punto, es mi deber instruiros sobre la antigua costumbre que rige en el mundo subterráneo de nuestra honorable Gran Confraternidad: quien baja hasta aquí por primera vez invita a los presentes a un pequeño banquete con un poco de vino y algo de comer, como forma de ratificar nuestra mutua amistad. Porque aquí, entre nosotros, no se da nada por nada, de manera que un
regalo
acaba por convertirse en un firme compromiso. ¿Me entendéis, señorito?
¿Qué podía hacer? Heinrich sintió que le habían echado el lazo, y comprendió perfectamente que si no entregaba la bolsa de buen grado, se la arrebatarían a la fuerza. En sus propias manos estaba elegir el procedimiento… Así que sacó la bolsita en la que guardaba el dinero y se la acercó al ciego.
El viejo pareció sopesarla con una patente expresión de avidez en el rostro. Luego se la arrojó a alguien que se hallaba detrás de Heinrich y que la agarró con rapidez. El joven suizo se volvió justo a tiempo para ver a un grupo de cuatro o cinco mendigos —por su estatura le parecieron niños— que, pasándose unos a otros la bolsita como en un juego, se marcharon a la carrera y desaparecieron por una de las galerías que se abrían al fondo de la caverna.
Mientras tanto, tras otra señal del ciego, algunas viejas se acercaron llevando una mesa que debió pertenecer en otros tiempos a alguna mansión linajuda, porque a pesar de su decadencia conservaba incrustaciones de piedra con forma de festones de flores. En un santiamén se dispuso un pequeño comedor, con su mantel, aunque de encajes hechos jirones, con algunas sillas de diferentes formas y tamaños, y una lámpara de aceite envuelta en un trapo de seda roja. Fue como una señal, porque de todas las galerías laterales salieron decenas de mendigos andrajosos y lisiados. Al suizo le pareció una escena espectral, y la débil luz rojiza de la lámpara de aceite apoyada sobre la mesa acentuaba el aire siniestro de las figuras que se estaban acercando. Era tan grande el jaleo que el ciego tuvo que pedir silencio golpeando la mesa con su puño.
Poco después, unos gritos de júbilo avisaron de que los jovencitos desaparecidos con la bolsita estaban de vuelta, con una cesta con queso y longaniza, cuatro piezas de pan y un pequeño odre de vino. Solo cuando apoyaron todo en la mesa, Heinrich se dio cuenta de que no eran niños sino enanos, algunos incluso de cierta edad, porque tras unas ridículas pelucas de color topo asomaban mechones de pelo canoso.
Al que parecía el más anciano de todos y llamaban con el nombre de Jacobus, el viejo le encargó que realizara las particiones: algo que el enano, blandiendo un pequeño cuchillo que le colgaba de la cintura, ejecutó con un silencio de santurrón como si ejerciera de maestro de ceremonias.
Se estrechó el círculo alrededor de Heinrich. El joven extranjero intentó encogerse todo lo que pudo, pero no consiguió evitar los empujones de la pequeña multitud que le rodeaba. Y sobre todo le molestaba el olor nauseabundo de los cuerpos sucios y sudados, apiñados en tan poco espacio.
—Calma, hermanos —soltó el viejo gritando—, que nadie se atreva a acercar la mano antes de que le desee larga vida a nuestro invitado forastero. Dadme un cuenco limpio para que le sirva a él el primero, y luego beberemos todos a su salud.
Dicho y hecho, a Heinrich le acercaron una taza con restos de haber sido utilizada como candelero: el vino aparecía turbio y en él flotaban trozos de brea a buen seguro procedentes del barril del que había salido. En cualquier caso, el desdichado se lo bebió de un trago, mientras a su alrededor se oían los vítores. A continuación los mendigos se abalanzaron sobre el pequeño festín, ya sin hacerle caso, y Heinrich disfrutó de unos instantes de tregua para analizar el lío en el que se había metido. Desgraciadamente no veía ninguna forma de escapar, y le convenía poner al mal tiempo buena cara.
—Jacobus me comenta que tenéis una expresión contrariada, señorito suizo —la voz del viejo hizo que se sobresaltara—. No os aflijáis por que hayamos forzado vuestra liberalidad: sabed que ante todo habéis conquistado a unos amigos, y que ninguno de los miembros de nuestra honrada hermandad ha sido nunca desagradecido; y de paso le enviáis a vuestros enemigos el mensaje de que, una vez privado de la bolsa, ya no pueden despojaros de nada más… A no ser que quieran que acabéis como San Bartolomé —y se rio, estridente, como si acabara de hacer la broma más graciosa del mundo. Luego se inclinó hacia el joven extranjero—. A ver, decíais que habéis venido a Roma para aprender arte, ¿no?
—Me gustaría dibujar la vida. Las estatuas de los museos me aburren.
Heinrich se sobresaltó al ver asomarse una enorme rata por una grieta del tocador. Quizás se había acercado atraída por los restos del frugal banquete. En ese instante el viejo la atravesó con un pincho, de manera que el joven se preguntó si aquel que parecía llamarse Tomaso era en verdad ciego. De nuevo sintió en la boca del estómago un nudo de miedo.
—Habéis venido al lugar apropiado, mi querido pintor, donde podemos daros una completa instrucción. Pero antes debo saber si podéis pagarla, porque nunca damos nada a cambio de nada —añadió bruscamente el viejo, que empezó de repente a tutearlo—. Si no es así, lo mejor será que levantes el culo del taburete y te vayas por donde has venido.
¿Volver por donde había venido? Ninguna otra cosa deseaba tanto Heinrich. Pero ¿cómo salir de allí si su guía había desaparecido? Le inquietaba la avidez con que aquella gente lo miraba. Con un hilo de voz intentó explicarle que no llevaba encima nada de valor, aparte del dinero que ya le había entregado. Entonces, el enano, a quien llamaban Jacobus, alargó las manos hacia el reloj de bolsillo que sobresalía por la ranura de la chaqueta de Heinrich. Muy a su pesar, el joven extranjero no tuvo más remedio que desprenderlo de la chaqueta y dejarlo caer sobre la palma abierta del enano, que lo exhibió ante los presentes, entre aplausos y expresiones de admiración, y se lo entregó al ciego.
El viejo se frotó las manos.
—Me agrada que seas tan generoso. Además, no podías hallarte en un lugar mejor. Si tu deseo es de verdad pintar la vida, aquí abajo, entre nosotros, tienes todo lo que necesitas: carne y recuerdos, fuego e inmundicias, escalofríos y carcajadas… ¿Te das cuenta, joven, de que este es el mundo verdadero, donde se deciden todos los destinos? Y si necesitas historias y emociones, aquí también hallarás todas las que quieras —añadió bajando la voz e inclinándose hacia Heinrich.
—No pido más… —contestó el joven, sudando y comportándose de la forma más humilde que podía. Estaba temblando.
—La verdadera vida está aquí abajo, te lo digo yo —continuó el ciego—, porque la vida apesta. Créeme: todo lo que parece bueno y bonito no es nada más que una ilusión. Solo hay que esperar, y siempre termina apestando…
—Bueno, precisamente eso no es lo que nos enseñan en las clases. Por ejemplo, una vez leí en un libro del famoso maestro Winckelmann que…
El grito del viejo interrumpió a Heinrich con la frase en los labios. El joven nunca había escuchado aquel nombre pronunciado de forma tan horripilante, tan sepulcral.
—¿Winckelmann? ¡Johann Joachim Winckelmann!
Heinrich no sabría explicar qué le parecía más diabólico en aquel momento, si la voz maliciosa y cruel del viejo o la terrible oquedad de su boca con los dientes ennegrecidos. Algo en el tono empleado por el ciego lo puso alerta. Estaba en peligro, y Heinrich lo percibía en cada uno de los poros de su piel: uno de esos instantes de gran nerviosismo en que la mente trabaja más rápido de lo normal y entiende hasta lo más oscuro. Y había tanto odio en las palabras del ciego…
—¿El caballero Winckelmann? —repitió el viejo Tomaso, casi atragantándose—. ¿Qué es lo que sabes de él? —y la entonación se volvió inquisitiva.
—Sé que murió en Trieste, no hace mucho tiempo —respondió Heinrich, cauteloso—. Una vez me dieron para traducir al inglés algunos textos suyos. Y gané unas monedas, las justas para realizar este viaje a Italia…, —el miedo del joven extranjero adoptó los colores tenebrosos de aquel gran tocador desconchado y roído por las ratas, del humo del viejo brasero, de los montones de basura que advertía a su alrededor con el rabillo del ojo.
De una esquina oscura salió un pequeño negro cubierto de la cabeza a los pies por un traje de seda extraordinariamente blanco: en la penumbra de la gruta contrastaban su traje y sus ojos, y más bien parecía un duende sin manos ni pies, una mirada sin rostro. El suizo se estremeció al verlo acercarse al viejo ciego y hablarle al oído. Percibió entre susurros, alguna que otra frase.
—Investigar los motivos que le han traído hasta aquí… Mejor llamar a la Comendadora…
Un jorobado, que Heinrich había oído que se llamaba Sebastian, se dirigió al joven suizo y le sonrió con tanta ambigüedad que le hizo sentirse incómodo.
—Dime, suizo, ¿de verdad te interesa conocer el final de Winckelmann? Te aseguro que es una historia instructiva…
Heinrich notó en la nariz un extraño y nauseabundo olor que le mareaba. Vagamente oía la voz del jorobado insinuarse en sus oídos como el zumbido de una abeja. Le pareció que las piernas y los brazos le pesaban cada vez más, y ni siquiera pudo forcejear cuando alguien lo agarró por detrás y le anudó con fuerza una venda en los ojos. Era como si comenzara un terrible sueño.
Camino a Múnich, abril de 1768
E
L RECUERDO DE LA FÁBULA DE TITANIA SE ASOMÓ de improviso a la mente de Johann Joachim, causándole una cierta incomodidad. «Hoy precisamente no es el día, me siento el estómago revuelto, tenía que haber comido…». Mientras tanto, y una vez pasada una turbera, el camino había comenzado a ascender y el paisaje adquiría un aspecto casi hosco, quizás a causa del denso bosque de abetos que atravesaban o porque había comenzado a nevar inopinadamente, a pesar de que en el cielo aún se abrían algunos claros. Johann Joachim se restregó los ojos de sorpresa. Ciertamente en Alemania no era algo fuera de lo normal que se produjera una perturbación como aquella, a pesar de que el mes de abril estaba ya avanzado, pero los casi quince años transcurridos en Italia lo habían desacostumbrado al clima de su país natal. Se cerró bien la chaqueta de terciopelo celeste, sacó de un bolsillo un enorme pañuelo de encaje y se sonó ruidosamente la nariz. Lo único que le faltaba era pillar un resfriado: el doctor Albrecht, que iba sentado a su lado, le había enumerado aquel mismo día sus latentes peligros mientras almorzaban en una posada, aconsejándole que reemplazara el elegante tricornio, adecuado quizás a la sociedad romana, pero poco apropiado para el clima alemán, por un gorro de piel más sencillo y confortable.
La diligencia dio tumbos al tomar velozmente una curva. «¡Vaya con el cochero!» Johann Joachim lo maldijo en silencio. ¿Qué era lo que a una edad como la suya le había llevado a aventurarse en un viaje tan pesado? «Espera, Joachim, ¿qué quiere decir
a una edad como la tuya
?» En realidad tenía solo cincuenta y un años y gozaba de una salud excelente. Se preguntó si acaso no era el miedo a envejecer lo que le ponía tan nervioso. Pero, venga, qué tonterías: un hombre con sus años se hallaba en la auténtica madurez. En cuanto al viaje, había subido a aquella diligencia por una sacrosanta razón: en Berlín le esperaba el prestigioso cargo de Anticuario Real y un magnífico sueldo. Un excelente logro para alguien que treinta años antes había empezado de la nada, como un humilde preceptor familiar. Ahora que decididamente su vida estaba tomando otra dirección, Johann Joachim experimentaba la satisfacción de los objetivos alcanzados. Un perfecto círculo de prosperidad se cerraba a su alrededor, hasta el punto de que si en ese instante se le hubiera aparecido un hechicera, varita mágica en mano, con intención de concederle un deseo, se habría sentido algo violento, puesto que no se le venía a la cabeza ninguna meta que no hubiera alcanzado ya. ¿Una hechicera? Qué idea tan extravagante… Se demoró repasando los detalles de sus más recientes éxitos, porque incomprensiblemente seguía sintiéndose incómodo, mucho más de lo que estaba dispuesto a admitir. Se esforzaba por encontrar alguna evidencia que justificara ese extraño presentimiento de un desastre inminente que le obsesionaba, desde que se pusieran en marcha tras una parada para almorzar. Intentó echar la culpa a una caja poco confortable, de cojines duros e incómodos, además con ese maldito chirrido de las ruedas. Cambió incluso de posición, enderezándose sobre su asiento.
Miró a Camillo Valle, sentado frente a él. Su joven secretario no se sentía precisamente feliz por dejar la tranquilidad romana, pero Johann Joachim le agradecía que no se lo echase en cara. Un joven extraño: le había seguido siempre de buena gana, hasta donde hiciera falta. Es verdad que ya no sentía por él el estimulante interés de los primeros tiempos, pero su compañía seguía siendo agradable: nunca una mala cara, una mala palabra, un reproche por haberlo dejado a un lado. «Seguro que todavía me quiere mucho», pensó, y esta convicción le subió por un momento la moral.