La Semilla del Diablo (12 page)

BOOK: La Semilla del Diablo
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Cuando ya estuvo dentro del coche, Hutch se apoyó en la ventanilla y le dijo:

—Tengo muchos buenos consejos que darte; pero no pienso meter las narices en tus asuntos aunque me muera.

Rosemary le dio un beso.

—Gracias —le dijo—. Por eso, por lo otro y por todo.

* * *

Partió en la mañana del sábado 16 de octubre y estuvo en la cabaña cinco días. En los primeros dos días ni siquiera había pensado en Guy, una buena venganza por la alegría con que él había dado su conformidad para que ella se fuera. ¿Tenía ella aspecto de necesitar un buen descanso? Muy bien, pues tendría uno, uno muy largo, sin pensar ni siquiera una vez en él. Paseó por hermosos bosques amarillo-naranja, se fue a dormir temprano y durmió hasta tarde, leyó
El vuelo del halcón
, de Daphne du Maurier, y preparó comidas de glotón en la estufa con botellas de gas butano. Ni una sola vez pensó en él.

Al tercer día ya pensó en él. Él era vanidoso, egoísta, superficial y falso. Se había casado con ella para tener un público, no una compañera (la pequeña señorita Recién-Venida-de-Omaha, ¡qué inocente palomita había sido! «¡Oh! Estoy acostumbrada a los actores. Ya llevo aquí casi un año». Y ella lo había seguido por el estudio como si fuera el perrito que le llevara en la boca el periódico). Le daría un año para que se enmendara y se convirtiera en un buen esposo; si no lo hacía, lo dejaría, y sin escrúpulos religiosos de ninguna clase. Y, mientras tanto, ella volvería a trabajar y recobraría de nuevo aquella independencia y aquel dominio de sí misma de que se había desprendido tan apresuradamente. Sería fuerte y orgullosa, y estaría dispuesta a marcharse inmediatamente si él no lograba ponerse a su nivel.

Aquellas comidas de glotón (latas enormes de solomillo de buey y chile con carne) empezaron a sentarle mal y al tercer día ya sentía ligeras náuseas y tuvo que comer sólo sopa con galletas.

Al cuarto día se despertó echándolo de menos y lloró. ¿Qué estaba haciendo ella ahí sola, en esa hermosa, pero fría cabaña? ¿Tan terrible era lo que había hecho él? Se había emborrachado y le había hecho el amor sin pedírselo. Bueno, eso era en realidad una ofensa como para estremecer la tierra, ¿no? Pero él estaba enfrentándose a la prueba más difícil de su carrera y ella, en vez de estar a su lado para ayudarle, apuntarle y animarle, estaba en medio de aquellas soledades, comiendo hasta ponerse enferma y añorándolo. Claro que él era vano y creído; pero ¿acaso no era un actor? Laurence Olivier probablemente era también vano y creído. Y seguro que mentiría de vez en cuando; pero ¿no era eso exactamente lo que le había atraído de él y le seguía atrayendo? Esa libertad e impasibilidad tan diferentes de su propia y acartonada corrección.

Fue a Brewster y le telefoneó. Contestó el Amigo de Servicio:

—¡Hola, querida! ¿Ha vuelto del campo? ¡Oh! Guy está fuera; ¿quiere que la llame? ¿Que usted lo llamará a las cinco? Muy bien. ¿Disfruta de buen tiempo? ¿Se divierte? Bueno.

A las cinco él estaba todavía fuera, y su mensaje seguía esperándole. Cenó en un restaurante y fue al cine. A las nueve él seguía fuera y en el servicio había alguien nuevo y automático con un mensaje para ella: debería llamarle antes de las ocho de la mañana siguiente o por la tarde después de las seis.

Al día siguiente, ella llegó a tener lo que parecía un modo razonable y realista de ver las cosas. La culpa había sido de los dos; él por ser desconsiderado y egoísta; ella por no haber sabido expresar y explicar su descontento. Era difícil que él cambiara antes que ella le demostrara que había cambiado. Ella sólo tenía que hablar; no,
ellos
tenían que hablar; porque a lo mejor él podía sentir en su interior un descontento similar que ella ignorara, y las cosas tendrían forzosamente que mejorar. Como tantas infelicidades, ésta había comenzado con silencio en vez de una charla franca y honesta.

Fue a Brewster a las seis, llamó y él estaba en casa.

—¡Hola, cariño! —contestó Guy—. ¿Cómo estás?

—Bien. ¿Y tú?

—Muy bien. Te echo de menos.

Ella sonrió al teléfono.

—Te echo de menos —repitió ella—. Mañana vuelvo a casa.

—¡Qué alegría! —exclamó él—. Por aquí han ocurrido muchas cosas. Los ensayos han sido retrasados hasta enero.

—¿Sí?

—No han podido encontrar a nadie para el papel de la muchacha. Claro que esto es un hueco que a mí me viene de perilla. Voy a hacer de consejero el mes que viene en un programa de comedias de media hora.

—¿De veras?

—Me ha caído del cielo, Ro. Y parece cosa buena. La emisora ABC está encantada con la idea. Se llama
Greenwich Village
, lo van a filmar allí. Yo seré quien escriba las correcciones. Eso es prácticamente llevar la dirección.

—¡Es maravilloso, Guy!

—Escucha. Tengo que ducharme y afeitarme; he de ir a un rodaje en el que estará presente Stanley Kubrick. ¿Cuándo piensas volver?

—Llegaré a eso del mediodía, o quizá antes.

—Te estaré esperando. Muchos besos.

—¡Muchos besos!

Luego telefoneó a Hutch, que había salido, y le dejó recado de que ella le devolvería el coche al día siguiente por la tarde.

A la mañana siguiente limpió la cabaña, la cerró con llave, y regresó a la ciudad. Había un embotellamiento de tráfico en Saw Mill River Parkway por una colisión de tres vehículos, y era ya cerca de la una cuando ella estacionó el coche, ocupando la mitad de la parada de autobús situada enfrente de la Bramford. Llevando su pequeña maleta se apresuró a subir a su casa.

El ascensorista no había bajado a Guy; claro que él había estado fuera desde las once cincuenta a las doce.

Pero estaba en casa. Se oía un disco del álbum
Sin Cuerdas
. Ella abrió la boca para llamarle, y él salió del dormitorio con camisa y corbata, camino de la cocina con una taza de café recién usada en una mano.

Se besaron cariñosa y plenamente; él acariciándola con un sólo brazo a causa de la taza.

—¿Lo has pasado bien? —le preguntó él.

—Muy mal. Algo terrible. Te echaba de menos.

—¿Cómo estás?

—Muy bien. ¿Qué tal te fue con Stanley Kubrick?

—No se presentó el tío.

Se volvieron a besar.

Ella llevó la maleta al dormitorio y la abrió sobre la cama. Él entró con dos tazas de café, le dio una a ella y se sentó sobre la banqueta mientras ella desempacaba. Ella le contó lo de los bosques amarillo-naranja y las noches tranquilas; él le explicó lo de
Greenwich Village
, quiénes eran los otros que figuraban y los nombres de los productores, los escritores y el director.

—¿De veras te encuentras bien? —insistió él mientras ella echaba el cierre a la maleta vacía.

Ella no le comprendió.

—Tu período —aclaró él—. Cumplía el martes.

—¿El martes?

Él asintió.

—Bueno, sólo han pasado dos días —contestó ella.

La verdad es que se le habían acelerado los latidos de su corazón, que le dio un salto.

—Puede que sea el cambio de aguas, o lo mucho que comí allí —agregó.

—Nunca te habías retrasado hasta ahora —le recordó él.

—Probablemente me venga esta noche. O mañana.

—¿Quieres apostarte algo?

—Sí.

—¿Un cuarto de dólar?


Okay
.

—Lo perderás, Ro.

—Cállate. Me estás poniendo nerviosa. Sólo son dos días. Probablemente me vendrá esta noche.

____________________

[
1
]
Cabeza melenuda (N. del T.)

10

No le vino aquella noche ni al día siguiente. Ni al cabo de dos días ni de tres. Rosemary se movía con cuidado y andaba despacito, para no dislocar lo que posiblemente había arraigado en su interior.

¿Hablar con Guy? No, eso podía esperar.

Todo podía esperar.

Lavó, fue de compras y cocinó, respirando acompasadamente. Laura-Louise bajó una mañana y le pidió que votara por Buckley. Ella le contestó que lo haría, para librarse de ella.

—Dame mi cuarto de dólar —le dijo Guy.

—¡Cállate! —contestó ella rechazando su brazo con un revés de la mano.

Concertó hora de visita con un tocólogo y el miércoles 28 de octubre fue a verlo. Se llamaba el doctor Hill. Se lo había recomendado una amiga, Elise Dunstan, que había sido tratada por él durante dos partos y aseguraba que era muy competente. Tenía su consulta en la Calle Setenta y Dos Oeste.

Era más joven de lo que Rosemary había esperado (tenía la edad de Guy o quizá menos) y se parecía un poco al doctor Kildare de la televisión. A ella le agradó. Él le hizo lentamente preguntas y se mostró interesado, la examinó y la envió a un laboratorio en la Calle Sesenta, donde una enfermera le extrajo sangre de su brazo derecho.

Él la llamó a la tarde siguiente alrededor de las tres y media.

—¿Señora Woodhouse?

—¿Doctor Hill?

—Sí. La felicito.

—¿De veras?

—De veras.

Se sentó al borde de la cama, sonriendo al teléfono.
De veras, de veras, de veras, de veras, de veras
.

—¿Me oye usted?

—¿Tiene que decirme algo más?

—Poca cosa. Venga a verme el mes que viene. Compre esas píldoras de Natalin y empiece a tomarlas. Una al día. Hágame el favor de rellenarme unos cuestionarios que le envío por correo; son para el hospital; es mejor hacer la reserva lo antes posible.

—¿Cuándo lo tendré? —preguntó.

—Si su último período fue el veintiuno de septiembre —contestó— y si todo sale bien, el veintiocho de junio.

—Eso parece mucho.

—Lo es. ¡Ah! Y una cosa más, señora Woodhouse. En el laboratorio quieren otra muestra de su sangre. ¿Podría pasarse por allí mañana o el lunes y permitir que se la saquen?

—Por supuesto —repuso Rosemary—. ¿Para qué?

—La enfermera no le sacó bastante la otra vez.

—Pero... estoy embarazada, ¿verdad?

—Sí, esa prueba ya se la hicieron —contestó el doctor Hill—; pero yo generalmente les mando que hagan otras más, azúcar en la sangre y etcétera; pero la enfermera no lo sabía y sólo tomó sangre para una prueba. No es nada por lo que tenga que preocuparse. Usted está embarazada. Le doy mi palabra.

—Muy bien —contestó ella—. Volveré mañana por la mañana.

—¿Recuerda la dirección?

—Sí, aún tengo la tarjeta.

—Bueno, le mandaré esos formularios por correo, y hasta que nos veamos en la última semana de noviembre.

Acordaron una visita para el 29 de noviembre a la una, y Rosemary colgó sintiendo que algo iba mal. La enfermera del laboratorio no parecía saber lo que estaba haciendo, y la improvisación del doctor Hill al hablar no sonaba del todo a verdadera. ¿Habrían cometido algún error y tenían miedo? ¿Frascos de sangre mezclada y mal etiquetada? ¿Existiría aún la posibilidad de que ella no estuviese embarazada? Pero, de no ser así, ¿le habría hablado el doctor Hill con tanta franqueza y seguridad?

Trató de desechar esos pensamientos. Claro que estaba embarazada; tenía que estarlo, con lo que hacía que le había vencido el período. Fue a la cocina, de cuya pared colgaba un almanaque, y en el cuadrado del día siguiente escribió
Lab,
y en el cuadrado del 29 de noviembre,
doctor Hill-1
.

* * *

Cuando Guy llegó, ella fue hacia él sin decirle palabra y le puso una moneda de cuarto de dólar en su mano.

—¿Para qué es esto? —preguntó. Y entonces, comprendiendo—. ¡Oh! ¡Es estupendo, cariño! ¡Estupendo!

Sujetándola por los hombros, la besó dos veces y luego por tercera vez.

—¿Verdad que sí? —preguntó ella.

—¡Estupendo! ¡Me siento tan feliz!

—Padre.

—Madre.

—Escúchame, Guy —dijo ella, de repente seria, y mirándolo fijamente—. Empecemos con esto de nuevo, ¿de acuerdo? Una nueva franqueza y confianza para hablar de todo. Porque no hemos sido francos. Has estado tan absorbido con tu espectáculo y lo de consejero, y con el modo como te han ido saliendo las cosas. No es que diga que no debas preocuparte; no sería normal si no estuvieras preocupado. Pero por eso me fui a la cabaña, Guy. Para ordenar mis pensamientos respecto a lo que estaba pasando entre nosotros. Y llegué a la conclusión de que todo había sido por falta de franqueza. También por mi parte. Yo tengo tanta culpa como tú.

—Cierto —contestó él, aún sujetándole los hombros con sus manos, sus ojos buscando su mirada ansiosamente—. Es cierto. Yo también sentí lo mismo, aunque quizás no tan fuerte como tú. Soy tan egoísta, Ro. Ahí está la raíz del mal. Para empezar, creo que por eso es por lo que he elegido esta profesión idiota y chiflada. Pero tú sabes que te quiero, ¿verdad? Te quiero, Ro. Trataré de hacer las cosas más fáciles a partir de ahora. Te lo juro por Dios. Seré tan franco que...

—Yo tengo tanta culpa como tú.

—No, es culpa mía. Mía y de mi egoísmo. ¿Querrás soportarme, Ro? Trataré de ser mejor.

—¡Oh, Guy! —exclamó ella en una oleada de remordimientos, amor y perdón; y correspondió a sus besos con otros fervorosos besos suyos.

—Bonita manera de comportarse de unos padres —dijo él.

Ella rió, con los ojos humedecidos por las lágrimas.

—¡Vaya, cariño! —dijo Guy—. ¿Sabes lo que me gustaría hacer?

—¿Qué?

—Decírselo a Minnie y Roman —alzó una mano—. Ya lo sé, ya lo sé; deberíamos guardar esto como un profundo secreto; pero les dije que lo estábamos intentando y ellos se sintieron tan complacidos, y bueno, con una gente tan vieja —extendió las manos con gesto de lástima—, si esperamos demasiado puede que ya no llegaran a enterarse.

—Díselo —accedió ella, amorosa.

Él la besó en la nariz.

—Estaré de vuelta en dos minutos —le dijo, y se volvió hacia la puerta.

Al observarlo marchar, ella se dio cuenta de que Minnie y Roman habían llegado a ser muy importantes para él. No era sorprendente; su madre había sido una charlatana sólo preocupada de sí misma y ninguno de sus padres había sido verdaderamente paternal. Los Castevet llenaban una necesidad en él, una necesidad que él mismo probablemente ignorase. Les estaba agradecida. Procuraría pensar más amablemente de ellos en el futuro.

Fue al baño y se lavó los ojos con agua fría, se arregló el pelo y se pintó los labios. «Estás embarazada», se dijo a sí misma ante el espejo.
(Pero el laboratorio quiere otra muestra de sangre. ¿Para qué?)

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