La tercera mentira

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Authors: Agota Kristof

Tags: #Drama, #Belico

BOOK: La tercera mentira
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En La tercera mentira, pasados los horrores de la guerra y los años negros del régimen de plomo, la autora construye una historia que nos enfrenta a la imposibilidad de alcanzar una verdad duradera.

Agota Kristof

La tercera mentira

Claus y Lucas - 3

ePUB v1.0

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18.04.12

Título original francés:

Le troisième mensonge © Editions du Seuil, 1991

©Traducción: Roser Berdagué Costa, 1993, 2007

Primera parte

Estoy en la cárcel de la ciudad donde pasé mi niñez. No es una verdadera cárcel, es una celda del edificio de la policía local, un edificio que es una casa más del pueblo, una casa de un solo piso.

La celda debió de ser en otro tiempo una lavandería, la puerta y la ventana dan al patio. Los barrotes de la ventana fueron colocados más tarde en la parte interior para que fuera imposible alcanzar el cristal y romperlo. En un rincón, detrás de una cortina, está el retrete. Arrimada a una de las paredes hay una mesa y cuatro sillas atornilladas al suelo y en la pared de enfrente cuatro camas abatibles. Tres de ellas están bajadas.

Estoy solo en la celda. En esta ciudad hay pocos delincuentes y, cuando aparece alguno, lo trasladan inmediatamente a la ciudad vecina, cabeza de partido de la región, a veinte kilómetros de aquí.

No soy un delincuente. Si estoy aquí es porque no tengo los papeles en regla y mi visado está caducado. Además, he contraído deudas.

Por la mañana mi guardián me trae el desayuno: leche, café y pan. Tomo un poco de café y me ducho. El guardián termina su desayuno y me limpia la celda. La puerta permanece abierta y, si quiero, puedo salir al patio. El patio está rodeado de una tapia cubierta de hiedra y de una parra silvestre. Detrás de uno de esos muros, el de la izquierda saliendo de la celda, está el patio de recreo de una escuela. Oigo las risas de los niños, los oigo jugar y chillar durante el recreo. La escuela ya existía cuando yo era niño, me acuerdo muy bien, aunque no fui a ella, pero entonces la cárcel estaba en otro sitio, me acuerdo también porque una vez estuve en ella.

Una hora por la mañana y una hora por la tarde camino por el patio. Es una costumbre que adquirí en la infancia cuando, a los cinco años, tuve que aprender de nuevo a caminar.

Esto molesta a mi guardián, ya que entonces no hablo ni oigo ninguna pregunta.

Los ojos clavados en el suelo y las manos enlazadas a la espalda, camino rodeando la tapia. El suelo está empedrado y en los intersticios de las piedras crece la hierba.

El patio es prácticamente cuadrado: quince pasos de largo por trece de ancho. Suponiendo que mis pasos midan un metro, la superficie del patio tendría ciento noventa y cinco metros cuadrados. Es evidente, sin embargo, que mis pasos son más cortos.

En el centro del patio hay una mesa redonda con dos sillas de jardín y, arrimado a la pared del fondo, un banco de madera.

Sentado en este banco contemplo gran parte del cielo de mi niñez.

El primer día que estuve aquí la dueña de la librería vino a visitarme y me trajo mis efectos personales y un potaje de verduras. Desde entonces ha venido todos los días, a eso de mediodía, siempre con su potaje. Le tengo dicho que estoy bien alimentado, que el guardián me trae del restaurante de enfrente una comida completa dos veces al día, pero ella sigue presentándose con su potaje. Tomo un poco, más que nada por educación, pero dejo el resto del puchero para el guardián, que se encarga de terminarlo.

Me excuso con la librera por el desorden en que dejé su apartamento.

Ella me dice:

—No tiene importancia. Mi hija y yo lo limpiamos todo. Había muchísimos papeles. Las hojas arrugadas y las que estaban en la papelera las tiré. Las otras las dejé sobre la mesa, pero vino la policía y se las llevó.

Me quedo un momento en silencio y después le digo:

—Todavía le debo dos meses de alquiler.

Se echa a reír.

—Le pedí mucho por un apartamento tan pequeño. De todos modos, si insiste, ya me pagará cuando vuelva. El año que viene, quizá.

Le digo:

—No creo que vuelva. Quien le pagará la deuda será la embajada.

Me pregunta si tengo necesidad de alguna cosa y le digo:

—Sí, de papel y lápices. Pero no me queda nada de dinero.

Ella dice:

—Tendría que habérseme ocurrido.

Al día siguiente se presenta con el potaje, un paquete de hojas de papel cuadriculado y lápices.

Le digo:

—Gracias. La embajada se lo pagará todo.

Ella dice:

—No habla más que de pagar. Me gustaría que cambiara de tema. Dígame, ¿qué cosas escribe?

—Lo que escribo no tiene importancia.

Ella insiste:

—Lo que quisiera saber es si escribe cosas que han ocurrido de verdad o cosas inventadas.

Le contesto que trato de escribir cosas que han ocurrido de verdad pero que, en un momento dado, la historia se hace insoportable por su misma verdad y entonces me veo obligado a modificarla. Le digo que intento contar mi historia pero no puedo, no tengo valor, me hace mucho daño. Entonces lo embellezco todo y describo las cosas no como sucedieron sino como yo querría que hubieran sucedido.

Ella dice:

—Sí. Hay vidas que son más tristes que el más triste de todos los libros.

Yo digo:

—Exactamente. Por muy triste que sea un libro, nunca puede ser tan triste como la vida.

Después de un silencio, pregunta:

—¿Esa ligera cojera suya es resultado de un accidente?

—No, es por una enfermedad que tuve en la infancia.

Ella añade:

—Apenas se nota.

Me río un poco.

Vuelvo a tener temas sobre los cuales puedo escribir, pero no dispongo de bebida ni tampoco de cigarrillos, salvo los dos o tres que me ofrece el guardián después de las comidas. Solicito una entrevista del oficial de policía, que me recibe enseguida. Tiene el despacho en el piso de arriba. Subo. Me siento en una silla delante de él. Es pelirrojo y tiene la cara cubierta de pecas. En la mesa que tiene delante hay un tablero de ajedrez con una partida empezada. El oficial observa el juego, avanza un peón, anota el movimiento en un bloc, levanta los ojos azul claro:

—¿Qué desea? La investigación todavía no ha terminado. Se necesitan varias semanas, un mes quizá.

Digo:

—No tengo prisa. Estoy muy bien aquí. Pero me harían falta algunas cosillas.

—¿Por ejemplo?

—Si pudiera añadir a los gastos que comporta mi reclusión un litro de vino y dos paquetes de cigarrillos al día, la embajada no tendría nada que objetar.

Dice:

—No, pero le perjudicaría la salud.

Digo:

—¿Sabe qué puede ocurrirle a un alcohólico forzado de pronto a la abstinencia?

Él dice:

—No, ni me importa.

Le digo:

—Corro el riesgo de un delirium tremens. Puedo morirme en el momento más impensado.

—¿En serio?

Baja los ojos y mira el tablero. Yo le digo:

—El caballo negro.

Sigue con los ojos fijos en el juego.

—¿Por qué? No lo veo.

Hago avanzar el caballo. Él lo anota en el bloc. Reflexiona largamente. Coge la torre.

—¡No!

Deja de nuevo la torre, me mira.

—¿Juega usted bien?

—No sé. Hace mucho tiempo que no juego. En cualquier caso, sé más que usted.

Enrojece más que las pecas de su cara.

—Sólo hace tres meses que he aprendido. Sin que nadie me haya enseñado. ¿No podría darme alguna lección?

Yo digo:

—Con mucho gusto. Pero no se enfade si gano.

Dice:

—A mí no me interesa ganar. Lo que quiero es aprender.

Me levanto:

—Venga a verme y traiga el juego. Mejor por la mañana. La mente está más despierta que por la tarde o por la noche.

Él dice:

—Gracias.

Baja los ojos en dirección al juego. Espero, toso.

—¿En cuanto al vino y los cigarrillos...?

Dice:

—No hay problema. Daré las órdenes oportunas. Tendrá los cigarrillos y el vino.

Salgo del despacho del oficial. Bajo y me quedo en el patio. Me siento en el banco. El otoño es muy suave este año. El sol se pone y el cielo se cubre de color naranja, amarillo, violeta, rojo y otros colores que no tienen nombre.

Casi todos los días juego con el funcionario dos horas aproximadamente. Las partidas son largas, el funcionario reflexiona profundamente, lo anota todo, pierde siempre.

También juego a cartas con mi guardián, pero por las tardes, cuando la librera guarda la calceta y se va porque tiene que abrir la tienda. Los juegos de cartas de este país no se parecen a los de ninguno. Aunque son fáciles y en ellos tiene una gran influencia la suerte, pierdo continuamente. Jugamos con dinero, pero como no tengo, el guardián anota mis deudas en una pizarra. Después de cada partida se ríe como un loco y repite:

—¡Tengo potra! ¡Tengo potra!

Está recién casado y dentro de unos meses su mujer tendrá un hijo. A menudo me dice:

—Si es niño y usted todavía está aquí, borro la pizarra.

Habla a menudo de su mujer y me pondera su belleza, sobre todo ahora que ha engordado y que los pechos y las nalgas casi le han doblado de volumen. También me cuenta con detalle cómo se conocieron y se «frecuentaron», me habla de sus paseos de enamorados por el bosque, de la resistencia de ella y de la victoria de él, del matrimonio apresurado, urgente de pronto a causa del hijo ya en camino.

Pero lo que cuenta con más detalle todavía y con mayor satisfacción es la cena del día anterior. Cómo la preparó su mujer, con qué ingredientes, de qué modo y en cuánto tiempo, ya que «cuanto más tiempo cuece, mejor sale».

El oficial no habla, no cuenta nada. La única confidencia que me ha hecho es que repite a solas nuestras partidas de ajedrez, una vez por la tarde en su despacho y una segunda vez por la noche en su casa. Le pregunto si está casado y me responde encogiéndose de hombros:

—¿Casado? ¿Yo?

La librera tampoco cuenta nada. Dice que no tiene nada que contar: ha criado a dos hijos y hace seis años que es viuda. Nada más. Cuando me hace preguntas sobre mi vida en el otro país, le contesto que todavía tengo menos cosas que contar que ella, porque no he criado ningún hijo ni tampoco he tenido nunca mujer.

Un día me dice:

—Tenemos más o menos la misma edad.

Yo protesto.

—Me extraña. Usted parece mucho más joven que yo.

Se sonroja.

—¡No son cumplidos lo que busco! Lo que quiero decir es que, si usted pasó la infancia en esa ciudad, seguro que fuimos a la misma escuela.

Yo digo:

—Sí, lo que pasa es que no fui a la escuela.

—No es posible. La escuela entonces ya era obligatoria.

—No para mí. Yo entonces era retrasado mental.

Dice:

—Con usted no se puede hablar en serio. Está siempre de broma.

Tengo una enfermedad grave. Hoy hace exactamente un año que lo sé.

Comenzó en el otro país, en mi país de adopción, una mañana de principios de noviembre. A las cinco de la madrugada.

Fuera todavía es de noche. Me cuesta respirar. Un intenso dolor me bloquea la respiración. El dolor me arranca del pecho, me invade las costillas, la espalda, los hombros, los brazos, la garganta, la nuca, las mandíbulas. Como si una mano inmensa me quisiera machacar toda la parte superior del cuerpo.

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