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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

La taberna (30 page)

BOOK: La taberna
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—Aún no he visto más que dos veces mis cinco francos —dijo mamá Coupeau.

—¿Qué se apuesta a que el mes que viene inventan otra historia?… Ahí tiene la explicación del por qué tapan su ventana a cal y canto cuando comen un conejo. ¿No le parece que eso da derecho a decirles: «Ya que coméis conejo, bien podíais darle los cinco francos a vuestra madre?». ¿Qué hubiese sido de usted si yo no la traigo a vivir con nosotros?

Mamá Coupeau bajó la cabeza. Aquel día con motivo de la gran comida que los Coupeau daban en su casa, estaba decididamente en contra de los Lorilleux. Le gustaba la cocina, las charlas alrededor de las cacerolas, la casa revuelta por los banquetes de los días de fiesta. Además, de ordinario, ella se entendía a las mil maravillas con Gervasia. Había días, sin embargo, en que las cosas no marchaban tan tranquilas, como sucede en todas las casas, y entonces la anciana rezongaba, creyéndose horriblemente desgraciada por tener que vivir a merced de su nuera. En el fondo, no podía menos de guardar cierta ternura para la señora Lorilleux; después de todo, era su hija.

—¿Qué no? —repetía Gervasia—. ¿Estaría usted tan gorda en su casa? Y nada de café, ni tabaco, ni golosina alguna… Dígame, ¿le habrían puesto dos colchones en su cama?

—Seguramente, no —respondió mamá Coupeau—. Cuando vayan a entrar me colocaré en frente de la puerta para ver la cara que ponen.

La cara de los Lorilleux les regocijaba de antemano. Pero ahora no se trataba de quedarse allí plantadas, mirando a la mesa. Los Coupeau habían almorzado muy tarde, casi a la una, con un poco de embutido, porque los tres hornillos estaban ya ocupados, y además no querían ensuciar la vajilla preparada para la noche. A las cuatro de la tarde, ambas mujeres se encontraban en el apogeo de su actividad. El pato se asaba en un hornillo colocado en el suelo, contra la pared, al lado de la ventana abierta. La víctima era tan enorme que había sido preciso emplear la fuerza para meterla en el asador. Agustina, la bizca, sentada, en un banquito, recibiendo de lleno el calor del hornillo, rociaba gravemente al pato con una cuchara de mango largo. Gervasia se ocupaba de los guisantes con tocino. Mamá Coupeau, con la cabeza trastornada en medio de tanta fuente, daba vueltas, esperando el momento de ponerse a calentar el lomo y la ternera. Hacia las cinco comenzaron a presentarse los invitados. Primero llegaron las dos obreras, Clemencia y la señora Putois, endomingadas, la primera con un traje azul y la segunda con uno negro. Clemencia llevaba un geranio y la señora Putois un heliotropo, y Gervasia, con las manos llenas de harina echadas hacia atrás, tuvo que aplicarles dos sonoros besos. A continuación entró Virginia, como una gran señora, con un traje de muselina estampada, con un echarpe y un sombrero, aunque no había tenido más que hacer que cruzar la calle. Traía una maceta de claveles rojos. Abrazó fuertemente a la planchadora. Por último aparecieron los Boche, con una maceta de pensamientos él, y su señora con otra de resedá; la señora Lerat con un toronjil, cuya maceta había ensuciado su vestido de merino violeta. Toda esta gente se abrazaba, se amontonaba en el cuarto, en medio de los tres hornillos y del pequeño, donde se asaba el pato, que despedían un calor asfixiante. Los ruidos de las frituras apagaban las voces. Uno de los vestidos, que se enganchó en el asador, causó una gran emoción. Tan bien olía el pato que las narices se dilataban. Y Gervasia, muy amable, daba las gracias a todos por sus flores, sin dejar por esto de preparar la ternera. Había colocado los tiestos en la tienda, a un extremo de la mesa, sin despojarlos de su collarín de papel blanco. Un dulce perfume de flores se mezclaba al olor de la cocina.

—¿Necesitas ayuda? —preguntó Virginia—. ¡Cada vez que pienso que estás trabajando desde hace tres días para prepararlo todo y que nos lo vamos a comer en un santiamén!

—¡Vaya! No podría hacerse por sí solo —contestó Gervasia—. Pero no te ensucies las manos. Ya ves, todo está a punto. No falta más que la sopa…

Empezaron todos a ponerse cómodos. Las señoras dejaron sobre la cama los chales y los sombreros, luego levantaron sus faldas, sujetándolas con alfileres para no mancharlas. Boche, que había mandado a su mujer para que cuidase de la portería hasta la hora de cenar, empujaba a Clemencia hacia el rincón del fogón, preguntándole si tenía cosquillas; y Clemencia jadeaba, se retorcía, se apelotonaba, con el pecho estallando fuera del corsé, pues la sola indicación de las cosquillas le hacía correr un estremecimiento por todo el cuerpo. Las otras mujeres, con el fin de no molestar a las cocineras, acababan de pasar a la tienda, donde se quedaban arrimadas a la pared, enfrente de la mesa; pero como la conversación no se entendía claramente por estar la puerta abierta, cada momento entraban al interior, invadían la habitación, daban voces y rodeaban a Gervasia, que se olvidaba de contestarlas, con su cuchara humeante en la mano. Todas reían y decían cosas fuertes. Como Virginia dijera que hacía dos días que no comía para hacer hueco, la sucia Clemencia se creyó obligada a soltar otra más gorda; ella se había hecho el hueco dándose una lavativa por la mañana a estilo inglés. Entonces, Boche dio una solución para digerir en seguida, que consistía en apretarse contra una puerta después de cada plato; también esto lo practicaban los ingleses, y permitía comer durante doce horas seguidas sin fatigar el estómago. La cortesía quiere que se hagan los honores a la comida, cuando uno está invitado, ¿no es así? No se presentan a la mesa ternera, cerdo, y pato, para que se lo coman los gatos. ¡Oh! la patrona podía estar tranquila: le iban a dejar todo tan limpio que no tendría necesidad de lavar la vajilla al día siguiente. Y a la concurrencia parecía abrírsele el apetito acercándose a oler por encima de las cazuelas y del asador. Las mujeres acabaron por echárselas de niñas jugando a empujarse, corriendo de una pieza a la otra y haciendo temblar el suelo, removiendo y arrastrando los olores de la cocina con sus faldas en medio de un estrépito ensordecedor, donde las risas se mezclaban al ruido del machete de mamá Coupeau, que picaba el tocino.

Goujet apareció en el preciso momento en que todo el mundo saltaba gritando y divirtiéndose. No se atrevía a entrar, intimidado, con un hermoso rosal blanco en los brazos, una planta magnífica, cuyo tallo subía hasta su cara y mezclaba las flores con su barba rubia. Gervasia corrió hacia él con las mejillas enrojecidas por el calor de los hornillos. Él no sabía cómo desembarazarse del tiesto, y así que ella lo cogió de sus manos, se puso a tartamudear, sin atreverse a besarla. Tuvo que ser ella quien le presentara la mejilla, y tan turbado estaba Goujet que la besó sobre el ojo, tan rudamente que poco faltó para que la dejara sin él. Los dos se quedaron temblorosos.

—¡Oh, señor Goujet, qué hermoso es! —dijo ella colocando el rosal al lado de las otras flores, sobre las que se destacaba luciendo su penacho de follaje.

—No, no lo es —repetía él sin acertar a decir otra cosa.

Y cuando, después de lanzar un ruidoso suspiro, se repuso un poco, dijo que no habría que contar con su madre, porque se lo impedía la ciática. Gervasia se quedó muy contrariada, pues quería a todo trance que la señora Goujet probase el pato, por lo que habló de apartar un pedazo a un lado para que se lo llevaran. Ya no esperaban a nadie más. Coupeau debía estar paseando por el barrio con Poisson, a quien había ido a buscar después de comer; no tardarían en venir, pues prometieron solemnemente estar en casa a las seis. Como la sopa se hallaba casi a punto, Gervasia llamó a la señora Lerat para decirle que ya había llegado el momento de subir a buscar a los Lorilleux. La señora Lerat tomó un aspecto muy grave: ella fue quien preparó todo para reconciliar a los dos matrimonios. Se puso su chal y su cofia, y subió erguida como un rábano y dándose importancia. Allí quedó la planchadora dando vueltas a la sopa de pasta de Italia, sin decir una palabra. Los convidados, bruscamente serios esperaban con solemnidad.

La señora Lerat llegó la primera; había dado la vuelta por la calle, para dar más realce a la reconciliación. Abrió de par en par la puerta de la tienda sosteniéndola por el picaporte, mientras que la señora Lorilleux, con vestido de seda, se paraba en el umbral. Todos los invitados se pusieron de pie, y Gervasia avanzó, besó a su cuñada como estaba convenido, y dijo:

—Vamos, entrad. Se terminó, ¿no es cierto? Seremos buenas amigas.

La señora Lorilleux respondió:

—Lo que deseo es que esto dure toda la vida.

Cuando entró la mujer, Lorilleux se paró igualmente en la puerta, esperando que lo besaran antes de entrar a la tienda. Ni uno ni otro llevaban flores; no había querido hacerlo, para que no pareciera que se sometían demasiado a la Banban si ya el primer día le llevaban un regalo. Gervasia llamaba a Agustina para que trajese dos botellas, y a continuación, en un extremo de la mesa, llenó los vasos de vino a todo el mundo; cada uno tomó un vaso y lo bebieron por la buena amistad de la familia. Se hizo el silencio, la concurrencia bebía, las señoras empinaban el codo, de un golpe, hasta la última gota.

—No hay nada mejor antes de la sopa —declaró Boche con un chasquido de lengua—. Desde luego, es mucho mejor que una patada en el trasero. Mamá Coupeau se había colocado enfrente de la puerta para ver la cara que ponían los Lorilleux. Tiró de la falda a Gervasia y se la llevó a la pieza del fondo. Y las dos, inclinadas sobre la sopa, charlaron con viveza, en voz baja.

—¡Eh! ¿Qué tal? —dijo la anciana—. Tú no has podido verles bien, pero yo estaba en acecho… Cuando ella vio la mesa, ¡qué hocico puso! Su cara se retorció así, y las comisuras de la boca le llegaban hasta los ojos. En cuanto a él, por poco no se ahoga, se puso a toser… Mira, míralos ahora, no les queda ni saliva y se muerden los labios.

—¡Qué pena que haya gentes tan envidiosas! —murmuró Gervasia.

En verdad los Lorilleux tenían una manera de ser especial. A nadie le gusta verse humillado, sobre todo entre familia; cuando unos triunfan los otros rabian, es natural. Pero se contienen y no se dan espectáculos. ¡Hay que ver! Los Lorilleux no podían resistir. Era más fuerte que ellos, tenían la mirada atravesada y la boca torcida. Tan claro se veía, que los demás invitados le miraban y preguntaban si se sentían indispuestos. No podrían digerir nunca la mesa con sus catorce cubiertos, su mantel blanco y sus rebanadas de pan cortadas de antemano. Podría pasar muy bien por un restaurante de los bulevares. La señora Lorilleux dio la vuelta, bajó la vista para no mirar a las flores y disimuladamente tocó el mantel, atormentada por la idea de que debía ser nuevo.

—¡Ya estamos! —dijo Gervasia, reapareciendo sonriente con los brazos al aire y sus cabellos rubios revoloteando por la frente.

Los invitados golpearon con los pies alrededor de la mesa. Todos tenían hambre y bostezaban ligeramente como aburridos.

—Si el patrón viniera empezar —dijo la planchadora.

—¡Bueno estaba! Ya tendría tiempo la sopa de enfriarse —dijo la Lorilleux—. Coupeau se olvida siempre de todo. Mejor sería que no se hubiera movido de casa.

Eran ya las seis y media. Todo ardía; el pato estaría demasiado cocido. Entonces Gervasia, desolada, habló de enviar a alguien por todo el barrio para buscarle. Y como Goujet se ofreciera, ella quiso ir con él; Virginia, inquieta por su marido, los acompañó. Los tres, sin sombrero, ocupaban toda la acera. El herrero, en su levita, llevaba a Gervasia de su brazo izquierdo y a Virginia del derecho: iba en jarras, decía él; y la palabra les pareció tan divertida que tuvieron que pararse muertas de risa. Se miraron en el espejo del salchichero y les hizo más gracia todavía. Al lado de Goujet todo de negro, las dos mujeres parecían pajaritas pintadas: la costurera con su vestido de muselina sembrada de ramitos de color rosa, y la planchadora con una batita de percal blanco con lunares azules, las muñecas al aire, y un pañuelito de seda gris anudado al cuello. Todo el mundo se volvía para verlos pasar, tan alegres, tan frescos, tan endomingados en un día de trabajo, empujando a la muchedumbre que llenaba la calle de Poissonniers en la tibia tarde de junio. Pero no se trataba de bromas. Iban derechos a la puerta de cada taberna, alargaban la cabeza y buscaban en el interior. ¿Pero este animal de Coupeau habría ido a beber al Arc-de-Triomphe? Ya habían recorrido la parte alta de la calle, mirando en los mejores sitios: en la Petit Civette, renombrada por sus ciruelas; en casa de la tía Baquet, que vendía el vino de Orleans a cuarenta céntimos; en el Papillon, el sitio de reunión de los cocheros, gente de gusto delicado. Pero Coupeau no aparecía. Cuando bajaban hacia el bulevar, al pasar por la puerta de Francisco el tabernero, Gervasia lanzó un débil grito:

—¿Qué pasa? —preguntó Goujet.

La planchadora no se reía ya. Se había quedado blanca y tan emocionada que por poco se cae. Virginia comprendió en seguida, al ver en la casa de Francisco, sentado en una mesa a Lantier, que comía tranquilamente. Las dos mujeres arrastraron al herrero.

—Me he torcido un pie —dijo Gervasia, cuando pudo hablar.

Por fin, al final de la calle, descubrieron a Coupeau y a Poisson en la taberna del tío Colombe. Estaban de pie, en medio de un montón de hombres. Coupeau, con su blusa gris, gritaba con gestos furiosos y puñetazos en el mostrador; Poisson, que ese día estaba franco de servicio, embutido en un viejo paletó marrón, le escuchaba con la cara descolorida y silenciosa, retorciendo su perilla y sus mostachos rojos. Goujet dejó a las señoras en el borde de la acera y se acercó a dar una palmada al plomero. Pero cuando este último vio a las mujeres fuera se enfadó. ¿Qué demonios le querían hembras de semejante laya? ¿A qué venían? Pues bien, no se movería de allí, podían comer sus porquerías solas. Para calmarlo fue preciso que Goujet aceptara una ronda, y, aun así, tuvo la mala intención de esperar cinco largos minutos ante el mostrador. Cuando por fin salió, dijo a su mujer:

—Esto no me gusta… Me quedo dónde me da la gana… ¿Lo oyes?

Ella no dijo nada. Estaba temblorosa. Había hablado de Lantier con Virginia, pues ésta empujó a su marido y a Goujet, diciéndoles que fueran delante. Las dos mujeres se pusieron en seguida una a cada lado del plomero, para distraerle e impedirle que viera. Más aturdido estaba Coupeau de haber charlado que de haber bebido. Por llevarles la contraria, al darse cuenta de que querían conducirle por la acera izquierda les dio un empujón y pasó por la derecha. Se azoraron y quisieron tapar la puerta de Francisco, pero Coupeau debía saber que estaba allí Lantier y gruñó:

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