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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (32 page)

BOOK: La seducción de Marco Antonio
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Sentí que la cólera me recorría todo el cuerpo. ¡Qué profecía tan estúpida!
Pero antes, como dádivas a ti, oh, niño, la Tierra no cultivada
madurara la errabunda hiedra y la baccaris,
y la colocasia mezclada con la sonrisa del acanto.
Unas cabras no pastoreadas traerán sus henchidas ubres…
¡Qué insípida mezcla de bobadas!
Empieza, niñito, a conocer a tu madre con una sonrisa
(diez meses lunares le han causado largas molestias).
Empieza, niñito: a aquel que no ha sonreído por sus padres,
ningún dios invita a su mesa ni ninguna diosa a su lecho.
¡Bueno, yo sí sabía lo que eran los nueve meses lunares de molestias! ¡Que se fueran al infierno Virgilio y su profecía! Yo la maldecía. ¡Jamás se haría realidad, jamás! ¡Ojalá ella fuera estéril o sólo alumbrara niñas! Isis era más poderosa que Virgilio.
Sin embargo, aquella noche, mientras dormía, vi una imagen horrible y tan real que tuve la sensación de haber volado a Roma y de estar viéndola con mis propios ojos.
Era una estancia que parecía una cueva, no, una especie de templo con las paredes y el suelo de pulido mármol negro. Dos lámparas de bronce flanqueaban un altar elevado sobre unas cinco o seis gradas. El altar también era de mármol negro y encima de él yacía… Octavia.
Ahora la podía ver con toda claridad, los rasgos que antes me habían parecido tan escurridizos estaban ahora perfectamente dibujados. Tenía un precioso cabello castaño, unos ojos oscuros y luminosos y un rostro agradable, aunque un tanto anodino. El parpadeo de las altas lámparas iluminaba su nariz, sus mejillas, su largo cabello y su túnica blanca, y se reflejaba en la abrillantada piedra.
Estaba esperando sin apenas respirar, con los pies descalzos y los tobillos atados.
Después vi a Antonio de espaldas. Estaba subiendo lenta y ritualmente las gradas del altar como un sacerdote, vestido con una especie de túnica religiosa y sosteniendo un cuchillo en la mano.
Se inclinó hacia ella, cortó las ataduras de sus tobillos, liberando sus piernas, y entonces vi que las muñecas también estaban atadas y que él cortaba de igual manera las ataduras.
A continuación se inclinó sobre el altar, y con lentos gestos rituales se colocó encima de ella. Vi las pálidas extremidades de Octavia a ambos lados de su cuerpo, vi la tensión de los hombros de Antonio…
Y de esta manera se convirtieron en marido y mujer.
«Una nueva progenie desciende ahora de la altura de los cielos.»
Me desperté empapada en sudor y con el corazón latiendo furiosamente en mi pecho. Me dolía el estómago. Era sólo un sueño, sólo un sueño… me repetía una y otra vez hasta que los espantosos detalles empezaron a esfumarse. No era así en absoluto. No lo podía haber sido.
Pues entonces, ¿qué piensas que ha sido? No podía apartar de mi mente aquella imagen. Recordaba muy bien cómo era Antonio. Ahora ella sería dueña de todas aquellas cosas… sus besos, sus manos acariciándole el rostro, e incluso el peso de su cuerpo sobre el suyo.
¡Quería olvidarlo! ¿Por qué tenía que imaginar las cosas con tanta claridad? Era una desgracia tener tanta imaginación. Quería que todo aquello muriera junto con mi amor por él.
Aquella noche me dejó trastornada y exhausta, la peor combinación posible para enfrentarme con lo que ahora me estaba cayendo encima. Sin haber podido disfrutar de un tranquilo sueño reparador, a última hora de la noche siguiente me vinieron los dolores del parto.
No empezaron con suavidad sino que me golpearon tan inesperadamente como la noticia del marinero. Las criadas corrieron a preparar una estancia para el parto y fueron en busca de las comadronas, pero todo el mundo iba de un lado para otro sin saber qué hacer.
El dolor me paralizaba. Apenas podía tenerme en pie cuando me llevaron a la estancia donde tendría lugar el alumbramiento. Recuerdo que me apoyé en las dos comadronas y que a punto estuve de arrastrarlas al suelo conmigo. Las piernas no me obedecían, y cada movimiento me producía unas espirales de agudo dolor que me llegaban hasta los pies. Me acomodaron en la silla especial que se utilizaba con este exclusivo propósito, con un respaldo muy resistente y unas patas muy cortas, toda ella envuelta en sábanas. Me recliné en ella, me agarré a sus costados casi ciega de dolor por unas violentas punzadas cuyo ritmo era tan rápido que parecían una sola.
En semejantes momentos cada instante dura una eternidad, y las horas se pueden condensar en minutos. No tengo idea del rato que estuve así, pero oí que una de las comadronas decía:
- No tiene buen color, y además…
Alguien dijo otra cosa que no pude oír, y después añadió:
- ¡Que avisen a Olimpo! ¡Enseguida!
Me pareció que la estancia se quedaba a oscuras y oí la voz de Olimpo que decía:
- ¿Ha tomado algo? -Y después-: Si no ha tomado…
Me estaban levantando y trasladando a un lugar duro donde permanecí tendida boca arriba. Me colocaron los brazos a los costados y me sujetaron con firmeza. Noté que unas manos me comprimían el vientre hacia abajo y que una mujer gritaba aterrorizada:
- ¡Sangre! ¡Sangre!
- ¡Empuja! -me dijo alguien.
- No puedo.
Otra voz:
- Está mal puesto.
- ¡Pues dale la vuelta! -Era Olimpo-. ¡Dale la vuelta!
Noté algo cálido y pegajoso extendiéndose bajo mi cuerpo, bajo mi espalda. Sangre. Volví la cabeza y la vi gotear de la mesa, formando un charco debajo. Era muy roja y espesa y despedía un desagradable olor metálico.
La estancia daba vueltas muy despacio, como si girara en torno a un eje. Sentí los negros bordes de la inconsciencia a mi alrededor.
- ¡Oh, dioses! -Noté un horrible tirón y me pareció que me arrancaban las entrañas-. ¡Ya está!
Oí una leve tosecita y una voz que decía:
- Una niña.
Pero el dolor no cesó sino que se fue intensificando. Más oleadas de cálida y pegajosa sangre que ahora me empapaban incluso la cabeza. Y gritos y lamentos a mi alrededor.
- Está pegado. El segundo está pegado.
- ¡En nombre de los dioses, haz algo!
- No puedo…
Se oyeron unos murmullos de voces y unos rostros se inclinaron sobre mí. Pero yo apenas podía ver nada. La negrura era cada vez mayor.
Tirones y empujones, frenéticos golpes contra mi vientre que cada vez me hundían más en la inconsciencia.
- ¡La estamos perdiendo!
Oí débilmente las palabras y vi a Olimpo mirándome, con el rostro contraído en una mueca y los Ojos anegados en lágrimas.
- ¡Hay que detener la hemorragia! ¡Detenedla en nombre de todos los dioses! -gritó alguien.
- ¡No puedo! -contestó una voz de mujer.
- ¡Pues tira ahora con fuerza! -gritó Olimpo-. O prueba por…
- Pero ¿cómo…? -preguntó una vocecita a mis pies.
Yo seguía respirando afanosamente entre jadeos.
- ¡Agárralo! ¡Dale la vuelta! -gritó Olimpo enfurecido-. ¡Así!
Noté un desgarro mientras unos torrentes de sangre se escapaban con la fuerza de una ola marina, envolviéndome de pies a cabeza y mojándome incluso las orejas.
- Ya lo tengo.
Fueron las últimas palabras que oí.
Cuando desperté, estaba tan vendada y dolorida que no podía moverme. Todos los músculos, todos los fragmentos de mi cuerpo, estaban magullados y desgarrados, o al menos eso me parecía a mí.
La luz del sol penetraba a raudales en la estancia. Estábamos al día siguiente. O quizás al otro. Sentí que me pulsaban los pechos. Estaban hinchados de leche. Eso significaba que debían de haber transcurrido dos o tres días. Dos comadronas estaban sentadas junto a una mesa, y una de ellas sostenía en sus brazos una criatura. Experimenté una sacudida de temor. ¿Dónde estaba la otra?
- ¡Se ha despertado!
Una de las mujeres se acercó inmediatamente a mí.
Traté de sonreír.
- Y además estoy viva -dije.
La otra mujer se acercó con la niña y la depositó en uno de mis brazos.
La niña dormía apaciblemente. Estaba claro que la experiencia no la había turbado demasiado.
- ¿Y el otro? -pregunté.
- Enseguida lo traemos -contestó la mujer-. Diles que la Reina se ha despertado.
A los pocos momentos se presentó otra persona con un fardo y lo depositó en mi otro brazo.
El niño estaba despierto y me miraba con ojos de un azul claro. Milagrosamente, tampoco había sufrido el menor daño.
- Gracias sean dadas a Isis -musité, rozándole la boca con mis dedos.
Olimpo se acercó a toda prisa, siguiendo a una criada. Me emocioné al darme cuenta de que había permanecido esperando en la estancia de al lado, cualquiera sabía cuánto tiempo. Su aspecto era espantoso, como si también él hubiera pasado por la dura prueba.
- ¡Gracias sean dadas a todos los dioses! -murmuró, tomando mi mano-. Nunca más volveré a pedirles nada.
- No te precipites -le pedí, pero tuve que hacer acopio de toda mi fuerza para poder decirlo-. Eres demasiado joven para no volver a necesitar nunca más el auxilio de los dioses.
- Pensé que te morías -se limitó a decir.
- Lo sé -dije-. Te oí.
Y también le vi llorar, recordé.
- Si hubieras muerto, habría ido personalmente a ver a Marco Antonio y lo habría matado -dijo, y me di cuenta de que hablaba en serio. Se turbó y se apresuró a añadir-: Los niños nacieron con un poco de adelanto y eran muy chicos. Y mejor que lo fueran, porque de haber sido más grandes ninguno de los tres estaríais aquí.
- Más grandes, no quiero ni pensarlo. -Hice una mueca y traté de sonreír, pero eso también me dolió-. ¿Crees que me voy a recuperar? -le pregunté. Pensaba que jamás me podría librar de aquel dolor.
- Bueno, dentro de uno o dos años -contestó jovialmente.
El antiguo Olimpo estaba tratando de disimular al nuevo que se acababa de manifestar justo en aquellos momentos, y antes en la sala del parto.
Además del esfuerzo que había tenido que hacer, también estaba débil por la pérdida de sangre. Cuando me miré por primera vez al espejo, me quedé sorprendida de lo blanca que estaba. Olimpo me dio a beber vino tinto, que según él fortalecía la sangre, junto con una infusión de cerafolio remojado. También me dijo que debería amamantar a los niños yo misma en lugar de utilizar a una nodriza, porque eso favorecía la recuperación, y puesto que eran dos en lugar de uno, me recuperaría el doble de rápido. Además los niños crecerían más, y con ello se compensaría su pequeño tamaño al nacer.
No hizo falta que insistiera pues me encantaba sostener a los niños en mis brazos, lo cual significaba que tendría que pasarme horas y horas sin poder hacer otra cosa. Aún estaba demasiado débil como para comparecer en actos públicos y no me apetecía dedicarme a otros menesteres, de modo que mis tareas maternales no entorpecerían mis restantes deberes.
Los dos eran preciosos, naturalmente, todas las madres piensan siempre lo mismo. Ambos tenían el cabello claro, pero, así como el niño conservó los ojos azules, los de la niña cambiaron a castaño verdoso. Día tras día contemplaba sus rostros, sus fruncidos labios y sus deditos doblados, y los veía quedarse dormidos en mis brazos. Y día tras día notaba cómo iban aumentando de peso.
¿Qué nombres les iba a poner? Esta vez no habría ninguna herencia romana en sus nombres; me negué a incluir en ellos el nombre de Antonio, que había rehusado casarse conmigo porque no era romana y que en cambio se había apresurado a casarse con otra que le había parecido más adecuada, tan pronto sus pies pisaron suelo romano. Bueno, pues ahora tendría que quedarse sin sus hijos, por lo menos legalmente. ¿Yo era demasiado oriental para él? Pues mis hijos también lo serían. Llamé al niño Alejandro Helios. Alejandro por su glorioso antepasado, y Helios por el dios sol. Primero, porque Alejandro había estado asociado con el dios sol y a menudo se le representaba en las estatuas con la efigie de Helios; segundo, porque era un gemelo como Apolo, el dios sol, y también para recordarle a Virgilio y a la gente como él que ellos no eran los dueños de Apolo por mucho que Octavio gustara de proclamarlo su dios protector. A lo mejor mi hijo sería el Apolo que ellos esperaban para la Edad de Oro.
¿Y mi hija? Cleopatra Selene. Cleopatra no sólo por mí sino por las muchas Cleopatras que había habido en mi linaje hasta remontarnos al gran Alejandro, cuya hermana se llamaba Cleopatra. Y, en tiempos aún más lejanos, también había habido una Cleopatra en la
Ilíada.
Connotaciones griegas, ¡griegas y no romanas! Y Selene, que significaba «luna». Y también por la gemela de Apolo, Artemisa.
Mientras contemplaba a mi hijo Sol y a mi hija Luna, le pedí a Isis que los convirtiera en los portadores de la nueva Edad de Oro, o los niños del destino de que se hablaba en nuestras profecías más antiguas, ¡en contraposición a la farsa que se había inventado Virgilio!
Los estaba sosteniendo todavía en mis brazos tras haberlos amamantado cuando me anunciaron la llegada de un mensajero. Pensé que debía de ser por algo sin importancia y ni siquiera devolví a los niños a sus niñeras sino que di orden de que lo hicieran pasar de inmediato.
Me llevé una sorpresa cuando un correo oficial romano entró en la estancia con su resplandeciente peto y su yelmo adornado por un vistoso penacho.
- Te traigo saludos de Roma, muy imperial Majestad -me dijo con una voz tan sonora como un trueno.
Tal vez no fuera una voz de trueno, pero a mí me lo pareció por la retirada vida que llevaba en el cuarto de los niños.
Incliné la cabeza.
- Bienvenido -le dije para corresponder a sus palabras.
- Soy portador de una carta del triunviro Marco Antonio -añadió, entregándomela.
Estaba guardada en el interior de un cilindro de cuero y metal. Muy bonito, francamente bonito.
Abrí el cilindro y leí:
A la
Reina
Cleopatra Thea Philopator, la Diosa que Ama a su Padre:
Saludos y buenos deseos de salud y fortuna.
BOOK: La seducción de Marco Antonio
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