La tierra del terror (8 page)

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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

BOOK: La tierra del terror
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Breves instantes después salía con su equipo y tomaba un taxi, dirigiéndose a la décima casa de la callejuela de casas similares.

—¡Johnny! —Doc se dirigió al alto y flaco arqueólogo—. Existe una isla en los mares del Sur, a cierta distancia de Nueva Zelanda. Es conocida por la isla del Trueno.

Johnny asintió con la cabeza. Se quitó los lentes y jugueteó con ellos, excitado. Aquellos lentes poseían una peculiaridad: el cristal izquierdo era en realidad una lente de aumento muy potente.

El ojo izquierdo de Johnny quedó inutilizado a causa de una lesión recibida en la Guerra Europea.

—Visita el Instituto Geológico de Nueva York —ordenó Doc— y encontrarás una colección de muestras de rocas de la isla del Trueno. Jerome Coffern se las regaló al Instituto, de regreso de una expedición a la citada isla. Quiero esos ejemplares.

—¿Puedes decirme para qué los necesitas? —inquirió Johnny.

—Desde luego.

En breves frases, Doc Savage explicó la existencia del horrible producto llamado Humo de la Eternidad.

—No estoy seguro de la composición de ese Humo de la Eternidad —explicó—, pero tengo una idea de lo que puede ser. Cuando la substancia disuelve alguna cosa, se produce un fenómeno eléctrico muy raro. Esto me induce a creer que opera por medio de la desintegración de los átomos. En otras palabras, la disolución es simplemente una desintegración de la estructura atómica.

—Me imaginaba, era creencia general que se produciría al instante una terrible explosión, una vez desintegrado el átomo —murmuró Johnny.

—Esa teoría fue desmentida hace poco por los experimentos que han logrado desintegrar el átomo —corrigió Doc—. Yo mismo he experimentado extensamente ese asunto. No existe explosión por la sencilla razón de que es menester tanta energía para desintegrar el átomo como cuando se disuelve.

—Pero, ¿por qué necesitas los ejemplares geológicos de la isla del Trueno? —insistió Johnny.

—La base de este Humo de la Eternidad debe ser algún elemento o substancia no descubierta hasta ahora —observó Doc—. En otras palabras, es posible que Gabe Yuder, perito químico e ingeniero electricista, descubriese en la Isla del Trueno el elemento necesario para desarrollar ese misterioso Humo de la Eternidad. Necesito examinar las muestras de rocas de la isla con la esperanza de descubrir alguna pista o indicio de lo que es esa substancia fantástica.

—¡Traeré las muestras! —declaró Johnny, saliendo presuroso.

—¡Ham! ¡Renny! —Doc se dirigió a sus otros amigos—. Id al domicilio de Monk y ved si podéis encontrarlo.

Cuando hubieron partido, Doc Savage entró en el laboratorio. Sacó de un bolsillo la aplastada cápsula que contuvo el Humo de la Eternidad que mató a su viejo profesor Coffern y la escondió en el fondo de un pie de un microscopio con un pedazo de cera.

Salió a la calle y tomando un taxi se dirigió a Riverside Drive, cerca de un lugar donde estaba amarrado el antiguo barco pirata.

Tenía el propósito de examinar el antiguo corsario con toda calma, pues albergaba graves sospechas.

El hecho de que Squint y sus cinco pistoleros hallasen armas a bordo y la familiaridad que demostraron con la extraña embarcación, indicaba que estuvieron allí antes.

Esperaba encontrar a bordo del barco pirata algo que le condujera a la guarida de Kar, el diabólico jefe de la temible banda.

En cuanto puso los ojos en
El alegre Bucanero,
observó algo verdaderamente extraño: una nube de humo negro, muy repulsivo, río abajo.

No existían por allí fábricas que emitiesen semejante humo, ni tampoco era el humo corriente de un vapor. La suave brisa que soplaba habría bastado para barrerlo de la vecindad del barco pirata.

Distinguió, también, en la parte superior del río, un aeroplano deslizándose sobre la superficie, alejándose.

¡Aguzando la vista, reconoció que el aparato era el mismo que intentó asesinarle en Central Park!

Sus sospechas aumentaron. ¡Pero no tenía medios de saber que ese hidroavión acababa de dejar a Monk en el escondite de la cisterna sumergible!

Con sorprendente y silenciosa agilidad, saltó desde el desvencijado muelle, a la cubierta del barco pirata.

Luego escuchó, ojo avizor. Un cabo de cuerda, oscilando al viento, producía unos ruidos de roce en el laberinto de las jarcias.

¡Oyó otro ruido! ¡Un hombre murmuraba cerca de la cocina!

Retrocediendo un paso, dirigió la vista hacia el lugar, observando una delgada columna de humo saliendo por una tubería.

Se convirtió al instante, en un cazador cauteloso y, dirigiéndose a popa, descendió por una escala hacia la cocina. Podo después quemaba enmarcado en la puerta.

Junto a un viejo y oxidado horno había un aparato extraño, mayor que el fogón, pero construido de una manera similar.

Parecía ser un horno para quemar material resinoso de mucho humo. Una tubería del horno conducía el humo a la chimenea de la cocina.

Encima se veía un rótulo impreso diciendo:

LOS ANTIGUOS PIRATAS UTILIZABAN CORTINAS DE HUMO

¡Los barcos de guerra modernos no fueron los primeros en utilizar las cortinas de humo! Abajo hay un aparato usado por los corsarios de las Antillas españolas para arrojar nubes de humo, destinadas a entorpecer la puntería de los barcos de guerra perseguidores.

Si los visitantes desean ver funcionar este aparato, sírvanse indicarlo y se realizará la operación en su presencia.

Precio de la operación: 1 dólar.

Doc Savage sonrió al leer el anuncio. No tenía importancia que los corsarios usasen o no cortinas de humo.

Aquello era con toda probabilidad, una farsa, como la mayoría de las cosas que existían a bordo.

Pero si se deseaba lanzar una cortina de humo en aquella parte del río sin provocar sospechas, aquel era un método ingenioso que indicaba una mente fértil en recursos.

Junto al aparato había un hombre, que no se dio cuenta de la presencia de Doc. Estaba ocupado sacando las cenizas.

Era alto y delgado, de cutis grasiento y manos temblorosas; murmuraba de una manera inarticulada, mostrando que era cocainómano.

—¿Bien? —preguntó Doc.

El individuo dio media vuelta, con los ojos desorbitados y chocando los dientes, víctima de un pánico terrible. Era un miembro de la banda reunida por Squint en la décima casa de la callejuela de casas similares.

De pronto saltó al otro lado de la cocina y, desapareciendo por una puerta, echó a correr por un pasillo.

—¡Alto! —gritó Doc.

Pero el hombre, despavorido, no hizo caso. Había oído hablar bastante de Doc Savage para conocer que el gigante de bronce era el fin de los de su laya.

Doc le persiguió, pues deseaba interrogar al fugitivo. Debía cazar al sujeto antes que…

¡Sucedió! ¡Resonó un grito penetrante, mezcla de aullido de pánico y gemido de dolor, terminando en un estertor de agonía!

El hombre cayó por la trampa mortal del pasillo, por la misma de la que el remo salvó a Doc. Las espadas con las puntas hacia arriba, del fondo de la trampa, ensartaron al individuo matándole antes que Doc llegase a su lado.

Éste regresó lentamente a cubierta. Esperaba conocer por qué se tendió la cortina de humo, pero la muerte del hombre frustró sus esperanzas.

Y con ello también se desvanecieron las posibilidades de que llegase a conocer que Monk se hallaba en una cisterna submarina, bajo las aguas del río.

Capítulo IX

El asesino a sangre fría

Doc Savage se dirigió hacia los camarotes de proa del buque pirata.

Deseaba comprobar lo que se hizo de los cuerpos de Squint y sus compañeros. Observó que el muerto de la mano mutilada ya no estaba tendido en la cubierta.

Los cadáveres fueron transportados a la bodega, donde se exhibía el macabro museo de los piratas.

Habían echado unas cuantas ropas antiguas sobre los cadáveres. El resto de la exhibición era tan realista, que los cadáveres armonizaban con la espeluznante escena.

Empezó por los camarotes de proa a registrar con detenimiento el barco.

Pronto encontró un par de alambres aislados de una línea telefónica.

Penetraban a bordo por medio de los cables que amarraban el barco al muelle y estaban ocultos de modo tan hábil que era difícil hallarlos sin un registro minucioso.

Descubrió que los alambres descendían hasta la misma quilla, cerca de la pana de registro; estaban forrados de caucho para protegerlos del agua de la sentina. Continuaban hacia popa.

A veces se vio obligado a arrancar las varas para comprobar la dirección que seguían. Cerca de la popa los alambres pasaban de pronto por el casco, introduciéndose en el agua.

Regresó a la cubierta y permaneció cerca de la borda, los ojos bronceados escudriñando la superficie del río.

Entrando en la cámara de mando, se despojó de las ropas y zapatos; luego regresando a cubierta, se dispuso a lanzarse al agua.

Pero no se zambulló al instante para seguir la dirección señalada por los hilos telefónicos.

Surgió una gigantesca burbuja a pocos metros de distancia.

Luego, una segunda. ¡Y a continuación, toda una sarta! Se trataba del aire surgiendo de la celda submarina donde Monk estaba prisionero.

El aire que escapaba hacía espacio para el agua que ahogaba al químico.

Doc comprendió que el fenómeno era sospechoso. Decidió esperar a ver lo que sucedía. No sucedió nada, excepto que las burbujas cesaron de surgir.

Entonces se lanzó al río, llenándose los pulmones de aire antes de zambullirse. Nadó, bajo la superficie, hacia el lugar de donde provenían las extrañas burbujas.

Sus manos poderosas tocaron pronto el sumergible de acero descansando en el fondo del río. Explorando, encontró una caja del tamaño de un baúl de grandes dimensiones.

Percibió unos sonidos débiles de lucha surgiendo del ataúd metálico. Al instante, sus grandes dedos se posaron sobre la escotilla de entrada y en breves segundos la abrió.

Monk cayó hacia fuera.

Estaba casi agotado, pero con excelente dosis de vitalidad. Abriendo los ojos, divisó de una manera confusa a Doc Savage en el agua.

Su inoportuna exclamación de alegría expulsó el último vestigio de aire de los pulmones y, como resultado, su amigo lo sacó a la superficie exhausto.

—¡Qué sorpresa encontrarte aquí! —rió Doc—. ¡Visitas unos lugares muy extraños!

Monk expulsó una cantidad prodigiosa de agua.

—¡Quítame esas esposas! —rugió, tendiendo las manos—. ¡Voy a regresar al fondo, a esa cisterna, a darles una paliza a esos granujas! Destrozaré ese cacharro, si no puedo hacer otra cosa.

Su amigo le quitó las esposas en breves instantes.

Monk se dispuso a sumergirse, dispuesto a descargar su venganza sobre los que intentaron asesinarle.

Su compañero le siguió y al llegar a la cisterna levantó la tapa. El agua penetró con ímpetu. No apareció nadie. Regresaron a la superficie.

—¡Qué mala suerte! —se quejó el corpulento químico.

—Vigila —advirtió Doc—. Quizá no tarden en salir.

Apenas acababan de lanzar el aviso, cuando una cabeza surgió a flor de agua. Monk le asestó un puñetazo.

El individuo se habría ahogado si el químico no le hubiese sujetado.

Otro de los secuaces de Kar surgió de la embarcación submarina, que sin duda ya estaba llena de agua.

Doc lo capturó. Durante unos instantes después, surgieron por todas partes una serie de individuos ahogándose, que Monk fue apresando.

—¡Ya están todos! —añadió.

La captura no fue difícil, pues los individuos surgían medio desvanecidos a la superficie. Condujeron a los cautivos a bordo del barco pirata.

—¿Qué hacemos con ellos? —inquirió Monk.

—Veremos lo que saben de Kar —respondió Doc—. Quizá podamos averiguar algo. Ninguno de ellos formaba parte del grupo que se reunió con Squint.

—Squint. ¿De quién se trata? —preguntó Monk—. Todavía ignoro a qué viene toda esa excitación.

Doc le explicó en pocas palabras lo ocurrido.

—¡Caspita! —exclamó Monk—. ¿Y tu crees que ese Humo de la Eternidad es una substancia que desintegra el átomo? En tal caso, seguramente debe poseer algo nuevo, desconocido hasta ahora, como ingrediente básico.

—Exacto —asintió Doc—. Es posible que Gabe Yuder descubriese este nuevo elemento, o lo que sea, en la Isla del Trueno. Quizá sea Kar.

Arrebataron las armas a los prisioneros y las tiraron al río. Los bolsillos de los hombres no contenían nada que proporcionase una pista de su misterioso jefe.

Uno tras otro, los pistoleros recobraron el conocimiento, tratando de huir, pero Doc y Monk lo evitaron con rapidez.

Los prisioneros fueron trasladados a la bodega de proa, donde se celebraba la espeluznante exposición de muestras de piratería.

Doc quiso ponerlos frente a los tres hombres de Kar que yacían ya muertos allí. Esperaba que el espectáculo soltase sus lenguas.

En efecto, la macabra exhibición les impresionó de manera visible; los prisioneros se estremecieron.

—¿Dónde puede encontrarse a Kar? —preguntó Doc, imperioso.

No respondió nadie.

Entonces Monk cogió un alfanje grande y reluciente.

—¡Avisa, Doc! —dijo, y señalando a un hombrecillo, agregó—: ¡Empezaré por ese mequetrefe!

El aludido gimoteó, asustado:

—Yo… yo…

Era indudable que el individuo iba a confesar todo cuanto sabía.

Pero no tuvo ocasión.

Un tablón de cubierta crujió encima de sus cabezas. ¡Había alguien allí!

—¡Esquiva! —susurró Doc.

Los dos compañeros se dirigieron a los rincones más oscuros de la bodega, con la rapidez y el silencio de hombres acostumbrados al peligro.

El misterioso intruso tuvo tiempo de ver a la figura bronceada desaparecer como una exhalación. Una ametralladora, dotada de un silenciador, disparó por la boca de la escotilla, destrozando parte de la cubierta de la bodega y varias figuras de maniquíes de piratas.

Sucedió un silencio súbito.

Los secuaces de Kar se agolparon bajo la escotilla, sin saber que hacer.

Miraron arriba.

—Kar…

Uno de los
gangsters
empezó a hablar, pero no pudo pronunciar más que una sola palabra.

—¡Er-r-rip! Lo acribilló la descarga de una ametralladora. Su cuerpo quedó deformado bajo la mortífera descarga de plomo.

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