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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

La taberna (38 page)

BOOK: La taberna
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Hacia los primeros días de noviembre, Coupeau hizo una escapatoria que acabó de una manera desagradable para él y para los demás. Había encontrado trabajo la víspera. Lantier, esta vez, estaba animado de las mejores intenciones; ensalzaba el trabajo, diciendo que ennoblece al hombre. Incluso por la mañana se levantó muy temprano y quiso acompañar a su amigo al taller, solemnemente, honrando en él al obrero verdaderamente digno de ese nombre. Pero cuando llegaron a la
Petite Civette
, que abría en ese momento, entraron a tomar un vasito, nada más que uno, con el solo fin de brindar juntos por la firme resolución de una buena conducta. Enfrente del mostrador, en un banco, Bibi-la-Grillade, con la espalda apoyada en la pared, fumaba su pipa, con cara de pocos amigos.

—¡Atiza! Bibi con mala cara —dijo Coupeau—. ¿Estás amoscado, amigo mío?

—No, no —respondió el camarada estirando los brazos—. Son los patrones los que molestan… He despachado ayer al mío… Son todos unos sinvergüenzas y unos canallas…

Y Bibi-la-Grillade aceptó una guinda. Probablemente estaba allí esperando que le convidaran. Sin embargo, Lantier defendía a los patrones; de vez en cuando tienen sus quiebras, ya sabía él algo de eso, pues acababa de salir de los negocios. ¡Buenos estaban los obreros! Siempre de juerga, burlándose del trabajo, plantando al fabricante a la mitad de un encargo y volviendo cuando ya no tienen ni un cobre. Recordaba que había tenido un obrero de Picardía, que tenía la manía de hacerse llevar en coche; sí, en cuanto cobraba su semana, tomaba el coche y no lo soltaba. ¿Aquello estaba bien en un obrero? Bruscamente se puso a atacar a los patrones. ¡Oh!, él veía claro; decía las verdades a cada uno. Una raza de canallas al fin y al cabo, explotadores sin vergüenza, esquilmadores de la humanidad. Él, gracias a Dios, podía dormir con la conciencia tranquila, pues siempre había obrado como verdadero amigo con sus obreros y había preferido no ganar millones como los otros.

—Andando, amigo —dijo dirigiéndose a Coupeau—. Hay que ser formal, sino vamos a llegar tarde.

Bibi-la-Grillade, con los brazos colgando, salió con ellos. Afuera apenas empezaba a apuntar el día, una tenue claridad enturbiada por el cenagoso reflejo del pavimento. Había llovido el día anterior y la temperatura era muy agradable. Acababan de apagar los faroles de gas; la calle, aún en penumbra, se llenaba del sordo rumor de los pasos de los obreros que marchaban hacia París. Coupeau, con su estuche de plomero puesto a la espalda, ofrecía el aspecto de un ciudadano que va a hacer algo una vez por casualidad. Se volvió y preguntó:

—Bibi, ¿quieres contratarte? El patrón me rogó que llevara a algún amigo, si podía.

—Gracias —respondió Bibi-la-Grillade—, estoy de purga. Propónselo a Mes-Bottes, que buscaba ayer dónde meterse… Espera, seguramente está allí dentro.

Y en efecto, al llegar al final de la calle, vieron, a Mes-Bottes en la taberna del tío Colombe. A pesar de lo temprano de la hora, la taberna resplandecía con las ventanas abiertas y el gas encendido. Lantier se quedó en la puerta, recomendando a Coupeau que se diera prisa, pues no les quedaban más que diez minutos.

—¡Cómo!, ¿pero vas a casa de ese animal de Bourguignon? —gritó Mes-Bottes, cuando el plomero le hubo explicado—. No será tan fácil que a mí me encierren en esa caja. Prefiero andar con la lengua fuera hasta el año que viene… Ya verás cómo no paras allí ni tres días; ¡cuando yo te lo digo!

—¿Pero están en mal sitio? —preguntó Coupeau inquieto.

—Lo peor que puedas imaginarte. Siempre tienes al mono a tu espalda con unas pretensiones… La patrona trata siempre de borracho a todo el mundo, y además está prohibido escupir… Les he enviado a freír espárragos desde el primer día.

—Bueno, ahora que estoy prevenido, creo que no podré estar allí ni un momento…; pero voy a probar esta mañana, y si el patrón me molesta, lo agarro y lo siento sobre su mujer, ya sabes, pegados como un par de lenguados.

El plomero sacudía la mano del compañero para darle las gracias por sus buenos informes; ya se iba, cuando Mes-Bottes se enfadó. ¡Rayos!, ¿pero por causa de Bourguignon no iban a echar un traguito juntos? ¿Pero es que ya no había hombres? Bien podía esperar cinco minutos el mono. Lantier aceptó la ronda y entró, quedándose los cuatro obreros de pie ante el mostrador. Entretanto, Mes-Bottes, con sus zapatos sin tacones, la blusa llena de manchas y la gorra aplastada sobre el occipucio, chillaba fuerte y lanzaba miradas de amo y señor, alrededor de la taberna. Acababa de ser proclamado emperador de los borrachos y rey de los cerdos, por haberse comido una ensalada de escarabajos vivos y mordido un gato muerto.

—Oiga usted, ¡especie de Borgia! —gritó al tío Colombe—, dénos la dorada de sus orines de asno, número uno.

Y no bien hubo llenado los cuatro vasos el tío Colombe, pálido y tranquilo en su jersey azul, cuando ya se los habían bebido de un trago, para no dejar que se evaporase el líquido.

—Esto siempre hace bien por donde moja —murmuró Bibi-la-Grillade.

Pero aquel animal de Mes-Bottes no dejaba de contar cosas chistosas. El viernes estaba tan borracho que sus camaradas le habían pegado la pipa en la boca con un puñado de yeso. Otro se hubiera, puesto hecho una fiera, pero él hinchaba el pecho y se pavoneaba.

—¿Van a tomar más estos señores? —preguntó el tío Colombe con su voz pastosa.

—Sí, una ronda más —dijo Lantier—. Ahora me toca a mí.

Luego se pusieron a hablar de las mujeres. Bibi-la-Grillade, el domingo último, había llevado a su amor a Montrouge, a casa de una tía. Coupeau pidió noticias de
La melle des Indes
, una planchadora de Chaillot, conocida en el establecimiento. Iban a beber, cuando Mes-Bottes, violentamente llamó a Goujet y a Lorilleux, que pasaban por allí. Estos se acercaron a la puerta, pero no quisieron entrar. El herrero no sentía necesidad de tomar nada, y el cadenista, pálido y tiritando, estrechaba en su bolsillo las cadenas de oro que llevaba; tosía y se excusaba, diciendo que una sola gota de aguardiente le ponía hecho una cuba.

—¡Vaya cucarachas! —gruñó Mes-Bottes—. Debían tirarse en un rincón.

Y en cuanto hubo metido la nariz en su vaso, la emprendió con el tío Colombe.

—¡Eh, viejo zorro, has cambiado de botella!… Ya sabes que conmigo no hay que disfrazar el matarratas.

El día iba adelantando, una opaca claridad daba luz a la taberna, cuyo patrón apagaba el gas. Coupeau excusaba a su cuñado por no poder beber, ya que, después de todo, aquello no era un crimen. Incluso aprobó a Goujet, diciendo que era una gran suerte no tener nunca sed. Hablaba de ir a trabajar, cuando Lantier vino a darle una lección con sus pretensiones de hombre de altura: tenía que pagar su ronda antes de marcharse; no se dejaba a los amigos como un belitre, ni aun para irse al trabajo.

—¿Es que nos va a fastidiar mucho tiempo con su trabajo? —gritó Mes-Bottes.

—¿Le toca al señor? —preguntó el tío Colombe a Coupeau.

Este pagó su vez, pero cuando le llegó el turno a Bibi-la-Grillade, se inclinó al oído del patrón, quien se negó con un lento movimiento de cabeza. Mes-Bottes comprendió y se puso a insultar a aquel cicatero del tío Colombe. ¡Pero, cómo! ¡Un bribón de su calaña se permitía malos modales con un camarada!… Todos los taberneros hacían la vista gorda. Era preciso venir a los tugurios para ser insultado de ese modo. El patrón permanecía tranquilo, balanceándose sobre sus gruesos puños, sobre el mostrador, repitiendo cortésmente:

—Préstele dinero al señor, eso será mucho más sencillo.

—¡Ira de Dios! Claro que se lo prestaré —chilló Mes-Bottes—. ¡Toma, Bibi, tírale el dinero a la cara a ese perro!

Lanzado ya, y como se encontrase molesto con el saco que Coupeau llevaba al hombro, continuó dirigiéndose al plomero:

—Pareces un ama de cría. Tira tu zorro. Eso vuelve jorobado a los hombres.

Coupeau dudó un momento y apaciblemente, como si se hubiera decidido después de profundas reflexiones, dejó su saco en tierra, diciendo:

—Es muy tarde. Iré a casa de Bourguignon después de comer. Diré que mi costilla ha tenido cólico… Escuche, tío Colombe, dejo aquí mis herramientas bajo esta banqueta, las recogeré a mediodía.

Lantier aprobó con un movimiento de cabeza, claro está que se debe trabajar, no cabe duda; pero si se encuentra uno con los amigos, la cortesía es ante todo. Un deseo de embriagarse les había ido cosquilleando poco a poco a los cuatro, que, con las manos caídas, se consultaban con la mirada. En vista de que tenían cinco horas libres antes, les entró gran alegría, dándose cachetes y lanzándose a la cara palabras de ternura. Coupeau, sobre todo, aliviado, rejuvenecido, llamaba a los otros «mis viejos amigos». Tomaron una ronda más y después marcharon a la
Puce qui renifle
, pequeño tabernucho, donde había un billar. El sombrerero no puso muy buena cara, porque no era una casa muy limpia: el aguardiente valía allí un franco el litro, cincuenta céntimos una media pinta en dos vasos, y la concurrencia de aquel lugar había hecho tantas porquerías en el billar que las bolas se pegaban. Pero comenzada la partida, Lantier, que tenía un golpe de taco extraordinario, recobró su buen humor, ensanchando su torso y acompañando con un movimiento de caderas cada carambola.

Cuando llegó la hora de almorzar, a Coupeau se le ocurrió una idea. Dio una patada en el suelo, exclamando:

—Hay que ir a buscar a Bec-Salé; yo sé dónde trabaja… Lo llevaremos a comer patitas a la
poulette
a casa de la tía Luisa.

La idea fue acogida con exclamaciones. Sí, Bec-Salé, alias Boit-sans-Soif, tendría ganas de comer patitas a la
poulette
. Se pusieron en marcha. Las calles estaban amarillas, una lluvia menuda caía, pero ellos tenían demasiado calor en su interior para sentir esa ligera rociada sobre sus cuerpos. Coupeau los llevó a la calle Marcadet, a la fábrica de pasadores. Como llegaron una media hora larga antes de la salida, el plomero dio diez céntimos a un chiquillo para que entrase a decir a Bec-Salé que su costilla se encontraba mal y le llamaba con urgencia. El obrero apareció en seguida, balanceándose, con aspecto tranquilo y olfateando la juerga.

—¡Ah, borrachos! —dijo en cuanto los vio ocultos tras de una puerta—. Me lo había figurado, ¿qué hay para comer?

Mientras chupaban los huesecillos de las patas, en casa de la tía Luisa, volvieron sobre el tema de los patrones. Bec-Salé contaba que en su cárcel había un pedido que corría prisa. ¡Caramba! El mono se ablandaba por momentos, aunque se faltase a la llamada no se enfadaba, y podía darse por contento cuando se volvía. En primer lugar no había peligro de que ningún patrón se atreviera nunca a despedir a Bec-Salé, porque no abundaban mozos de su capacidad. A continuación de las patitas se tragaron una tortilla. Cada uno se tomó su botella de vino. La tía Luisa lo traía de la Auvernia, un vino color de sangre que se podía cortar con el cuchillo. Aquello comenzaba a estar chistoso. La reunión se animaba.

—¿Qué se propone ese diablo de mono con venir a picarme? —gritó Bec-Salé ya a los postres—. Pues no se le acaba de ocurrir poner una campana en su barraca. Una campana está bien para los esclavos…; pues lo que es hoy puede tocar cuánto quiera. Ya pueden caer rayos y porque lo que es yo no vuelvo al yunque. Ya van cinco días que trabajo como un negro, bien puedo tener una compensación. Si me suelta una bronca lo mando a paseo.

—En cuanto a mí —dijo Coupeau dándose importancia—, me veo en la necesidad de dejaros, porque voy a trabajar. He jurado a mi mujer… Divertíos, mi corazón se queda aquí con mis camaradas, bien lo sabéis.

Los demás se burlaban, pero él estaba tan decidido, que todos le acompañaron cuando habló de ir por sus herramientas a casa del tío Colombe. Tomó el saco de debajo de la banqueta y se lo puso delante mientras trasegaba la última copa. Era la una, y la reunión continuaba bebiendo. Entonces Coupeau, con cara de aburrimiento, volvió a poner sus útiles bajo la banqueta; le molestaban, no podía aproximarse al mostrador sin tropezar con ellos. ¡Qué bobada! Ya iría al día siguiente a casa de Bourguignon. Los otros cuatro, que andaban a la greña a propósito de los salarios, no se asombraron cuando el plomero, sin más explicaciones les propuso dar una vueltecita por el bulevar para estirar las piernas. La lluvia había cesado, la vueltecita se limitó a andar doscientos pasos, en hilera, con los brazos caídos; no sabían qué decirse, sorprendidos por el aire y aburridos por encontrarse fuera. Lentamente, sin haberse consultado siquiera con el codo, subieron instintivamente la calle de Poissonniers y entraron en casa de Francisco para tomarse un vasito. Tenían necesidad de esto para ponerse a tono. En la calle se hallaban demasiado tristes, y había tanto barro que ni un guardia municipal podía salir a la puerta. Lantier introdujo a los camaradas en el gabinete, un rincón estrecho ocupado por una sola mesa, separado de la sala general por una mampara de vidrios deslustrados. De ordinario, él, se emborrachaba allí, porque resultaba más decoroso. ¿No se encontraban allí bien los camaradas? Podrían creerse en su casa y hasta echar un sueño con toda comodidad. Pidió el periódico, lo extendió del todo y lo recorrió frunciendo el ceño. Coupeau y Mes-Bottes habían comenzado una partida de
piquet
. Tenían dos botellas y cinco vasos sobre la mesa.

—Vamos a ver, ¿qué es lo que canta ese papel? —preguntó Bibi-la-Grillade al sombrerero.

Este no contestó en seguida y luego, sin alzar la vista, dijo:

—Aquí está la Cámara: he aquí republicanos de a cuatro céntimos. ¡Estos cochinos republicanos de la izquierda! ¿Acaso los nombra el pueblo para relamerse con el agua azucarada? Aquí hay uno que cree en Dios y le hace carantoñas a esa canalla de ministros. Si a mí me nombraran, subiría a la tribuna y diría: ¡Mierda! Nada más, ésta es mi opinión.

—¿No sabéis que Badinguet se ha dado de pescozones con su cara mitad, la otra noche, en presencia de toda la corte? —preguntó Bec-Salé—. ¡Palabra de honor! Por un quítame allá esas pajas. Badinguet estaba bebido.

—¡Dejadnos en paz con vuestra política! —gritó el plomero—. Leed los asesinatos que es mucho más divertido.

Volviendo a su juego, anunciando una tercera al nueve y tres damas, dijo:

—Tengo una tercera a fondo y tres palomas… Los miriñaques no me abandonan.

Vaciaron los vasos, y Lantier se puso a leer en alta voz:

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