Authors: Fran Ray
—Tampoco sabía nada de esa caja fuerte en Gibraltar. —Mathilde interrumpe el silencio que guardan los tres—. Pero ahora comprendo por qué Sylvie se empecinó en ir a Gibraltar en enero.
—¿Así que el testamento de Vincent no hacía mención de ella?
—No, de lo contrario lo sabría. Tal vez le envió una carta —suspira—, la quería mucho; por desgracia, a Sylvie le costaba corresponderle.
Mathilde adelanta a un BMW blanco.
—Cuando cumplió los dieciséis, rechazó a su padre con vehemencia, lo cual lo afectó muchísimo.
—Pero ésa es una edad... —tercia Camille desde el asiento de atrás.
—Sí, pero Sylvie se hizo mayor —dice Mathilde, y la mira por el retrovisor—, y la relación apenas cambió. Sólo al final. Durante los últimos días no se apartó de su lado, como si tuviera que reparar y recuperar todo lo perdido durante los últimos veinte años. Es verdad que también Vincent había cambiado. Las dos últimas semanas no dejó de repetir que se le aparecían ángeles. «Mathilde», me dijo una mañana, «anoche el arcángel Gabriel estaba en nuestro dormitorio, ¿es que no lo has visto?» —Mathilde suspira—. Él, que jamás pisaba la iglesia, un ateo convencido, incluso un nihilista. —Sus brazaletes vuelven a tintinear.
—¿Y qué —pregunta Ethan—, qué significaba...?
—¿Eso del arcángel Gabriel? Nunca me lo dijo. Aunque voy a la iglesia, antes más que ahora. Tiene que haber sido algo... —dice, y se restriega el ojo. «Quizás otra lágrima»— algo malo, algo que le daba miedo. En los últimos días me prohibió que apagara la luz por la noche, porque tenía la esperanza de ver al ángel y mostrármelo. Una noche desperté y estaba temblando con la vista clavada en el vacío. «¡Está ahí!», susurró. «¡Mathilde! ¿No lo ves? ¡El arcángel Gabriel visita nuestro modesto hogar! He pecado, Mathilde. ¡Tengo miedo del Juicio Final!» Eso me dijo. —Y vuelve a sacudir la cabeza.
—¿Qué significaba eso para él? —¿Por qué Sylvie no le dijo nada al respecto? ¿Le resultaba desagradable? Puede que su padre le revelara verdades que prefería mantener en secreto.
Mathilde se encoge de hombros.
—No quiso decírmelo. Vincent nunca fue un hombre modesto y tampoco era temeroso, al contrario. Yo siempre fui una miedica, y él solía abrazarme... —Contiene un sollozo—. Quizá tenía miedo de ponerme al corriente.
A la derecha, tras la ventanilla, se elevan montañas abruptas y desnudas, mientras que a la izquierda se extienden las casas de Torremolinos —lo leyó en los carteles—, y más allá el mar azul y resplandeciente. Grandes carteles publicitarios anuncian nuevos
Luxury-Homes,
animan a visitar un campo de golf o a llamar a una inmobiliaria. Calles asfaltadas con farolas y aceras serpentean por encima de las rocas desnudas, aunque nunca llegaron a edificar las casas. Resultado de la crisis inmobiliaria, los escándalos de corrupción y la crisis financiera, piensa Ethan, y vuelve a echar un vistazo al retrovisor. Hace un rato que un Mercedes negro de cristales tintados y matrícula española los sigue.
—¿En qué trabajaba su marido? —pregunta Camille desde atrás, y Ethan se alegra de que mencione un tema que hasta ahora su suegra siempre ha tratado de esquivar.
—¿Es que Ethan no le ha dicho...? —replica en tono sorprendido.
—No —dice Ethan—. Además, yo tampoco lo sé con exactitud. Sylvie nunca me dio detalles.
Mathilde titubea, aún desconcertada.
—Bien, Vincent prácticamente no hablaba de su trabajo. Cuando volvía de sus viajes quería salir conmigo, divertirse. Teníamos una vida social muy ajetreada.
—¿Era asesor de empresas? —insiste Camille.
Ethan constata que se ha informado. A fin de cuentas es periodista, sin embargo tiene la sensación de que se inmiscuye en su vida y la de Sylvie. Pero eso es una pedantería: debería alegrarse de su apoyo.
—Sí. —Mathilde conduce por el carril central y aminora la velocidad—, pero en realidad era economista y nunca logró zafarse de la maldita África. Tras la Segunda Guerra Mundial su padre fue funcionario en Camerún. En aquel entonces, la ONU dividió Camerún en dos mandatos fiduciarios, uno administrado por los británicos y el otro por los franceses.
Ethan advierte que el Mercedes negro circula por el carril de la derecha.
—Sólo lo sé porque su padre no dejaba de hablar de ello —prosigue Mathilde—, sólo vivía en el pasado. Vincent trabajó en Elf Aquitaine durante veintitrés años.
—¿En la empresa petrolera? —pregunta Ethan. Él y Sylvie casi nunca hablaban de su padre, como si ella quisiera desentenderse del tema.
—Ésa es la empresa donde hubo esos escándalos, ¿no? —Camille se inclina hacia delante.
—¿Qué sabe usted de ello? —pregunta Mathilde.
—ELF era una tapadera de las actividades políticas y militares de Francia, y de sus servicios secretos. ELF nombraba políticos en Gabón, Camerún y Angola, y también los destituía. Ejerció su influencia en toda el África francófona. Pagó millones en sobornos para manipular elecciones y comprar armamento.
—¿Alguna vez escribió sobre ello? —pregunta Ethan, en parte impresionado, en parte enfadado. No quiere que Mathilde se ofenda, después de todo los conduce a Gibraltar... y no sólo perdió a su marido sino también a su hija.
Pero Mathilde no se deja impresionar, sólo lanza una breve mirada al retrovisor.
—Vincent siempre ganó mucho dinero. Nos compramos un apartamento en París, yo iba de vacaciones con Sylvie, puesto que Vincent rara vez disponía de tiempo libre. En fin, siempre estaba de viaje, tenía que reunirse con todos esos Mobutus (como los llamaba él) por los asuntos de la empresa.
—Mobutu implantó una de las dictaduras más crueles de África —dice Camille, y Ethan percibe que toma partido en contra de todos: de Vincent, de Mathilde, de Sylvie... y de él.
—Lo sabemos, Camille...
—No te preocupes, Ethan, Vincent a menudo sentía cualquier cosa menos entusiasmo por esa gente —lo interrumpe Mathilde.
—Por cierto, el coche de detrás nos sigue desde Torremolinos —dice Ethan.
—¿De veras? —Mathilde pone el intermitente, pasa al carril de la izquierda y acelera. El Mercedes la imita—. Hace bastante tiempo que tengo la sensación de que me observan. Empezó poco antes de la muerte de Vincent, pero... me dije que eran imaginaciones mías. Luego me pareció que ya no me observaban, o que lo hacían más disimuladamente, a lo mejor dejé de prestarle atención. Ayer llamó la policía de París —añade, mirándolo brevemente.
—¿Por qué no me dijiste...?
—Quise hacerlo, pero... —Se pone nerviosa, vuelve a poner el intermitente, toma el carril central y después el de la derecha.
Ethan se da la vuelta. El Mercedes los sigue, en efecto. Mathilde vuelve a tomar el carril de la izquierda y acelera a fondo, lanzando a Ethan contra el asiento.
El Mercedes no los sigue, permanece a la derecha. Durante un par de minutos Mathilde sigue avanzando a toda velocidad por la izquierda, luego levanta el pie del acelerador. Inspira profundamente, mira por el retrovisor y deja de aferrar el volante. Pese al bronceado, tiene los nudillos blancos.
Suena el móvil de Camille.
—¿Christian? Todo está okay. No, no puedo decirte dónde estoy, pero te llamaré en cuanto regrese a París.
Ethan reclina la cabeza. Paranoia. Tiene que dormir, al menos durante media hora. «Una caja fuerte: ¿es que existe algo menos banal para guardar un secreto?»
Se despierta cuando Mathilde enfila la salida a La Línea y conduce el Jaguar a través de una ciudad fea, situada a la sombra de fábricas y refinerías.
Ante ellos se eleva la oscura roca de Gibraltar, de 426 metros de altura, recuerda Ethan, mientras el Jaguar se acerca lentamente al puesto fronterizo y después cruza la pista de aterrizaje del aeropuerto —que supone la frontera entre España y el territorio británico de ultramar— en dirección a la ciudad.
Al volverse hacia Camille advierte la presencia del Mercedes oscuro, cuatro coches por detrás de ellos. Mathilde también lo ha visto.
—Gira en aquella curva y yo me apearé —le dice. Si Lejeune lo hace vigilar es porque ha encontrado el cadáver en su apartamento.
—¿Y después? —pregunta Mathilde.
—Regresaré dentro de una hora.
—Un momento —dice Camille—, creí que te acompañaría...
—No. —Ethan ya aferra la manilla de la puerta—. Este asunto sólo nos incumbe a mí y a Sylvie.
—Teníamos un trato, Ethan.
—Esto no tiene nada que ver con ello, Camille. —Y antes de que ella pueda objetar, Ethan baja del coche y cierra la puerta. Con o sin trato, él tiene el derecho de enfrentarse al legado de su mujer a solas.
Un cuarto de hora después ha hecho averiguaciones en el banco y pulsa el timbre junto al lustroso letrero metálico donde pone P. A. Greenfield.
El ambiente de solidez del banco con sus columnas de mármol y sus alfombras persas ejerce un efecto tranquilizador.
—¿En qué puedo servirle? —El empleado de cabello corto sonríe amablemente.
Veinte minutos después ha cumplido con las formalidades y lo sigue hasta el ascensor. De momento, no siente ningún interés por el millón y medio de euros.
La casilla 51.379 se encuentra a la derecha del recinto protegido por barrotes, justo a la altura de los ojos. Una vez que Ethan ha introducido su llave en la cerradura, el empleado abre con la del banco, extrae la caja, la deposita en la mesa y abandona el recinto. Ethan vuelve a preguntarse por qué Sylvie no le dijo nada de la caja fuerte.
Pero ya es demasiado tarde para preguntárselo. Vacila un instante: a veces es mejor ignorar ciertas cosas porque de todos modos no puedes cambiarlas, piensa, pero también es demasiado tarde para esa reflexión, ya no hay marcha atrás, las cosas han ido demasiado lejos, han muerto demasiadas personas. «¡Vamos, Ethan!» Levanta la tapa: no hay diamantes, oro ni joyas. Y tampoco cartas de amor secretas. En cambio, la caja está medio llena de... Mete la mano y desliza los granos entre los dedos como si fueran arena fina. Debe de ser otra alucinación, no puede ser real. Cierra los ojos. Granos. ¿De maíz? ¿Y si la caja estaba llena y Sylvie se llevó la mitad para hacerlos examinar? ¿Por Frost? ¿Porque lo conocía de la época del doctorado? Pero ¿cómo llegaron los granos a manos del padre de Sylvie? Aún no se lo explica y tampoco por qué los guardó en esa caja fuerte. ¿Pretendía presionar a Edenvalley? Pero ¿por qué motivo? ¿Qué relación tenía con Edenvalley?
Vuelve a meter la mano entre los granos y toca algo anguloso. Es una cadena de oro de grandes eslabones y un colgante: tres triángulos, no, un ángulo y un círculo. La cadena reposa encima de un sobre color crema, sin remitente ni dirección. Ethan lo saca, lo abre y extrae dos hojas de papel color crema. En la parte superior izquierda destaca un ángulo recto dorado y azul con la punta hacia arriba y debajo un círculo abierto en la parte superior.
The Three Poles (Las Tres Columnas)
Sabiduría — Poder — Belleza
Porque para alcanzar la perfección, toda obra requiere estas columnas. La sabiduría la proyecta, el poder la lleva a cabo y la belleza la adorna.
Los masones de la logia The Three Poles reivindican la dignidad, la libertad y la autodeterminación de las tradiciones de su alianza, organizadas en bien del ser humano. Preservar dicho legado y determinarlo nuevamente ante los desafíos del presente en cuanto al pensamiento y la acción es el principal objetivo del trabajo masónico.
La Logia está abierta a las ideas y a los hombres y mujeres de todas las clases sociales. A partir de los principios que representa, la Logia vincula a personas de diversas convicciones ideológicas, religiosas y políticas y así cumple con los «Antiguos Deberes» que le han sido encomendados.
Los miembros de la logia The Three Poles reivindican el humanismo, la fraternidad, la tolerancia, el amor a la paz y la justicia social.
Saben cuán importante es mantener vivos dichos valores en el presente, darles contenido, defenderlos de sus enemigos e imponerlos en la vida cotidiana.
The Three Poles no apoya programas políticos ni participa en debates relacionados con la política de partidos.
La Logia es un lugar dedicado a la información y la reflexión conjunta, con el fin de crear una base para la acción personal y responsable.
Los miembros de la logia masónica The Three Poles emprenden una búsqueda de la verdad en común superando prejuicios, desarrollando una sensibilidad para los problemas de la época y esforzándose por encontrar una solución.
Una vida sensata se basa en un saber acerca del mundo y unos principios en cuanto a la acción. The Three Poles proporciona orientación a sus miembros basándose en el humanismo, la fraternidad, la tolerancia, el amor a la paz y la justicia social.
La Logia es una asociación formada por representantes de la ciencia, la cultura, los negocios y la política. Fue fundada en 1973 por Frank J. Milward con el fin de crear un futuro para la humanidad que merezca la pena ser vivido. La Logia piensa y trabaja en un contexto global y se opone a las ideas y la acción monocausales y a corto plazo.
En tiempos de acontecimientos y cambios complejos, la Logia se considera un líder de la sociedad.
El ángulo y el círculo aparecían en uno de sus libros anteriores. Signos de los masones. «Justicia y orden, porque sobre éstas se edifica la sociedad.» Sabiduría, poder y belleza. Su libro se titulaba
El encuentro.
Tras dos años, las ventas se redujeron a cero. Trataba de dos matrimonios que se conocen en un pueblo de la Bretaña, emprenden excursiones juntos y flirtean entre ellos, hasta que la pareja que se mudó de la ciudad se da cuenta de que la otra la manipula y los enfrenta. En cierto momento, las llamativas cadenas con el ángulo y el círculo que lleva la otra pareja llaman la atención de los habitantes de la ciudad, y también que el motivo que decora su casa no es un reloj de sol sino un sol con un ángulo y un círculo: los signos de una logia masónica.
En ese libro no había asesinatos ni horrores, trataba del control, del poder y el sentimiento de superioridad, de cómo los seres humanos tratan de manipular a los demás. Al final, la pareja que vivía en la ciudad regresa a ésta.
Ethan vuelve a guardar las hojas en el sobre y después en el bolsillo interior de su chaqueta junto con la cadena, se llena ambos bolsillos de granos de maíz y mete la caja en su compartimento. Control y poder... ¿Acaso ése era el secreto de Vincent? Y ¿qué sabía Sylvie?