La tercera mentira (9 page)

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Authors: Agota Kristof

Tags: #Drama, #Belico

BOOK: La tercera mentira
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A las ocho y treinta minutos exactamente se para delante de la casa un gran coche negro, aparca en la acera. Sale un hombre, se acerca a la verja, toca el timbre.

Vuelvo al salón, digo a través del interfono:

—Entre. La puerta está abierta.

Enciendo la luz de la galería, vuelvo a sentarme en el sillón, entra mi hermano. Está pálido y delgado, se acerca a mí cojeando, lleva una cartera bajo el brazo. Se me agolpan lágrimas en los ojos, me levanto, le tiendo la mano:

—Bienvenido.

Él dice:

—No te molestaré mucho rato. Me espera un coche.

Digo:

—Pase a mi despacho. Estaremos más tranquilos.

Dejo la televisión encendida. Si mi madre se despierta, oirá la película policíaca como todos los días.

Mi hermano pregunta:

—¿No apagas la televisión?

—No. ¿Para qué? Desde el despacho no la oiremos.

Cojo la botella y los dos vasos, me siento detrás del escritorio, le indico una silla delante de mí.

—Siéntese.

Levanto la botella.

—¿Un vasito?

—Sí.

Bebemos. Mi hermano dice:

—Es el despacho de nuestro padre. No ha cambiado nada. Me acuerdo de la lámpara, de la máquina de escribir, del mueble, de las sillas.

Sonrío.

—¿Qué otras cosas ha reconocido?

—Todo. La galería y el salón. Sé dónde está la cocina, la habitación de los niños y la de los padres.

Digo:

—No es muy difícil. Todas estas casas están construidas según el mismo modelo.

Continúa:

—Delante de la ventana de la habitación de los niños había un nogal. Las ramas tocaban el cristal y, atado de ellas, había un columpio. Con dos asientos. Al fondo del patio, debajo del tejadillo, guardábamos los patinetes y los triciclos.

Digo:

—Ahora también hay juguetes debajo del tejadillo, pero no los míos. Son de mis nietos.

Nos callamos. Vuelvo a llenar los vasos. Cuando acaba de beber del suyo, Lucas pregunta:

—Dime, Klaus, ¿dónde están nuestros padres?

—Los míos están muertos. En cuanto a los de usted, lo ignoro.

—¿Por qué no me tuteas, Klaus? Soy tu hermano Lucas. ¿Por qué no quieres creerme?

—Porque mi hermano murió. Si no le importa, me gustaría ver sus papeles.

Mi hermano se saca del bolsillo un pasaporte extranjero, me lo da. Dice:

—No te fíes de lo que dice. Hay datos falsos.

Examino el pasaporte.

—Usted se llama Claus con C. Su fecha de nacimiento no es la misma que la mía, en cambio Lucas y yo éramos gemelos. Usted tiene tres años más que yo.

Le devuelvo el pasaporte. A mi hermano le tiemblan las manos, también la voz:

—Cuando crucé la frontera tenía quince años. Di una fecha de nacimiento falsa para aparentar que tenía más años, que era mayor de edad. No quería que me tutelaran.

—¿Y el nombre de pila? ¿Por qué cambió de nombre de pila?

—Fue por tu causa, Klaus. Cuando rellenaba el cuestionario en la oficina de los guardias de frontera pensé en ti, en tu nombre, ese nombre que me acompañó durante toda mi infancia. Entonces, en lugar de Lucas, dije Claus. Tú hiciste lo mismo al publicar tus poemas con el nombre de Klaus Lucas. ¿Por qué Lucas? ¿En memoria mía?

Digo:

—En memoria de mi hermano, en efecto. Pero, ¿cómo sabe que he publicado poemas?

—Yo también escribo, pero no poemas.

Abre la cartera, saca un gran cuaderno escolar y lo deja sobre la mesa.

—Es mi último manuscrito. Está inacabado. No tendré tiempo de terminarlo. Te lo dejo. Termínalo tú. Tienes que terminarlo tú.

Abro el cuaderno, pero detiene el gesto.

—No, ahora no. Cuando me haya marchado. Hay una cosa importante que me gustaría saber. ¿Cómo me hice la herida que tengo?

—¿Qué herida?

—La herida que tengo junto a la columna vertebral. Una herida causada por una bala. ¿Cómo me la hice?

—¿Cómo quiere que lo sepa? Mi hermano Lucas no tenía ninguna herida. De pequeño padeció una enfermedad infantil. Creo que era poliomielitis. Yo no tenía más que cuatro o cinco años cuando él murió, no me acuerdo con certeza. Lo único que sé es lo que me contaron después.

Dice:

—Sí, eso es. También yo creí durante mucho tiempo que había padecido una enfermedad infantil. Eso me decían. Pero más tarde me dijeron que me habían disparado una bala. ¿Dónde? ¿Cómo? La guerra acababa de empezar.

Me quedo callado, me encojo de hombros. Lucas continúa:

—Si tu hermano murió, tiene que haber una tumba. Su tumba. ¿Dónde está? ¿Puedes mostrármela?

—No, no puedo. Mi hermano está enterrado en una fosa común de la ciudad de S.

—¿Ah, sí? ¿Y la tumba de tu padre? ¿Y la tumba de tu madre? ¿Dónde están? ¿Puedes mostrármelas?

—No, tampoco es posible. Mi padre no volvió de la guerra y mi madre está enterrada con mi hermano Lucas, en la ciudad de S.

Pregunta:

—¿Así no morí de poliomielitis?

—Mi hermano, no. Murió en un bombardeo. Mi madre acababa de acompañarlo a la ciudad de S., donde debía recibir tratamiento en un centro de reeducación. El centro fue bombardeado y ni mi hermano ni mi madre volvieron nunca más.

Lucas dice:

—Si te contaron esto, te mintieron. Nuestra madre no me acompañó a la ciudad de S. Ni vino nunca a verme. Pasé varios años en el centro a causa de la supuesta enfermedad infantil hasta que fue bombardeado. Y no morí en el bombardeo, sobreviví.

Vuelvo a encogerme de hombros.

—Usted sí. Mi hermano no. Ni mi madre.

Nos miramos a los ojos, aguanto la mirada:

—Se trata, como puede ver muy bien, de dos destinos diferentes. Tendrá que proseguir sus indagaciones en otra dirección.

Niega con un gesto de la cabeza.

—No, Klaus, y tú lo sabes perfectamente. Sabes que soy tu hermano Lucas, pero te empeñas en negarlo. ¿De qué tienes miedo? Dímelo, Klaus, ¿de qué?

Respondo:

—De nada. ¿De qué he de tener miedo? Si supiera que usted es mi hermano, sería el más feliz de los hombres por el hecho de haberlo encontrado.

Me pregunta:

—¿Por qué habría venido a verte si no fuera tu hermano?

—No tengo ni idea. Hay que tener en cuenta también su aspecto.

—¿Mi aspecto?

—Sí, míreme a mí y mírese usted. ¿Hay el más mínimo parecido físico entre nosotros? Lucas y yo éramos gemelos auténticos, éramos exactamente iguales. Usted tiene otra cara y pesa treinta kilos menos que yo.

Lucas dice:

—Te olvidas de mi enfermedad, de mi dolencia. Si conseguí volver a andar fue por puro milagro.

Digo:

—Dejemos todo esto. Dígame qué le ocurrió después del bombardeo.

Dice:

—Como mis padres no me reclamaron, me llevaron a casa de una campesina, una anciana que vivía en la ciudad de K. Estuve viviendo y trabajando en su casa hasta que me marché al extranjero.

—¿Qué hacía en el extranjero?

—Todo tipo de cosas, también escribí libros. ¿Y tú, Klaus? ¿Cómo has vivido después de la muerte de nuestros padres? Por lo que me cuentas, te quedaste huérfano siendo todavía muy pequeño.

—Sí, muy pequeño. Pero tuve suerte. Sólo me quedé unos meses en un orfelinato. Me recogió una familia amiga. Fui muy feliz en casa de esa familia. Era una familia numerosa, con cuatro hijos. Más adelante me casé con la mayor, Sarah. Tuvimos dos hijos, una niña y un niño. Actualmente soy abuelo, un abuelo feliz.

Lucas dice:

—Es curioso. Al entrar aquí he tenido la impresión de que vivías solo.

—En este momento estoy solo, es verdad. Pero sólo hasta Navidad. Tengo que terminar un trabajo urgente. Debo preparar una selección de nuevos poemas. Después me reuniré con Sarah, mi esposa, y con mis hijos y nietos en la ciudad de K. Pasaremos juntos las vacaciones de invierno. Tenemos allí una casa heredada de los padres de mi mujer.

Lucas dice:

—Precisamente he vivido en la ciudad de K. Conozco muy bien la ciudad. ¿Dónde está situada tu casa?

—En la plaza principal, frente al Grand Hotel, al lado de la librería.

—Acabo de pasar varios meses en la ciudad de K. Y da la casualidad de que vivía en el piso de arriba de la librería.

Digo:

—¡Qué coincidencia! Es una ciudad muy bonita, ¿verdad? Cuando era pequeño solía pasar las vacaciones en esa ciudad y a mis nietos les encanta. Sobre todo a los gemelos, los hijos de mi hija.

—¿Gemelos? ¿Cómo se llaman?

—Klaus y Lucas, evidentemente.

—Evidentemente.

—Mi hijo de momento sólo tiene una niña que se llama Sarah, como su abuela, es decir, como mi mujer. Pero mi hijo todavía es joven, puede tener más hijos.

Lucas dice:

—Eres un hombre feliz, Klaus.

Respondo:

—Sí, muy feliz. Supongo que usted también lo es, que tendrá una familia.

Dice:

—No. Siempre he vivido solo.

—¿Por qué?

Lucas dice:

—No lo sé. Tal vez porque nadie me enseñó a amar.

Digo:

—Es una lástima. Los niños dan muchas alegrías. No me imagino la vida sin ellos.

Mi hermano se levanta.

—Me esperan en el coche. No quiero molestarte más tiempo.

Sonrío.

—No me ha molestado. ¿Así que vuelve a su país de adopción?

—Naturalmente. Aquí no tengo nada que hacer. Adiós, Klaus.

Me levanto.

—Le acompaño.

Ya en la verja del jardín, le tiendo la mano.

—Hasta la vista, señor. Espero que acabe por encontrar a su verdadera familia. Le deseo mucha suerte.

Él dice:

—Haces comedia hasta el final, Klaus. De haber sabido que tenías un corazón tan duro, no habría hecho nada para dar contigo. Lamento sinceramente haber venido.

Mi hermano sube en el gran coche negro, que arranca y se lo lleva.

Al subir por la escalera de la galería resbalo en los peldaños recubiertos de una capa de hielo, caigo, me doy con la frente en el borde de piedra, siento que la sangre me resbala en los ojos, se mezcla con mis lágrimas. Querría quedarme allí tumbado hasta helarme, hasta morir, pero no puedo, mañana por la mañana tengo que ocuparme de mamá.

Entro en casa, voy al cuarto de baño, me lavo la herida, la desinfecto, la cubro con esparadrapo, después vuelvo al despacho para leer el manuscrito de mi hermano.

Al día siguiente por la mañana mi madre me pregunta:

—¿Dónde te has hecho esto, Klaus?

Digo:

—En la escalera. Bajé para ver si la puerta estaba bien cerrada y resbalé con la escarcha.

Mi madre dice:

—Seguro que habías bebido más de la cuenta. Eres un borracho, un inútil y un torpe. ¿Todavía no me has hecho el té? ¡Verdaderamente es increíble! Con el frío que hace... ¿No podrías levantarte media hora antes para que así encontrase la casa caliente y el té a punto cuando me levanto? Eres un gandul, no sirves para nada.

Digo:

—Aquí tienes el té. Dentro de unos minutos tendrás la casa caliente, ya verás. La verdad es que no me he acostado, me he pasado toda la noche escribiendo.

Dice:

—¿Así estamos? El señor prefiere pasarse la noche escribiendo que ocuparse de calentar la casa y de preparar el té. Lo que tienes que hacer es escribir durante el día y trabajar como todo el mundo, no durante la noche.

Digo:

—Sí, mamá. Sería mejor trabajar durante el día. Pero en la imprenta me acostumbré a trabajar de noche. No lo puedo remediar. De todos modos, durante el día hay muchas cosas que me distraen. Tengo que hacer la compra, preparar la comida y lo que más me molesta es el ruido de la calle.

Mi madre dice:

—Y yo, ¿verdad? Dilo, dilo claramente, la que más te molesta de día soy yo. Sólo puedes escribir cuando tu madre está acostada y dormida, ¿no es eso? Por las noches te mueres de ganas de que me vaya a la cama. Ya me he dado cuenta. Hace mucho tiempo que me he dado cuenta.

Digo:

—Tienes razón, mamá. Para escribir necesito estar completamente solo. Tengo necesidad absoluta de silencio y de soledad.

Ella dice:

—Que yo sepa, no armo mucho ruido ni me meto en tus cosas. Si quieres, no me moveré de la habitación. No te molestaré para nada y entonces ni siquiera tendrás que ir de compras ni que preparar comidas. Cuando esté en la tumba podrás dedicarte únicamente a escribir. Por lo menos allí encontraré a mi hijo Lucas, que no me maltrató nunca, que no me deseó nunca la muerte ni quiso alejarme de su lado. Seré feliz y nadie me reprochará nada.

Digo:

—Mamá, no te reprocho nada ni me molestas en absoluto. Me gusta hacer la compra y preparar la comida, pero tengo que escribir por la noche. Desde que dejé la imprenta, la única fuente de ingresos que tenemos son mis poemas.

Dice:

—Eso es lo que digo. No tendrías que haber dejado la imprenta. La imprenta era un trabajo normal y razonable.

Digo:

—Mamá, sabes perfectamente que si dejé el trabajo fue obligado por la enfermedad. No podía seguir trabajando sin perder la salud.

Mi madre no contesta, se sienta delante del televisor, pero a la hora de cenar vuelve a insistir:

—La casa está en ruinas. Se ha desprendido el canalón del tejado, el agua cae ahora por todo el jardín, pronto nos lloverá en casa. Las malas hierbas han invadido el jardín, las habitaciones están negras de tanto humo, el humo de los cigarrillos del señor. La cocina está amarilla por culpa del humo del tabaco, las cortinas de las ventanas lo mismo. No hablemos del despacho ni del cuarto de los niños porque el humo lo ha impregnado todo. En esta casa no se puede ni respirar, ni en el jardín siquiera. Hasta las flores se han muerto a causa de la pestilencia que sale de la casa.

Digo:

—Sí, mamá. Cálmate, mamá. En el jardín no hay flores porque estamos en invierno. Voy a hacer pintar de nuevo las habitaciones y la cocina. Menos mal que me lo has recordado. En primavera volveré a hacerlo pintar todo y haré reparar el canalón del tejado.

Después de tomar su somnífero se calma, se va a la cama.

Me siento delante del televisor, veo la película policíaca como todas las noches, bebo. Después me meto en el despacho, releo las últimas páginas del manuscrito de mi hermano y me pongo a escribir.

Éramos cuatro en la mesa: papá, mamá y nosotros dos. Mamá cantaba todo el día. En la cocina, en el jardín, en el patio. Por la noche, en nuestro cuarto, para que nos durmiéramos también cantaba.

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