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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

La tierra del terror (6 page)

BOOK: La tierra del terror
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—Según recuerdo —dijo—, la isla del Trueno no es más que el cono de un volcán activo surgiendo del mar. Los costados del cono son tan yermos que no permiten ninguna vegetación. Y del cráter en erupción salen continuamente grandes cantidades de vapor.

—Exacto —corroboró Bittman—. Jerome Coffern me dijo que voló sobre el volcán con Yuder. El cráter tenía varias millas de extensión y parecía estar sólo lleno de humos y gases. Pero trajeron algunos ejemplares de la lava, que Jerome Coffern entregó al Instituto de Geología de Nueva York.

—Nos estamos desviando del tema —indicó Doc—. Dice usted que notó algo sospechoso en las acciones de Gabe Yuder. ¿Qué fue ello?

—Después de regresar de la expedición de la Isla del Trueno, Yuder se mostró malhumorado y obraba de una manera furtiva, como si poseyera un secreto. Entonces me figuré estaba irritado porque no halló petróleo en la isla, aunque estuvo explorando todo el tiempo solo, mientras Jerome Coffern recogía muestras geológicas.

—¡Hum! —murmuró Doc.

—Temo que esto no aclare gran cosa —se excusó Bittman.

—¡Quién sabe! —observó Doc. Luego señaló el teléfono preguntando—: ¿Me permite telefonear desde aquí?

—Desde luego.

Levantándose presuroso, Bittman abandonó la habitación, demostrando que no deseaba escuchar la conversación de Doc.

—¿Monk? —preguntó éste.

Una voz agradable respondió.

—Sí, Doc.

Aquella voz suave era engañadora, pues ningún oyente imaginarla que brotase de los labios del hombre que hablaba desde el otro extremo de la línea.

Monk era un gorila humano de más de cien kilos y uno los pocos químicos más expertos que el desgraciado Jerome Coffern.

Monk era uno de los cinco compañeros que acompañaban a Doc Savage en sus asombrosos viajes en busca de aventuras.

—Monk —sugirió Doc—, ¿podrías participar en una empresa peligrosa ahora?

—¡Allá voy! —rió el aludido—. ¿Dónde está eso?

—Llama a Renny, a Long Tom, a Johnny y a Ham —indicó Doc—. Presentaos todos en mi casa al instante. Estoy mezclado en algo en verdad emocionante.

—Les avisaré —prometió Monk.

Doc permaneció un momento junto al teléfono después de colgar el receptor.

Pensaba en sus cinco amigos, con toda probabilidad los cinco hombres más eficientes que jamás se reunieran para un fin concreto; cada uno de ellos famoso especialista en una ciencia.

Renny era un gran ingeniero; Long Tom un mago de la electricidad; Johnny un arqueólogo y geólogo; Ham uno de los abogados más eminentes de América.

Monk, el gorila humano, con sus profundos conocimientos de química, completaba el grupo.

Con Doc Savage, aventurero supremo, formaban una combinación capaz de realiza proezas maravillosas.

Doc halló al famoso taxidermista en una habitación contigua.

—Debo marchar ahora —le dijo—. Tendría mucho gusto en hablar con usted de su amistad con mi padre. Y si puedo prestarle algún servicio tendré mucho placer en hacerlo. Recordaré siempre que le salvó la vida a mi padre.

Oliver Wording Bittman se encogió de hombros.

—El salvarle la vida no fue, en realidad nada de extraordinario —declaró—. Simplemente me encontraba allí y maté a un león cuando acometía. Pero tendría mucho gusto en hablar con usted largo y tendido cualquier día. No puedo negar que despierta mi admiración. ¿Dónde podría ponerme en contacto con usted?

Doc le dio las señas de un rascacielos de unos cien pisos, un edificio conocido en el mundo entero.

—Ocupo las oficinas que antes usaba mi padre, en el piso ochenta y seis —explicó.

—Conozco el lugar —sonrió Bittman—. Lo visitaré algún día —hizo un gesto hacia el teléfono—. ¿Quiere que le llame un taxi?

Doc movió la cabeza en señal negativa:

—Iré andando. Deseo pensar.

Una vez en la calle, se dirigió a Central Park caminando a paso lento.

Su extraordinario cerebro funcionaba a toda velocidad trazando un plan que pondría en ejecución tan pronto como viera a sus cinco amigos en las oficinas del rascacielos.

Un aeroplano zumbaba en lo alto; un monoplano de un solo motor, pintado de verde. Volaba describiendo círculos, al parecer sin rumbo fijo.

El joven no se preocupó más del aparato, pues era muy corriente que volasen muchos aeroplanos sobre Nueva York.

El sendero que atravesaba descendía en pendiente y cruzaba un puente de madera sobre uno de los lagos.

Al llegar al centro del puente sucedieron cosas inesperadas.

El aeroplano descendió con rapidez vertiginosa.

Savage no tuvo tiempo de correr al extremo del puente. Saltó como un relámpago por la barandilla, deslizándose bajo el puente.

Un objeto no mayor que una pelota cayó del aeroplano, sobre los tablones de madera en el lugar mismo donde Doc estuvo segundos antes.

Surgió un humo gris y repugnante.

¡Con increíble rapidez, el puente empezó a desintegrarse!

Capítulo VI

El hombre desaparecido

El fenómeno increíble, al disgregarse el puente rústico por el misterioso Humo de la Eternidad, era más sorprendente todavía que la disolución del cuerpo de Jerome Coffern.

La cápsula metálica conteniendo la desconocida substancia, al violento contacto con el suelo estalló, salpicando a su alrededor.

La madera del puente empezó a arder al instante pero sin llama ni calor.

No obstante podía observarse un continuo destello de chispas eléctricas, con un ruido parecido al murmullo de un rápido arroyo. El Humo de la Eternidad, después de atravesar y destruir el puente, también disgregó el agua. La fantástica substancia actuó con tal rapidez, que en la tranquila superficie del lago apareció un enorme pozo. El agua, al precipitarse en el hoyo, formaba una corriente semejante a la de un poderoso río.

Esta corriente constituía la única amenaza para Doc Savage pues no permaneció bajo el puente, sino que se zambulló bajo la superficie y adivinando lo que ocurría, se alejó con rapidez, nadando.

Sus pulmones eran formidables. Podía permanecer bajo el agua más tiempo que cualquier pescador de perlas de los mares del Sur, y es sabido que aguantan bajo el agua varios minutos.

Nadó con rapidez por el fondo del lago, luchando contra la corriente.

Arriba, el hidroavión seguía volando en círculos. Su único ocupante, el piloto, escudriñaba el lago con ansiedad.

—¡Lo suprimí! —rió el criminal—. He ganado con facilidad los veinte mil dólares que Kar me paga por esta operación.

El criminal piloto ni siquiera imaginó que Doc Savage pudiese escapar; no tenía la menor idea de la capacidad física del poderoso luchador.

Pero le advirtieron que se asegurase y continuó volando sobre el lago, con los ojos fijos sobre el agua.

A unos cien metros del puente, bajo un arbusto inclinado sobre el lago, la cabeza de Doc Savage surgió del agua con tal suavidad, que no produjo ningún chapoteo.

El piloto del aeroplano no distinguió cómo se deslizaba entre los arbustos, aunque miraba con firmeza.

Un policía situado junto al Parque, observaba el vuelo caprichoso del avión y de pronto divisó como arrojaba una bomba que al estallar no produjo el menor ruido, tan sólo un extraño humo acre y gris.

Quedó altamente sorprendido, pues jamás vio cosa parecida, e impelido por el deber y la curiosidad se dirigió presuroso hacia el lugar indicado empuñando un revólver.

De improviso sintió que le arrebataban el arma como por arte mágico. No vio ni sintió a nadie a su alrededor. Giró velozmente sobre sus talones.

En ese instante el revólver disparó todas las balas, con tal rapidez que semejó un solo estruendo ¡juerr-r-r-ram!

El aeroplano se estremeció con violencia. Un ala se inclinó y luego el aparato casi fue a estrellarse.

El piloto estaba herido, pero luchó con desesperación para enderezar el aeroplano, huyendo después sin dejar el menor rastro.

El policía encontró de repente su revólver caliente y humeante en su mano.

Tuvo una fugaz visión de un gigante bronceado, con ropas chorreando; hasta observó que el rostro y el cabello del hombre de bronce estaban perfectamente secos, mientras sus ropas podían escurrirse.

Luego, el gigante desapareció entre los arbustos. No se produjo el menor ruido que indicase de donde surgió, ni por donde se desvaneció.

El agente registró los arbustos y no encontró a nadie. Respiró sofocado y luego se secó el sudor de la frente.

—¡Cielos! —logró murmurar al fin.

Al llegar a la Quinta Avenida, Doc Savage subió a un taxi que lo llevó velozmente hacia la parte Sur de la ciudad. Se apeó delante de un rascacielos gigantesco.

Las calles estaban en esa parte amuralladas por edificios tan altos, que la luz solar llegaba a las aceras tan sólo a mediodía.

Un ascensor condujo a Doc al piso ochenta y seis, sin una sola parada.

Entrando en una sala lujosamente amueblada, vio que estaba desocupada y entonces pasó a la habitación contigua.

Era ésta una biblioteca que contenía una verdadera fortuna en libros técnicos de las diferentes especialidades.

Cruzando el aposento se introdujo en el cuarto donde tenía instalado el laboratorio más completo del mundo, exceptuando otro donde practicaba las más audaces investigaciones.

Doc Savage realizó importantes descubrimientos en el desconocido laboratorio que tenía instalado en lo que él llamaba su Fortaleza de la Soledad.

Nadie, ni sus más íntimos amigos, conocían el emplazamiento de ese lugar situado en una isla rocosa dentro del círculo ártico, y cuando se encerraba allí, completamente solo, no podía llegarle ningún mensaje del mundo exterior.

A esa Fortaleza de la Soledad, se retiraba de vez en cuando a estudiar y realizar experimentos aumentando su fabuloso caudal de conocimientos.

Convencido de que ninguno de sus cinco amigos había llegado todavía a la cita, regresó al despacho.

Cambió sus ropas con otras que sacó de un armario hábilmente disimulado en la pared.

El cuerpo de Doc Savage, desnudo, era una cosa asombrosa. Poseía los músculos de un Atlas. La fuerza y simetría de aquella figura bronceada pasmaba.

De improviso hubo una interrupción.

¡Pam!

El estrépito del puñetazo en la puerta fue fuerte. Un hombre abrió la puerta y entró. Mediría unos dos metros de estatura y pesaría más de cien kilos.

Tenía un rostro severo y puritano; sus ojos eran oscuros y sombríos y su boca delgada y enérgica, contraída como si desaprobase alguna cosa.

Era el coronel John Renwick; todos le llamaban Renny y era un ingeniero famoso en el mundo entero.

Renny parecía acudir a un funeral y en realidad rebosaba de alegría: el puñetazo en la puerta era la demostración de que se sentía alegre.

Y cuando más satisfecho estaba, tanto más agria ponía la cara.

—¿De qué empresa emocionante hablaste a Monk? —preguntó.

Doc Savage se echó a reír.

—Puedes esperar a conocerlo a que lleguen los otros. Os lo diré cuando nos encontremos reunidos.

Pronto se oyeron a dos hombres discutiendo con apasionado ardor en el pasillo.

—¡A mí no me puedes tú explicar nada de la refracción electrónica, larguirucho! —gritó una voz beligerante—. ¡La electricidad es mi especialidad!

—¡No me importa un pito! —replicó otra voz—. Te digo lo que leí sobre refracción electrónica. Me enteré por una revista técnica y se trata de un artículo que tú escribiste. Cometiste una equivocación…

Se oyó un fuerte portazo. Un hombre entró lanzado en la habitación, impulsado por un pie enérgico.

Este hombre era alto y flaco, con una mirada hambrienta; sus hombros semejaban una especie de perchero bajo su abrigo.

Era William Harper Littlejohn. El año anterior había ganado una medalla internacional por sus trabajos arqueológicos.

—¿Qué sucede, Johnny?— inquirió Doc.

Johnny se levantó del suelo, riendo.

—Long Tom escribió un artículo para una revista técnica y cometió un error que a un niño no le hubiera pasado inadvertido —rió Johnny—. Él no ha visto el artículo impreso y no quiere dar fe a mis advertencias.

Resoplando fuerte, un hombrecillo delgado entró en la habitación. Tenía un cutis enfermizo, ojos azules y parecía persona delicada, aunque no lo era.

Fue preciso un puntapié vigoroso para lanzar a Johnny al interior. Era el comandante Thomas J. Roberts, pero Long Tom para todo el mundo. Realizó experimentos con Steinmets y Edison; era un mago de la electricidad.

—¿Dónde están Ham y Monk? —preguntó.

—¿Y de qué se trata? Arrancaré un brazo a Johnny, si no encuentro alguna excitación pronto.

—Ahí viene Ham —anunció Doc. El brigadier general Teodoro Marley Brooks apareció en aquel momento. Era un hombre delgado y nervioso, de movimientos rápidos. Era uno de los abogados más eminentes que jamás salieran de la Universidad de Harvard.

Vestía con correcta elegancia. Llevaba un bastón negro y severo, con un aro de oro. Era, en realidad, un bastón estoque, una hoja de finísimo acero de Damasco envainado dentro del tubo metálico negro.

Ham también estaba dispuesto para entrar en acción.

Esperaban la llegada de Monk.

Monk, o Mico, era el quinto de los amigos de Doc Savage. Poseía un laboratorio químico con vivienda cerca de Wall Street. Debería haber llegado ya.

Aquellos aventureros eran hombres extraordinarios. Un hombre inferior a Doc no hubiera jamás podido tenerlos bajo sus órdenes.

Pero le eran completamente leales. Los cinco le debían la vida, gracias a alguna hazaña del hombre de bronce en el campo de batalla o a la magia de su habilidad en cirugía.

Como el tiempo transcurría sin que Monk apareciera, empezaron a cambiar miradas de intranquilidad.

—¿Qué le habrá sucedido a ese gorila, de Monk? —murmuró Ham.

Doc telefoneó al domicilio del químico. Su secretaria le informó que había salido de la casa hacia tiempo.

Colgó el aparato.

—Hermanos —dijo lentamente—, temo que Kar haya puesto las manos en Monk.

Capítulo VII

La guarida bajo el agua

Monk no perdió tiempo al recibir la llamada de Savage. Se quitó al instante su delantal de caucho. Tenía un pecho tan ancho como grueso.

Sus brazos, potentes y musculosos, eran unos quince centímetros más cortos que sus piernas. No era muy alto, pero pesaba bastante más de cien kilos.

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