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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

La taberna (42 page)

BOOK: La taberna
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Tampoco Lantier se desmejoraba. Se cuidaba mucho y medía su vientre por la cintura del pantalón, con el continuo temor de tener que ajustar o aflojar la hebilla. Se encontraba divinamente, no quería engordar ni adelgazar, por coquetería. Esto le hacía exigente en cuanto a la alimentación, ya que estudiaba todos los platos en modo y forma que no le cambiasen su talle. Hasta cuando no había ni un céntimo en la casa, necesitaba huevos, costillas, cosas nutritivas y ligeras. Desde que compartía la patrona con el marido, se consideraba de la familia; recogía las monedas de un franco que veía por cualquier parte, tratando a Gervasia de mala manera; gruñía, gritaba, pareciendo que estaba más en su casa que en la del plomero. Aquello era una casa con dos amos, y el amo de lance, el más pillo, tiraba hacia sí de la manta y se apoderaba de lo mejor; de la mujer, de la mesa y de todo lo demás. ¡Desnataba a los Coupeau! No se molestaba ya en batir la manteca en público. Nana continuaba siendo su preferida, porque le gustaban las niñas bonitas, ocupandóse cada día menos de Esteban, porque los muchachos, según él, debían aprender a desenvolverse. Cuando alguien iba a preguntar por Coupeau, encontrábale siempre allí, en chancletas, en mangas de camisa, saliendo de la trastienda con el aburrido semblante de un marido a quien se molesta; contestaba por Coupeau, diciendo que igual daba uno que otro.

Entre aquellos dos caballeros, Gervasia no se divertía todos los días. A Dios gracias no tenía por qué quejarse de su salud. También ella estaba engordando. Pero eso de llevar dos hombres a la espalda, dos hombres a quienes cuidar y contentar, sobrepasaba sus fuerzas a menudo. Con un marido basta y sobra. Lo peor era que ellos se entendían muy bien. Nunca disputaban, y andaban de broma por la noche después de la cena, acodados en el borde de la mesa; durante todo el día estaban restregándose el uno con el otro, como los gatos que buscan y cultivan su satisfacción. Los días en que volvían furiosos, era sobre ella sobre la que descargaban sus iras. ¡Siga la juerga, y palos al borrico! Ella tenía buenas espaldas; chillar todos a un tiempo les hacía mejores camaradas. ¡Cuidadito con que ella se desmandara! Al principio, cuando el uno gritaba, ella suplicaba al otro con el rabillo del ojo, como para pedirle una palabra amable. Sólo que no siempre alcanzaba el resultado apetecido. Sufría con paciencia, encogía sus gruesas espaldas, comprendiendo que se divertían empujándola de acá para allá; tan redonda se había puesto, que era una verdadera bola. Coupeau, hombre muy mal hablado, la trataba con palabras abominables. Lantier, por el contrario, escogía sus necedades, rebuscando las palabras que a nadie se le ocurrían y que la herían más todavía. Felizmente uno se acostumbra a todo; las malas palabras, las injusticias de los dos hombres, acabaron por resbalar sobre su fina piel como por un hule. Había llegado, incluso, a preferirles encolerizados, porque las veces en que se las daban de finos la molestaban mucho más, siempre detrás de ella, no dejándola planchar ni una cofia tranquilamente. Entonces le pedían platitos delicados; tenía que poner sal y no ponerla, decir blanco y decir, negro, mimarlos y acostarlos, uno tras otro, entre algodones. Al cabo de la semana tenía la cabeza y los miembros molidos, permanecía como atontada, con ojos de loca. Un oficio semejante desgasta a cualquier mujer.

Sí, Coupeau y Lantier la agotaban, esta era la palabra; la quemaban por los dos extremos como una candela. Desde luego, el plomero carecía de instrucción; pero el sombrerero tenía demasiada, o por lo menos, poseía una instrucción como las personas nada limpias tienen una camisa blanca con la suciedad por debajo. Una noche soñó que estaba al borde de un pozo; Coupeau la empujaba de un puñetazo, mientras que Lantier le hacía cosquillas en los riñones para hacerla saltar más de prisa. ¡Pues bien!, aquello era su vida misma. En buena escuela se encontraba; no tenía nada de extraño que se pusiera hecha una vaca. Las gentes del barrio no eran muy justas cuando le reprochaban los malos modales que iba echando; su desgracia no provenía de ella. Muchas veces, cuando reflexionaba, un estremecimiento le recorría toda la piel. A continuación pensaba que las cosas podían haber ido peor todavía. Mejor era tener dos hombres que perder los dos brazos; y encontraba su posición natural, una posición como tantas otras. Trataba de procurarse dentro de eso un poco de felicidad. Lo que probaba lo natural y llano que resultaba aquello, era que no detestaba ya a Coupeau más que a Lantier. En el teatro de la Gaîté había visto, en una comedia, una golfa que, aborreciendo a su marido, lo envenenó por su amante. Ella se había enfadado porque era incapaz de sentir lo mismo en su corazón. ¿No era más razonable vivir los tres en buena armonía? No, no, nada de necedades, eso estropeaba la vida, que, de por sí, no tenía nada de divertida. En fin, a pesar de las deudas, a pesar de la miseria que les amenazaba, se hubiera declarado muy tranquila y muy contenta si el plomero y el sombrerero le hubiesen gritado y pegado menos.

Hacia el otoño, aquello iba de mal en peor. Lantier aseguraba que adelgazaba y que la nariz se le afilaba a cada momento. Rezongaba por todo, armaba escándalos por las cazuelas de patatas, aquella bazofia que él no podía comer, decía, sin que le diera cólico. Ahora las menores peloteras acababan en verdaderas batallas, donde se tiraban los trastos a la cabeza; y no costaba poco trabajo hacer las paces antes de irse cada cual a la cama. Donde no hay harina todo es mohína, ¿no es así? Lantier olfateaba el derrumbamiento; le exasperaba sentir la casa ya comida, y tan limpia de todo, que veía llegar el día en que habría de coger el sombrero y marchar a otro sitio a buscar el cocido. Se encontraba muy bien en sus costumbres, mimado por todo el mundo, verdadero país de ensueño para él, al que no encontraría nunca sustituto. ¡Por la gran!… ¿Puede uno llenarse hasta las orejas y que le queden aún pedazos sobre el plato? Se encolerizaba contra su barriga porque, después de todo, la casa a esta altura estaba toda en ella. Pero él no raciocinaba así; alimentaba un fiero rencor contra los otros, que se habían quedado sin nada en dos años. Verdaderamente, los Coupeau no fueron previsores. Acusó a Gervasia de despilfarradora, ¡Caramba!, ¿qué iba a ser de todos ellos? Precisamente los amigos le abandonaban cuando iba a concluir un soberbio negocio, seis mil francos de sueldo en una fábrica, con lo que podría poner a toda la familia nadando en la abundancia.

Un día de diciembre hicieron como que comían. No había en casa ni un rábano. Lantier, taciturno, salió temprano a corretear las calles, para tratar de encontrar un sitio donde el olor de la cocina le desarrugase el ceño. Se estaba horas enteras reflexionando junto al hornillo. De golpe y porrazo empezó a demostrar una gran amistad por los Poisson. No embromaba ya al guardia municipal llamándole Badinguet; incluso llegaba a concederle que el emperador era un buen muchacho. Sobre todo, parecía sentir gran estimación por Virginia, una mujer con cabeza, decía él, y que seguramente sabría llevar el timón. Bien clara estaba su adulación. Hasta podría pensarse que quería tomar pensión en su casa. Pero había una maniobra de doble fondo, mucho más complicada que esto. Habiéndole comunicado Virginia su deseo de establecerse, siempre andaba dando vueltas a su alrededor, diciendo que su proyecto era magnífico. Sí, desde luego, ella había nacido para el comercio, era buena moza, agradable, activa. Seguro que ganaría lo que quisiera. Puesto que el dinero estaba a punto desde hacía mucho tiempo —la herencia de una tía—, le sobraba razón para dejar los cuatro vestidos que cosía en cada estación y para lanzarse a los negocios; citaba personas que estaban en camino de hacer fortuna, la frutera de la esquina de la calle, la del comercio de porcelana y loza del bulevar exterior, pues el momento era soberbio; se podrían vender hasta las barreduras de los mostradores. Sin embargo, Virginia dudaba; quería alquilar una tienda en el mismo barrio; no se decidía a abandonarlo. Entonces Lantier la llevó a un rincón y estuvo charlando con ella en voz baja durante diez minutos. Parecía imponerle algo a la fuerza, a lo que ella no decía que no; más bien entreveíase que lo autorizaba a obrar. Era como un secreto entre ellos, acompañado de guiños de ojos, palabras rápidas, una sorda maquinación, en fin, que se dejaba ver hasta en sus apretones de manos. Desde este momento el sombrerero, mientras comía su pan seco, acechaba a los Coupeau y los aturdía con su palabrería y sus continuas lamentaciones. Durante todo el día, Gervasia andaba entre esta miseria que él se complacía en hacer ostensible. Él no hablaba por sí mismo, ¡Dios lo libre! Sabría morirse de hambre entre sus amigos hasta que ellos quisieran. Únicamente que la prudencia indicaba que se dieran cuenta a tiempo de la situación. Debían por lo menos quinientos francos en el barrio; al panadero, al carbonero, a la tienda de comestibles y a todo el mundo. Además, se encontraban sin pagar dos meses de casa, lo que ascendía a la suma de doscientos cincuenta francos. El propietario, señor Marescot, hablaba incluso de expulsarles, si no le pagaban antes del primero de enero. Por último, el Monte de Piedad se había comido todo, y no podrían llevar ya ni tres francos de baratijas, puesto que la limpia de la casa era total; no quedaban más que los clavos en las paredes, unas dos libras a quince céntimos. Gervasia, petrificada al oír tales cosas, se enfadaba y daba puñetazos en la mesa, o terminaba llorando como una idiota. Una noche dijo:

—Sería mucho mejor ceder el local si se encontrara quien lo quisiera —dijo cazurramente Lantier—. Si los dos os decidís a dejar la tienda…

Ella le interrumpió violentamente:

—¡En seguida, en seguida!… Menudo peso se me quitaría de encima.

El sombrerero, entonces, se presentó la mar de práctico. Cediendo el local, se obtendría, sin duda, que el nuevo inquilino abonase los dos meses de retraso. Se arriesgó a hablar de los Poisson, diciendo que buscaban una tiendecita y que seguramente les convendría. Recordaba haberles oído decir que les gustaría una tienda semejante. Pero la planchadora, al oír nombrar a Virginia, había recuperado su calma súbitamente. Ya vería; cuando montaba en cólera tiraba todo por los aires, pero en cuanto reflexionaba, la cosa no parecía tan fácil.

Los días siguientes Lantier tuvo buen cuidado en recomenzar sus letanías, pero Gervasia respondía que se había visto más baja y había podido salir con bien. ¡Buena cosa haría en cuanto se quemara sin la tienda! Se le acabaría el pedazo de pan. Iba, por el contrario, a tomar obreras y hacerse una nueva clientela. Hablaba así para escapar a las argumentaciones del sombrerero, que la hacía ver su miseria, aplastada bajo los gastos, sin la menor esperanza de subir, de rehacerse. Pero tuvo la torpeza de pronunciar otra vez el nombre de Virginia y entonces su terquedad subió de punto. ¡No, no, nunca! Ya no había dudado nunca del corazón de Virginia: si Virginia ambicionaba la tienda era para humillarla. Habría cedido el local a la primer mujer que encontrara en la calle antes que a esa hipocritona que, seguramente, estaba esperando hacía años dar el salto. Esto lo explicaba todo. Ahora comprendía bien por qué echaban chispas los amarillos ojos de gato de aquella p… Sí, Virginia guardaba en su conciencia la escena del lavadero, conservaba su rencor en las cenizas. Obraría prudentemente guardando su rescoldo entre cristales, si no quería recibir una segunda paliza. Y la cosa no tardaría, por lo que podría ir preparando el trasero. Lantier, ante este desbordamiento de dicterios, empezó por meterse con la misma Gervasia; la llamó cabeza de chorlito, parlanchina, señora Fuguillas, y se lanzó hasta llegar a tratar a Coupeau de calzonazo, acusándole de no saber obligar a su mujer a que respetara a un amigo. Pero, en seguida, comprendiendo que la cólera lo iba a echar todo a perder, juró que no se ocuparía nunca más de las cosas de los otros, pues siempre salía uno mal parado; y, en efecto, pareció no ocuparse más de la cesión de la casa y quedó acechando una nueva ocasión para volver a la carga y convencer a la planchadora.

Con el mes de enero llegó un tiempo malo, húmedo y frío. Mamá Coupeau, que había tosido y estuvo ahogándose durante todo diciembre, tuvo que meterse en la cama después de Reyes. Aquella era su maldición y, como de costumbre, la esperaba cada invierno. Según decían, no pasaría de éste más que con los pies por delante; tenía, en verdad, un raro estertor que llamaba al coche fúnebre por momentos, a pesar de su gordura, con un ojo medio cerrado y con media cara torcida. A punto fijo, sus hijos no habrían acabado con ella; tan pesada, estaba y arrastraba su enfermedad desde tan largo tiempo que, en el fondo, deseaban su muerte, como una liberación para todos. Hasta para ella misma sería mejor, pues ya había vivido lo suficiente, y cuando se ha vivido sus años no hay nada que echar de menos. El médico, a quien llamaron una vez, no había vuelto. Le daban tisana, como por no abandonarla completamente. A cada momento entraban a ver si vivía aún; no hablaba ya, tal era su ahogo; pero con el ojo que le quedaba sano, vivo y claro, miraba con fijeza a las personas, ¡y eran tantas las cosas que se leían en aquel ojo! Añoranzas de su juventud, tristeza por ver a los suyos tan solícitos para desembarazarse de ella, rabia contra aquella viciosa de Nana, que ya no se ocultaba al ir por la noche, a atisbar, en camisa, por la puerta vidriera.

Un lunes por la noche, Coupeau entró bebido. Desde que su madre estaba en peligro de muerte, vivía enternecido continuamente. Cuando se acostó, roncando con los puños cerrados, Gervasia dio algunas vueltas aún por la tienda; velaba a mamá Coupeau una parte de la noche. Además, Nana se mostraba muy valiente, durmiendo todos los días cerca de la vieja, y decía que si la sentía morir avisaría a todo el mundo. Aquella noche, como quiera que la pequeña dormía y que la enferma daba cabezadas apaciblemente, la planchadora acabó por ceder a los requerimientos de Lantier, que la llamaba desde su cuarto, aconsejándole que fuese a reposar un poco. Se quedaron únicamente con una vela encendida, que pusieron en el suelo detrás del armario. Pero a eso de las tres, Gervasia saltó bruscamente de la cama tiritando y como presa de una gran angustia. Creyó sentir un hálito frío que le recorría el cuerpo. El cabo de vela se había gastado, y tenía que anudarse las enaguas en la oscuridad, aturdida, con las manos calenturientas; una vez en la pieza, después de haber tropezado con todos los muebles, pudo encender una lamparita. En medio del abrumador silencio de las tinieblas, únicamente los ronquidos del plomero ponían dos notas graves. Nana, tendida boca arriba, exhalaba un débil suspiro entre sus gruesos labios. Gervasia, que había bajado la lámpara que hacía bailotear a las sombras, iluminó la cara de mamá Coupeau, y la vio completamente blanca, con la cabeza echada sobre un hombro y con los ojos abiertos. Mamá Coupeau había muerto.

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