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Authors: Johan Theorin

Tags: #Terror y Sobrenatural

La tormenta de nieve (30 page)

BOOK: La tormenta de nieve
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–No se lo pregunté cuando nos vimos, pero… ¿cree usted en los fantasmas?

El anciano negó con la cabeza.

–Ni creo ni dejo de creer –contestó–. Yo colecciono historias de fantasmas, pero no pretendo demostrar nada con ellas. Y, además, hay muchas teorías sobre las apariciones… Que tienen que ver con los materiales de las casas viejas o con radiaciones electromagnéticas.

–O que son manchas en la córnea –apuntó Joakim.

–En efecto –dijo Gerlof. Guardó silencio unos segundos antes de proseguir–: Claro que podría contarte una historia sobre la que nunca he escrito en ningún libro de cultura popular, aunque es la única experiencia sobrenatural que he tenido.

Joakim lo escuchaba atentamente.

–Conseguí mi primer barco cuando tenía diecisiete años –comenzó Gerlof–. Había empezado a trabajar en el mar un par de años antes, y había ahorrado dinero; mi padre me ayudó con una parte. Sabía perfectamente qué barco quería comprar: se trataba de un velero de un mástil con motor que se llamaba
Ingrid Maria
, con base en Borgholm. El propietario, Gerhard Marten, frisaba los sesenta y había navegado toda su vida. Pero tuvo problemas de corazón y el médico le prohibió volver a embarcarse. El
Ingrid Maria
estaba en venta, y el precio era de tres mil quinientas coronas.

–Barato, ¿no? –comentó Joakim.

–Sí, era un buen precio para la época –asintió el anciano, y prosiguió–: La noche en que tenía que entregarle el dinero de la compra a Marten, me di un paseo por el puerto para echarle un vistazo a la embarcación. Era abril, hacía poco que el estrecho aún estaba helado, el sol se ponía y el puerto estaba desierto. La única persona a la vista era el viejo Gerhard. Se paseaba por la cubierta del
Ingrid Maria
como si costara mucho abandonarla, y yo subí a bordo. No recuerdo de qué hablamos, pero me di una vuelta con él por el barco y me señaló una serie de cosas que había que reparar. Luego me dijo que cuidara de él, y nos despedimos. Bajé a tierra y fui a casa de mis padres a cenar y a recoger el sobre con el dinero.

Gerlof guardó silencio y miró los barcos de la pared.

–A las siete, fui en bicicleta hasta la casa de los Marten, al norte de Borgholm –prosiguió–. Para mi sorpresa, al llegar encontré que estaban de luto. La mujer de Marten tenía los ojos arrasados de lágrimas. Resultaba que Gerhard Marten había muerto. Había firmado el contrato de compraventa la tarde anterior y luego, por la mañana temprano, había bajado a la playa con su escopeta y se había disparado en la sien.

–¿Por la mañana? –repitió Joakim.

–Aquella misma mañana, sí. Así que, cuando me lo encontré en el puerto, llevaba muerto un día entero. No puedo explicarlo, pero sé que esa tarde lo vi. Incluso nos dimos la mano.

–Así que vio un espectro –dijo Joakim.

Gerlof lo miró.

–Quizá. Pero eso no demuestra nada. Por lo menos, no prueba que haya vida después de la muerte.

Joakim se removió en la silla y bajó la vista al paquete de ropa.

–Me preocupa mi hija Livia –comenzó–. Tiene seis años y habla en sueños. Siempre lo ha hecho, pero desde que murió mi mujer ha empezado a soñar con ella.

–¿Y eso es tan extraño? –preguntó Gerlof–. Yo mismo sueño a veces con mi mujer fallecida, y lleva muerta muchos años.

–Sí, pero siempre se le repite el mismo sueño. Livia sueña que su madre regresa a Åludden, pero no encuentra la casa.

El anciano escuchaba en silencio.

–A veces también sueña con Ethel –prosiguió Joakim–. Eso es lo que más me preocupa.

–¿Quién es? –preguntó Gerlof.

–Ethel era mi hermana. Tenía tres años más que yo. –Suspiró–. En cierta manera, esa es mi propia historia de fantasmas.

–Puedes contármela si quieres –dijo Gerlof en voz baja.

Joakim asintió, cansado. Había llegado la hora de hacerlo.

–Ethel era drogadicta –dijo–. Murió hace un año, una noche de invierno, cerca de nuestra casa…, dos semanas antes de Navidad.

–Lo siento.

–Gracias –respondió él en voz baja, y continuó–: Le mentí cuando nos vimos la otra vez, cuando me preguntó por qué habíamos vendido la casa de Bromma y nos mudamos aquí. En gran parte se debió a lo que le sucedió a mi hermana. Al morir Ethel, no quisimos seguir viviendo en Estocolmo.

Guardó silencio de nuevo. Deseaba y no deseaba hablar de ello. En realidad, no quería recordar a Ethel ni su muerte. Tampoco la larga depresión de Katrine.

–Pero ¿la echas de menos? –preguntó Gerlof.

Joakim recapacitó.

–Un poco. –Eso había sonado terrible, así que añadió–: La echo de menos como era antes… antes de las drogas. Ethel hablaba mucho, siempre tenía infinidad de planes. Quería abrir una peluquería, quería ser profesora de música, pero después de un tiempo uno se cansaba de escucharla, pues ninguno de sus planes incluía acabar con las drogas. Era como ver a una persona en una casa ardiendo planeando celebrar una fiesta entre las llamas.

–¿Cómo empezó todo? –preguntó Gerlof, y sonó casi como una disculpa–. Conozco tan poco ese mundo…

–Para Ethel comenzó con el hachís –dijo Joakim–. Chocolate, como se lo llamaba. Fumar en fiestas y conciertos era estar en la onda. Y durante su adolescencia, la vida fue una fiesta para Ethel; tocaba el piano y la guitarra y también me enseñó a tocar a mí.

Sonrió para sí mismo.

–Suena como si la quisieras –observó Gerlof.

–Sí, Ethel era alegre y divertida –contestó él–. También era guapa, y muy popular entre los chicos. Se pasaba el día de fiesta, y con las anfetaminas podía seguir de marcha más tiempo. Perdió por lo menos diez kilos, a pesar de que ya era delgada. Desaparecía cada vez más tiempo. Luego, nuestro padre murió de cáncer, y creo que fue entonces cuando empezó con la heroína… fumaba heroína marrón. Su risa se volvió más dura y ronca.

Bebió un sorbo de café y continuó:

–Nadie que fume heroína se considera a sí mismo drogadicto de verdad. Creen que no son yonquis. Pero tarde o temprano se pasan a la aguja, que es más barata, pues se necesita menos heroína por dosis. Pero hay que conseguir por lo menos mil quinientos pavos al día para droga. Eso es mucho dinero, sobre todo si no se tiene. Así que hay que robar. Se puede coger el dinero de la madre anciana, o robarle las joyas que heredó.

Joakim miró el candelabro de Adviento y añadió:

–En Nochebuena, cuando íbamos a comer jamón cocido y albóndigas a casa de mi madre, siempre había un asiento vacío. Ethel había prometido que iría, como de costumbre, pero andaba por la ciudad buscando droga. Para ella los días consistían en eso, era su rutina. Y las rutinas son muy difíciles de cambiar, no importa lo horribles que sean.

Estaba en plena confesión, y no tenía ni idea de si Gerlof seguía escuchándolo.

–Así que sabes que todo se ha ido a la mierda y que tu hermana está por ahí, reuniendo dinero para droga, y su asistente social nunca llama…, pero sigues con tu trabajo de profesor por las mañanas y cenas con la familia, y reformas la casa por las tardes, e intentas no pensar ni sentir demasiado. –Bajó la vista–. Y procuras olvidar, o bien procuras encontrarla. Mi padre salía mucho por las noches a buscarla antes de ponerse enfermo. Yo también lo hice. Por calles, plazas, estaciones de metro y en urgencias psiquiátricas… Aprendíamos deprisa los sitios que frecuentaba.

Guardó silencio. En sus recuerdos había regresado a la capital, y ahora se encontraba entre mendigos y yonquis, entre todos los solitarios y muertos vivientes que andan de caza por la noche.

–Tuvo que ser difícil –observó Gerlof en voz baja.

–Sí…, pero no salía todas las noches. Podría haber salido a buscarla más a menudo.

–También podrías haber dejado de hacerlo.

Joakim asintió con tristeza. Quedaba una cosa más que contar de Ethel, la más difícil.

–El comienzo del fin tuvo lugar hace dos años –dijo–. Ethel había pasado el invierno en un centro de rehabilitación, y todo había ido bien. Cuando llegó allí, pesaba menos de cuarenta y cinco kilos, tenía el cuerpo lleno de cardenales y las mejillas completamente hundidas. Pero al regresar a Estocolmo se la veía mucho más sana; llevaba casi tres meses sin probar las drogas y había ganado peso, así que Katrine y yo la dejamos instalarse en la habitación de invitados. Y funcionó bien. No dejamos que cuidara de Gabriel, aunque por las tardes jugaba mucho con Livia, se sentían a gusto la una con la otra.

Recordó que, entonces, Katrine y él comenzaron a tener de nuevo esperanzas. Empezaron a confiar en Ethel. No tanto como para invitar a amigos a cenar cuando ella estaba en casa, pero sí se iban a dar largos paseos por la tarde mientras Ethel se quedaba cuidando a Livia y Gabriel. Y siempre fue todo bien.

–Una tarde de marzo, mi mujer y yo fuimos al cine –prosiguió–. Al regresar a casa después de un par de horas, la encontramos a oscuras y desierta. Gabriel estaba solo dormido en la cuna, con el pañal empapado. Ethel se había largado y se había llevado dos cosas: mi móvil y a Livia.

Guardó silencio y cerró los ojos.

–Sabía adónde había ido –dijo–: Había sentido el deseo y había cogido el metro para ir al centro a comprar heroína. Ya lo había hecho antes muchas veces. Compraba una dosis por quinientos pavos, se la inyectaba en algún lavabo y tenía para unas horas, hasta que el deseo volvía… El problema esa vez fue que se había llevado a Livia.

Joakim revivió esa noche: un helado recuerdo del pánico creciente. Se había subido al coche a toda prisa y había conducido hasta los alrededores de la estación central. Ya lo había hecho antes, solo o con Katrine. Pero entonces solo les preocupaba lo que hubiese podido pasarle a Ethel.

Esa vez estaba aterrado por Livia.

–Al fin encontré a mi hermana –dijo, y miró a Gerlof–. Estaba en el oscuro cementerio de Klara. Se había acurrucado en un panteón y se había quedado frita. Livia estaba sentada a su lado, con ropa insuficiente; estaba helada y apática. Llamé a una ambulancia y me encargué de que Ethel entrara otra vez en un centro de desintoxicación. Luego regresé a Bromma con Livia.

Guardó silencio.

–Katrine me obligó a elegir –continuó en voz baja–. Y yo elegí a mi familia.

–Hiciste bien –opinó Gerlof.

Él asintió, aunque le habría gustado haber podido ahorrarse esa elección.

–Después de esa noche, le prohibí a Ethel que viniera a casa, pero siguió intentándolo. No la dejábamos entrar, y aun así, por las tardes, dos o tres veces por semana, se apostaba junto a la verja, con su gastada chaqueta vaquera y la vista fija en Äppelvillan. A veces abría nuestras cartas para ver si en los sobres había dinero o cheques. Y en alguna ocasión la acompañaba un chico…, otro esqueleto que se quedaba temblando junto a ella.

Hizo una pausa y pensó que aquel era uno de los últimos recuerdos que tenía de su hermana: de pie junto a la verja del jardín, con el rostro cadavérico y el pelo enmarañado.

–Ethel solía gritarnos –explicó–. Le gritaba cosas a Katrine. A veces también a mí, pero sobre todo a ella. Vociferaba y vociferaba hasta que los vecinos descorrían las cortinas y yo tenía que salir y darle dinero.

–¿Servía de algo?

–Sí…, funcionaba un tiempo, pero claro, cuando se lo gastaba volvía a por más. Era un círculo vicioso. Katrine y yo nos sentíamos… acosados. A veces, me despertaba en mitad de la noche y oía gritar a Ethel desde la verja, pero cuando miraba fuera, la calle estaba desierta.

–¿Estaba Livia en casa cuando tu hermana iba por allí?

–Sí, a menudo.

–¿Oía sus gritos?

–Eso creo. No ha hablado nunca de ello, pero seguro que la oía.

Joakim cerró los ojos.

–Fueron unos meses negros…, una época terrible. Y Katrine empezó a desear que Ethel se muriera. Me lo decía por las noches, en la cama. Tarde o temprano Ethel tomaría una sobredosis. Cuanto antes mejor. Creo que ambos lo deseábamos.

–¿Y ocurrió?

–Sí. Una noche, el teléfono sonó a las once y media. Cuando llamaban tan tarde sabíamos que se trataba de Ethel; siempre era así.

De eso hacía un año, pensó, pero parecían diez.

Fue Ingrid, su madre, quien le comunicó la noticia de la muerte. Habían encontrado a su hermana ahogada en Bromma, justo al lado de su casa.

Katrine la había oído esa misma tarde. Como de costumbre, Ethel había estado gritando desde la verja, luego los gritos habían cesado.

Cuando Katrine miró por la ventana, había desaparecido.

–Mi hermana fue hasta el paseo de la playa –prosiguió Joakim–. Se sentó en un cobertizo de barcos, se inyectó una dosis, y luego bajó tambaleándose al agua helada. Ese fue su final.

–¿Tú no estabas en casa esa tarde? –preguntó Gerlof.

–Llegué después. Livia y yo estábamos en una fiesta de cumpleaños.

–Probablemente fue lo mejor para ella.

–Sí. Y durante un tiempo confiamos en que todo se calmaría –dijo Joakim–. Pero yo seguía despertándome por las noches y creía oír gritar a Ethel en la calle. Y Katrine perdió la alegría de vivir. A esas alturas, Äppelvillan ya estaba reformada, y había quedado preciosa, pero mi mujer no se sentía tranquila allí. Así que el invierno pasado empezamos a hablar de mudarnos al campo; al sur, quizá a alguna casa de Öland. Y al final lo hicimos.

Guardó silencio y miró el reloj. Las cuatro y veinte. Le pareció que había hablado más durante aquella última hora que en todo el otoño.

–Tengo que ir a buscar a mis hijos –dijo en voz baja.

–¿Te preguntó alguien cómo te sentías respecto a lo ocurrido? –inquirió Gerlof.

–¿A mí? –se extrañó Joakim, y se levantó–. Yo estaba muy bien.

–No lo creo.

–No. Pero en mi familia nunca hemos hablado de nuestros sentimientos. Y, en realidad, tampoco hablamos nunca del problema de Ethel. –Miró a Gerlof–. Uno no le va contando a la gente que tiene una hermana drogadicta. Katrine fue la primera…, se podría decir que yo la metí en aquello.

El anciano permanecía sentado en silencio y parecía meditar.

–¿Qué quería Ethel? –preguntó al fin–. ¿Por qué iba todo el tiempo a vuestra casa? ¿Era solo por el dinero?

Joakim se puso la chaqueta sin responder.

–No era solo eso –dijo finalmente–. También quería que le entregáramos a su hija.

–¿A su hija?

Joakim titubeó. También resultaba difícil hablar de aquello, pero al fin lo hizo:

–No tenía padre…, había muerto de una sobredosis. Katrine y yo éramos los padrinos de Livia y asuntos sociales nos concedieron la custodia hace cuatro años. La adoptamos el año pasado… Ahora Livia es nuestra.

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